Estudio sobre el libro del Deuteronomio I

Deuteronomio 2

Volveos al norte

Incredulidad y fe

En las últimas líneas del capítulo 1 se presenta al pueblo llorando delante de Jehová. “Y volvisteis y llorasteis delante de Jehová, pero Jehová no escuchó vuestra voz, ni os prestó oído. Y estuvisteis en Cades por muchos días, los días que habéis estado allí” (cap. 1:46).

No había más sinceridad en sus lágrimas que en sus palabras, no eran creíbles ni su llanto ni su confesión. Muchos derraman lágrimas sin un verdadero arrepentimiento en presencia de Dios, y esto es muy grave, es burlarse de Dios. Sabemos que un corazón verdaderamente contrito agrada a Dios, quien se complace en habitar con él. “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Salmo 51:17). Las lágrimas que fluyen de un corazón arrepentido son más preciosas para Dios que miles de animales en los collados (cap. 50:10), ya que prueban que hay sitio para él en ese corazón, y eso es lo que él, en su infinita gracia, busca. Quiere habitar en nuestros corazones y llenarnos del profundo e inefable gozo de su presencia tan bendita.

Pero ni la confesión ni las lágrimas de Israel en Cades eran sinceras, por lo tanto el Señor no las aceptó. El más débil grito de un corazón quebrantado sube directamente al trono de Dios, quien le responde de inmediato con el bálsamo sanador y calmante de su amor; pero cuando la confesión y las lágrimas van unidas a la voluntad propia y a la rebeldía, no solo carecen de valor sino que son un verdadero insulto a la Majestad de Dios.

Así, pues, el pueblo tuvo que retroceder hacia el desierto y peregrinar allí durante cuarenta años; no quedaba otra alternativa. No quisieron subir a aquella tierra con una fe sencilla en compañía de Dios, y él no quiso acompañarlos mientras mostraban obstinación y confianza en sí mismos. Por lo tanto, no tuvieron más remedio que aceptar las consecuencias de su desobediencia. Como no habían querido entrar en la tierra prometida, debían caer en el desierto.

¡Qué grave es todo esto y qué solemne es el comentario que el Espíritu Santo hace al respecto en los capítulos 3 y 4 de Hebreos; y se aplica a nosotros directamente y con toda validez! “Por lo cual, como dice el Espíritu Santo: Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones, como en la provocación, en el día de la tentación en el desierto, donde me tentaron vuestros padres; me probaron, y vieron mis obras cuarenta años. A causa de lo cual me disgusté contra esa generación, y dije: Siempre andan vagando en su corazón, y no han conocido mis caminos. Por tanto, juré en mi ira: No entrarán en mi reposo. Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo; antes exhortaos los unos a los otros cada día, entre tanto que se dice: Hoy; para que ninguno de vosotros se endurezca por el engaño del pecado. Porque somos hechos participantes de Cristo, con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio, entre tanto que se dice: Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones, como en la provocación. ¿Quiénes fueron los que, habiendo oído, le provocaron? ¿No fueron todos los que salieron de Egipto por mano de Moisés? ¿Y con quiénes estuvo él disgustado cuarenta años? ¿No fue con los que pecaron, cuyos cuerpos cayeron en el desierto? ¿Y a quiénes juró que no entrarían en su reposo, sino a aquellos que desobedecieron? Y vemos que no pudieron entrar a causa de incredulidad.

Temamos, pues, no sea que permaneciendo aún la promesa de entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no haberlo alcanzado. Porque también a nosotros se nos ha anunciado la buena nueva como a ellos; pero no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron” (cap. 3:7-19; 4:1-2).

Aquí, como en todas las páginas del Libro inspirado, se nos enseña que la incredulidad entristece el corazón de Dios y deshonra su Nombre. Y no solo esto, sino que también nos priva de las bendiciones, dignidades y privilegios que la gracia infinita nos da. Tenemos muy poca idea de lo mucho que perdemos por causa de nuestra incredulidad. Exactamente como en el caso de Israel: la tierra estaba delante de ellos con toda su fertilidad y belleza, y se les mandó que subieran y tomaran posesión, pero “no pudieron entrar a causa de incredulidad”; nosotros, de igual manera, a menudo despreciamos las grandes bendiciones que la gracia soberana pone a nuestro alcance. Los tesoros del cielo están abiertos ante nosotros, pero no alcanzamos a apropiarnos de ellos. Somos pobres, débiles, desprovistos y estériles, cuando deberíamos ser ricos, fuertes, y fructíferos. Somos enriquecidos con todas las bendiciones espirituales en los lugares celestiales en Cristo (Efesios 1:3), pero no nos apoderamos de ellas como deberíamos, y por lo tanto permanecemos pobres y débiles.

Por eso, a causa de nuestra incredulidad, ¡cuántas cosas perdemos en relación con la obra del Señor a nuestro alrededor! En Mateo leemos que nuestro Señor no pudo hacer grandes obras en cierto lugar a causa de la incredulidad del pueblo. ¿Esto no nos dice nada? ¿No impedimos también, a causa de nuestra incredulidad, que él obre? Alguien dirá, tal vez, que el Señor hará su obra a pesar de nuestra falta de fe; que él, a pesar de nuestra incredulidad, separará al que es suyo y completará el número de los elegidos; que todos los poderes unidos no pueden impedir el cumplimiento de sus planes y propósitos; y que, en cuanto a su obra, se hace “no con ejército ni con fuerza, sino con mi Espíritu” (Zacarías 4:6); que los esfuerzos humanos son vanos, y que la causa del Señor jamás progresará por impulsos naturales.

Bien, todo esto es verdad, pero deja intacto el versículo ya citado: “Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la incredulidad de ellos” (Mateo 13:58). ¿No perdió aquella gente grandes bendiciones por causa de su incredulidad e impidió que se hicieran muchos bienes? Debemos tener mucho cuidado para no dejarnos llevar por la influencia de un fatalismo perjudicial que, con ciertas apariencias de verdad, es enteramente falso, ya que niega toda la responsabilidad y paraliza toda la santa energía en favor de la causa de Cristo. Debemos tener presente que Quien en sus eternos consejos ha decretado los fines, también ha señalado los medios. Y si nosotros, a raíz de nuestra pecaminosa incredulidad y merced a la influencia de una verdad parcial nos cruzamos de brazos y descuidamos los medios, él nos pondrá a un lado y hará cumplir su obra valiéndose de otras manos. Él obrará –bendito sea su santo Nombre–, pero nosotros perderemos el honor, el privilegio y la bendición de ser sus instrumentos.

Vea la conmovedora escena descrita en Marcos 2. Es un ejemplo sorprendente del gran principio que deseamos enseñar al lector. Demuestra el poder de la fe en relación con la obra del Señor. Si los cuatro hombres cuya conducta se describe en dicho capítulo se hubieran dejado influir por un dañino fatalismo, hubiesen estado de acuerdo en que no era necesario hacer nada; si el paralítico debía ser curado, lo sería sin ningún esfuerzo humano. ¿Por qué debían molestarse en subir al techo de la casa, descubrir el tejado, bajar por allí al enfermo y ponerlo ante Jesús? ¡Ah!, fue muy conveniente para el enfermo y también para ellos que no obraran de acuerdo con aquel razonamiento falso. ¡Veamos lo que obró su hermosa fe! Reconfortó el corazón del Señor Jesús; llevó al enfermo al lugar de la curación, del perdón y de otras bendiciones; permitió que se desplegase el poder divino que llamó la atención de todos los presentes, y dio testimonio a la gran verdad de que Dios estaba en la tierra en la persona de Jesús de Nazaret, curando enfermos y perdonando pecados.

Muchos otros ejemplos podrían ofrecerse, pero no hay necesidad de ello. Toda la Escritura proclama el hecho de que la incredulidad obstaculiza nuestra bendición, impide que seamos útiles, nos priva del honroso privilegio de ser instrumentos de Dios y de ver las operaciones de su poder y de su Espíritu a nuestro alrededor. Por otro lado, la fe atrae bendiciones y poder, no solo para nosotros mismos sino también para otros; y así glorifica y gratifica a Dios, dando lugar al despliegue del poder divino. En otras palabras, nada limita la bendición que podemos gozar si nuestros corazones están gobernados por la fe sincera que cuenta con Dios, y que él se complace en honrar.

Conforme a vuestra fe os sea hecho
(Mateo 9:29).

¡Preciosas palabras que conmueven el alma! Ellas nos animan a aprovechar más abundantemente los inagotables recursos que tenemos en Dios. Él se complace en que acudamos él, ¡bendito sea para siempre su santo Nombre! Su Palabra nos dice: “Abre tu boca y yo la llenaré” (Salmo 81:10). Nunca será excesivo lo que pidamos al Dios de toda gracia que nos dio a su Hijo unigénito y nos dará con él libremente todas las cosas.

Pero los hijos de Israel no pudieron creer que Dios les haría entrar en la tierra prometida y pretendieron hacerlo por sus propias fuerzas; el resultado fue que se vieron derrotados ante sus enemigos, y así sucede siempre. La arrogancia y la fe son dos cosas totalmente opuestas: la primera conduce a la derrota y a la confusión, la segunda a una victoria segura y real.

Sumisión a la voluntad de Dios

“Luego volvimos y salimos al desierto, camino del mar Rojo, como Jehová me había dicho; y rodeamos el monte de Seir por mucho tiempo” (v. 1). Hay una gran belleza moral en esta asociación, Moisés se identifica por completo con el pueblo. Él, Josué y Caleb tuvieron que volver atrás, camino del desierto, en compañía de la congregación incrédula y esto, según el criterio humano, parecerá duro, pero fue bueno y provechoso. Siempre hay gran bendición en el hecho de inclinarnos ante la voluntad de Dios, aunque no siempre podamos comprender el cómo y el porqué de las cosas. Esos fieles siervos de Dios no expresaron ninguna queja al verse obligados a volver al desierto durante cuarenta años, a pesar de que estaban dispuestos a subir para poseer la tierra. No, ellos se limitaron simplemente a volver atrás. Y bien podían hacerlo ya que el mismo Jehová también lo hizo. ¿Cómo podían quejarse, cuando veían la carroza del Dios de Israel dando la vuelta hacia el desierto? Ciertamente la gracia y la misericordia de Dios debieron enseñarles a aceptar de buen grado una prolongada estancia en el desierto y a esperar el bendito momento de entrar en la tierra prometida.

Es muy importante someternos siempre a la mano de Dios, ya que así podemos estar seguros de recoger una rica cosecha de bendiciones con tal ejercicio. El verdadero secreto del descanso consiste, según él mismo nos lo enseña, en tomar sobre nosotros el yugo de Cristo.

Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil y ligera mi carga
(Mateo 11:28-30).

¿Cuál era ese yugo?: la absoluta y completa sujeción a la voluntad del Padre, y eso lo vemos con toda perfección en nuestro adorable Señor y Salvador Jesucristo. Él pudo decir: “Sí, Padre, porque así te agradó” (Lucas 10:21), porque eso era lo principal para él: “así te agradó”. Esto lo explica todo. “Te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra”. Todo estaba bien; ya que lo que complacía al Padre le complacía a él. Jamás tuvo un pensamiento o un deseo que no estuviese en perfecta armonía con la voluntad de Dios; por eso, como hombre, gozaba siempre de perfecta paz. Él reposaba en los consejos y propósitos divinos; su paz corría como un río completamente tranquilo de principio a fin.

Ese era el yugo de Cristo, el mismo que él, en su infinita gracia, nos invita a tomar sobre nosotros, a fin de que también podamos hallar descanso para nuestras almas. Notemos las palabras “hallaréis descanso” y procuremos comprender su significado. No debemos confundir el “descanso” que él nos da con el descanso que nosotros hallamos. Cuando el alma cansada y cargada acude a Jesús con fe sencilla, él le da descanso, un descanso estable que mana de la completa seguridad de que todo está hecho, que los pecados son quitados para siempre, y que la justicia perfecta ha sido cumplida, revelada y concedida, que toda cuestión está divina y eternamente resuelta. Entonces Dios es glorificado, Satanás es reducido a silencio y la conciencia es tranquilizada.

Así es el descanso que Jesús nos da cuando acudimos a él; pero luego debemos atravesar las circunstancias de nuestra vida diaria, donde hay pruebas, dificultades, trabajos, combates, fracasos y reveses de toda clase. Ninguna de estas cosas puede afectar en lo más mínimo al descanso que Jesús da, pero sí pueden alterar seriamente el descanso que procuramos; no turbarán nuestras conciencias, pero sí nuestro corazón, ya que pueden desasosegarnos, encolerizarnos, impacientarnos. Por ejemplo: si yo debo predicar en Glasgow, pues así está anunciado, pero me veo enfermo en una cama en Londres; esto no turbará en lo más mínimo mi conciencia, pero sí, y en gran manera mi corazón; puedo estar agitado con fiebre y a punto de exclamar: «¡Qué desgracia y qué terrible contratiempo!».

¿Cómo saldré de esta condición y cómo podré tranquilizar mi corazón y mi ánimo? Necesito hallar descanso, pero, ¿cómo podré hacerlo? Pues, inclinándome y tomando sobre mí el precioso yugo de Cristo, el mismo yugo que él llevó en los días de su carne, el yugo de una completa sumisión a la voluntad de Dios. Necesito la fuerza para decir desde lo más profundo de mi alma: “Hágase, Señor, tu voluntad”. Necesito sentir profundamente su perfecto amor por mí, y su infinita sabiduría en todas sus relaciones conmigo; no desearía que las cosas fuesen de otra manera, aunque estuviese en mi poder cambiarlas; así es: yo no querría mover un dedo para cambiar mi posición o mis circunstancias, sintiendo que es mucho mejor para mí hallarme en la cama con dolor en Londres que hablando desde un púlpito en Glasgow.

El secreto profundo y precioso del descanso del corazón, en contraste con la agitación, está en la simple posibilidad de dar gracias a Dios por todo, por más contrario que sea a nuestra voluntad y a los planes que habíamos trazado. No es un simple asentimiento a la verdad de que “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28). Es el sentimiento positivo, el cumplimiento actual del hecho divino de que las cosas que Dios determina son las mejores para nosotros. Es un perfecto descanso en el amor, la sabiduría, el poder y la fidelidad de Aquel que se ha hecho cargo de todas nuestras cosas, de todo cuanto nos concierne ahora y por la eternidad. Sabemos que el amor hará siempre lo más conveniente para el ser amado. ¿Qué será tener a Dios mismo haciendo lo mejor para nosotros? ¿Qué corazón podrá no estar satisfecho con lo mejor de Dios, si conoce algo de Él?

Pero es preciso conocerle para que el corazón pueda quedar satisfecho con Su voluntad. Eva, en el huerto del Edén, engañada por la serpiente, no se sintió conforme con la voluntad de Dios. Deseó algo que él le había prohibido; y el diablo se encargó de proporcionarle lo que deseaba. Ella pensó que Satanás la trataría mejor que Dios; creyó ganar con el cambio, liberándose de las manos de Dios para ponerse en las de Satanás. Por tanto, es imposible que un corazón no renovado se someta a la voluntad de Dios. Si escudriñamos el fondo del corazón humano no encontraremos ni un solo pensamiento que esté de acuerdo con la voluntad de Dios. Y aun en el caso del verdadero cristiano, solo cuando la gracia de Dios le capacite para sofocar su voluntad propia, para considerarse como muerto y para andar en el Espíritu, podrá deleitarse en la voluntad de Dios y darle gracias en todos los casos. Una de las evidencias más hermosas del nuevo nacimiento es poder decir, sin la menor restricción, en cuanto a los designios de Dios para con nosotros: “hágase tu voluntad” (Lucas 11:2). “Sí, Padre, porque así te agradó” (Lucas 10:21). Cuando el corazón está en esa disposición, Satanás no puede agitarle. Es maravilloso poder decir al diablo y al mundo, no solo de labios, sino de corazón: «Estoy perfectamente satisfecho con la voluntad de Dios».

Esta es la manera de encontrar el descanso. Es el remedio divino para esa inquietud, ese espíritu de agitación e inconformidad que desgraciadamente es tan común en nosotros. Es un perfecto remedio para la ambición inquieta tan opuesta al espíritu de Cristo, pero tan característica del hombre.

Querido lector, cultivemos con santa diligencia ese espíritu de mansedumbre y humildad, que tanto estima Dios; ese espíritu que se inclina ante Su voluntad en todo, y que lo justifica en todos sus designios respecto a nosotros, sin importarle lo que suceda. Entonces nuestra paz fluirá como las aguas de un río, y el Nombre de nuestro Señor Jesucristo será glorificado por nuestra conducta.

Antes de dejar este tema tan interesante y práctico, hacemos notar que existen tres estados en los que el alma puede encontrarse con respecto a los designios de Dios: la sumisión, el asentimiento y el regocijo. Cuando la voluntad está quebrantada, hay sumisión; cuando la inteligencia espiritual está iluminada en cuanto al propósito divino, hay asentimiento; y, cuando los afectos están ligados con Dios, entonces hay regocijo. Por eso leemos en el capítulo 10 de Lucas: “En aquella misma hora Jesús se regocijó en el Espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó” (v. 21). Ese Ser bendito encontraba su perfecta delicia en hacer la voluntad de Dios. Su comida y su bebida era hacer esa voluntad a toda costa. En el servicio o en el sufrimiento, en vida o en muerte, jamás tuvo otro motivo que no fuera hacer la voluntad del Padre. Él podía decir: “Yo hago siempre lo que le agrada” (Juan 8:29). ¡Loor eterno y universal a su Nombre sin par!

Dios conduce al pueblo

“Y Jehová me habló, diciendo: Bastante habéis rodeado este monte; volveos al norte” (v. 2).

La palabra del Señor lo determinaba todo; fijaba el tiempo que el pueblo debía permanecer en un sitio dado, e igualmente ordenaba cuándo y hacia dónde había de dirigir sus pasos. Israel no tenía necesidad de calcular o hacer planes acerca de sus movimientos, ya que eso era responsabilidad y prerrogativa de Jehová, quien lo disponía todo, y el pueblo solo debía obedecer. Aquí no se mencionan la nube ni la trompeta; solo era cuestión de la palabra de Dios y la obediencia de Israel.

Nada puede ser más precioso para un hijo de Dios –siempre que el corazón esté dispuesto– que ser guiado en todo por Dios mismo, porque esto evita muchas angustias y confusión. En el caso de los israelitas, quienes debían viajar por un grande y terrible desierto, era una gracia inexpresable tener ordenados todos sus movimientos, sus pasos y sus altos para acampar, por un Guía infalible. No necesitaban preocuparse por el tiempo que debían permanecer en un lugar determinado, ni adónde debían ir después. Jehová lo disponía y ellos solo tenían que esperar en él y hacer lo que él les mandaba.

Sí, lector, esta era la gran condición: un corazón confiado y obediente. Si este fallaba, estaban expuestos a toda clase de problemas. Si cuando Dios dijo: “Bastante habéis rodeado este monte”, Israel hubiera contestado: «No, queremos rodearlo un poco más; estamos muy cómodos aquí y no deseamos hacer ningún cambio»; o bien, cuando Dios dijo: “Volveos al norte”, ellos hubiesen replicado: «No, preferimos marchar hacia el sur», ¿cuál habría sido el resultado? Habrían perdido la divina compañía y, entonces, ¿quién les habría guiado, ayudado y alimentado? Solo podían contar con la presencia de Dios entre ellos si seguían la senda indicada por el mandato divino. Si hubiesen preferido ir por donde mejor les parecía, habrían hallado hambre, desolación y tinieblas. El agua que manaba de la roca y el maná celestial solo podían encontrarse en la senda de la obediencia.

Nosotros, los cristianos, hallaremos en todo esto una enseñanza saludable, necesaria y valiosa. Gozamos del dulce privilegio de tener nuestro camino señalado día tras día por la autoridad divina, y debemos estar completamente seguros de ello. No permitamos que los caprichosos razonamientos de la incredulidad nos despojen de esta rica bendición. Dios ha prometido guiarnos, y su promesa es el Sí y el Amén, así que debemos apropiarnos de esa promesa con la fe más sencilla, ya que ella es tan real, tan sólida y tan verdadera como solo Dios puede hacerla. Israel en el desierto no estaba en mejor situación, en materia de guía, que el pueblo celestial de Dios en su paso por este mundo. ¿Cómo sabía Israel cuándo debía partir o cuánto tiempo debía permanecer en un lugar determinado? Por la palabra de Dios. ¿Estamos nosotros en peor estado? Al contrario, estamos en mejor situación que ellos: tenemos la Palabra y el Espíritu de Dios para guiarnos y poseemos el elevado y santo privilegio de andar en las pisadas del Hijo de Dios.

¿No es esta una guía perfecta? Sí, gracias a Dios, lo es. Oigamos lo que nos dice nuestro adorable Señor Jesucristo:

Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida 
(Juan 8:12).

Notemos las palabras “el que me sigue”. Él nos ha dejado ejemplo para que sigamos sus pisadas. Esta es una guía viviente. ¿Cómo anduvo Jesús? Siempre y solamente según el mandato de su Padre, que era lo que le hacía obrar y hablar.

Nosotros somos exhortados a seguirle; su propia Palabra nos asegura que, al hacerlo, no andaremos en tinieblas, ¡sino que tendremos la luz de la vida! ¡Qué preciosas palabras!: “La luz de la vida”. ¿Quién puede sondear sus vivas profundidades y ser capaz de apreciar debidamente su valor? “Las tinieblas van pasando, y la luz verdadera ya alumbra” (1 Juan 2:8); nos corresponde, pues, andar en el pleno resplandor de la luz que alumbra el camino del Hijo de Dios. ¿Hay en esto alguna inseguridad, algún motivo de duda? Evidentemente no. ¿Cómo podría ser, si nosotros le seguimos? No es posible conciliar ambas ideas.

Y nótese bien que aquí no se trata de tener un texto literal de la Escritura para dirigir cada uno de nuestros movimientos o actos. Por ejemplo: yo no puedo esperar que haya un texto en la Escritura o que venga una voz del cielo para indicarme que vaya al lugar X o Y y cuánto tiempo he de permanecer allí. Entonces, ¿cómo podemos saber adónde ir y cuánto tiempo permanecer en un determinado lugar? Esperando simple y llanamente en Dios. Él hará que veamos el camino tan claro como un rayo de sol. Esto hacía Jesús, y si le seguimos no andaremos en tinieblas. “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos” (Salmo 32:8) es la preciosa promesa. Pero para sacar provecho de ella, necesitamos estar lo bastante cerca del Señor y discernir sus pensamientos en una intimidad que nos permita comprender lo que quiere decirnos.

Eso sucede en todos los detalles de la vida diaria. Responde a cientos de cuestiones y resuelve miles de dificultades, con tal que esperemos la guía divina y no demos un paso sin ella. Si no tengo luz para moverme, mi deber es permanecer quieto; nunca debemos movernos en la incertidumbre. A menudo nos fatigamos con movimientos o acciones cuando Dios quiere que estemos quietos y esperemos. Consultamos a Dios acerca de ello y no obtenemos respuesta; nos dirigimos a nuestros amigos en busca de consejo pero ellos no pueden ayudarnos porque esta es una cuestión entre nosotros y el Señor. Entonces nos vemos asaltados por dudas y ansiedades. ¿Por qué? Pues sencillamente porque nuestro ojo no es bueno, no seguimos a Jesús, “la luz del mundo”. Deberíamos establecerlo como un principio fijo, como un precioso axioma en la vida divina: si seguimos a Jesús tendremos la luz de la vida; Él lo ha dicho, y esto basta.

Aquel que guió a su pueblo terrenal en sus peregrinaciones por el desierto, puede y quiere guiar a su pueblo celestial aquí en la tierra en todos sus caminos; por tanto estemos atentos para no hacer nuestra voluntad o ejecutar nuestros propios planes. “No seáis como el caballo, o como el mulo, sin entendimiento, que han de ser sujetados con cabestro y con freno, porque si no, no se acercan a ti” (Salmo 32:9). Que nuestro mayor deseo sea andar en las pisadas de nuestro bendito Salvador, quien no se complacía a sí mismo, sino que siempre se movía en la dirección de la voluntad divina y jamás obraba sin la autoridad divina; quien aunque era Dios, al tomar su lugar como hombre en la tierra, renunció completamente a su propia voluntad y halló su comida y su bebida en hacer la voluntad de su Padre. De este modo nuestros corazones y nuestros espíritus serán guardados en perfecta paz y podremos avanzar con paso firme, día tras día, por el camino que nos indica nuestro Guía divino, quien no solo conoce cada paso del camino, sino que también, como hombre, lo recorrió antes que nosotros y nos dejó ejemplo para que sigamos sus pisadas (1 Pedro 2:21). ¡Que podamos seguirle con mayor fidelidad en todo, con la ayuda del Espíritu Santo que mora en nosotros!

El gobierno de Dios - Edom, Moab y los hijos de Amón

Al llegar aquí, llamamos la atención del lector sobre un tema de gran interés, que ocupa un lugar destacado en el Antiguo Testamento y está ilustrado de modo patente en este capítulo. Nos referimos al gobierno del mundo y de las naciones de la tierra por parte de Dios. Es muy importante recordar que Aquel a quien conocemos como “el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” y como nuestro Dios y Padre, tiene un interés real, vivo y personal en los asuntos de las naciones; él tiene en cuenta las acciones de unas hacia otras.

Es cierto que todo esto está en inmediata relación con Israel y la tierra de Palestina, según lo leemos en el capítulo 32, versículo 8 de nuestro libro, pasaje de singular interés y gran poder sugestivo. “Cuando el Altísimo hizo heredar a las naciones, cuando hizo dividir a los hijos de los hombres, estableció los límites de los pueblos según el número de los hijos de Israel”. Israel fue y será para Dios el centro de la tierra. Es sumamente interesante ver que desde el principio del mundo, según lo vemos en Génesis 10, el Creador y Gobernador del mundo formó las naciones y fijó sus términos –de acuerdo con su voluntad soberana– en relación directa con la simiente de Abraham y la porción de tierra que ellos habían de poseer gracias al pacto eterno concertado con sus padres.

Pero en el capítulo 2 de Deuteronomio vemos a Jehová, en su fidelidad y justicia, interponiéndose para proteger a tres naciones en el disfrute de sus derechos nacionales y contra la usurpación de su propio pueblo. Y dice a Moisés: “Manda al pueblo, diciendo: Pasando vosotros por el territorio de vuestros hermanos los hijos de Esaú, que habitan en Seir, ellos tendrán miedo de vosotros; mas vosotros guardaos mucho. No os metáis con ellos, porque no os daré de su tierra ni aun lo que cubre la planta de un pie; porque yo he dado por heredad a Esaú el monte de Seir. Compraréis de ellos por dinero los alimentos, y comeréis; y también compraréis de ellos el agua, y beberéis” (v. 4-6).

Israel habría podido pensar que podía apoderarse de la tierra de Edom, pero debía aprender que el Altísimo es el Gobernador de todas las naciones, que toda la tierra le pertenece y que la distribuye como le place.

Este es un magnífico hecho digno de ser recordado. La mayor parte de los hombres hacen caso omiso de ello. Emperadores, reyes, príncipes, gobernantes y hombres de Estado lo pasan por alto. Olvidan que Dios se interesa personalmente en los asuntos de las naciones; que él concede reinos, provincias y países como mejor le parece. Aquellos hombres obran, casi siempre, como si se tratase solo de resolver un problema de conquistas militares, y como si Dios no tuviese nada que ver con la cuestión de los límites nacionales y posesiones territoriales. Esto es un grave error. No comprenden el significado ni la fuerza de las palabras: “Porque yo he dado por heredad a Esaú el monte de Seir”. Dios no abdicará jamás sus derechos en cuanto a esto. No permitió a Israel que tocase lo más mínimo de la propiedad de Esaú. Como suele decirse, debían pagar al contado todo cuanto necesitasen, y seguir pacíficamente su camino. El pueblo de Dios no podía entregarse a la matanza y al saqueo.

Note las preciosas razones para esto: “Pues Jehová tu Dios te ha bendecido en toda obra de tus manos; él sabe que andas por este gran desierto; estos cuarenta años Jehová tu Dios ha estado contigo, y nada te ha faltado” (v. 7). Bien podían, pues, dejar a Esaú tranquilo y respetar sus posesiones. Israel era objeto de los tiernos cuidados de Jehová. Dios conocía cada paso que daban en su fatigoso viaje a través del desierto. Él, en su infinita bondad, había tomado sobre sí la responsabilidad de proveer a todas sus necesidades. Iba a darles la tierra de Canaán, según la promesa hecha a Abraham; pero la misma mano que iba a entregarles Canaán, había dado a Esaú el monte de Seir.

Exactamente lo mismo ocurre con las naciones de Moab y Amón. “Y Jehová me dijo: No molestes a Moab, ni te empeñes con ellos en guerra, porque no te daré posesión de su tierra; porque yo he dado a Ar por heredad a los hijos de Lot”. Y también: “Y cuando te acerques a los hijos de Amón, no los molestes, ni contiendas con ellos; porque no te daré posesión de la tierra de los hijos de Amón, pues a los hijos de Lot la he dado por heredad” (v. 9, 19).

Las tierras que aquí se señalan habían sido habitadas por gigantes; pero Dios juzgó bueno dar esos territorios a los hijos de Esaú y de Lot, razón por la que exterminó a aquellos gigantes; porque, ¿qué cosa o quién podrá interponerse en el camino de los planes divinos? “Por tierra de gigantes fue también ella tenida; habitaron en ella gigantes en otro tiempo… pueblo grande y numeroso, y alto, como los hijos de Anac; a los cuales Jehová destruyó delante de los amonitas. Estos sucedieron a aquellos, y habitaron en su lugar, como hizo Jehová con los hijos de Esaú que habitaban en Seir, delante de los cuales destruyó a los horeos; y ellos sucedieron a estos, y habitaron en su lugar hasta hoy” (v. 20-23).

b) Sehón, rey de Hesbón, amorreo

Así que a Israel no le fue permitido meterse en las posesiones de Edom, Amón y Moab. Pero en la siguiente sentencia vemos una cosa muy diferente cuando se trata del pueblo amorreo. “Levantaos, salid, y pasad el arroyo de Arnón; he aquí he entregado en tu mano a Sehón rey de Hesbón, amorreo, y a su tierra; comienza a tomar posesión de ella, y entra en guerra con él” (v. 24).

De estas instrucciones impartidas a Israel se desprende el gran principio de que la Palabra de Dios debe dirigirlo todo para su pueblo. Israel no debía investigar acerca del porqué debía dejar intactas las posesiones de Esaú y de Lot y, en cambio, apoderarse de las de Sehón. Debía limitarse a hacer simplemente lo que se le mandaba. Dios puede hacer lo que le place. Su mirada abarca la escena universal; Él lo mira todo. Los hombres pueden creer que él se ha olvidado de la tierra, pero no lo ha hecho, bendito sea su Nombre. Él es “Señor del cielo y de la tierra”; “de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación”.

Por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos 
(Hechos 17:24, 26, 31).

Aquí tenemos una verdad muy grande, a la que harán bien en prestar atención los hombres de cualquier condición y categoría. Dios es el Gobernador soberano del mundo. No da cuenta de ninguno de sus asuntos. Humilla a unos y eleva a otros; reinos, dinastías, gobiernos, todos están en sus manos. Obra según su propia voluntad en el ordenamiento y arreglo de los asuntos humanos. Pero, al mismo tiempo, hace al hombre responsable de sus actos en las diversas posiciones en las que su providencia lo ha colocado. El gobernante y el gobernado, el magistrado, el juez y todas las clases y rangos de hombres han de dar cuenta a Dios. Cada uno, como si fuera el único hombre existente, debe comparecer ante el tribunal de Cristo y rendir cuentas de todo lo que ha hecho o dejado de hacer en su vida. Todo acto, palabra y pensamiento secreto se manifestará allí con aterradora claridad. Nadie podrá escapar ocultándose entre la multitud. La Palabra declara que en “el día… del justo juicio de Dios… pagará a cada uno conforme a sus obras” (Romanos 2:5-6). Será estrictamente individual y sin error posible. En otras palabras, será un juicio divino y, como tal, absolutamente perfecto. Nada se pasará por alto. “Toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio” (Mateo 12:36). Reyes, gobernadores y magistrados deberán dar cuenta de cómo usaron el poder que les fue dado y las riquezas que pasaron por sus manos. El noble y acaudalado que haya gastado fortunas y tiempo en locuras, vanidades, ligerezas y satisfacción de la carne, habrá de responder por todo ello ante el trono del Hijo del Hombre, cuyos ojos son como llama de fuego y sus pies semejantes al bronce bruñido para aplastar sin misericordia todo lo que es contrario a Dios.

La incredulidad quizá pregunte con sonrisa burlona: «¿Cómo puede ser eso? ¿Cómo podrán los incontables millones de seres humanos encontrar suficiente espacio ante el trono del juicio de Cristo? Y, ¿cómo podrá haber tiempo para entrar minuciosamente en los detalles de la vida de cada persona?». La fe responde: «Dios dice que será así, y esto es concluyente». En cuanto al cómo, la respuesta es: «¡Dios! ¡El infinito! ¡La eternidad!». Introdúzcase a Dios y todas las cuestiones quedan acalladas, todas las dificultades desaparecen en un momento. De hecho, la respuesta extraordinaria y triunfante a todas las objeciones de los incrédulos, escépticos, racionalistas y materialistas es precisamente la majestuosa palabra: “DIOS”.

Deseamos grabar bien esto en el ánimo del lector, no para que pueda discutir con los incrédulos, sino para el descanso y sosiego de su propio corazón. En cuanto a los incrédulos, nuestra mayor sabiduría consiste en obrar de acuerdo con las palabras de nuestro Señor en Mateo 15:14: “Dejadlos”. Es inútil discutir con hombres que desprecian la Palabra de Dios y no tienen otro fundamento sobre el que edificar sino sus propios razonamientos carnales. Pero, por otra parte, es muy importante que el corazón pueda descansar siempre, con la sincera simplicidad de un niño, en la verdad de la Palabra de Dios. “Él dijo, ¿y no hará?, habló, ¿y no lo ejecutará?” (Números 23:19).

Aquí está el dulce y consagrado lugar de descanso de la fe, el tranquilo puerto en el que el alma puede hallar refugio contra todas las corrientes de los pensamientos y sentimientos humanos. “La palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada” (1 Pedro 1:25). Nada puede afectar la Palabra de nuestro Dios. Está asentada para siempre en los cielos; todo lo que debemos hacer es guardarla en nuestros corazones como nuestra verdadera posesión, el tesoro que hemos recibido de Dios, la fuente viva de la que siempre podemos beber para refrigerio y consolación de nuestras almas. Entonces nuestra paz fluirá como un río, y nuestra senda será “como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto” (Proverbios 4:18).

¡Que sea así, oh Señor, con todo tu querido pueblo, en estos días de creciente incredulidad! ¡Que tu santa Palabra sea más y más preciosa a nuestros corazones y nuestras conciencias experimenten su poder! ¡Que sus celestiales doctrinas formen nuestro carácter y gobiernen nuestra conducta en todas las relaciones de la vida, a fin de que tu Nombre pueda ser glorificado en todas las ocasiones!

El gobierno de Dios - Sehón, rey de Hesbón, amorreo

Así que a Israel no le fue permitido meterse en las posesiones de Edom, Amón y Moab. Pero en la siguiente sentencia vemos una cosa muy diferente cuando se trata del pueblo amorreo. “Levantaos, salid, y pasad el arroyo de Arnón; he aquí he entregado en tu mano a Sehón rey de Hesbón, amorreo, y a su tierra; comienza a tomar posesión de ella, y entra en guerra con él” (v. 24).

De estas instrucciones impartidas a Israel se desprende el gran principio de que la Palabra de Dios debe dirigirlo todo para su pueblo. Israel no debía investigar acerca del porqué debía dejar intactas las posesiones de Esaú y de Lot y, en cambio, apoderarse de las de Sehón. Debía limitarse a hacer simplemente lo que se le mandaba. Dios puede hacer lo que le place. Su mirada abarca la escena universal; Él lo mira todo. Los hombres pueden creer que él se ha olvidado de la tierra, pero no lo ha hecho, bendito sea su Nombre. Él es “Señor del cielo y de la tierra”; “de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación”.

Por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos
(Hechos 17:24, 26, 31).

Aquí tenemos una verdad muy grande, a la que harán bien en prestar atención los hombres de cualquier condición y categoría. Dios es el Gobernador soberano del mundo. No da cuenta de ninguno de sus asuntos. Humilla a unos y eleva a otros; reinos, dinastías, gobiernos, todos están en sus manos. Obra según su propia voluntad en el ordenamiento y arreglo de los asuntos humanos. Pero, al mismo tiempo, hace al hombre responsable de sus actos en las diversas posiciones en las que su providencia lo ha colocado. El gobernante y el gobernado, el magistrado, el juez y todas las clases y rangos de hombres han de dar cuenta a Dios. Cada uno, como si fuera el único hombre existente, debe comparecer ante el tribunal de Cristo y rendir cuentas de todo lo que ha hecho o dejado de hacer en su vida. Todo acto, palabra y pensamiento secreto se manifestará allí con aterradora claridad. Nadie podrá escapar ocultándose entre la multitud. La Palabra declara que en “el día… del justo juicio de Dios… pagará a cada uno conforme a sus obras” (Romanos 2:5-6). Será estrictamente individual y sin error posible. En otras palabras, será un juicio divino y, como tal, absolutamente perfecto. Nada se pasará por alto. “Toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio” (Mateo 12:36). Reyes, gobernadores y magistrados deberán dar cuenta de cómo usaron el poder que les fue dado y las riquezas que pasaron por sus manos. El noble y acaudalado que haya gastado fortunas y tiempo en locuras, vanidades, ligerezas y satisfacción de la carne, habrá de responder por todo ello ante el trono del Hijo del Hombre, cuyos ojos son como llama de fuego y sus pies semejantes al bronce bruñido para aplastar sin misericordia todo lo que es contrario a Dios.

La incredulidad quizá pregunte con sonrisa burlona: «¿Cómo puede ser eso? ¿Cómo podrán los incontables millones de seres humanos encontrar suficiente espacio ante el trono del juicio de Cristo? Y, ¿cómo podrá haber tiempo para entrar minuciosamente en los detalles de la vida de cada persona?». La fe responde: «Dios dice que será así, y esto es concluyente». En cuanto al cómo, la respuesta es: «¡Dios! ¡El infinito! ¡La eternidad!». Introdúzcase a Dios y todas las cuestiones quedan acalladas, todas las dificultades desaparecen en un momento. De hecho, la respuesta extraordinaria y triunfante a todas las objeciones de los incrédulos, escépticos, racionalistas y materialistas es precisamente la majestuosa palabra: “DIOS”.

Deseamos grabar bien esto en el ánimo del lector, no para que pueda discutir con los incrédulos, sino para el descanso y sosiego de su propio corazón. En cuanto a los incrédulos, nuestra mayor sabiduría consiste en obrar de acuerdo con las palabras de nuestro Señor en Mateo 15:14: “Dejadlos”. Es inútil discutir con hombres que desprecian la Palabra de Dios y no tienen otro fundamento sobre el que edificar sino sus propios razonamientos carnales. Pero, por otra parte, es muy importante que el corazón pueda descansar siempre, con la sincera simplicidad de un niño, en la verdad de la Palabra de Dios. “Él dijo, ¿y no hará?, habló, ¿y no lo ejecutará?” (Números 23:19).

Aquí está el dulce y consagrado lugar de descanso de la fe, el tranquilo puerto en el que el alma puede hallar refugio contra todas las corrientes de los pensamientos y sentimientos humanos. “La palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada” (1 Pedro 1:25). Nada puede afectar la Palabra de nuestro Dios. Está asentada para siempre en los cielos; todo lo que debemos hacer es guardarla en nuestros corazones como nuestra verdadera posesión, el tesoro que hemos recibido de Dios, la fuente viva de la que siempre podemos beber para refrigerio y consolación de nuestras almas. Entonces nuestra paz fluirá como un río, y nuestra senda será “como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto” (Proverbios 4:18).

¡Que sea así, oh Señor, con todo tu querido pueblo, en estos días de creciente incredulidad! ¡Que tu santa Palabra sea más y más preciosa a nuestros corazones y nuestras conciencias experimenten su poder! ¡Que sus celestiales doctrinas formen nuestro carácter y gobiernen nuestra conducta en todas las relaciones de la vida, a fin de que tu Nombre pueda ser glorificado en todas las ocasiones!

El gobierno de Dios - Og, rey de Basán

Moisés continuó: “Volvimos, pues, y subimos camino de Basán, y nos salió al encuentro Og rey de Basán para pelear, él y todo su pueblo, en Edrei. Y me dijo Jehová: No tengas temor de él, porque en tu mano he entregado a él y a todo su pueblo, con su tierra; y harás con él como hiciste con Sehón rey amorreo, que habitaba en Hesbón. Y Jehová nuestro Dios entregó también en nuestra mano a Og rey de Basán, y a todo su pueblo, al cual derrotamos hasta acabar con todos. Y tomamos entonces todas sus ciudades; no quedó ciudad que no les tomásemos; sesenta ciudades, toda la tierra de Argob, del reino de Og en Basán. Todas estas eran ciudades fortificadas con muros altos, con puertas y barras, sin contar otras muchas ciudades sin muro. Y las destruimos, como hicimos a Sehón rey de Hesbón, matando en toda ciudad a hombres, mujeres y niños. Y tomamos para nosotros todo el ganado, y los despojos de las ciudades” (v. 1-7).

Las instrucciones de Dios en cuanto a Og, rey de Basán, fueron muy parecidas a las dadas en el capítulo anterior con respecto a Sehón, el amorreo. Para comprender esas órdenes, debemos considerarlas puramente a la luz del gobierno de Dios, asunto apenas comprendido pese a su profundo interés y su gran importancia práctica. Debemos distinguir cuidadosamente entre la gracia y el gobierno. Cuando contemplamos a Dios mientras adopta medidas de gobierno, le vemos desplegar su poder con justicia, castigar a los malos, derramar venganza sobre sus enemigos, trastornar imperios, derribar tronos, destruir ciudades, barrer naciones, tribus y pueblos. Le vemos también mandar a su pueblo que pase a filo de espada a hombres, mujeres y niños; que queme sus casas y reduzca a cenizas sus ciudades.

Le oímos también dirigir al profeta Ezequiel las célebres palabras: “Hijo de hombre, Nabucodonosor rey de Babilonia hizo a su ejército prestar un arduo servicio contra Tiro. Toda cabeza ha quedado calva, y toda espalda desollada; y ni para él ni para su ejército hubo paga de Tiro, por el servicio que prestó contra ella. Por tanto, así ha dicho Jehová el Señor: He aquí que yo doy a Nabucodonosor, rey de Babilonia, la tierra de Egipto; y él tomará sus riquezas, y recogerá sus despojos, y arrebatará botín, y habrá paga para su ejército. Por su trabajo con que sirvió contra ella le he dado la tierra de Egipto; porque trabajaron para mí, dice Jehová el Señor” (Ezequiel 29:18-20).

Este pasaje de la Escritura es asombroso; nos presenta un tema que se repite a través de todo el Antiguo Testamento y que requiere nuestra más profunda y reverente atención. Sea que examinemos los cinco libros de Moisés, los libros históricos, los salmos o los profetas, vemos al Espíritu dándonos detalles minuciosos de los actos de Dios como gobernante. Hubo diluvio en los días de Noé, cuando la tierra con todos sus habitantes –excepto ocho personas– fue destruida por un acto del gobierno divino. Hombres, mujeres, niños, animales cuadrúpedos, aves y reptiles fueron barridos y sepultados bajo las aguas del justo juicio de Dios.

En los días de Lot, las ciudades de la llanura con todos sus habitantes fueron entregadas a una destrucción completa en unas cuantas horas, fueron trastornadas por la mano del Dios Todopoderoso y sepultadas bajo las profundas y negras aguas del mar Muerto. Esas culpables ciudades, “Sodoma y Gomorra y las ciudades vecinas, las cuales de la misma manera que aquellos, habiendo fornicado e ido en pos de vicios contra naturaleza, fueron puestas por ejemplo, sufriendo el castigo del fuego eterno” (Judas 7).

Así también, conforme avanzamos en el estudio de la historia inspirada, vemos las siete naciones de Canaán con sus hombres, mujeres y niños, entregadas en manos de Israel para ser exterminadas sin misericordia y sin que escape ni una sola persona.

Pero el tiempo no nos bastaría para referirnos a todos los pasajes de la Escritura que nos presentan los solemnes actos del gobierno divino. Es suficiente decir que la línea de esa evidencia se ve trazada desde Génesis a Apocalipsis, empezando por el diluvio y terminando con la destrucción final del mundo presente.

Ahora bien, la cuestión es la siguiente: ¿Somos capaces de comprender esos procedimientos del gobierno de Dios? ¿Estamos en condiciones de desentrañar los profundos y asombrosos misterios de la divina Providencia? ¿Podemos explicar el hecho de incluir a niños desvalidos en el mismo castigo que sus culpables padres? La incredulidad impía se burlará de esto; el sentimentalismo morboso podrá escandalizarse de ello, pero el verdadero creyente, el cristiano piadoso, el reverente estudioso de la Palabra contestará a todos ellos con la muy sencilla pero cierta y sólida pregunta: “El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?” (Génesis 18:25).

Lector, usted puede estar seguro de que esta es la única y verdadera manera de responder a esas cuestiones. Si un hombre quiere juzgar las acciones de Dios como gobernante, si quiere tomar sobre sí la responsabilidad de decidir qué actos son dignos de Dios y cuáles no lo son, entonces habrá perdido el verdadero sentido de lo que Dios es. Y esto es precisamente lo que el diablo procura conseguir. Él quiere apartar de Dios al corazón, y con este fin incita al hombre a objetar, inquirir y especular sobre cosas tan distantes de su alcance como el cielo lo está de la tierra. ¿Podemos comprender a Dios? Si pudiéramos, nosotros mismos seríamos Dios.

A Dios es imposible comprenderle,
aunque cielos y tierra cantan de él.
Cual Soberano siéntase en su trono,
y de allí lo gobierna todo bien.

Es impío y a la vez absurdo que débiles mortales se atrevan a criticar los consejos, los actos y los procedimientos del Todopoderoso Creador, del sabio Gobernador del universo. Tarde o temprano se darán cuenta de su equivocación fatal. Sería bueno que todos los preguntones y sofistas prestaran atención a la pregunta punzante del apóstol Pablo en Romanos 9: “Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios? ¿Dirá el vaso de barro al que lo formó: Por qué me has hecho así? ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra?” (v. 20-21).

¡Qué sencillo, potente e incuestionable! Este es el método divino de enfrentarse a todos los «cómos» y «porqués» de los razonamientos incrédulos. Si el alfarero tiene poder sobre la masa de arcilla que tiene en su mano –cosa que nadie se atreverá a contradecir– ¡cuánto más el Creador de todas las cosas tendrá poder sobre las criaturas que sus manos han formado! Los hombres podrán razonar y argumentar interminablemente acerca del porqué Dios permitió que el pecado entrase en el mundo, por qué no aniquiló a Satanás y a sus ángeles, por qué permitió que la serpiente tentase a Eva, por qué no la preservó de que comiera el fruto prohibido. En otras palabras, los «cómos» y «porqués» son interminables, pero la respuesta es una: “Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios?”. ¡Qué monstruoso es que un pobre mortal se atreva a juzgar los designios inescrutables del Dios eterno! ¡Qué ceguera y arrogante locura en una criatura –cuya inteligencia está obscurecida por el pecado y, por lo tanto incapaz de formular un juicio recto sobre cualquier cosa divina, celestial o eterna– atreverse a decidir cómo debe obrar Dios en un caso determinado! Tristemente millones de los que argumentan contra la verdad de Dios, descubrirán su fatal error cuando sea demasiado tarde para corregirlo.

En cuanto a los que, aunque no están de acuerdo con los incrédulos, son turbados por dudas y temores en cuanto a algunos de los procedimientos del gobierno de Dios y sobre la aterradora cuestión del castigo eterno 1 , quisiéramos recomendarles sinceramente que estudien el hermoso Salmo 131. “Jehová, no se ha envanecido mi corazón, ni mis ojos se enaltecieron; ni anduve en grandezas, ni en cosas demasiado sublimes para mí. En verdad que me he comportado y he acallado mi alma como un niño destetado de su madre, como un niño destetado está mi alma”.

Entonces, cuando esa es la actitud del corazón, puede dirigirse con verdadero provecho a las palabras del apóstol Pablo en 2 Corintios 10: “Porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas; derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (v. 4-5).

Sin duda, el filósofo, el académico y el librepensador sonreirán desdeñosamente ante el modo infantil de tratar cuestiones tan graves. Pero esto es cosa pequeña a juicio del discípulo devoto de Cristo. El mismo apóstol hace poco caso de toda esta sabiduría humana. Aquí están sus palabras: “Nadie se engañe a sí mismo; si alguno entre vosotros se cree sabio en este siglo, hágase ignorante, para que llegue a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es insensatez para con Dios; pues escrito está: Él prende a los sabios en la astucia de ellos. Y otra vez: El Señor conoce los pensamientos de los sabios, que son vanos” (1 Corintios 3:18-20). Y, además: “Pues está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé el entendimiento de los entendidos. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el disputador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo? Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Corintios 1:19-21).

Aquí está el gran secreto moral de todo el asunto. El hombre debe reconocer que es un necio y que toda la sabiduría del mundo es locura. Una verdad humillante, pero ¡muy saludable! Humillante porque coloca al hombre en el lugar que le corresponde, y saludable porque nos introduce en la sabiduría de Dios. Hoy en día oímos a muchos hablando a boca llena de la ciencia, de la filosofía, de la erudición… “¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo?”.

¿Nos damos cuenta del verdadero significado de esas palabras? ¡Ah, tememos que sean poco comprendidas! No faltan hombres que quieran persuadirnos de que la ciencia ha ido mucho más allá que la Biblia2 . ¡Ay de esta ciencia y de todos los que le han prestado atención! Si ella ha ido mucho más allá de la Biblia, ¿adónde ha ido? ¿Hacia Dios, a Cristo, al cielo, a la santidad, a la paz? No, lo ha hecho en dirección totalmente opuesta. Y, ¿dónde acabará todo eso? Temblamos al pensarlo; nos resistimos a formular la respuesta. Con todo, hemos de ser fieles y declarar solemnemente que el final del camino que la ciencia humana hace recorrer a sus devotos es la negrura de la oscuridad eterna.

“El mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría”. ¿Qué logró hacer la filosofía griega por sus discípulos? Les hizo los ignorantes adoradores de un “Dios no conocido” (Hechos 17:23). Esa inscripción en sus altares publicaba su ignorancia y su vergüenza.

¿Y no deberíamos preguntarnos si la filosofía ha hecho por la cristiandad más de lo que hizo por Grecia? ¿Nos ha dado a conocer al verdadero Dios? ¿Quién se atreverá a decir que sí? Existen millones de profesantes bautizados en todos los ámbitos de la cristiandad que no conocen del Dios verdadero más de lo que conocían aquellos filósofos a los que Pablo encontró en la ciudad de Atenas.

La verdad es que todo el que realmente conoce a Dios, es un poseedor privilegiado de la vida eterna. Así lo declara nuestro Señor Jesucristo en el capítulo 17 de Juan: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). Conocer a Dios es tener vida, y vida eterna. Esto es muy precioso para cada alma que, por gracia, ha tenido ese conocimiento.

Pero, ¿cómo puedo conocer a Dios? ¿Dónde le encontraré? ¿Me lo dirán la ciencia y la filosofía? ¿Lo han dicho alguna vez a alguien? ¿Han guiado a algún pobre vagabundo al camino de la vida y la paz? No; nunca. “El mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría”. Las antiguas escuelas filosóficas, opuestas unas a otras, solo lograron sumergir la inteligencia humana en una profunda oscuridad y en una desorientación sin esperanza; y las modernas, igualmente opuestas unas a otras, no son mejores. No pueden dar ninguna certeza, ningún sitio de anclaje seguro, ningún fundamento sólido de confianza a las almas. Vacías especulaciones, dudas penosas, teorías sin base es todo cuanto la filosofía humana puede ofrecer al que sinceramente busca la verdad.

¿Cómo, pues, conoceremos a Dios? Si un resultado tan excelente depende de su conocimiento, si conocer a Dios es vida eterna, –y Jesús lo dice– entonces, ¿cómo le conoceremos? “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18).

Aquí tenemos la respuesta, divinamente sencilla, divinamente cierta. Jesús revela a Dios al alma, revela el Padre al corazón. ¡Qué precioso hecho! No se nos manda estudiar la creación para aprender quién es Dios, aunque veamos en ella su poder, sabiduría y bondad; ni se nos pide consultar la ley, aunque veamos allí su justicia; ni que analicemos su providencia, aunque veamos en ella los misterios profundos de su gobierno. No, si queremos saber qué es y quién es Dios, debemos mirar el rostro de Jesucristo, el Unigénito Hijo de Dios, quien moraba en su seno antes de que los mundos fuesen. Él era su delicia eterna, el objeto de su amor, el centro de sus consejos. Él es el que revela a Dios. Si prescindimos del Señor Jesucristo no podemos tener la menor idea de lo que Dios es. “En él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9). “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6).

Nada puede superar el poder y la bendición de todo esto. Aquí no hay oscuridad ni incertidumbre. “Las tinieblas van pasando, y la luz verdadera ya alumbra” (1 Juan 2:8). Sí, ella resplandece en la faz de Jesucristo. Podemos contemplar, por la fe, al bendito Salvador; podemos trazar su maravillosa senda en la tierra; verle pasar haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo; notar sus miradas, sus palabras, sus obras, su conducta; verle curando al enfermo, limpiando al leproso, abriendo los ojos al ciego, los oídos al sordo, sanando al cojo, curando al mutilado, resucitando a los muertos, enjugando las lágrimas de la viuda, alimentando a los hambrientos, sanando corazones quebrantados, satisfaciendo toda forma de necesidad humana, calmando toda pena, acallando terrores. Y podemos verle hacer todo esto de un modo que, con una gracia tan conmovedora y con tanta dulzura, que hacía sentir a cada uno, en lo más íntimo de su alma, que el gozo más puro de su corazón amante era poder atender sus necesidades.

En todo esto, él revelaba a Dios al hombre; así que si queremos saber lo que Dios es, debemos simplemente mirar a Jesús. Cuando Felipe le dijo: “Señor, muéstranos al Padre, y nos basta”, la rápida respuesta fue: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras. Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de otra manera, creedme por las mismas obras” (Juan 14:8-11).

Este es el verdadero descanso para el corazón. Conocemos a Dios y a Jesucristo, a quien él envió; y esto es vida eterna. Le conocemos como nuestro verdadero Dios y Padre, y a Cristo como nuestro personal y amante Señor y Salvador; podemos regocijarnos en él, andar con él, apoyarnos en él, creer en él, unirnos a él, obtener de él, encontrar en él todas nuestras fuentes de vida, alegrarnos en él todo el día; encontrar nuestra comida y bebida en hacer su bendita voluntad, difundir su causa y promover su gloria.

Lector, ¿ha experimentado usted eso, y hay en su alma esta realidad divina? Esto es el verdadero cristianismo, y no debe estar satisfecho con nada menos. Dirá, quizá, que nos hemos desviado mucho del tema. Pero, ¿hacia dónde hemos ido vagando? Hacia el Hijo de Dios y hacia el alma del lector. Si eso es vagar, pues que lo sea, pero seguramente no es apartarse del objeto que nos indujo a escribir estos «Estudios»; y es llevar a Cristo y al alma a encontrarse, o bien, según el caso, a unirlos. Ni por un momento quisiéramos perder de vista que, sea escribiendo o hablando, no solo debemos limitarnos a exponer la Escritura, sino también buscar la salvación y la bendición de las almas. Por eso nos sentimos impulsados a apelar a la conciencia y al corazón del lector en cuanto a su vida práctica, y sondear hasta qué punto ha hecho suyas estas realidades eternas. Y rogamos sinceramente al lector, quienquiera que sea, que busque un conocimiento más profundo de Dios en Cristo; y, como consecuencia segura, que ande más cerca de él y con una consagración a Cristo más completa.

Esto es lo que se necesita en estos días de intranquilidad e hipocresía en el mundo, y de indiferencia y tibieza en la iglesia profesante. Necesitamos un grado mucho más elevado de devoción personal, mayor anhelo de acercarnos al Señor y seguirle. Hay muchas, muchísimas cosas que nos rodean para descorazonarnos e impedírnoslo. El lenguaje de los hombres de Judá en los días de Nehemías puede ser aplicado, en cierto modo, a nuestros tiempos: “Las fuerzas de los acarreadores se han debilitado, y el escombro es mucho…”. Pero, gracias a Dios, el remedio actual, como entonces, hemos de hallarlo en las conmovedoras palabras: “Acordaos del Señor” (Nehemías 4:10, 14).

  • 1Con respecto a la grave cuestión de las penas eternas, haremos unas cuantas observaciones, pues hay muchas personas agobiadas por dificultades respecto a este punto. Hay tres consideraciones que, apreciadas en su justo peso, creemos que afirmarán a todos los cristianos en esa doctrina: I. En setenta pasajes del Nuevo Testamento encontramos las palabras “para siempre” o “eterno”. Se aplican a la “vida” que poseen los creyentes, a las “moradas” en las que serán recibidos, a la gloria de que habrán de gozar; se aplican a Dios (Romanos 16:26), a la “salvación” de la que nuestro Señor Jesucristo es autor, a la “redención” de nuestras almas y al “Espíritu”. Luego, entre esos setenta pasajes –los que el lector puede comprobar en pocos minutos por medio de una concordancia griega– hay siete en los cuales esas mismas palabras son aplicadas al “castigo” de los malvados, a los “juicios” que caerán sobre ellos y al “fuego” que habrá de consumirles. Ahora bien, la cuestión es saber en base a qué principio o qué autoridad se pueden separar estos siete pasajes y decir que en ellos la palabra no significa “eterno” y sí lo significa en los sesenta y tres restantes. Esa distinción está absolutamente desprovista de fundamento y es indigna de merecer la atención de una inteligencia sana. Si el Espíritu Santo hubiera juzgado conveniente, al hablar del castigo de los malvados, usar una palabra diferente de la empleada en los otros pasajes, la razón nos hubiese advertido que considerásemos detenidamente el hecho. Pero no, el Espíritu emplea invariablemente la misma palabra; así que, si negamos el castigo eterno, debemos negar también la vida eterna, la gloria eterna, el Espíritu eterno, el Dios eterno, en fin, todo lo eterno. En suma, si el castigo no es eterno, nada es eterno en lo concerniente a este asunto. Quitar esta piedra del arco de la revelación divina sería reducir todo a un montón de ruinas. Y este es precisamente el objetivo del diablo. La negación del castigo eterno es el primer paso en la pendiente que conduce al abismo del escepticismo universal. II. Nuestra segunda consideración la deducimos de la gran verdad de la inmortalidad del alma. En Génesis 2:7 leemos: “Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente”. Sobre este pasaje, como sobre una roca inconmovible, aunque no tuviéramos más, fundamos la gran verdad de la inmortalidad del alma humana. La caída del hombre no establece diferencia alguna en cuanto a esto. Caída o no, inocente o culpable, convertida o no, el alma vivirá para siempre. La terrible cuestión es: ¿Dónde habrá de vivir? Dios no puede permitir que el pecado esté en su presencia. “Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio” (Habacuc 1:13). Por lo tanto, si un hombre muere en sus pecados, si muere no arrepentido, no lavado, no perdonado, jamás podrá estar donde está Dios; incluso sería ese el último sitio en el que querría estar. Para esa persona no habrá nada más que una eternidad sin fin en el lago que arde con fuego y azufre. III. Finalmente, la doctrina del castigo eterno está íntimamente relacionada con la naturaleza infinita de la expiación hecha por nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Si nada menos que un sacrificio infinito fue necesario para librarnos de las consecuencias del pecado, esas consecuencias deben ser eternas. Esta consideración, a juicio de algunos, quizá no tenga mucha fuerza en sí misma, pero su poder es absolutamente irresistible. Debemos medir el pecado y sus consecuencias de igual modo que medimos el amor divino y sus resultados, no por el patrón de los sentimientos humanos o por la razón, sino solo por el patrón de la cruz de Cristo.
  • 2Debemos distinguir entre la verdadera ciencia y la “falsamente llamada ciencia”. Y, además, entre los hechos de la ciencia, y las deducciones de los científicos. Los hechos son lo que Dios ha hecho y continúa haciendo; pero, cuando los hombres sacan de aquellos hechos sus deducciones, caen en los errores más grandes. Sin embargo, el espíritu siente gran alivio al saber que hay muchos filósofos y hombres de ciencia que dan a Dios el lugar debido, y que aman con sinceridad a nuestro Señor Jesucristo.

Rubén, Gad y Manasés al otro lado del Jordán

Volvamos a nuestro capítulo, donde el legislador repite a oídos del pueblo su conducta con los dos reyes de los amorreos, y los hechos relacionados con la heredad de las dos tribus y media en el lado del Jordán que corresponde al desierto. Con respecto a esta cuestión, es interesante ver que Moisés no se refiere a lo acertado o equivocado de la elección de las tierras que se hallaban fuera de Canaán, el país de la promesa. En verdad, según este relato, ni siquiera puede saberse si las dos tribus y media expresaron algún deseo al respecto. Nuestro libro está muy lejos de ser una simple repetición de los anteriores.

Aquí están las palabras: “Y esta tierra que heredamos en aquel tiempo, desde Aroer, que está junto al arroyo de Arnón, y la mitad del monte de Galaad con sus ciudades, la di a los rubenitas y a los gaditas; y el resto de Galaad y todo Basán, del reino de Og, toda la tierra de Argob, que se llamaba la tierra de los gigantes, lo di a la media tribu de Manasés… Y Galaad se lo di a Maquir. Y a los rubenitas y gaditas les di de Galaad hasta el arroyo de Arnón, teniendo por límite el medio del valle, hasta el arroyo de Jaboc, el cual es límite de los hijos de Amón… Y os mandé entonces, diciendo: Jehová vuestro Dios os ha dado esta tierra por heredad”; (ni una palabra referente a que ellos la habían pedido) “pero iréis armados todos los valientes delante de vuestros hermanos los hijos de Israel. Solamente vuestras mujeres, vuestros hijos, y vuestros ganados (yo sé que tenéis mucho ganado), quedarán en las ciudades que os he dado, hasta que Jehová dé reposo a vuestros hermanos, así como a vosotros, y hereden ellos también la tierra que Jehová vuestro Dios les da al otro lado del Jordán; entonces os volveréis cada uno a la heredad que yo os he dado” (v. 12-20).

En nuestro estudio sobre el libro de los Números nos referimos a ciertos hechos relacionados con el establecimiento de las dos tribus y media, que demuestran no estar a la altura del Israel de Dios al escoger su herencia fuera de Canaán. Pero, en el pasaje citado anteriormente no hay la más mínima alusión a esa cuestión, porque el objeto de Moisés es proclamar ante toda la congregación la excesiva bondad, la buena voluntad y la fidelidad de Dios, no solamente al hacerles superar las dificultades y peligros del desierto, sino también al darles aquella victoria sobre los amorreos y ponerlos en posesión de regiones tan excelentes. En todo esto sentaba la sólida base del derecho de Jehová a la obediencia de su pueblo; y podemos ver y apreciar fácilmente la belleza moral de pasar por alto, en este relato, la cuestión de que Rubén, Gad y la media tribu de Manasés hubieran hecho mal al establecerse fuera de la tierra prometida. Para cualquier cristiano devoto es una prueba extraordinaria, no solo de la conmovedora gracia de Dios, sino también de la divina perfección de la Escritura.

No hay duda de que todos los verdaderos creyentes entran en el estudio de la Biblia con la convicción completa y profunda de la perfección de las Escrituras en todas sus partes. Creen reverentemente que del Génesis al Apocalipsis no hay ni una sola imperfección; ni una; todo en ella es perfecto como su divino Autor.

Pero la creencia en la divina perfección de la Escritura como un todo, nunca podrá menguar nuestra apreciación de las evidencias que aparecen en detalle, al contrario, la encarece extraordinariamente. Así, por ejemplo, en el pasaje que estamos comentando, es hermoso observar la ausencia de alguna censura hacia las dos tribus y media en la cuestión de escoger su herencia, considerando que esa referencia habría sido ajena al objeto que se proponía el legislador y a los fines del libro. ¿No se goza nuestro corazón al descubrir esa infinita perfección, esas exquisitas e inimitables líneas? Y no solo eso, sino que cuanto más descubrimos las glorias morales del libro, y se revelan a nuestros corazones sus vivas e insondables profundidades, tanto más nos convencemos de la inutilidad de los ataques de los incrédulos contra él y de los esfuerzos bien intencionados para probar que no se contradice a sí mismo. Gracias a Dios, su Palabra no necesita defensores humanos. Habla por sí misma y lleva consigo sus propias evidencias fehacientes; así que podemos decir de ella lo que el apóstol dice de su Evangelio:

Pero si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto; en los cuales el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios
(2 Corintios 4:3-4).

Cada día estamos más seguros de que el método más eficaz para responder a los ataques de la incredulidad contra la Biblia consiste en mantener una fe profunda en su divino poder y autoridad, y usarla estando completamente convencidos de su verdad y su valor. Solo el Espíritu de Dios puede capacitar a alguien para creer en la plena inspiración de las Santas Escrituras. Los argumentos humanos pueden estimarse en lo que valen; pueden, sin duda alguna, cerrar la boca a los contradictores, pero no pueden llegar al corazón, no pueden hacer que los rayos maravillosos de la revelación divina desciendan hasta el alma con eficacia salvadora. Esta es una obra divina y, mientras no sea hecha, todas las demostraciones y argumentos del mundo dejarán al alma en las tinieblas de la incredulidad; pero, cuando esa obra es hecha, no hay necesidad de testimonio humano en defensa de la Biblia. Las evidencias externas, por interesantes y valiosas que sean, no pueden añadir una jota ni una tilde a la gloria de esa revelación incomparable que lleva en cada página, párrafo y palabra la evidente impresión de su divino Autor. Así como cada rayo solar proclama la Mano que lo hizo, la Biblia, en cada una de sus frases, nos habla del Corazón que la inspiró. Pero, así como un ciego no puede ver la luz del sol, el alma no convertida tampoco puede ver la fuerza y la belleza de la Santa Escritura. Los ojos deben ser ungidos con colirio celestial antes de que puedan discernir o apreciar las infinitas perfecciones del Libro divino.

Nuestra profunda convicción –más profunda cada día– de lo dicho nos ha llevado a no malgastar el tiempo en los ataques que los racionalistas han dirigido a esta parte de la Palabra de Dios. Dejamos ese trabajo a otras manos más hábiles. Lo que deseamos, tanto para nuestros lectores como para nosotros mismos, es que podamos ser alimentados en los verdes pastos que el Pastor y Obispo de nuestras almas ha puesto bondadosamente ante nosotros; que podamos ayudarnos unos a otros, durante nuestra carrera terrestre, para ver más y más la gloria moral de lo que está abierto ante nuestros ojos y edificarnos así mutuamente en nuestra santísima fe. Esa tarea será más grata que replicar a los hombres que con sus mezquinos esfuerzos tratan de descubrir imperfecciones en el libro santo, pero solo demuestran que no entienden lo que dicen ni lo que afirman. Si los hombres quieren vivir en las oscuras bóvedas y los túneles de una espantosa incredulidad y desde allí tapar el sol, o negar que resplandezca, nosotros nos ocuparemos en disfrutar sus rayos y ayudar a otros a hacer lo mismo.

No los temáis… Jehová… pelea por vosotros

Nos detendremos ahora en los versículos restantes de nuestro capítulo, en los que hallaremos muchas cosas interesantes, instructivas y de gran provecho.

Primeramente, Moisés repite a oídos del pueblo su encargo a Josué: “Ordené también a Josué en aquel tiempo, diciendo: Tus ojos vieron todo lo que Jehová vuestro Dios ha hecho a aquellos dos reyes; así hará Jehová a todos los reinos a los cuales pasarás tú. No los temáis; porque Jehová vuestro Dios, él es el que pelea por vosotros” (v. 21-22).

Los recuerdos de lo que Dios hizo por nosotros en el pasado deberían aumentar nuestra confianza en el porvenir. Aquel que había dado a su pueblo esa victoria sobre los amorreos, que había destruido a un enemigo tan formidable como Og rey de Basán, y que había puesto en sus manos toda la tierra de los gigantes, ¿qué no podría hacer por ellos? Era poco probable que encontraran en la tierra de Canaán enemigo más poderoso que Og, quien usaba una cama tan enorme que mereció ser citada por Moisés. Pero, ¿qué era él en presencia del todopoderoso Creador? Enanos y gigantes son lo mismo para Él. El punto principal es tener a Dios con nosotros; entonces las dificultades se desvanecen. Si él sirve de cubierta a nuestros ojos, no podremos ver otra cosa que a él mismo; este es el verdadero secreto de la paz y del poder real del progreso. “Tus ojos vieron todo lo que Jehová vuestro Dios ha hecho”. Y según ha hecho, así también hará; Él ha librado, libra y librará. El pasado, el presente y el porvenir van señalados por la liberación divina.

Lector, ¿tiene usted alguna dificultad? ¿Está agobiado por algo, temiendo algún gran peligro? ¿Tiembla su corazón de solo pensar en ello? Puede ser que usted se sienta como el que ha llegado al límite, como le sucedió al apóstol Pablo en Asia: “pues fuimos abrumados sobremanera más allá de nuestras fuerzas, de tal modo que aun perdimos la esperanza de conservar la vida” (2 Corintios 1:8). Si es así, querido amigo, acepte una palabra de aliento. Nuestro profundo y ferviente deseo es animarle en el Señor y alentar su corazón a confiar en él para todo lo que se le presente. “No temas, cree solamente”. Él no frustra nunca al corazón que confía en él; no, nunca. Utilice los recursos que él tiene atesorados para usted; póngase usted mismo, sus circunstancias, sus temores, sus sobresaltos en manos de él, y déjelos todos allí.

Sí; déjelos todos allí. Es inútil que usted ponga sus dificultades en las manos del Señor y un instante después vuelva a tomarlas sobre sí mismo. A menudo hacemos esto. Cuando en un apuro, en alguna necesidad, en cualquier prueba profunda nos dirigimos a Dios en oración y echamos nuestra carga sobre él, nos sentimos aliviados. Pero, lamentablemente, apenas nos levantamos, empezamos otra vez a pensar en nuestras dificultades, a considerar nuestras pruebas, a inquietarnos por las tristes circunstancias que nos rodean, hasta que nos angustiamos nuevamente.

Esto no debe ocurrir; es una grave deshonra a Dios y, por supuesto, nos deja sin alivio e infelices. Él quiere que nuestro ánimo esté tan libre de preocupaciones como la conciencia libre de culpa. Su Palabra nos dice:

Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús
(Filipenses 4:6-7).

Así fue cómo Moisés, aquel amado siervo de Dios, procuró infundir ánimo a su colaborador y sucesor, Josué, en cuanto al futuro. “No los temáis, porque Jehová vuestro Dios, él es el que pelea por vosotros”. Así también el apóstol Pablo animaba a su amado Timoteo a confiar en el Dios vivo, a ser fuerte en la gracia que es en Cristo Jesús, a apoyarse con confianza inconmovible en el fundamento seguro de Dios, a sujetarse a la autoridad, enseñanza y guía de las Santas Escrituras. Entonces, armado y equipado de esta manera, podía entregarse con santa diligencia y verdadero valor espiritual a la obra que se le había encomendado. Igualmente el lector y el autor de estas líneas podemos animarnos mutuamente, en estos días de crecientes dificultades, y adherirnos con una fe simple a la Palabra establecida para siempre en los cielos; a conservarla siempre en el corazón como un poder viviente y una autoridad para el alma, como algo que nos sostendrá aunque el corazón y la carne desfallezcan, y aunque no podamos contar con el apoyo humano. “Porque toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como la flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada” (1 Pedro 1:24-25).

¡Cuán precioso es esto y qué consolación, estabilidad y sosiego nos da! ¡Qué fuerza, qué victoria y elevación moral! Está fuera del alcance del lenguaje humano describir qué preciosa es la Palabra de Dios, o definir en términos apropiados el consuelo que produce saber que la mismísima Palabra establecida para siempre en el cielo es la que ha alcanzado nuestros corazones con las alegres nuevas del Evangelio, comunicándonos vida eterna y dándonos paz y descanso en la obra consumada de Cristo. En verdad, cuando pensamos en todo esto, no podemos menos que reconocer que cada aliento nuestro debería ser un ¡aleluya! ¡Así será muy pronto y para siempre, alabado sea su Nombre sin igual!

Moisés y Jehová

Los últimos versículos de este capítulo nos ofrecen un episodio conmovedor que tuvo lugar entre Moisés y su Señor, cuyo recuerdo se corresponde hermosamente con el carácter del libro de Deuteronomio, según era de esperar. “Y oré a Jehová en aquel tiempo, diciendo: Señor Jehová, tú has comenzado a mostrar a tu siervo tu grandeza, y tu mano poderosa; porque ¿qué dios hay en el cielo ni en la tierra que haga obras y proezas como las tuyas? Pase yo, te ruego, y vea aquella tierra buena que está más allá del Jordán, aquel buen monte, y el Líbano. Pero Jehová se había enojado contra mí a causa de vosotros, por lo cual no me escuchó; y me dijo Jehová: Basta, no me hables más de este asunto. Sube a la cumbre del Pisga, y alza tus ojos al oeste, y al norte, y al sur, y al este, y mira con tus propios ojos; porque no pasarás el Jordán. Y manda a Josué, y anímalo, y fortalécelo; porque él ha de pasar delante de este pueblo, y él les hará heredar la tierra que verás” (v. 23-28).

Es muy emotivo ver a este gran siervo de Dios suplicando por algo que no podía serle concedido. Anhelaba ver la buena tierra de más allá del Jordán, porque la porción escogida por las dos tribus y media no podía satisfacer ese anhelo de su corazón. Deseaba asentar las plantas de sus pies en la verdadera heredad del Israel de Dios, pero no era posible. Había hablado desconsideradamente en Meriba y, por el decreto solemne e irrevocable del gobierno divino, le fue prohibido que atravesara el Jordán.

Todo esto lo repite el manso y amado siervo de Dios a oídos del pueblo. No les oculta el hecho de que Dios se ha negado a acceder a su súplica. Es verdad que les recuerda que esto fue por causa de ellos. Era moralmente necesario que ellos lo oyeran. Pero además les dice, de la manera más franca, que Jehová se había enojado contra él, que había rehusado oírle y permitirle cruzar el Jordán, mandándole incluso que renunciara a su cargo y designara a su sucesor.

Es muy edificante oír todo esto de los mismos labios de Moisés, nos da una hermosa lección. A menudo nos resulta difícil confesar que hemos dicho o hecho algo equivocado; nos cuesta mucho reconocer ante nuestros hermanos que, en determinado caso, no hemos comprendido la voluntad del Señor. Cuidamos nuestra reputación; somos quisquillosos y testarudos. Y, sin embargo, por extraña inconsecuencia, admitimos, o parece que admitimos, en términos generales, que somos criaturas pobres, débiles y expuestas a equivocarnos; que, si fuéramos abandonados a nosotros mismos, seríamos capaces de hacer o decir cualquier cosa mala. Pero es totalmente distinto hacer una humilde confesión en términos generales, que reconocer que, en un caso dado, hemos cometido una gran equivocación; esto último muy pocos saben hacerlo. Por lo general, no se quiere admitir que se ha cometido un error.

No fue así en el caso del honrado siervo cuyas palabras acabamos de citar. Aun teniendo una elevada posición como el escogido, fiel y amado siervo de Dios, el guía de la congregación, aquel que con su vara había hecho temblar la tierra de Egipto, no se avergonzó de presentarse ante toda la asamblea de sus hermanos y confesar su equivocación, reconociendo que había dicho lo que no debía y que sinceramente había solicitado un favor que Jehová no podía otorgarle.

¿Acaso esto le quita algo de nuestra estima? Muy al contrario, le enaltece inmensamente. Es tan conmovedor como edificante oír su confesión, ver cuán humildemente inclina la cabeza ante los designios gubernativos de Dios, notar la nobleza y altruismo de su conducta hacia su sucesor. No vemos ni un rasgo de celos o envidia, ninguna demostración de orgullo. Con abnegación admirable renuncia a su elevado puesto, coloca su manto sobre los hombros de su sucesor y le anima a desempeñar fielmente los deberes de su alto cargo.

“El que se humilla será enaltecido” (Mateo 23:12). Moisés se humilló bajo la poderosa mano de Dios y aceptó la santa disciplina impuesta por el gobierno de Dios. No profirió ninguna palabra de murmuración al ser rehusada su petición; se inclinó, y fue enaltecido a su debido tiempo. Si el gobierno le impidió entrar en Canaán, la gracia le condujo a la cumbre del Pisga, desde donde, en compañía de su Señor, le fue permitido ver toda la extensión de aquella buena tierra.

La gracia y el gobierno

El lector hará bien en estudiar cuidadosamente el tema de la gracia y del gobierno. Es un tema importante y práctico, ampliamente ilustrado en la Escritura, aunque poco entendido entre nosotros. Podrá parecernos asombroso e incomprensible que a un hombre tan amado como Moisés le fuese rehusada la entrada en la tierra prometida. Pero en ello vemos el solemne acto del gobierno divino, y ante él hemos de inclinar nuestras cabezas y adorar. La razón de ese acto no consistía tan solo en que Moisés, en su capacidad oficial y como representante del sistema legal, no podía llevar a Israel a la tierra prometida. Esto es cierto, pero no es todo. Moisés había hablado sin consideración con sus labios. Él y su hermano Aarón no habían glorificado a Dios ante la congregación, y por esto “Jehová dijo a Moisés y a Aarón: Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme delante de los hijos de Israel, por tanto, no meteréis esta congregación en la tierra que les he dado”. Y más adelante: “Y Jehová habló a Moisés y a Aarón en el monte de Hor, en la frontera de la tierra de Edom, diciendo: Aarón será reunido a su pueblo, pues no entrará en la tierra que yo di a los hijos de Israel, por cuanto fuisteis rebeldes a mi mandamiento en las aguas de la rencilla. Toma a Aarón y a Eleazar su hijo, y hazlos subir al monte de Hor, y desnuda a Aarón de sus vestiduras, y viste con ellas a Eleazar su hijo; porque Aarón será reunido a su pueblo, y allí morirá” (Números 20:12, 23-26).

Todo esto es muy serio. Tenemos aquí a los dos conductores de la congregación, los mismos hombres a los que Dios había empleado para sacar a su pueblo de la tierra de Egipto con poderosas señales y prodigios, “Moisés y Aarón”, hombres muy honrados por Dios y, sin embargo, les fue rehusada la entrada en Canaán. Y, ¿por qué? Fijémonos en el motivo: “Por cuanto fuisteis rebeldes a mi mandamiento”.

Permitamos que estas palabras penetren hasta lo profundo de nuestros corazones. Es algo terrible rebelarse contra la Palabra de Dios; y cuanto más elevada es la posición de los que se rebelan, más grave es la falta y más terrible y rápido será el castigo divino. “Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación” (1 Samuel 15:23).

Estas palabras son graves, y deberíamos pesarlas cuidadosamente. Fueron dirigidas a Saúl cuando desobedeció a Dios. Tenemos, pues, los ejemplos de un profeta, de un sacerdote y de un rey, todos ellos castigados bajo el gobierno de Dios por un acto de desobediencia. El profeta y el sacerdote se vieron privados de entrar en la tierra de Canaán y el rey se vio privado del trono.

Recordémoslo. A nosotros, a causa de nuestra pretendida sabiduría, podrá parecernos que todo esto es muy severo. Pero, ¿somos jueces competentes? Este es el punto principal tratándose de tales cuestiones. Cuidémonos de juzgar las decisiones del gobierno divino. Adán fue arrojado del paraíso; Moisés fue excluido de la tierra de Canaán; Aarón fue despojado de sus ropas sacerdotales; Saúl fue privado de su trono y, ¿por qué? ¿Fue acaso por lo que los hombres llamarían una grave ofensa moral, algún pecado escandaloso? No, en todos esos casos fue por haber descuidado la palabra de Jehová. Debemos tenerlo siempre presente en estos días de terquedad humana, cuando los hombres se permiten emitir sus propias opiniones, pensar, juzgar y obrar por sí mismos. Los hombres preguntan con arrogancia: «¿Acaso cada hombre no tiene derecho a pensar por sí mismo?». Nosotros contestamos: «No, en absoluto». Tenemos derecho a obedecer. Obedecer ¿a quién? No a mandamientos humanos, ni a la autoridad de la llamada iglesia, ni a los decretos de los concilios, sino simplemente al Dios vivo, al testimonio del Espíritu Santo, a la voz de la Sagrada Escritura. Esto es lo que, con toda razón, reclama nuestra obediencia implícita. Ante esa Palabra ha de inclinarse todo nuestro ser moral. No debemos argumentar, entrar en especulaciones o mirar las consecuencias, ni tampoco preguntarnos cómo o por qué. Simplemente debemos obedecer y dejar lo demás en las manos de nuestro Señor. ¿Qué tiene que ver el criado con las consecuencias? El deber esencial de un criado es hacer lo que se le manda, sin atender a ninguna otra consideración. Si Adán hubiese tenido esto en cuenta no habría sido arrojado del Edén. Si Moisés y Aarón lo hubieran recordado, habrían atravesado el Jordán; si Saúl no lo hubiera olvidado, no se habría visto privado de su trono. Y conforme vamos descendiendo por la corriente de la historia humana vemos este principio fundamental ilustrado una y otra vez, de tal manera que podemos estar seguros de que ese principio es permanente y de importancia universal.

Recordemos también que no debemos intentar debilitar ese gran principio por medio de razonamientos fundados en la presciencia de Dios, es decir, en que Dios conoce previamente todo cuanto ha de suceder, o todo cuanto el hombre hará en el transcurso del tiempo. Los hombres razonan de esta manera y eso es un error fatal. ¿Qué tiene que ver la presciencia de Dios con la responsabilidad humana? ¿El hombre es responsable, sí o no? Esta es la cuestión. Y si lo es, de lo que no hay ninguna duda, debemos reconocer nuestra responsabilidad de una manera práctica. El hombre es llamado simplemente a obedecer la Palabra de Dios; no es responsable de conocer los propósitos secretos ni los consejos de Dios. La responsabilidad del hombre descansa sobre lo que ha sido revelado, no sobre lo que permanece secreto. Por ejemplo, ¿qué sabía Adán de los eternos planes y propósitos de Dios cuando fue puesto en el huerto del Edén y le fue prohibido comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal? Su transgresión, ¿acaso fue modificada por el hecho maravilloso de que Dios aprovechara esa ocasión para desplegar su glorioso plan de redención a través de la sangre del Cordero? Evidentemente no. Adán recibió un mandamiento claro, y su conducta debió regirse totalmente por ese mandamiento. Pero desobedeció y fue arrojado del paraíso a un mundo que, por espacio de miles de años, ha puesto de manifiesto las terribles consecuencias de un solo acto de desobediencia: tomar el fruto prohibido.

Es verdad, bendito sea Dios, que la gracia ha descendido a este pobre mundo azotado por el pecado y en él ha recogido una cosecha que jamás hubiera podido recoger en los campos de una creación no caída. Pero el hombre fue juzgado a causa de su transgresión. Fue arrojado del paraíso por la mano gobernante de Dios; y, por un acto de ese gobierno, fue obligado a comer el pan con el sudor de su frente.

Lo que el hombre (sea quien fuere) sembrare, eso también segará
(Gálatas 6:7).

En esta declaración se afirma el principio proclamado por todos lados en la Sagrada Escritura y ejemplificado en cada página de la historia del gobierno divino. Merece nuestra más profunda atención; y lamentablemente es poco conocido. Permitimos que nuestra mente considere la gracia desde un solo punto de vista y, por lo tanto, tenemos un concepto falso de ella, lo cual es muy perjudicial. La gracia es una cosa y el gobierno es otra; y nunca se deben confundir. Quisiéramos inculcar sinceramente en el lector que el más magnífico despliegue de la soberana gracia de Dios no puede estar en contradicción con las solemnes actuaciones de su gobierno.