Estudio sobre el libro del Deuteronomio I

Primera parte

Estas palabras… estarán sobre tu corazón

Yo y mi casa

Después de recordar al pueblo los diez mandamientos, Moisés le enseñó otros estatutos de parte de Dios: “Estos, pues, son los mandamientos, estatutos y decretos que Jehová vuestro Dios mandó que os enseñase, para que los pongáis por obra en la tierra a la cual pasáis vosotros para tomarla; para que temas a Jehová tu Dios, guardando todos sus estatutos y sus mandamientos que yo te mando, tú, tu hijo, y el hijo de tu hijo, todos los días de tu vida, para que tus días sean prolongados. Oye, pues, oh Israel, y cuida de ponerlos por obra, para que te vaya bien en la tierra que fluye leche y miel, y os multipliquéis, como te ha dicho Jehová el Dios de tus padres. Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es” (v. 1-4).

La nación de Israel tenía la obligación especial de mantener y confesar la unidad de la Deidad. Esa verdad aparecía en los mismos cimientos de la época judaica; era el gran centro alrededor del que el pueblo debía agruparse. Mientras lo mantuvieron, fueron un pueblo feliz, próspero y fructífero, pero, cuando lo abandonaron, todo desapareció. Era su gran baluarte nacional y lo que debía distinguirles de las demás naciones de la tierra. Fueron llamados a confesar esta gloriosa verdad delante de un mundo idólatra con “sus muchos dioses y muchos señores” (cf. 1 Corintios 8:5). El elevado privilegio y el santo deber de Israel era rendir un testimonio firme a la verdad contenida en la expresión: “Jehová uno es”, en marcada oposición a los innumerables dioses falsos de los paganos que les rodeaban. Su padre Abraham había sido llamado a salir de en medio de la idolatría pagana para ser testigo del Dios único, verdadero y vivo, para confiar y apoyarse en él, andar con en él y obedecerle.

Si vamos al último capítulo de Josué, encontraremos allí una notable alusión a esto y cómo la usó el dirigente en su último mensaje al pueblo. “Reunió Josué a todas las tribus de Israel en Siquem, y llamó a los ancianos de Israel, sus príncipes, sus jueces y sus oficiales; y se presentaron delante de Dios. Y dijo Josué a todo el pueblo: Así dice Jehová, Dios de Israel: Vuestros padres habitaron antiguamente al otro lado del río, esto es, Taré, padre de Abraham y de Nacor; y servían a dioses extraños. Y yo tomé a vuestro padre Abraham del otro lado del río, y lo traje por toda la tierra de Canaán, y aumenté su descendencia, y le di Isaac” (cap. 24:1-3).

Con esto Josué recuerda al pueblo el hecho de que sus padres habían servido a otros dioses, un hecho grave e importante que no debieron haber olvidado nunca, ya que su recuerdo les habría advertido la necesidad profunda que tenían de vigilarse mucho a sí mismos, pues de lo contrario estarían expuestos a recaer en el peligro grosero y terrible del que Dios, en su gracia soberana, había elegido y sacado a su padre Abraham. Habría sido prudente considerar que el mal en el que sus padres habían caído en la antigüedad era el mismo en el que ellos estaban expuestos a caer.

Después de haber presentado esto al pueblo, Josué les describe, con fuerza y vivacidad, todos los hechos sobresalientes de su historia, desde el nacimiento de su padre Isaac hasta ese momento, y luego lo resume todo con el siguiente llamado: “Ahora, pues, temed a Jehová, y servidle con integridad y en verdad; y quitad de entre vosotros los dioses a los cuales sirvieron vuestros padres al otro lado del río, y en Egipto; y servid a Jehová. Y si mal os parece servir a Jehová, escogeos hoy a quien sirváis; si a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres, cuando estuvieron al otro lado del río, o a los dioses de los amorreos en cuya tierra habitáis; pero yo y mi casa serviremos a Jehová” (v. 14-15).

Notamos la alusión repetida al hecho de que sus padres habían adorado dioses falsos; y, además, que la tierra a la que Jehová les había llevado había sido manchada de un extremo a otro por las abominaciones de la idolatría pagana.

Así, este fiel siervo de Dios, inspirado por el Espíritu Santo, procura hacer notar al pueblo el peligro que corre de abandonar al único Dios vivo y verdadero para caer de nuevo en la idolatría. Insiste en la absoluta necesidad de tomar una decisión: “Escogeos hoy a quien sirváis”. No hay nada como una decisión clara, franca y abierta para Dios; es lo que le debemos siempre. En cuanto a los israelitas, les había dado pruebas de su interés por ellos al redimirles de la esclavitud en Egipto, llevarles por el desierto y hacerles entrar en la tierra de Canaán. Por ese motivo, una consagración completa a Jehová no era más que un reconocimiento razonable.

Las palabras memorables: “Pero yo y mi casa serviremos a Jehová” prueban con qué profundidad sentía Josué la importancia de aquella consagración personal. ¡Hermosas palabras y preciosa decisión! Una religión nacional podía caer en ruinas, y así sucedió en el caso de Israel; pero la religión personal y familiar puede ser mantenida, por la gracia de Dios, dondequiera que sea y en todos los tiempos.

¡Gracias a Dios por esto, no lo olvidemos nunca! “Pero yo y mi casa” es la respuesta clara y gozosa de la fe a la invitación de Dios cuando nos dice: “Tú y tu casa”. Cualquiera que sea el estado manifiesto de la profesión del pueblo de Dios, todos los hombres de Dios sinceros y fieles tienen el privilegio de poder adoptar esa decisión inmortal y actuar conforme a ella: “Pero yo y mi casa serviremos a Jehová”.

Es verdad que esta resolución solo puede llevarse a cabo por el socorro continuo de la gracia de Dios; pero podemos estar seguros de que, cuando el corazón está decidido a seguir al Señor, toda la gracia que se necesite nos será dada día tras día, ya que siempre se pueden cumplir aquellas palabras alentadoras del Dios eterno:

Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad 
(2 Corintios 12:9).

Veamos ahora cuál fue el aparente efecto del llamado que Josué hizo a la congregación que parecía ser muy esperanzador. “Entonces el pueblo respondió y dijo: Nunca tal acontezca, que dejemos a Jehová para servir a otros dioses; porque Jehová nuestro Dios es el que nos sacó a nosotros y a nuestros padres de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre; el que ha hecho estas grandes señales, y nos ha guardado por todo el camino por donde hemos andado, y en todos los pueblos por entre los cuales pasamos. Y Jehová arrojó de delante de nosotros a todos los pueblos, y al amorreo que habitaba en la tierra; nosotros, pues, también serviremos a Jehová, porque él es nuestro Dios” (v. 16-18).

Todas estas palabras sonaban muy bien y despertaban grandes esperanzas. Parecían revelar que ellos tenían un sentido claro de la base moral de los derechos de Jehová a su obediencia implícita. Podían relatar detalladamente todos los hechos poderosos que él había obrado en su favor, de hacer protestas fervorosas contra la idolatría, y, por todo esto, prometer obediencia a Jehová su Dios.

Quitad los dioses ajenos

Pero es evidente que Josué no confiaba mucho en esas promesas, pues dijo al pueblo: “No podréis servir a Jehová, porque él es Dios santo, y Dios celoso; no sufrirá vuestras rebeliones y vuestros pecados. Si dejareis a Jehová y sirviereis a dioses ajenos, él se volverá y os hará mal, y os consumirá, después que os ha hecho bien. El pueblo entonces dijo a Josué: No, sino que a Jehová serviremos. Y Josué respondió al pueblo: Vosotros sois testigos contra vosotros mismos, de que habéis elegido a Jehová para servirle. Y ellos respondieron: Testigos somos. Quitad, pues, ahora los dioses ajenos que están entre vosotros, e inclinad vuestro corazón a Jehová Dios de Israel. Y el pueblo respondió a Josué: A Jehová nuestro Dios serviremos, y a su voz obedeceremos” (v. 19-24).

Nuestro propósito al referirnos a este pasaje consiste en mostrar la prominencia, dada en el llamado de Josué, a la verdad de la unidad de la Deidad. Esta era la verdad de la que Israel debía dar testimonio ante todas las naciones de la tierra, y en ella debían encontrar su protección moral contra las influencias engañosas de la idolatría.

Pero lamentablemente fue a esa misma verdad a la que faltaron primero. Las promesas, resoluciones y votos hechos bajo la poderosa influencia del llamamiento que Josué les hizo, fueron muy pronto como la niebla de la madrugada y las nubes de la mañana que se desvanecen. “Y el pueblo había servido a Jehová todo el tiempo de Josué, y todo el tiempo de los ancianos que sobrevivieron a Josué, los cuales habían visto todas las grandes obras de Jehová, que él había hecho por Israel. Pero murió Josué hijo de Nun, siervo de Jehová, siendo de ciento diez años… Y toda aquella generación también fue reunida a sus padres. Y se levantó después de ellos otra generación que no conocía a Jehová, ni la obra que él había hecho por Israel. Después los hijos de Israel hicieron lo malo ante los ojos de Jehová, y sirvieron a los baales. Dejaron a Jehová el Dios de sus padres, que los había sacado de la tierra de Egipto, y se fueron tras otros dioses, los dioses de los pueblos que estaban en sus alrededores, a los cuales adoraron; y provocaron a ira a Jehová. Y dejaron a Jehová, y adoraron a Baal y Astarot” (Jueces 2:7-13).

¡Qué amonestación para nosotros! ¡Pronto abandonaron tan grande e importante verdad, apartarse del Dios vivo y verdadero para ir tras Baal y Astarot! Mientras Josué y los ancianos vivían, su presencia y su influencia guardaban a Israel de la apostasía abierta. Pero, en cuanto esos diques morales desaparecieron, la marea oscura de la idolatría subió barriendo los mismos fundamentos de la fe nacional. Jehová, Dios de Israel, fue reemplazado por Baal y Astarot. La influencia humana es un sostén inadecuado, una barrera débil. Debemos ser sostenidos por el poder de Dios, de lo contrario, cederemos tarde o temprano. La fe que se apoya en la sabiduría humana y no en el poder de Dios, mostrará ser una fe pobre, insustancial y sin valor. No podrá subsistir en el día de la prueba, no soportará el fuego; sucumbirá sin duda alguna.

Es conveniente recordar que la fe que se apoya sobre la fe de otros no sirve para nada. Debe haber una fe viva que ponga en contacto el alma con Dios. Tenemos que entendernos con Dios nosotros mismos, individualmente; de lo contrario cederemos cuando vengan las pruebas. Las influencias y los ejemplos humanos pueden ser muy buenos en su propio terreno. Estaba bien mirar a Josué y a los ancianos y ver cómo seguían al Señor. Es cierto que “hierro con hierro se aguza, y así el hombre aguza el rostro de su amigo” (Proverbios 27:17). Es muy alentador estar rodeado por un grupo de fieles verdaderamente devotos; por una corriente de lealtad colectiva a Cristo, a su Persona y a su causa. Pero, si no hay más que esto, si no existe el manantial profundo de una fe y un conocimiento personal, si no existe el vínculo formado y mantenido por Dios de la relación y comunión individual, entonces, cuando los sustentos humanos desaparecen y la marea de la influencia humana retrocede, nos encontramos como Israel, siguiendo al Señor durante los días de Josué y de los ancianos. Después, abandonamos la confesión de Su nombre, volvemos a las locuras y vanidades de este mundo, cosas que en realidad no son mejores que Baal y Astarot.

El único fundamento

En cambio, cuando el corazón está basado firmemente en la verdad y la gracia de Dios, cuando podemos decir, como todos los verdaderos creyentes tienen el privilegio de decir: “Yo sé a quien he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2 Timoteo 1:12), entonces, aunque todos se aparten de la confesión pública de Cristo, aunque nos encontremos sin apoyo humano, encontraremos que “el fundamento del Señor” está tan seguro como siempre y que la senda de la obediencia está tan llana ante nosotros como si cientos de personas estuvieran andando por ella con decisión y energía santa.

Nunca perdamos de vista que el propósito divino es que la Iglesia de Dios aprenda lecciones profundas y santas de la historia de Israel.

Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza
(Romanos 15:4).

No es necesario que, para estudiar y aprender de los escritos del Antiguo Testamento, nos dediquemos a buscar analogías fantásticas, teorías curiosas o ejemplos raros. Desgraciadamente, muchos han caído en ideas locas y vacías; en vez de encontrar “consuelo” en las Escrituras, han llegado a opiniones vanas, o peor aún, en errores mortales.

Pero lo que sí nos interesa son los hechos recordados en las páginas de la historia inspirada. Esos deben ser materia de nuestros estudios; y tenemos que sacar de ellos grandes lecciones prácticas. Tomemos, por ejemplo, el caso que estamos estudiando y que aparece con tanto relieve y profundidad en la historia de Israel desde Josué hasta Isaías: su lamentable alejamiento de la verdad que habían sido exhortados a mantener y confesar, es decir, la verdad acerca de la unidad de la Deidad. Lo primero que hicieron fue abandonar esa grande e importantísima verdad, esa clave del arco, el fundamento de todo el edificio, verdadero núcleo de su existencia nacional y centro vivo de su política nacional. La abandonaron y se volvieron a la idolatría de sus padres del otro lado del Jordán y de las naciones paganas que les rodeaban. Renunciaron a la verdad más gloriosa y distintiva, de cuyo mantenimiento dependía nada menos que su propia existencia como nación. Con solo haber mantenido firmemente esa verdad, habrían sido invencibles, pero al abandonarla, lo perdieron todo y fueron peores que las naciones vecinas, porque, teniendo los ojos abiertos, pecaron contra la luz y el conocimiento; pecaron a pesar de las amonestaciones y súplicas más solemnes, y a pesar de sus promesas de obedecer a menudo repetidas.

Israel: abandono de ese fundamento y restauración futura

Sí, lector, Israel abandonó el culto al único Dios vivo y verdadero, Jehová Elohim, el Dios de su pacto; no solo su Creador, sino también su Redentor, aquel que les había sacado de la tierra de Egipto, les había conducido a través del mar Rojo, les había guiado en el desierto, les había hecho atravesar el Jordán y les había implantado triunfalmente en la heredad prometida a su padre Abraham. Tierra “que fluye leche y miel, la cual es la más hermosa de todas las tierras” (Ezequiel 20:6). Volvieron la espalda a Dios y se entregaron a la adoración de dioses falsos. “Le enojaron con sus lugares altos, y le provocaron a celo con sus imágenes de talla” (Salmo 78:58).

Es asombroso ver cómo un pueblo que había visto y conocido en grado tan alto la bondad y misericordia de Dios, sus poderosos hechos, su fidelidad, su majestad y su gloria, llegara a inclinarse ante un tronco de árbol; pero así fue. Toda su historia –desde los días del becerro de oro al pie del Sinaí, hasta el día en que Nabucodonosor redujo a escombros a Jerusalén– está marcada por un espíritu invencible de idolatría. En vano Jehová, en su misericordia paciente y bondad sobreabundante, le proporcionó libertadores para levantarlo de las terribles consecuencias de su pecado y su locura. Una y otra vez, en su inagotable misericordia y paciencia, le salvó de la mano de sus enemigos. Él le levantó a Otoniel, a Aod, a Barac, a Gedeón, a Jefté, a Sansón, que fueron instrumentos de su misericordia y poder, testigos de su tierno amor y compasión hacia su pueblo envanecido. Pero, apenas desaparecía de la escena cada uno de esos jueces, la nación volvía a sumergirse en su pecado abrumador de idolatría.

Así aconteció también en la época de los reyes, triste historia que parte el corazón. Es cierto que hubo excepciones de vez en cuando, algunas refulgentes estrellas brillaron a través de las profundas sombras de la historia nacional; ese fue el caso de David, Asa, Josafat, Ezequías, Josías, dichosos ejemplos en la oscuridad general. Pero aun esos hombres fracasaron en su intento por arrancar del corazón del pueblo la raíz perjudicial de la idolatría. Aun entre los esplendores del reinado de Salomón brotaron amargos renuevos en la forma monstruosa de los lugares altos dedicados a Astoret, diosa de los sidonios, a Milcom, ídolo abominable de los amonitas, y a Quemos, ídolo abominable de Moab (véase 1 Reyes 11:5, 7).

¡Deténgase un momento y contemple el pasmoso hecho del escritor del Cantar de los Cantares, del Eclesiastés y de los Proverbios inclinándose ante el altar de Moloc! ¡Imagínese al más sabio, rico y glorioso de los monarcas de Israel quemando incienso y ofreciendo sacrificios en el altar de Quemos! Verdaderamente tenemos aquí un motivo de profunda reflexión, pues, esto está escrito para nuestra enseñanza. El reinado de Salomón proporciona una de las evidencias más contundentes sobre la apostasía de Israel y su indomable espíritu de idolatría. La verdad que debían mantener y confesar ante todo, fue la primera que abandonaron.

No continuaremos exponiendo el capítulo negro de evidencias, ni nos detendremos en la descripción de los aterradores juicios nacionales que sobrevendrían a causa de su idolatría. Actualmente Israel se encuentra en la situación de la que habla el profeta Oseas: “Porque muchos días estarán los hijos de Israel sin rey, sin príncipe, sin sacrificio, sin estatua, sin efod y sin terafines” (cap. 3:4). “El espíritu inmundo” de idolatría se ha apartado de ellos durante “muchos días” para volver más tarde con “otros siete espíritus peores que él” (Lucas 11:24-26), es decir, la perfección de la maldad espiritual. Y entonces vendrán días de tribulación incomparable sobre este pueblo que por tanto tiempo ha sido mal dirigido y muy rebelde:

Tiempo de angustia para Jacob
(Jeremías 30:7).

Pero la liberación vendrá, ¡bendito sea Dios! Días de luz están reservados para la nación restaurada, “días del cielo sobre la tierra”, según nos cuenta el mismo profeta Oseas: “Después volverán los hijos de Israel, y buscarán a Jehová su Dios, y a David su rey; y temerán a Jehová y a su bondad en el fin de los días” (cap. 3:5). Todas las promesas de Dios a Abraham, Isaac, Jacob y David serán cumplidas, todas las predicciones brillantes de los profetas se verán realizadas gloriosamente. Sí, ambas cosas –promesas y profecías– serán cumplidas literal y gloriosamente para el Israel restaurado en la tierra de Canaán, porque “la Escritura no puede ser quebrantada” (Juan 10:35). La larga, oscura y espantosa noche será seguida por el día más brillante que jamás haya lucido en la tierra; la hija de Sion será bañada por los rayos brillantes y benditos del “Sol de justicia” y “la tierra será llena del conocimiento de la gloria de Jehová, como las aguas cubren el mar” (Habacuc 2:14).

Sería muy agradable reproducir en este libro los resplandecientes pasajes proféticos que se refieren al futuro de Israel; pero nuestro deber es dirigir la atención del lector, como también la de la Iglesia de Dios, a la aplicación práctica del solemne hecho de la historia de cómo Israel abandonó tan rápida y totalmente la gran verdad expuesta en Deuteronomio 6:4: “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es”.

¿Qué hay de la Iglesia?

Se nos preguntará tal vez: «¿Qué relación tendrá este hecho con la Iglesia de Dios?». Creemos que tiene una relación importantísima; y además, que descuidaríamos nuestro deber hacia Cristo y hacia su Iglesia si no señaláramos esa relación. Sabemos que todos los grandes hechos de la historia de Israel están llenos de instrucción, de amonestación y de advertencia para nosotros. Es nuestro deber ineludible procurar aprovecharlos y estudiarlos rectamente.

Ahora bien, al considerar la historia de la Iglesia de Dios como testigo público de Cristo en la tierra, vemos que, apenas fue establecida en toda su plenitud, con las bendiciones y privilegios que marcaron el principio de su carrera, empezó a abandonar las mismas verdades que debía mantener y confesar. Como Adán en el huerto del Edén, como Noé en la tierra ya restaurada, como Israel en Canaán, también la Iglesia, como mayordomo responsable de los misterios de Dios, nada más fue instalada en ese puesto, empezó a vacilar y a caer. Casi inmediatamente después de ser constituida empezó a abandonar las grandes verdades que eran características de su existencia y que debían distinguir al cristianismo. Aun ante los ojos de los apóstoles de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, los errores y los males empezaron a obrar, debilitando el mismo fundamento del testimonio de la Iglesia.

¿Se nos piden pruebas? ¡Lamentablemente las tenemos en abundancia! Oigamos las palabras del apóstol que derramó más lágrimas y lanzado más suspiros que ningún otro sobre las ruinas de la Iglesia. “Estoy maravillado” –dice él, y bien podía estarlo– “de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente”. “¡Oh gálatas insensatos! ¿quién os fascinó para no obedecer a la verdad, a vosotros ante cuyos ojos Jesucristo fue ya presentado claramente entre vosotros como crucificado?”. “Ciertamente, en otro tiempo, no conociendo a Dios, servíais a los que por naturaleza no son dioses; mas ahora, conociendo a Dios, o más bien, siendo conocidos por Dios, ¿cómo es que os volvéis de nuevo a los débiles y pobres rudimentos, a los cuales os queréis volver a esclavizar? Guardáis los días, los meses, los tiempos y los años”. Estas festividades, llamadas cristianas, eran muy imponentes y agradables a la naturaleza religiosa, pero para el Espíritu Santo eran sencillamente una forma de abandonar el cristianismo y retroceder a la idolatría. “Me temo de vosotros”, y era de temer viendo con qué rapidez volvían la espalda a las grandes verdades del cristianismo celestial y se ocupaban en cumplimientos supersticiosos. “Me temo de vosotros, que haya trabajado en vano con vosotros”. “Vosotros corríais bien; ¿quién os estorbó para no obedecer a la verdad? Esta persuasión no procede de aquel que os llama. Un poco de levadura leuda toda la masa” (Gálatas 1:6; 3:1; 4:8-11; 5:7-9).

Y todo esto ocurría en los mismos días de los apóstoles. La apostasía fue aun más rápida que en el caso de Israel, que sirvió a Dios todo el tiempo de Josué y de los ancianos que le sobrevivieron; pero en la historia triste y humillante de la Iglesia, el enemigo consiguió, casi inmediatamente, introducir levadura en la harina y cizaña en el trigo. Antes de que los apóstoles salieran de la escena se sembró una semilla que, desde entonces, ha venido produciendo sus perjudiciales frutos, y que continuará haciéndolo hasta que los segadores angélicos limpien el campo.

Oigamos también lo que el mismo testigo inspirado dice a su querido hijo Timoteo, con palabras patéticas y solemnes. “Ya sabes esto, que me abandonaron todos los que están en Asia”. Y más adelante: “Que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2 Timoteo 1:15; 4:2-4).

Este es el testimonio del hombre que, como perito arquitecto, puso el cimiento de la Iglesia. Y, ¿cuál era su experiencia personal? Fue abandonado como su Señor por los que había reunido a su alrededor durante los frescos, florecientes y fervorosos días del principio. Su corazón fue quebrantado por los maestros judaizantes que procuraban destruir el propio fundamento del cristianismo y trastornar la fe de los elegidos de Dios. Lloraba por las acciones de muchos que, mientras que confesaban ser cristianos, eran “enemigos de la cruz de Cristo” (Filipenses 3:18).

En otras palabras, el apóstol Pablo, mirando al futuro desde su cárcel en Roma, vio el inevitable naufragio y ruina del cuerpo profesante. Vio que a este le acontecería lo mismo que al barco en el que él hizo su último viaje, que fue tan significativo e ilustrativo de la triste historia de la Iglesia en el mundo.

Pero debemos recordar aquí que estamos hablando de la Iglesia como testigo responsable de Cristo en la tierra. Esto debe comprenderse con claridad, porque si no, podríamos equivocarnos grandemente al tratar esta cuestión. Debemos distinguir entre la Iglesia como cuerpo de Cristo y la Iglesia como testigo suyo en la tierra. En su primer carácter, el fracaso es imposible; en el segundo, la ruina es total y sin esperanza.

La Iglesia, cuerpo de Cristo

La Iglesia como cuerpo de Cristo está unida a su Cabeza viviente y glorificada en los cielos, y gracias a la presencia y morada en ella del Espíritu Santo, no puede fracasar, no puede ser despedazada por las tormentas y oleajes de este mundo hostil, como el barco de Pablo. Está tan segura como Cristo mismo, ya que la Cabeza y el cuerpo son uno indisolublemente. Nadie podrá nunca tocar al miembro más débil de ese cuerpo bendito. Todos subsisten ante Dios y bajo su mirada de gracia en la plenitud, belleza y aceptabilidad de Cristo mismo. Como es la Cabeza, así son los miembros, todos juntos y cada uno en particular. Todos subsisten en los resultados plenos y eternos de la obra de Cristo consumada en la cruz. No hay, ni puede haber, ninguna cuestión de responsabilidad aquí; porque la Cabeza se hizo a sí misma responsable de los miembros, y satisfizo todo derecho y pagó toda la deuda. No queda nada sino amor, profundo como el corazón de Cristo, perfecto como su obra, e inmutable como su trono. Cualquier cuestión que pudiera surgir contra los miembros de la Iglesia de Dios, ya quedó definitivamente solucionada en la cruz, entre Dios y Cristo. Todos los pecados, las iniquidades, las transgresiones y la culpabilidad de cada miembro en particular y de todos los miembros juntos fueron puestos sobre Cristo y él cargó con todo ello en la cruz. Dios, en su justicia inflexible y eterna, en su santidad infinita, quitó todo lo que podía interponerse en el camino de la salvación, de la bendición perfecta y de la gloria eterna de cada uno de los miembros del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia de Dios. Todos los miembros de ese cuerpo están conectados a la vida de la Cabeza; todas las piedras de ese edificio están animadas por la vida de la piedra angular. Todo está ligado con el poder de un vínculo que jamás se podrá romper.

Además, entendemos bien que la unidad del cuerpo de Cristo es absolutamente indisoluble; ese es un punto primordial que debe ser sostenido y confesado fielmente. Pero evidentemente no podrá ser sostenido y confesado si no es entendido y creído; y, a juzgar por las palabras que oímos a veces al hablar de este asunto, es muy dudoso que la gente que se expresa así haya entendido en su modo divino la verdad gloriosa de la unidad del cuerpo de Cristo que es mantenida en la tierra por la presencia del Espíritu Santo.

Así, por ejemplo, algunas veces oímos hablar de «dividir el cuerpo de Cristo», lo que es una absurda equivocación; ya que eso es imposible. Los reformadores fueron acusados de romper o desunir el cuerpo de Cristo cuando le volvían la espalda al sistema romanista. ¡Qué concepto más erróneo! Eso equivalía simplemente a la presunción monstruosa de que muchísimos males de orden moral, de errores doctrinales, de corrupciones eclesiásticas y de supersticiones debían considerarse como el cuerpo de Cristo. ¿Cómo podría una persona, con el Nuevo Testamento en la mano, considerar a la iglesia romana como el cuerpo de Cristo? ¿Cómo podría alguien que poseyese la más pequeña idea de la verdadera Iglesia de Dios conceder ese título al conjunto de maldad más oscura, a la mayor obra maestra de Satanás que jamás haya contemplado el mundo?

No, lector, no debemos confundir los sistemas eclesiásticos del mundo –antiguo, medieval o moderno, griego, latino, anglicano, nacional o popular– con la verdadera Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo. No hay ni hubo bajo el cielo un sistema religioso que tenga el menor derecho a ser llamado “la Iglesia de Dios” o “el Cuerpo de Cristo”. Y, por tanto, el separarse de esos sistemas no puede ser llamado cisma, al menos recta o inteligentemente, ni puede dividir el cuerpo de Cristo; al contrario, el deber del que quiera mantener y confesar fielmente la verdad de la unidad de ese cuerpo es separarse con decisión de todo lo que falsamente se llame a sí mismo una iglesia. Solo puede ser considerado como un cisma el separarse de aquellos que están reunidos inequívoca e incuestionablemente sobre el terreno de la Asamblea de Dios.

Ninguna corporación de cristianos puede ahora reclamar el título de Cuerpo de Cristo o Iglesia de Dios. Los miembros de ese cuerpo están diseminados por todas partes; estos pueden encontrarse en las diferentes organizaciones religiosas de hoy día, salvo en las que niegan la deidad de nuestro Señor Jesucristo. No podemos concebir la idea de que un verdadero cristiano continúe frecuentando lugares en donde se blasfeme el nombre de Cristo. Pero, aunque ningún cuerpo de cristianos puede reclamar el título de Asamblea de Dios, todos los cristianos tienen la obligación de juntarse sobre el terreno de esa Asamblea y no sobre otro.

Y si se nos pregunta: «¿Cómo sabremos dónde encontrar ese terreno?», responderemos: “Cuando tu ojo es bueno, también todo tu cuerpo está lleno de luz” (Lucas 11:34). “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios” (Juan 7:17). Hay una “senda que nunca la conoció ave, ni ojo de buitre la vio; nunca la pisaron animales fieros, ni león pasó por ella”. Esa senda no la verá la visión humana más aguda, ni la fuerza más grande podrá pisarla. ¿Cuál es, entonces? Aquí está: “Y dijo al hombre: He aquí que el temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal, la inteligencia” (Job 28:7, 28).

Hay otra expresión que se oye con frecuencia: «Separar a miembros del Cuerpo de Cristo». 1  Esto es imposible, bendito sea el Señor. Ni un solo miembro del Cuerpo de Cristo puede ser separado de la Cabeza ni del sitio al que fue incorporado por el Espíritu Santo cumpliendo el eterno propósito de Dios y gracias a la expiación cumplida por nuestro Señor Jesucristo. La divina Trinidad está comprometida en la seguridad eterna del miembro del cuerpo más débil y en el mantenimiento de la unidad.

  • 1La expresión, «separar» (o cortar) a miembros del Cuerpo de Cristo se aplica generalmente a casos de disciplina, pero es una aplicación equivocada. La disciplina en la asamblea no puede afectar nunca la unidad del cuerpo. Un miembro del Cuerpo puede fallar en cuanto a la moral, o errar en la doctrina, hasta el punto de ser necesario que la asamblea lo separe de la Mesa del Señor, pero esto no tiene nada que ver con su lugar en el Cuerpo de Cristo; las dos cosas son completamente distintas.

Continuidad y unidad de este Cuerpo

Existe “un cuerpo” del que Cristo es la Cabeza y el Espíritu Santo el poder constructivo, y del cual todos los verdaderos creyentes son miembros. Este Cuerpo ha estado en la tierra desde el día de Pentecostés, todavía está y continuará estando en la tierra hasta el momento en que Cristo venga y lo lleve a la casa de su Padre. Es el mismo cuerpo, con una continua sucesión de miembros; lo mismo ocurre cuando decimos que cierto regimiento del ejército del rey, acuartelado hoy en Aldershot, estuvo presente en la batalla de Waterloo, aunque ningún hombre de los que lo integran hoy estaba presente en aquella memorable batalla librada en 1815.

¿Ve el lector alguna dificultad en esto? Puede ser que, debido a la discordia y desunión que hay entre los miembros, encuentre un tanto difícil creer y confesar la unión inquebrantable de ese todo. Quizá le sea más fácil creer que la aplicación de lo expuesto en Efesios 4:4 debe limitarse a los días en que el apóstol escribió aquellas palabras, cuando los cristianos eran manifiestamente uno y cuando no se pensaba siquiera en ser miembro de tal o cual iglesia, porque todos eran miembros de una sola Iglesia.1

Pero no podemos poner límites a la Palabra de Dios. ¿Qué derecho tenemos para decir, de una cláusula de Efesios 4:4-6, que solo es aplicable a los días apostólicos? Si tenemos que limitar una cláusula, ¿por qué no limitarlas todas? ¿Es que ya no hay “un Espíritu… un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos”? ¿Habrá algún cristiano que lo dude? Es tan cierto que hay un cuerpo como también lo es que hay un Espíritu, un Señor y un Dios. Todos están íntimamente unidos entre sí, y no se puede tocar uno sin tocar los demás. No tenemos más derecho a negar la existencia de un cuerpo que el que tenemos para negar la existencia de Dios, ya que en el mismo pasaje que se nos declara la existencia de uno se nos muestra también la del otro.

Pero tal vez alguien pregunte: «¿Dónde puede verse ese “un cuerpo”? ¿No es absurdo hablar de algo así cuando existen tantas denominaciones en el cristianismo?». A esto responderemos que no vamos a abandonar la verdad de Dios porque el hombre haya fracasado en llevarla a la práctica. ¿No fracasó Israel en cuanto a mantener, confesar y vivir la verdad de la unidad de la Deidad? ¿Fue esa gloriosa verdad afectada en lo más mínimo por aquel fracaso? ¿No era tan cierto que no había más que un solo Dios verdadero cuando existían tantos altares idólatras como calles en Jerusalén, que cuando Moisés proclamaba a oídos de toda la congregación las sublimes palabras: “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es”? Bendito sea Dios, su verdad no depende de los caminos humanos, necios y sin fe. Persiste en su integridad divina, brilla con su esplendor propio y celestial a pesar de los fracasos humanos. Si no fuera así, ¿qué haríamos, adónde volveríamos los ojos o qué sería de nosotros? De hecho, si creyésemos solo según la verdad que vemos llevada a la práctica en la vida de los hombres, nos desesperaríamos y seríamos los más desgraciados de los hombres.

Pero, ¿cómo hay que llevar a la práctica la verdad de “un cuerpo”? No reconociendo ningún otro principio de comunión cristiana ni ninguna otra base de reunión. Todos los verdaderos creyentes deben reunirse sencillamente como miembros del cuerpo de Cristo. Deben reunirse el primer día de la semana, alrededor de la Mesa del Señor, y partir el pan como miembros de aquel “cuerpo”, según leemos en 1 Corintios 10:17: “Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan”. Eso es tan verdadero y práctico hoy en día como cuando el apóstol se dirigía a los corintios. Es cierto que entre ellos había divisiones, como las hay ahora en la cristiandad; pero esto no afecta en nada a la verdad de Dios. El apóstol rechazaba las divisiones porque las calificaba de carnales. No simpatizaba con la idea de que las divisiones son buenas al engendrar espíritu de competencia, sino que Él creía que eran muy malas, fruto de la carne y obra de Satanás.

El apóstol tampoco habría aceptado la ilustración popular de que las divisiones en la Iglesia son como los regimientos en el ejército: cada uno con su uniforme especial y su bandera, pero todos combatiendo a las ordenes del mismo general. Algo así no puede sostenerse ni por un momento; no tiene ninguna aplicación a nuestro caso; sino que es una contradicción a la afirmación clara y enfática de “un cuerpo”.

Lector, esa es una verdad gloriosa y debemos considerarla atentamente. Miremos la cristiandad a la luz de esa verdad y juzguemos por ella nuestro estado y nuestra conducta. ¿Actuamos de acuerdo a ella, la expresamos en la Mesa del Señor cada primer día de la semana? Estemos seguros de que hacerlo así es tanto nuestro sagrado deber como nuestro elevado privilegio. No nos dejemos influenciar por las dificultades, las piedras de tropiezo y todo lo que nos desalienta en la conducta de los que profesan estar obedeciendo la Palabra de Dios en cuanto a este tema.

Debemos estar preparados para esto. El diablo no dejará piedra por mover a fin de arrojar polvo a nuestros ojos para que no veamos los caminos de Dios para su pueblo. Pero no debemos prestar atención a sus sugerencias o dejarnos enredar por sus engaños. Siempre ha habido y habrá dificultades para llevar a cabo la preciosa verdad de Dios, y quizá encontremos mayor dificultad en la conducta contradictoria de los que profesan obrar de acuerdo con la verdad.

Pero debemos distinguir siempre entre la verdad y los que la profesan, entre la posición y la conducta de los que lo ocupan. Obviamente las dos cosas tendrían que estar de acuerdo, pero no es así; de modo que debemos juzgar la conducta por la Palabra de Dios y no la Palabra de Dios por la conducta. Si vemos que un hombre cultiva un campo según principios que creemos ser sanos, aunque es un mal agricultor, ¿qué debemos hacer? Podemos rechazar su modo de trabajar, pero no podemos decir nada en contra de los principios que utiliza.

Así sucede con la verdad que estamos considerando. Había herejías en Corinto, cismas, errores y males de toda clase. ¿Y qué? ¿Debía abandonarse la verdad de Dios como si fuera un mito, como algo totalmente impracticable y renunciar a ella? ¿Debían los corintios congregarse bajo otro principio? ¿Debían organizarse sobre nuevas bases, reunirse alrededor de otro punto central? ¡No, gracias a Dios! Su verdad no debía ser abandonada, aunque Corinto estallara en diez mil sectas y su horizonte se oscureciera con diez mil herejías. El cuerpo de Cristo era uno. El apóstol simplemente despliega ante sus ojos la bandera con este bendito lema:

Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular 
(1 Corintios 12:27).

Pero estas palabras no fueron dirigidas solamente “a la iglesia de Corinto”, sino también a “todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro” (1 Corintios 1:2). Por lo tanto, la verdad de “un cuerpo” es permanente y universal. Todos los verdaderos cristianos están obligados a reconocerla y a actuar conforme a ella; y todas las asambleas de cristianos, donde se reunan, deben ser la expresión local de esta verdad importante.

Tal vez alguien diga: «¿Cómo es posible decir a una asamblea determinada: “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo”? ¿No había santos en Éfeso, Colosas y Filipos?». Sin duda que los había; y si el apóstol hubiese tenido que dirigirse a ellos para tratar el mismo asunto, les habría dicho también: “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo”, ya que eran la expresión local de ese Cuerpo; y no solo esto, sino que al dirigirse a ellos con esa frase, tendría en su mente a todos los santos, hasta el fin de la carrera terrenal de la Iglesia.

Pero tengamos presente que el apóstol no pudo dirigir esas palabras a ninguna organización humana, antigua o moderna. Y aunque todas las organizaciones, llámense como se quiera, se hubieran juntado en una, tampoco habría podido llamarle “el cuerpo de Cristo”. Ese cuerpo, entendémoslo bien, lo forman todos los creyentes en la superficie de la tierra. Si no están unidos por esta divina base, eso es una grave pérdida para ellos y una deshonra para el Señor. Con todo, la preciosa verdad subsiste: hay “un cuerpo”, y este es la norma divina por la que hay que medir cualquier asociación eclesiástica y todo sistema religioso bajo el sol.

  • 1La unidad de la Iglesia se puede comparar a una cadena que va de una a otra orilla de un río; podemos ver los dos extremos, pero no el intermedio que está sumergido. Y, aunque esté sumergida, no está rota; aunque no veamos esa unión en su parte media, con todo, creemos que en esa parte se mantiene su continuidad. La Iglesia fue vista en su unidad el día de Pentecostés, y será vista en su unidad en la gloria; por más que no la veamos ahora, es real. Recuérdese que la unidad del cuerpo es una gran verdad práctica y formativa; una deducción muy importante y práctica de esa unidad es que el estado y la conducta de cada miembro afecta todo el cuerpo. “De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él”. ¿Un miembro de qué, de alguna asamblea local? No, sino un miembro del Cuerpo. No debemos hacer del Cuerpo de Cristo una cuestión de geografía. Se nos preguntará, tal vez: «Pero, ¿podrá afectarnos lo que no vemos o no sabemos?». Seguro que sí. ¿Debemos limitar entonces la gran verdad de la unidad del cuerpo, con todas sus consecuencias prácticas que derivan de ella, a la medida de nuestro conocimiento y experiencia personales? Por supuesto que no. La presencia del Espíritu Santo une los miembros del cuerpo a la Cabeza y a cada miembro entre sí; de donde resulta que el andar y la conducta de cada uno afecta al todo. Aun en el caso de Israel, aunque no era una corporación sino una unidad nacional, cuando Acán pecó fue dicho: “Israel ha pecado”, y toda la congregación sufrió una humillante derrota por causa de un hecho que ignoraba. Es verdaderamente asombroso ver qué poco parece comprender el pueblo del Señor la gloriosa verdad de la unidad del Cuerpo, con todas sus consecuencias prácticas.

¿Cuál ha sido el testimonio general de la Iglesia?

Es necesario estudiar detalladamente el lado divino de la cuestión de la Iglesia a fin de resguardar la verdad de Dios y para que el lector comprenda claramente que, al hablar de la ruina de la Iglesia, consideramos el asunto desde el lado humano. Vamos a considerar este último por unos momentos.

Es imposible leer con calma y con la mente libre de prejuicios y no ver que la Iglesia, como testigo de Cristo en la tierra, ha fracasado de una manera evidente y vergonzosa. Copiar todos los pasajes que prueban esta afirmación equivaldría a escribir un libro. Pero, echemos un vistazo a los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis, donde vemos a la Iglesia ante el juicio. En esas porciones tenemos lo que podríamos llamar la historia divina de la Iglesia. Siete asambleas son escogidas como ejemplo de las diferentes fases de la historia de la Iglesia, desde el día que fue establecida en la tierra hasta el día en que será vomitada de la boca del Señor. Si no vemos que esos dos capítulos son tanto proféticos como históricos, nos privaremos de un amplio campo de valiosa instrucción. El lenguaje humano no alcanza a expresar lo que se puede recoger de esos dos capítulos en cuanto a su aspecto profético.

Tomemos el discurso dirigido a Éfeso, iglesia a la que el apóstol Pablo escribió su admirable epístola descubriendo el lado celestial de las cosas, como los eternos propósitos de Dios con respecto a la Iglesia, la posición y porción de esta como acepta en Cristo y bendecida con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en él. No hay fracaso aquí; ni pensamiento parecido, ni posibilidad de ello. Aquí todo está en las manos de Dios; es su plan, su obra, su gracia, su gloria y su poder lo que se trata en esta epístola, y todo ello fundado sobre la sangre de Cristo. Aquí no hay cuestión de responsabilidad; los santos que formaban la Iglesia estaban muertos en “delitos y pecados”, pero Cristo murió por la Iglesia; él mismo se puso judicialmente donde estaba ella; y Dios, en su gracia soberana, entró en escena y levantó a Cristo de los muertos, y a la Iglesia con él. ¡Qué hecho tan glorioso! Aquí todo está firme y estable. Es la Iglesia en los lugares celestiales en Cristo, no la Iglesia en la tierra por Cristo. Es el cuerpo “aceptado”, no el candelero juzgado. Si no alcanzamos a ver los dos lados de esa gran cuestión, aún tenemos mucho que aprender.

Pero, así como está el lado terrestre, también está el celestial; así como hay un lado humano, también hay uno divino; así como está el candelero, también está el cuerpo. Por eso en el discurso judicial de Apocalipsis 2 leamos las solemnes palabras: “Tengo contra ti que has dejado tu primer amor” (v. 4).

¡Qué diferencia! No vemos nada de esto en la epístola a los Efesios; nada contra el cuerpo, ni contra la esposa; pero hay algo contra el candelero. La luz ya parecía apagarse, apenas encenderse, se necesitó echar mano de las despabiladeras.

Ya desde el principio aparecieron síntomas de decadencia, inequívocos para la mirada penetrante de Aquel que anda entre los siete candeleros de oro; y cuando contemplamos la última fase del estado de la Iglesia –la última época de su historia terrenal, como fue ilustrada por la asamblea de Laodicea–, no hay nada de bueno. Esta condición no deja alentar esperanzas; el Señor está fuera, a la puerta. “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo” (cap. 3:20). Ya no se trata de tener “algo contra ti”, como en el caso de Éfeso; ahora toda la condición es mala, todo el cuerpo profesante está a punto de ser apartado. “Te vomitaré de mi boca” (cap. 3:16). Él se mantiene aún a la espera –bendito sea su Nombre–, porque nunca se da prisa en abandonar su actitud de misericordia y adoptar la del juicio. Nos recuerda la partida de la gloria al principio del libro de Ezequiel que se movía con paso lento y mesurado, como si tuviese que dejar la casa, el pueblo y la tierra de mala gana. “Entonces la gloria de Jehová se elevó de encima del querubín al umbral de la puerta; y la casa fue llena de la nube, y el atrio se llenó del resplandor de la gloria de Jehová”. “Entonces la gloria de Jehová se elevó de encima del umbral de la casa, y se puso sobre los querubines”. Y finalmente, “la gloria de Jehová se elevó de en medio de la ciudad, y se puso sobre el monte que está al oriente de la ciudad” (Ezequiel 10:4, 18; 11:23).

Esto es profundamente conmovedor. Qué contraste entre la lenta retirada de la gloria y su rápida entrada en el día de la dedicación de la casa por Salomón, según consta en 1 Crónicas 7:1. Jehová se apresuró a entrar en su morada en medio de su pueblo, pero tardó en abandonarla. En lenguaje humano diríamos que se vio obligado a marcharse a causa de los pecados y de la impenitencia de su pueblo envanecido.

Así sucede con la Iglesia. En el capítulo 2 de Hechos vemos su rápida entrada en su casa espiritual. Vino como un viento recio que corría y llenó la casa con su gloria. Pero veamos su actitud en Apocalipsis 3; está fuera, pero está llamando. Está aguardando, no con la esperanza de una restauración colectiva, sino por si acaso alguno oyere su voz y abriere “la puerta”. El hecho de que él esté fuera de la puerta demuestra lo que la Iglesia es, y el hecho de que él esté llamando demuestra lo que él es.

Lector cristiano, procure comprender a fondo este asunto; es importante que lo haga. Estamos rodeados de conceptos falsos acerca del estado actual y del destino futuro de la iglesia profesante. Debemos rechazarlos todos rigurosamente y atender a la enseñanza de la Escritura, que es tan clara como la luz del día. La iglesia profesante es una ruina sin esperanza, y el juicio está a la puerta. Lea la epístola de Judas, la segunda carta de Pedro capítulos 2 y 3 y también la segunda carta a Timoteo. Fíjese en esas solemnes porciones; al terminar su lectura estará convencido de que ante la cristiandad se levanta la ira del Dios Todopoderoso no satisfecha. La sentencia está expuesta en esa frase breve pero solemne de Romanos 11: “Tú también serás cortado” (v. 22).

Sí, este es el lenguaje de la Escritura: “cortado”, “vomitado”. La iglesia profesante ha fracasado en cuanto a ser el testigo de Cristo en la tierra. Como pasó con Israel, así sucedió con la Iglesia; abandonó deslealmente la verdad que debía mantener y confesar. Apenas se hubo cerrado el canon del Nuevo Testamento, y los primeros obreros enviados dejaron el campo, tinieblas espesas vinieron sobre el cuerpo profesante. Dirijamos nuestra atención adonde queramos, recorramos los tomos voluminosos de «los padres», como suele llamárselos, y no encontraremos rasgo de las grandes verdades características de nuestro cristianismo glorioso; todo fue abandonado. Como Israel cambió a Jehová por Baal y Astarot en Canaán, así también la Iglesia abandonó la verdad pura y preciosa de Dios para ir detrás de las fábulas pueriles y los errores mortales. Una caída tan rápida es totalmente asombrosa, pero fue precisamente lo que Pablo había advertido desde un principio a los ancianos de Éfeso:

Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre. Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos 
(Hechos 20:28-30).

¡Qué cuadro más lamentable!: Los apóstoles de nuestro Señor y Salvador Jesucristo casi inmediatamente seguidos por “lobos rapaces” y hombres que hablaban “cosas perversas”; la Iglesia en su conjunto sumergida en tinieblas densas; la lámpara de la revelación divina casi escondida; la corrupción eclesiástica en todas sus formas; la dominación sacerdotal con todos sus terribles consecuencias. En resumen, la historia de la Iglesia, la historia de la cristiandad es el archivo más terrible que nunca se haya escrito.

Testigos en el transcurso de los años

Es verdad, gracias a Dios que Él no se quedó sin testigos. Aquí y allá, de vez en cuando, levantó a algunos que hablaron por él, exactamente como en el Israel de la antigüedad. Aun entre las tinieblas profundas de la Edad Media apareció una estrella ocasional que brilló en el horizonte. Los valdenses y otros pueblos fueron capacitados, por la gracia de Dios, para sostener firmemente Su Palabra y para confesar el nombre de Jesús pese a la terrible tiranía y la crueldad diabólica de Roma.

Vino luego la época gloriosa del siglo 16, en la que Dios suscitó a Lutero y sus amados colaboradores para predicar la gran verdad de la justificación por medio de la fe, y para dar el Libro de Dios al pueblo en su lengua materna. No hay palabras humanas suficientes para exponer las bendiciones de aquel tiempo memorable. Millones de personas oyeron las buenas nuevas de salvación; oyeron, creyeron y fueron salvas. Millares que habían gemido durante mucho tiempo bajo el peso abrumador de la superstición romana recibieron con profunda gratitud el mensaje celestial. Miles de personas se unieron con intensa alegría para sacar agua de aquellas fuentes de inspiración que habían estado cegadas durante siglos por la ignorancia e intolerancia papales. La lámpara de la revelación divina que había sido tapada durante tanto tiempo por la mano del enemigo, pudo derramar sus rayos atravesando la oscuridad, y miles y miles de personas se regocijaron a causa de su luz celestial.

Pero, mientras damos gracias a Dios por los resultados gloriosos de lo que se llama comúnmente la Reforma del siglo XVI, incurriríamos en un grave error si imagináramos que eso se aproximaba a la restauración de la Iglesia a su condición original, ni mucho menos. Lutero y los que le ayudaron, a juzgar por sus escritos, muchos de ellos preciosos, no llegaron a remontarse a la idea de la Iglesia como el cuerpo de Cristo. No comprendieron la unidad del cuerpo, la presencia del Espíritu Santo en la asamblea y su morada en cada creyente. Nunca llegaron a conocer la gran verdad del ministerio de la Iglesia, su naturaleza, origen, poder y responsabilidad. Siempre permanecieron con la idea de la autoridad humana como base del ministerio. No dijeron nada de la esperanza característica de la Iglesia, es decir, la venida de Cristo para buscar a su pueblo, la “estrella resplandeciente de la mañana”. Tampoco comprendieron el alcance de las profecías, y demostraron ser incompetentes para trazar bien la Palabra de verdad.

No queremos que se nos malentienda; amamos la memoria de los reformadores y sus nombres son familiares para nosotros. Fueron siervos amados, devotos, sinceros y benditos del Señor. Ojalá tuviéramos otros como ellos en estos días de papismo reavivado y de creciente incredulidad. Nadie adelanta en nuestro amor y estimación por Lutero, Melanchton, Farel, Latimer y Knox. Ellos fueron verdaderas luces brillantes en su tiempo; millones de personas darán gracias a Dios eternamente por el hecho de que aquellos hombres hayan vivido, predicado y escrito. Y no solo esto, sino que, con su manera de vivir y su ministerio público, avergüenzan a muchos cristianos que tienen el privilegio de conocer muchas verdades más, que no podemos encontrar en los escritos de los reformadores.

Estamos convencidos de que aquellos amados siervos de Cristo no llegaron a alcanzar muchas de las verdades características del cristianismo –que por lo tanto, no predicaron ni enseñaron–; o al menos no hemos podido encontrarlas en sus libros. Pero sí predicaron la preciosa verdad acerca de la justificación por la fe, dieron al pueblo las Sagradas Escrituras y pisotearon mucho escombro de la superstición romana.

Todo esto lo hicieron por la gracia de Dios, y por eso inclinamos nuestras cabezas con profunda gratitud y alabanza al Padre de misericordias. Pero el protestantismo no es el cristianismo; las llamadas iglesias reformadas, ya sean nacionales o disidentes, de ninguna manera son la Iglesia de Dios. Al mirar hacia atrás, en el transcurso de los últimos veinte siglos, a pesar de algunos avivamientos ocasionales, de algunos focos de luz brillantes que de vez en cuando resplandecieron en el horizonte de la Iglesia, y los muchos derramamientos de gracia que el Espíritu de Dios hizo durante los siglos 18 y 19, decimos que la Iglesia ha naufragado, que la cristiandad está deslizándose hacia la oscuridad eterna; que los países tan favorecidos, en los que se ha predicado tanto la verdad evangélica, y en los que circulan por millones Biblias y evangelios, quedarán cubiertos con densas tinieblas; ¡abandonados a un “poder engañoso, para que crean la mentira”!

Fin del hombre en esta tierra

¿Y después de esto, qué vendrá? ¿Un mundo convertido? No, una Iglesia juzgada. Los verdaderos santos de Dios que están esparcidos por toda la cristiandad, todos los verdaderos miembros del cuerpo de Cristo, serán arrebatados para recibir al Señor en el aire. Los santos que hayan muerto serán resucitados, y los vivos serán transformados y arrebatados juntamente con ellos para recibir al Señor en el aire y así estar siempre con él. Entonces el misterio de iniquidad se mostrará en la persona del hombre de pecado, el impío, el anticristo. El Señor vendrá, y todos sus santos con él, para ejecutar el juicio sobre la bestia, –es decir, el imperio romano revivido– y sobre el falso profeta y el anticristo, el primero en occidente y el segundo en oriente.

Este será un juicio sumario, sin proceso judicial de ninguna clase, pues tanto la bestia como el falso profeta serán hallados en abierta rebelión y oposición contra Dios y el Cordero. Luego vendrá el juicio a las naciones, tal como lo expone Mateo 25:31-46.

Y habiendo sido vencido todo mal, Cristo reinará con justicia y paz durante mil años, un período brillante y bendito, el verdadero día de reposo para Israel y para la tierra, un período marcado por dos grandes hechos: Satanás atado y Cristo reinando. ¡Qué hechos tan gloriosos! Si solo mencionarlos nos hace rebosar de alabanzas y acciones de gracias, ¿qué será su cumplimiento?

Pero Satanás será libertado de su cautiverio de mil años y se le permitirá enfrentarse a Dios y su Cristo. “Cuando los mil años se cumplan, Satanás sera suelto de su prisión, y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, a fin de reunirlos para la batalla; el número de los cuales es como la arena del mar. Y subieron sobre la anchura de la tierra, y rodearon el campamento de los santos y la ciudad amada; y de Dios descendió fuego del cielo, y los consumió. 1 Y el diablo que les engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 20:7-10).

Este será el último esfuerzo de Satanás, que lo llevará a su eterna perdición. Vendrá entonces el juicio de los muertos, “grandes y pequeños”, de todos los que hayan muerto en sus pecados, desde los días de Caín hasta los últimos apóstatas de la gloria milenaria. ¡Qué escena tan tremenda! ¡Ninguna mente puede concebir, ni nadie puede describir su terrible solemnidad!

Finalmente se nos muestra el estado eterno, los cielos nuevos y la nueva tierra en donde la justicia reinará eternamente.

Este es el orden de los sucesos, según están expuestos con toda claridad en las páginas sagradas. Hemos hecho un breve resumen de estos, en relación con las verdades que hemos considerado, que no son populares, pero que no por esto dejaríamos de anunciar. Nuestra obligación es declarar el plan de Dios, y no buscar la popularidad. No esperamos que la verdad de Dios sea popular en la cristiandad, sino todo lo contrario; hemos procurado demostrar que, así como Israel abandonó la verdad que debió haber mantenido, la iglesia profesante también ha dejado escurrir todas esas grandes verdades que caracterizan al cristianismo del Nuevo Testamento. Nuestro único objetivo al insistir en esta serie de argumentos es despertar los corazones de todos los verdaderos cristianos para que puedan reconocer el valor de esas verdades y de la obligación que tienen, no solo de aceptarlas, sino también de procurar llevarlas a cabo de una manera más plena. Anhelamos que en estas horas finales de la historia terrenal de la Iglesia se levante un grupo de hombres con verdadero poder espiritual, y proclame esas grandes verdades del Evangelio de Dios que han sido olvidadas durante tanto tiempo. Dios quiera, en su gran misericordia para con su pueblo, levantar y enviar a esos hombres; y que el Señor Jesús toque a la puerta de los corazones de manera que muchos más oigan su llamado y le dejen entrar, según el deseo de su amante corazón, para saborear la felicidad de una profunda comunión personal con él, mientras aguardamos su venida.

Bendito sea Dios, no hay límite para la bendición del alma que oye el llamado de Cristo y le abre la puerta. Seamos verdaderos, sencillos y fieles, sintiendo y reconociendo nuestra completa debilidad y nulidad, dejando todo el orgullo y las vanas pretensiones, no procurando establecer algo nuestro, sino guardando la Palabra de Cristo. Encontremos nuestra felicidad a sus pies, nuestra porción más satisfactoria en él mismo y nuestro gozo verdadero en servirle humildemente. Entonces avanzaremos juntos con armonía, lleno de amor y dicha, encontrando en él nuestro centro común; así nuestro único objetivo será llevar adelante su causa y promover su gloria. ¡Oh, si esto sucediera entre el pueblo amado del Señor en nuestros días, sería otra historia, y ofreceríamos al mundo que nos rodea un aspecto muy diferente! ¡El Señor quiera avivar su obra!

Tal vez usted piense que nos hemos apartado mucho del capítulo 6 del Deuteronomio, pero no solo es necesario fijar nuestra atención en lo que contiene cada capítulo, sino también en lo que nos sugiere. Y, además, debemos añadir que al sentarnos a escribir a intervalos, nuestro único deseo es que el Espíritu de Dios nos guíe a exponer las verdades que sean más adecuadas a las necesidades de nuestros lectores. Nuestro deseo es que el rebaño de Cristo sea alimentado, instruido y confortado, nos importa poco que lo sea por medio de escritos bien relacionados o por notas sueltas y fragmentos.

  • 1El lector debe distinguir entre el Gog y Magog del Apocalipsis y los de Ezequiel 38 y 39. El primero es postmilenario y el segundo es premilenario.

Un corazón sometido

Una vez que Moisés hubo declarado la gran verdad fundamental contenida en el versículo 4: “Oye, Israel, Jehová vuestro Dios, Jehová uno es”, continúa describiendo a la congregación el deber sagrado que tenían hacia Jehová. No era solamente un Dios, sino que era su Dios, que se había dignado a entrar en relación con ellos mediante un pacto. Los había redimido, y los había traído como sobre alas de águila, para que fueran por pueblo y que él fuera su Dios.

¡Qué hecho y qué relación de dependencia tan benditos! Pero había que recordarle a Israel la conducta apropiada para una relación de esa naturaleza, que solo podía emanar de un corazón amante. “Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas” (v. 5). En esto radica el secreto de la verdadera religión; si no, todo lo demás carece de valor para Dios. “Dame, hijo mío, tu corazón” (Proverbios 23:26). Cuando se da el corazón, todo lo demás andará bien. El corazón puede ser comparado al regulador de un reloj; que actúa sobre el muelle, que a su vez lo hace sobre la rueda maestra, y esta sobre las manecillas, moviéndolas sobre el cuadrante o esfera. Si un reloj va mal, no bastará con mover las manecillas, se debe ajustar el regulador. ¡El Señor busca una obra real en el corazón, bendito sea su Nombre! Y las palabras que nos dirige son:

Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad
(1 Juan 3:18).

¡Cuánto debemos bendecirle por estas palabras conmovedoras! Con ellas revela su corazón lleno de amor por nosotros. Él nos ama en verdad, y no puede estar satisfecho con otra cosa, ya sea en nuestra conducta con él o en nuestra conducta para con los demás. Todo debe proceder directamente del corazón.

“Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón”, es decir, en la misma fuente de todas las manifestaciones de la vida. ¡Esto es especialmente precioso! Todo lo que hay en el corazón asoma a los labios y aparece en la vida. Qué importante será, entonces, tener el corazón lleno de la Palabra de Dios, y que no quede espacio para las vanidades y locuras del presente siglo malo. Nuestra conversación debe ser siempre con gracia, sazonada con sal. “De la abundancia del corazón habla la boca”; por lo que podemos juzgar acerca de lo que hay en el corazón por lo que habla la boca. La lengua es el órgano transmisor del corazón, y este es el órgano del hombre. “El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas” (Mateo 12:34-35). Cuando el corazón está realmente gobernado por la Palabra de Dios, todo el carácter revela el bendito resultado. Así debe ser forzosamente, ya que el corazón es el muelle de toda nuestra condición moral; está en el centro de todas las influencias morales que gobiernan nuestra historia individual y forman nuestra vida práctica.

En todo el Libro divino vemos la gran importancia que Dios da a la actitud y al estado del corazón respecto a Él y a su Palabra, que son una misma cosa. Cuando el corazón es recto para con Dios, es seguro que todo saldrá bien, pero si el corazón va enfriándose y descuidando a Dios y a su Palabra, aparecerá tarde o temprano un desvío claro del sendero de la verdad y la justicia. Por eso hay mucha fuerza en las palabras de exhortación dirigidas por Bernabé a los convertidos de Antioquía:

Y exhortó a todos a que con propósito de corazón permaneciesen fieles al Señor
(Hechos 11:23).

¡Qué necesario es esto! Lo fue entonces, lo es ahora y lo será siempre. Ese propósito de corazón es muy precioso para Dios. Es lo que podríamos atrevernos a llamar el gran regulador moral. Da un fervor hermoso al carácter cristiano, lo que es muy deseable para todos nosotros. Es un antídoto divino contra la frialdad, la tibieza, el adormecimiento y el formalismo, que son tan aborrecibles a los ojos de Dios. La conducta exterior podrá ser muy correcta y el credo será tal vez muy ortodoxo, pero si falta el fervor del propósito del corazón, si falta el afecto de todo el ser moral hacia Dios, todo carece de valor.

El Espíritu Santo nos instruye a través del corazón. Por eso el apóstol oraba por los santos de Éfeso, para que fuesen “iluminados los ojos del corazón de vosotros” (Efesios 1:18, N. T. Interlineal Griego-Español de F. Lacueva); y más abajo: “Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones” (Efesios 3:17).

Así vemos que toda la Escritura guarda una armonía perfecta con la exhortación de nuestro capítulo. “Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón”. Si Israel las hubiera guardado, ¡cuántos extravíos se habría evitado, sobre todo el mal abominable de la idolatría, que fue su pecado nacional! Si las palabras preciosas de Jehová hubiesen estado en sus corazones, no habrían temido a Baal, a Quemos ni a Astarot. En otras palabras, si la Palabra de Dios hubiera morado en el corazón de Israel, los ídolos paganos habrían ocupado su debido lugar y habrían sido estimados en nada.

Nótese bien cómo todo es hermosamente característico del libro del Deuteronomio. No se trata ya de observar ciertas reglas religiosas, de ofrecer sacrificios o de obedecer a ciertos ritos y ceremonias. Todas estas cosas ocupaban, sin duda, su debido lugar, pero no son la enseñanza de Deuteronomio preeminente o suprema. No, aquí el tema supremo es la Palabra; la palabra de Jehová en el corazón de Israel.

El lector debe comprender bien este hecho si quiere tener la clave del hermoso libro de Deuteronomio. No es un libro ceremonial, sino de obediencia moral y afectuosa. En casi todas sus secciones enseña esta lección de valor inapreciable: el corazón que ama, ensalza y honra la Palabra de Dios está dispuesto a obedecer cualquier cosa, ya sea a ofrecer un sacrificio o a guardar un día determinado. Podría darse el caso de que un israelita se encontrara en un sitio o en circunstancias en las que no pudiera observar los ritos y las ceremonias, pero nunca podría encontrarse en sitios y circunstancias en las que no pudiera amar, reverenciar y obedecer la Palabra de Dios. Dondequiera que hubiese ido, aunque fuera llevado cautivo al fin de la tierra, nada podía privarle del privilegio de hablar y obrar según las palabras:

En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti
(Salmo 119:11).

¡Qué palabras tan preciosas! Contienen el gran principio del libro de Deuteronomio y, también el gran principio de la vida divina en todo tiempo y lugar. Nunca puede perder su valor y su fuerza moral; se mantiene siempre. Así fue en los días de los patriarcas, cuando Israel estuvo en su tierra, en la dispersión de Israel por todo el mundo, en la Iglesia en su conjunto, y en cada individuo en particular, entre las ruinas irreparables de la Iglesia. En otras palabras, el deber y el privilegio de la criatura siempre es la obediencia sencilla, firme y absoluta a la Palabra del Señor. Esta es una gracia indecible por la que debemos alabar día y noche a nuestro Dios. Él nos ha dado su Palabra, bendito sea su Nombre, y nos exhorta a que esa Palabra habite abundantemente en nosotros, que more en nuestros corazones y que ejerza su señorío santo sobre nuestra conducta y carácter.

“Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón. Y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas” (v. 6-9).

Todo esto es perfectamente hermoso. La Palabra de Dios escondida en el corazón, rebosando en una amorosa instrucción a los hijos y en una santa conversación en el seno de la familia; brillando en todas las actividades de la vida diaria de modo que el que entrara en ese hogar pudiera ver que la Palabra de Dios era la norma para cada uno y para todos en todas las cosas.

Así debió haber sido con el Israel de la antigüedad, y ciertamente así debería ser con los cristianos de hoy día. Pero, ¿qué sucede, enseñamos así a nuestros hijos, les presentamos constantemente la Palabra de Dios con todos sus atractivos celestiales, la ven ellos brillar en nuestra vida diaria y notan su influencia sobre nuestros hábitos, nuestro temperamento, nuestras relaciones familiares y de negocios? Esto es lo que significa atar esa Palabra en las manos, llevarla como frontales entre los ojos y tenerla escrita en los postes y las puertas de nuestras casas.

El testimonio de un corazón obediente

De nada sirve que intentemos enseñar a nuestros hijos la Palabra de Dios si nuestras vidas no están dirigidas por ella. Tampoco estamos de acuerdo en tomar la bendita Palabra de Dios como un simple libro de texto para nuestros hijos; hacer eso sería convertir un privilegio agradable en una tarea pesada. Nuestros hijos deben ver que vivimos en el ambiente de la Sagrada Escritura, y que es el tema de nuestras conversaciones cuando estamos en medio de nuestra familia y en nuestros momentos de descanso.

¡Pero qué poco frecuente es esto! ¿No deberíamos humillarnos ante Dios cuando pensamos en el carácter general y el tono de nuestra conversación en la mesa y en el círculo familiar? ¡Qué poco llevamos a la práctica lo expuesto en Deuteronomio 6:7! ¡Y en cambio, cómo charlamos y hacemos bromas que no convienen, cómo hablamos mal de nuestros hermanos, vecinos y compañeros! ¡Cuánta charla inútil y sin valor!

Y, ¿de dónde procede esto? Sencillamente del estado del corazón. La Palabra de Dios, los mandamientos y los dichos de nuestro Señor y Salvador Jesucristo no habitan en nuestros corazones; por eso no fluyen en corrientes vivas de gracia y edificación.

¿Dirá alguien que los cristianos no necesitan considerar estas cosas? Si es así, meditemos en los siguientes versículos: “Ninguna palabra corrompida salga de nuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes”. Y después: “Sed llenos del Espíritu, hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones; dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Efesios 4:29; 5:18-20).

Estas palabras fueron dirigidas a los santos de Éfeso, pero también nos conciernen a nosotros. Quizá no nos damos cuenta de lo fácil que es dejar la costumbre de conversar espiritualmente. Esa falta se pone más de manifiesto en el seno de la familia y especialmente en nuestro trato ordinario. Por eso es necesario recordar las palabras de exhortación que acabamos de citar. Es evidente que el Espíritu Santo previó esa necesidad, y se anticipó a ella por gracia. Esto es lo que dice “a los santos y fieles hermanos que están en Colosas” (Colosenses 1:2).

La paz de Dios gobierne en vuestros corazones, a la que asimismo fuisteis llamados en un solo cuerpo; y sed agradecidos. La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros, enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales
(Colosenses 3:15-16).

¡Qué descripción tan hermosa de la vida cristiana habitual! Es un desarrollo mayor y más completo de lo que se dice en nuestro capítulo, donde se ve al israelita entre su familia, con la Palabra de Dios fluyendo de su corazón en amante instrucción para sus hijos; se le ve en su vida diaria y en todos sus quehaceres, tanto dentro como fuera de su casa, bajo la influencia santificadora de la Palabra de Jehová.

Amado lector cristiano, ¿no deseamos ver a nuestro alrededor cómo todo esto se lleva más a la práctica? ¿No es muy triste y humillante observar el estilo de conversación que se emplea en nuestras familias en algunas ocasiones? ¿No nos sonrojaríamos a veces si algunas de nuestras conversaciones fueran reproducidas por la prensa? Y, ¿cuál es el remedio para eso?; pues un corazón lleno de la paz de Cristo, de su Palabra y de Cristo mismo; nada más que esto podrá lograrlo. Comencemos por el corazón, y, cuando este se encuentre ocupado completamente con las cosas celestiales, pronto habremos terminado con toda clase de maledicencias, bromas inconvenientes y charlatanería.

“Cuando Jehová tu Dios te haya introducido en la tierra que juró a tus padres Abraham, Isaac y Jacob que te daría, en ciudades grandes y buenas que tú no edificaste, y casas llenas de todo bien, que tú no llenaste, y cisternas cavadas que tú no cavaste, viñas y olivares que no plantaste, y luego que comas y te sacies, cuídate de no olvidarte de Jehová, que te sacó de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre” (v. 10-12).

En medio de todas las bendiciones y privilegios de la tierra de Canaán, debían recordar a Aquel único, fiel y lleno de gracia que les había sacado de la tierra de esclavitud. También debían recordar que todas las cosas de las que habían tomado posesión eran dones gratuitos de Dios. La tierra, con todo lo que contenía, les había sido dada gracias a la promesa que Jehová había hecho a Abraham, Isaac y Jacob. Todo estaba al alcance de sus manos, como un don gratuito de la gracia soberana y del pacto de misericordia: ciudades edificadas, casas provistas, cisternas, viñedos fructíferos y olivares. Todo lo que tenían que hacer era tomar posesión de ello, con una fe sencilla, recordando siempre al Dador de todo. Debían pensar en él y encontrar en su amor el verdadero motivo de una vida de obediencia. Dondequiera que miraran podían ver las señales de su gran bondad y el fruto de su amor. Todas las ciudades, casas, cisternas, vides, olivos e higueras hablaban a sus corazones de la abundante gracia de Jehová y les daban una prueba material de la infalible fidelidad a su promesa.

“A Jehová tu Dios temerás, y a él solo servirás, y por su nombre jurarás. No andaréis en pos de dioses ajenos, de los dioses de los pueblos que están en vuestros contornos; porque el Dios celoso, Jehová tu Dios, en medio de ti está; para que no se inflame el furor de Jehová tu Dios contra ti, y te destruya de sobre la tierra” (v. 13-15).

Dos grandes motivos se exponen a la congregación en este capítulo: el “amor”, en el versículo 5, y el “temor”, en el 13. Estos motivos se encuentran en toda la Escritura, y su importancia como guías de la vida y moldeadores del carácter nunca serán apreciados debidamente. “El temor de Jehová es el principio de la sabiduría”. Se nos exhorta a perseverar “en el temor de Jehová todo el tiempo” (Proverbios 9:10; 23:17). Es una gran salvaguardia moral contra todo lo malo.

Y dijo al hombre: He aquí que el temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal, la inteligencia
(Job 28:28).

La Palabra abunda en pasajes que exponen en todas las formas posibles la inmensa importancia del temor de Dios. “¿Cómo, pues, haría yo este grande mal” –dice José– “y pecaría contra Dios”? (Génesis 39:9). El hombre que anda habitualmente según el temor de Dios está preservado de cualquier tipo de depravación moral. Estar constantemente en la presencia divina es un refugio efectivo contra todas las tentaciones. A menudo vemos que la presencia de una persona muy santa y espiritual es un freno eficaz contra la ligereza y la insensatez. Si esa es la influencia moral de un simple mortal, ¡cuánto más poderosa será la presencia de Dios experimentada por un alma!

Lector cristiano, atendamos seriamente a este asunto tan importante. Procuremos vivir conscientes de que estamos en la inmediata presencia de Dios. De este modo seremos preservados de mil formas del mal, a las que estamos expuestos a diario, y a las que, desgraciadamente, nos sentimos tan inclinados. El recuerdo de que la mirada de Dios está fija sobre nosotros ejercerá una influencia más poderosa sobre nuestra conducta que la presencia de todos los santos y ángeles. Si nos sintiéramos en la presencia de Dios, no podríamos hablar falsamente, no diríamos con los labios lo que no sintiéramos en el corazón, ni hablaríamos neciamente contra nuestro hermano o nuestro prójimo. En otras palabras, el santo temor de Dios, del que tanto habla la Escritura, obraría como un freno contra los malos pensamientos, las malas palabras, las malas acciones, en fin, contra todos los males en todas sus formas.

Además, tendería a hacernos más veraces y sencillos en lo que hablamos y hacemos. Hay demasiado fingimiento y necedad a nuestro alrededor y frecuentemente decimos mucho más de lo que sentimos. No somos honrados, ni hablamos la verdad con nuestro prójimo; expresamos sentimientos que no son lo que sentimos de verdad y nos portamos como hipócritas los unos con los otros.

Todo esto prueba tristemente qué poco “vivimos, y nos movemos y somos” en presencia del Señor (Hechos 17:28). Si tan solo recordáramos que Dios nos oye y nos ve, que escucha cada palabra y lee todos los pensamientos, ¡nuestra conducta sería muy diferente y vigilaríamos nuestros pensamientos, nuestro temperamento y nuestras lenguas! Esto produciría pureza de corazón y de mente, verdad y honradez en todas las relaciones con nuestros semejantes, sinceridad y sencillez en nuestra conducta, una liberación gozosa de todo el orgullo y la pretensión y de cualquier preocupación personal. Ojalá que vivamos constantemente con el sentimiento de la presencia divina andando en el temor del Señor durante todo el día. ¡Hallemos nuestro gozo en hacer el bien, gustemos el placer espiritual de dar alegría a otros corazones, estemos en continua meditación de planes beneficiosos, y vivamos junto a la fuente del amor divino, de tal modo que podamos ser corrientes refrescantes en medio de una escena sedienta y rayos de luz en medio de la oscuridad moral que nos rodea! “El amor de Cristo” –dice el apóstol– “nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:14-15).

¡Qué hermoso es todo esto! ¡Ojalá se llevara a la práctica de un modo más completo y fuera más fielmente manifestado entre nosotros y el temor y el amor de Dios estuvieran continuamente en nuestros corazones con todo su poder e influencia a fin de que nuestra vida diaria brillara para alabanza suya y verdadero provecho, bienestar y bendición de todos los que nos rodean! ¡Dios quiera en su misericordia infinita concedernos todo esto por amor a Cristo!

El testigo perfecto a quien imitar

El versículo 16 de nuestro capítulo pide una atención especial. “No tentaréis a Jehová vuestro Dios, como lo tentasteis en Masah”. Nuestro Señor Jesucristo citó estas palabras cuando Satanás le tentó para que se arrojara desde el tejado del templo. “Entonces el diablo le llevó a la santa ciudad, y le puso sobre el pináculo del templo, y le dijo: Si eres Hijo de Dios, échate abajo; porque escrito está: A sus ángeles mandará acerca de ti, y, en sus manos te sostendrán, para que no tropieces con tu pie en piedra” (Mateo 4:5-6).

Este es un pasaje muy notable que demuestra cómo Satanás puede citar la Escritura cuando le conviene, pero omitiendo una parte muy importante: “Que te guarden en todos tus caminos” (Salmo 91:11). Ahora bien, en los caminos de Cristo no entraba el desafío de arrojarse desde los tejados del templo. Esa no era la senda del deber porque no tenía ningún mandato de Dios para que hiciera semejante cosa; de ahí que rehusó hacerla. No tenía necesidad de tentar a Dios, ni de ponerlo a prueba, porque, como hombre, tenía la confianza más perfecta en Dios, la completa seguridad de su protección.

No hay duda de que nuestro Dios es muy misericordioso, lleno de gracia, y que su tierna misericordia obra en nosotros, aun cuando nos descarriamos de la senda del deber; el saber que solo podemos contar con la protección divina cuando nuestros pies van siguiendo la senda del deber es algo muy distinto, y que no afecta nada esta afirmación. Si un cristiano pone conscientemente su vida en peligro sin necesidad, ¿tiene algún derecho a creer que Dios tendrá cuidado de él? Dejemos que la conciencia dé la respuesta. Si Dios nos llama a cruzar un lago tempestuoso para predicar el Evangelio, si nos llama a atravesar los Alpes para cumplir un servicio especial, entonces podremos encomendarnos a su mano poderosa para que nos proteja contra cualquier mal. El punto principal es que estemos en la senda del deber que puede ser estrecha, dura y solitaria, pero es una senda arropada por las alas del Todopoderoso e iluminada por la luz de su rostro.

Antes de terminar el tema que nos ha sugerido el versículo 16, deseamos hacer ver brevemente que nuestro Señor, en su respuesta a Satanás, no tomó en cuenta su cita falsa del Salmo 91:11. Observemos este hecho cuidadosamente y procuremos recordarlo. En vez de decir al tentador: «Tú has omitido una parte importantísima del pasaje que te has atrevido a citar», el Señor cita otro pasaje para autorizar su conducta y así venció al tentador y nos dio un ejemplo bendito.

Nos llama especialmente la atención el hecho de que el Señor Jesucristo no venció a Satanás gracias a su poder divino. Si así fuera, no podría haber sido un ejemplo para nosotros. Pero cuando le vemos, como hombre, empleando la Palabra como su única arma y ganando así una victoria gloriosa, nuestros corazones quedan animados y consolados; y no solo esto, sino que aprendemos una lección muy preciosa acerca de cómo debemos mantenernos en un conflicto así en nuestro terreno y medida. El hombre Cristo Jesús venció mediante la dependencia sencilla de Dios y la obediencia a su Palabra.

¡Qué hecho tan bendito que nos llena de fuerza y consuelo! Satanás no pudo hacer nada contra el que obraba guiado exclusivamente por la autorización de Dios y por el poder del Espíritu. Jesús –bendito sea su Santo Nombre– nunca hizo su propia voluntad, aunque su voluntad era absolutamente perfecta. Descendió del cielo, según él mismo nos dice en Juan 6, no para hacer su voluntad, sino para hacer la voluntad del Padre que le había enviado. Él fue un servidor perfecto durante toda su vida y su regla de conducta fue la Palabra de Dios, su poder de acción fue el Espíritu Santo y su único motivo de acción era hacer la voluntad de Dios; por eso el príncipe de este mundo no pudo con él. Satanás no pudo separarlo de la senda de obediencia o de su actitud dependiente con todas sus astucias.

Lector cristiano, meditemos estas cosas con más cuidado y profundidad; recordemos que nuestro Señor y Maestro nos dejó ejemplo para que sigamos sus pisadas. ¡Sigámoslas diligentemente durante el corto espacio de tiempo que nos queda! ¡Ojalá que podamos andar como él anduvo por el ministerio de gracia del Espíritu Santo! Él es nuestro gran Modelo en todo, así que estudiémosle más profundamente para que podamos imitarle con más fidelidad!

Terminaremos esta sección citando el último párrafo del capítulo que venimos considerando; es un pasaje de una plenitud, profundidad y poder extraordinarios y muy característico de todo el libro del Deuteronomio.

“Guardad cuidadosamente los mandamientos de Jehová vuestro Dios, y sus testimonios y sus estatutos que te ha mandado. Y haz lo recto y bueno ante los ojos de Jehová, para que te vaya bien, y entres y poseas la buena tierra que Jehová juró a tus padres; para que él arroje a tus enemigos de delante de ti, como Jehová ha dicho. Mañana cuando te preguntare tu hijo, diciendo: ¿Qué significan los testimonios y estatutos y decretos que Jehová nuestro Dios os mandó? entonces dirás a tu hijo: Nosotros éramos siervos de Faraón en Egipto, y Jehová nos sacó de Egipto con mano poderosa. Jehová hizo señales y milagros grandes y terribles en Egipto, sobre Faraón y sobre toda su casa, delante de nuestros ojos; y nos sacó de allá, para traernos y darnos la tierra que juró a nuestros padres. Y nos mandó Jehová que cumplamos todos estos estatutos, y que temamos a Jehová nuestro Dios, para que nos vaya bien todos los días, y para que nos conserve la vida, como hasta hoy. Y tendremos justicia cuando cuidemos de poner por obra todos estos mandamientos delante de Jehová nuestro Dios, como él nos ha mandado” (v. 17-25).

¡Qué elevada resulta la palabra de Dios en cada página y en cada párrafo de este libro! Era el gran tema del legislador en todos sus discursos. Su único propósito es exaltar la palabra de Dios en todos los aspectos, ya sea en forma de testimonios, mandamientos, estatutos o juicios, y poner de manifiesto su importancia moral y la urgente necesidad de que el pueblo la obedeciera con todo su corazón, ardor y diligencia. “Guardad cuidadosamente los mandamientos de Jehová vuestro Dios”. Y luego: “Haz lo recto y bueno ante los ojos de Jehová”.

Todo esto es hermoso moralmente; aquí tenemos desarrollados los principios eternos que no pueden ser dañados por el cambio de dispensación, de escena, lugar o circunstancia; “lo recto y lo bueno” debe ser siempre de aplicación universal y permanente. Nos recuerda las palabras del apóstol Juan a Gayo:

Amado, no imites lo malo, sino lo bueno
(3 Juan 11).

La asamblea podía estar en una mala condición, podía haber muchas cosas que apenaran el corazón de Gayo y que quebrantaran su espíritu; Diótrefes podía portarse de un modo indecoroso e inexcusable con el apóstol y otros; todo esto podía ser verdad, y mucho más; sí, todo el cuerpo profesante podía desviarse. ¿Y qué, qué debía hacer Gayo? Sencillamente seguir lo que es justo y bueno; abrir su corazón, sus brazos y su casa a todo el que viniera con la verdad, que procurara ayudar a la causa de Cristo por cualquier camino recto.

Ese era el deber de Gayo, y es el de todos los que aman a Cristo de verdad en cualquier tiempo, lugar y circunstancia. Quizá no haya muchos que se junten con nosotros, en ocasiones nos encontremos casi solos, pero debemos seguir lo que es bueno, cueste lo que cueste. Debemos apartarnos de la iniquidad, limpiarnos de los vasos de deshonra, huir de los deseos juveniles y volver la espalda a los maestros que no tienen poder. ¿Y después qué?, seguir “la justicia, la fe, el amor y la paz”. ¿Cómo, con el aislamiento? No, sino “con los que de corazón limpio invocan al Señor” (2 Timoteo 2:22). Puedo hallarme solo en un lugar determinado durante algún tiempo, pero no puede haber aislamiento mientras el cuerpo de Cristo esté en la tierra, y esto durará hasta que él venga por nosotros. Así que no esperemos ver el día en el que no podamos encontrar unos cuantos que invoquen al Señor de todo corazón; quienesquiera que sean y dondequiera que estén, es nuestro deber buscarlos y, una vez hallados, andar con ellos en comunión “hasta el fin”.