Pregunta 6 ¿Cómo partimos el pan?
Ahora que tenemos claro quiénes pueden participar en el partimiento del pan, veamos cómo ejercemos este privilegio.
Para responder a esta importante pregunta podemos basarnos especialmente en 1 Corintios 11:17-34. Este pasaje no nos dice quién puede ser admitido en la Cena del Señor, sino cómo lo hacemos, es decir, cómo participamos en ella.
La respuesta a esta pregunta está ligada a la responsabilidad individual del creyente. Hemos visto que la asamblea local debe asumir la responsabilidad colectiva de admitir a una persona en la Cena del Señor. Ahora nos ocuparemos de la responsabilidad individual de los redimidos. Cada creyente es personalmente responsable de la manera como participa en este acto. 1 Corintios 11:28 lo expresa claramente: “Pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa”.
Dignamente
La forma en que un creyente participa en el partimiento del pan se puede expresar en una frase: ¡debe hacerlo dignamente! El apóstol Pablo tuvo que reprender a los corintios porque algunos de ellos comían el pan y bebían la copa “indignamente”. Censuró este mal comportamiento porque no estaba en armonía con lo que representa la Cena. Si comemos el pan y bebemos la copa del Señor indignamente, somos culpables del cuerpo y de la sangre del Señor, y atraemos el juicio divino sobre nosotros mismos.
Pero, básicamente, ¿qué nos hace dignos de participar en la Cena del Señor? Esta pregunta es importante, porque desde nuestro nacimiento estamos lejos de ser dignos. Y debemos entender que no es una vida correcta la que nos hace dignos, sino solo la sangre del Cordero de Dios. Hemos sido hechos dignos a través de la obra del Señor Jesús en la cruz, fundamento de nuestra dignidad ante Dios. Su muerte es la base de nuestra dignidad ante Dios. Un siervo del Señor dijo: «Nos aferramos a la justicia y a la santidad de Dios, y nos envolvemos en la gracia del Salvador. Así es como nos hacemos dignos». Este principio es de gran importancia. Nos da la seguridad de ser aceptados por Dios. No tenemos que vivir toda la semana, desde el lunes hasta el domingo por la mañana, con el temor y la preocupación de ser dignos de tomar la Cena del Señor. No, nuestra dignidad descansa principalmente en nuestro Redentor y en su obra en la cruz.
A continuación, tenemos la enseñanza de 1 Corintios 11. La forma en que tomamos la Cena del Señor debe corresponder a esta dignidad posicional. El texto nos muestra, en primer lugar, que los corintios estaban confundiendo la Cena del Señor con una comida ordinaria compartida entre hermanos, o al menos actuaban como si así fuera. Algunos tenían hambre, otros incluso se emborrachaban. Algunos ricos avergonzaban a los más pobres con su comportamiento. Además, parece que cada uno venía más o menos cuando le convenía. Había, pues, un gran desorden entre los corintios en lo concerniente al desarrollo de esta reunión. No diferenciaban la Cena del Señor de una comida ordinaria. Esto es lo que Pablo llama comer el pan y beber la copa del Señor indignamente.
Tal vez pensemos que este problema no nos concierne, porque separamos claramente la Cena del Señor de una comida ordinaria. Y esto es cierto. Sin embargo, el desarrollo visible de la reunión para partir el pan debe corresponder a la dignidad de la circunstancia. Esto no significa que nuestra reunión deba tener un carácter rígido, artificial o formal, sino todo lo contrario. Debe mantener un carácter digno, manifestado exteriormente en la forma de vestir, de sentarse, de expresarse, en la actitud, etc. En otro lugar, Pablo dice: “Dios no es Dios de confusión (o desorden), sino de paz”. “Hágase todo decentemente y con orden” (1 Corintios 14:33, 40). Con esto Dios no quiere encerrarnos en un espacio reducido, sino que nos da un marco dentro del cual podemos movernos libremente, bajo la guía de su Espíritu.
Que cada uno se examine a sí mismo
La responsabilidad personal tiene otro aspecto. Al parecer, los corintios habían sido negligentes en cuanto a examinarse a sí mismos respecto a hechos que no habían puesto en orden en su vida. Con pecados no juzgados y asuntos en desorden, llegaron a la presencia del Señor para proclamar su muerte. Esto es de gran importancia para nosotros. Es vital ponernos continuamente a la luz de la Palabra de Dios para examinar si nuestra vida está realmente libre de todo pecado no juzgado. ¿Hay pecados que no hayamos juzgado? Si es así, debemos juzgar y confesar esos pecados. Solo así podremos participar dignamente en la Cena del Señor. Si vamos a la Mesa del Señor de manera indigna, somos culpables del cuerpo y de la sangre del Señor Jesús, de los cuales hablan el pan y la copa. Este es un pensamiento muy serio. Se trata, pues, de un juicio constante de nosotros mismos, de examinar nuestros actos, palabras, pensamientos y motivos.
1 Corintios 10 nos habla de la responsabilidad colectiva de toda la asamblea para examinar con quiénes participa en el partimiento del pan. La asamblea local vigila para que las asociaciones se mantengan puras. Por supuesto, este examen solo puede hacerse en casos claros y evidentes. La asamblea no puede conocer, examinar o juzgar un pecado en la vida de un creyente mientras este permanezca oculto. Tampoco puede juzgar los motivos y los pensamientos mientras estos no se manifiesten con hechos y palabras. Por lo tanto, si 1 Corintios 10 plantea la pregunta de quién puede tomar la Cena del Señor, la asamblea examina el caso según lo que ve y oye.
En 1 Corintios 11 es diferente. Si se trata de cómo participo en la Cena del Señor, debo tener en cuenta cosas que nadie conoce sino yo. A la luz de la Palabra de Dios, también puedo y debo examinar mi interior y condenar las actitudes, los motivos y los pensamientos equivocados, y si es necesario, juzgar lo que puede impedir mi participación en la Cena. Entonces podré comer el pan y beber la copa del Señor de una forma digna.
Juzgarse a sí mismo es un proceso profundo, que no se hace en unos pocos minutos. Tampoco significa que el domingo por la mañana, de camino a la reunión (o incluso en ella), confesemos rápidamente al Señor las cosas que hicimos mal en la última semana. Ciertamente, en algunos casos esta actitud puede ser apropiada, pero si se convierte en la norma, es demasiado superficial. Juzgarnos a nosotros mismos consiste en examinar nuestras acciones ante Dios, tener un sentido profundo de lo que cada pecado –que lamentablemente cometemos como hijos de Dios– significó para nuestro Señor cuando sufrió y murió por nosotros en la cruz. Pedro nos recuerda que Cristo mismo llevó “nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). Cada pecado fue para él una carga que tuvo que soportar. Cada pecado hizo más intensos sus dolores en la cruz. Tal pensamiento debe ocupar nuestro corazón al examinar nuestros caminos a la luz de la Palabra. Este examen nunca puede hacerse a la ligera o de forma superficial, sino que es un ejercicio profundo del corazón. Por cada pecado que cometo, mi Salvador tuvo que sufrir infinitamente. Tener una profunda conciencia de este hecho nos protege del pecado y nos ayuda a ser más cuidadosos.
Mediante el autoexamen distinguimos lo que proviene de nuestra nueva naturaleza, la vida divina en nosotros, y lo que emana de nuestra vieja naturaleza. Cuando reconocemos que hemos actuado mal, confesamos el hecho a Dios y a las personas afectadas. Entonces recibimos el perdón y podemos acercarnos al Señor en feliz comunión y comer el pan. La enseñanza de 1 Corintios 11 es clara:
Pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa
(1 Corintios 11:28).
El autoexamen no debe dar lugar a que nos abstengamos de partir el pan, sino a que pongamos las cosas en orden y tomemos la Cena del Señor. Este comportamiento concuerda con las enseñanzas del Señor en el sermón del monte: “Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda” (Mateo 5:23-24).
El autoexamen es un asunto muy serio. Si lo descuidamos, sufriremos las consecuencias; Pablo las menciona dirigiéndose a los corintios: algunos creyentes estaban enfermos, otros habían muerto. Dios interviene, pues, mediante la disciplina y el juicio temporal. Esto también puede suceder hoy en día. Partir el pan es un gran privilegio, pero también es un acto santo que no podemos hacer a la ligera. Cuando no respondemos a la santidad de este acto, Dios recurre a sus formas de gobierno hacia nosotros. Sin embargo, esto no significa, en absoluto, que un creyente pueda perder su salvación. Se trata de un juicio temporal.
No queremos asustar a nadie con esto. El Señor ve nuestro corazón y conoce nuestros pensamientos. Él sabe con qué actitud interior vamos a su presencia. El pensamiento de la responsabilidad personal no debe desanimarnos; al contrario, debe estimularnos a llevar una vida de santidad práctica con nuestro Señor y para él.
Resumen
Además de la responsabilidad colectiva de una asamblea local, cada creyente tiene una responsabilidad individual respecto a la forma en que participa en el partimiento del pan. Esta manera debe ser digna. Mediante un constante autoexamen, nos probamos y nos purificamos de todo lo que no corresponde a la santidad de Dios en la Mesa del Señor. Este autoexamen es un proceso permanente y no debe limitarse al domingo por la mañana.
Por otra parte, el desarrollo de una reunión de culto y la actitud de todos los que participan en ella deben estar en consonancia con la dignidad de la ocasión. Dios nos da ciertos límites dentro de los cuales podemos movernos libremente bajo la guía del Espíritu Santo.