En el Salmo 105, los verbos señalaban la intervención soberana de Dios: “Envió (v. 17, 26, 28), habló (v. 31, 34), dio (v. 32), hirió de muerte (v. 36), sacó (v. 37, 43)…”. Aquí, como lo hemos visto, son puestos en evidencia los pensamientos y los hechos del hombre (¡y qué hechos!): “No creyeron… murmuraron… no oyeron… se mezclaron con las naciones… sirvieron a sus ídolos… sacrificaron sus hijos y sus hijas a los demonios… derramaron la sangre inocente… se contaminaron así con sus obras…” (v. 24-39). Desoladora historia de ese pueblo que se hundió más y más en el mal e hizo todo lo necesario para encender el furor de Jehová (v. 40). En conclusión, uno aguardaría su rechazo definitivo. Sin embargo, esa terrible requisitoria termina con la victoria de la gracia. De nuevo es Dios quien obra: “Con todo, él miraba cuando estaban en angustia, y oía su clamor… se acordaba… se arrepentía… Hizo asimismo que tuviesen de ellos misericordia…” (v. 44-46). A esa insondable misericordia responderá una eterna alabanza.
El pecado mencionado en el versículo 24 era particularmente apto para entristecer el corazón de Dios: “Aborrecieron la tierra deseable”. Queridos amigos creyentes: estamos en camino hacia una patria infinitamente más deseable aun que la Canaán terrenal: la Ciudad celestial, la Casa del Padre. ¿Es ella deseable… o despreciable a nuestros ojos? La respuesta se manifestará en nuestro andar.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"