Pregunta 1 ¿Por qué partimos el pan?
Observando la forma de actuar de muchos cristianos, esta pregunta viene sencillamente a la cabeza. ¿Por qué tomamos la Cena del Señor? Dicha interrogación se plantea en primer lugar para los que aún no han participado de la Cena, pero también para los que llevan mucho tiempo haciéndolo. En nuestra vida cristiana es probable que hagamos algunas cosas sin saber exactamente por qué las hacemos. Entonces es conveniente que todos reflexionemos sobre esta pregunta con la Palabra en la mano: realmente, ¿por qué nos reunimos domingo tras domingo para partir el pan?
Podemos explicarlo mediante cuatro respuestas:
Primera respuesta: Es una invitación
Partimos el pan porque nuestro Salvador y Señor nos lo pide. Esta respuesta vivifica nuestro amor por él. La noche en que el Señor Jesús fue tan ignominiosamente traicionado y entregado instituyó la Cena para sus discípulos y les dijo:
Haced esto en memoria de mí.
(Lucas 22 v.19).
El relato de Lucas 22 nos muestra que fue un Salvador vivo en la tierra quien dirigió estas palabras a sus discípulos. 1 Corintios 11 lo presenta como el Hijo del Hombre resucitado en el cielo y glorificado, como el que dio una revelación especial al apóstol Pablo, repitiéndole exactamente lo que había dicho antes a sus discípulos. Pablo no había escuchado esto de los apóstoles, ni de otras personas que pudieran haberle hablado de ello. Esta revelación es tan importante que el mismo Señor glorificado se la dio.
Imaginemos la escena en el aposento alto: El Señor Jesús está a la mesa con sus discípulos. Ante él aparece la obra de la redención, con todos los sufrimientos que la acompañan y que él conoce. Sabe que va a dar su vida. Entonces toma el pan, da gracias, lo parte y lo da a sus discípulos, diciéndoles: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es entregado”. ¡Cuánto amor en estas palabras del Salvador, y qué prueba de su amor daría en la cruz! Luego añade estas preciosas palabras: “Haced esto en memoria de mí”. Es como si quisiera decir: «Miren qué amor tengo por ustedes. Estoy dispuesto a dar mi vida por ustedes». ¿No es un llamado al amor de sus discípulos, cuando dice: “Haced esto en memoria de mí”? Para nosotros, ¿no es un gran gozo responder a su amor? ¡Nos ha dejado como una santa herencia! ¿No queremos regocijar su corazón recordándolo?
Un día diez leprosos fueron a Jesús rogándole que los sanara. Los diez fueron sanados, pero solo uno volvió a su benefactor y se postró a sus pies agradeciéndole por su obra de amor. ¡Y cómo se alegró el Señor Jesús por esto! Pero también podemos discernir su tristeza y decepción en la pregunta: “¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están?” (Lucas 17:17). ¿A qué grupo pertenece usted? ¿A los nueve, satisfechos por haber sido sanados, salvados, o al que no se conformó con ser sanado, sino que quiso dar las gracias a su Salvador y Redentor? La pregunta del Señor aún persiste: “Y los nueve, ¿dónde están?”.
Algunos consideran la invitación del Señor: “Haced esto en memoria de mí”, como un mandamiento que es necesario obedecer. Otros la ven como su último deseo –aunque es cuestionable si realmente fue el último deseo del Señor antes de su muerte. Con frecuencia se dice que el «último deseo» del Señor debe ser cumplido. Pero estas dos expresiones (mandamiento y deseo) no parecen revelar el pensamiento exacto. Por un lado, no se trata del jefe que da órdenes y mandamientos, sino del Salvador que dio su vida. Por otra parte –no es seguro que este fuera el último deseo del Señor antes de su muerte–, la expresión «deseo» parece demasiado frágil, porque no compromete a nada. Un deseo, una promesa, un anhelo puede cumplirse o no. Pero ciertamente no fue eso lo que el Señor quiso decir. Un deseo puede concederse o no. Por supuesto, él quiere que le obedezcamos. Sin duda, el Señor tiene derecho a esperar que aceptemos su invitación, pero no por obligación ni bajo presión, sino por amor a él, nuestro Salvador y Redentor. Si nuestros corazones laten por él, entonces no podemos rechazar su invitación.
Segunda respuesta: Comunión con el Señor
Por medio del partimiento del pan mostramos nuestra comunión con el Crucificado. Pablo escribió a los corintios:
La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?
(1 Corintios 10:16).
Es verdad que nuestra comunión con él se basa en el valor de su sangre derramada y su vida entregada. Pero también es cierto –y este parece ser el primer pensamiento aquí– que al partir el pan manifestamos que estamos unidos a él y que tenemos comunión con él. Al beber la copa y comer el pan expresamos la comunión con su sangre (la copa) y con su cuerpo (el pan). En cierto modo, nos identificamos con un Cristo muerto. Sin duda, para él es un gran gozo ver en la tierra, donde una vez fue crucificado, a creyentes que no se avergüenzan de proclamar abiertamente su comunión con él.
Nótese que al beber de la copa y comer el pan expresamos nuestra comunión con él, pero no es este acto en sí mismo el que nos permite tener comunión con él. En 1 Corintios 1:9 Pablo escribe: “Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo, nuestro Señor”. Todo el que por la fe se apropia de la obra del Señor Jesús es llamado por Dios a gozar de esta comunión. La Cena del Señor no tiene relación directa con esto: al partir el pan no entramos en comunión con el Señor, sino que damos un testimonio público anunciando la muerte del Señor en su Mesa.
Tercera respuesta: Comunión entre creyentes
Partimos el pan para expresar la colectividad y la unidad que forman todos los creyentes de la tierra. Esta idea también está estrechamente relacionada con la Mesa del Señor. Pablo escribe:
Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan
(1 Corintios 10:17).
Expresar esta unidad es una alegría especial para nosotros. El Señor Jesús vino para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Aunque esta unidad de los redimidos ya no sea visible hoy –por nuestra infidelidad y culpa–, sigue existiendo a los ojos de Dios. Y nosotros tenemos la oportunidad única de proclamarla, anunciando juntos la muerte del Señor, según la enseñanza de la Palabra. El pan no solo habla de su cuerpo entregado, sino también de la unidad de los hijos de Dios. Juntos formamos el único cuerpo, simbolizado por el pan.
Al comer el pan de la Cena, afirmamos nuestra unidad. Dios quiso que la iglesia o asamblea formara este único cuerpo (Efesios 4:4). No necesitamos establecer esta unidad, pues ya existe. Cuando el Espíritu Santo vino a la tierra en Pentecostés, no solo vino a habitar en el creyente, cuyo cuerpo ahora es templo del Espíritu Santo (1 Corintios 6:19), sino también a morar en la Iglesia, el conjunto de todos los creyentes en la tierra (1 Corintios 3:16; Efesios 2:22). La asamblea nació el día de Pentecostés: “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo” (1 Corintios 12:13). La unidad que expresamos al partir el pan es la unidad producida por el Espíritu Santo. Así que no podemos crear esta unidad, pero la proclamamos en la Mesa del Señor, y nos esforzamos por mantenerla en el vínculo de la paz (Efesios 4:3).
Esta unidad incluye a todos los creyentes que viven en la tierra en un momento dado. Por supuesto, es imposible que todos los creyentes de toda la tierra se reúnan en el mismo lugar y hora para que esta unidad sea visible. Por lo tanto, esta unidad se expresa localmente, cuando la asamblea se reúne en un lugar geográfico determinado para partir el pan. Con relación a esto, Pablo escribió a los corintios: Esto significa que la iglesia local (entonces en Corinto) es la expresión o representación local de toda la Iglesia en toda la tierra. Este principio es muy importante y tiene un significado práctico cuando se trata de reconocer las decisiones de una asamblea local en otras asambleas. Una asamblea local siempre actúa como representante de todas las demás. Por lo tanto, las decisiones tomadas por una asamblea local reunida en el nombre del Señor son reconocidas en todo el mundo.
Nuestra comunión no es solo «vertical», es decir, dirigida hacia arriba con nuestro Señor, sino también «horizontal», es decir, con otros creyentes. Entramos en plena comunión unos con otros. Es un gozo inmenso y al mismo tiempo un gran privilegio poder expresar esta comunión en la Mesa del Señor, sin olvidar la responsabilidad unida a ella. Si queremos expresar esta unidad, solo podremos hacerlo siguiendo el mismo camino, de común acuerdo, reconociendo también esta unidad en la práctica. Esto significa que no solo recorremos un camino común en el lugar donde nos reunimos, sino que al mismo tiempo estamos en comunión práctica con los creyentes de todos los lugares donde el principio de la unidad es la base de la reunión. Por eso, cuando expresamos esta comunión en la Mesa del Señor, no podemos partir el pan con todos los creyentes. No es posible, por ejemplo, partir el pan con dos grupos o comunidades cristianas diferentes que no estén en plena comunión entre sí. Tampoco podemos partir el pan en un lugar donde las personas no se reúnen sobre la base de la unidad bíblica, es decir, donde la reunión no se entiende como expresión de la unidad de toda la asamblea en la tierra.
Cuarta respuesta: Anunciar su muerte
Partimos el pan y bebemos la copa para anunciar la muerte del Señor. Dicho pensamiento está estrechamente relacionado con la Cena del Señor tal y como se presenta en 1 Corintios 11. Allí Pablo escribe:
Todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga
(1 Corintios 11:26).
También nos reunimos, pues, para proclamar la muerte del Señor Jesús en la cruz, muerte que él sufrió debido a nuestros pecados. Este gran privilegio da a la reunión un carácter solemne, y llena nuestros corazones de un profundo gozo. No es su victoria y su resurrección (inseparables de la obra de la cruz) lo que anunciamos en primer lugar, sino que recordamos su muerte, la cual proclamamos comiendo el pan y bebiendo la copa. En un mundo donde el Señor es rechazado, aprecia a los que, aunque sean pocos, piensan en él de esta manera.
Ahora surge otra pregunta: ¿A quién anunciamos la muerte del Señor? Tengo la firme convicción de que lo hacemos en primer lugar ante Dios y ante nuestro Señor Jesús. Pero también proclamamos su muerte ante los ángeles y ante los hombres. En esto hay un pensamiento muy especial. A menudo, en nuestras reuniones, somos conscientes de que aquí en la tierra pensamos en nuestro Señor de una manera imperfecta, y que en el cielo lo haremos de una manera perfecta, gloriosa y sin obstáculos. Eso es cierto.
Pero hay algo que solo es posible en la tierra: cuando nos reunimos para tomar la Cena del Señor, proclamamos su muerte a un mundo que lo ha rechazado y lo sigue rechazando aún hoy. Cuando lleguemos a nuestra meta, rodearemos a nuestro Señor, le daremos gracias y le adoraremos sin cesar, en presencia de sus santos ángeles. Pero ahora lo hacemos en presencia de sus enemigos, en medio de los que lo rechazan. Dios observa la escena desde el cielo, conoce los corazones de los seres humanos; ve a sus criaturas, la mayoría de las cuales pasan frías e indiferentes ante la obra de su Hijo. Pero también considera a los pocos que, en medio de esta multitud, se reúnen para pensar en la cruz, en lo que sucedió allí, y contemplan con adoración al Cordero de Dios que fue inmolado. ¿Tenemos idea de lo que esto significa para Dios? A menudo solo nos interesa lo que nos beneficia. Pero en lugar de mirarnos a nosotros mismos, pensemos en la satisfacción de Dios al ver el interés del hombre en lo que es tan querido para su corazón, en la obra de su Hijo en la cruz. ¡Cuán glorificado fue allí! Y ahora se complace cuando encuentra a personas como usted y yo que centran todo su interés en la cruz y proclaman la muerte del Señor partiendo el pan.
Resumen: ¿Por qué partimos el pan?
1) Es una invitación de nuestro Señor a sus discípulos ante su inminente sufrimiento y muerte en la cruz. Para nosotros es un gran gozo responder a esta invitación.
2) Expresamos la comunión con nuestro Señor y nuestra íntima relación con él, el Salvador crucificado.
3) Manifestamos la comunión entre nosotros, pues formamos un solo cuerpo con todos los creyentes de la tierra.
4) Anunciamos la muerte del Señor en un mundo que no lo quería y que aún hoy sigue rechazándolo.