No vemos que el Señor interviniese de un modo milagroso, como en Filipos (cap. 16:26) o en el caso de Pedro (cap. 12:7), para liberar a su siervo. Simplemente dirigió los acontecimientos. Aquí se sirvió del joven sobrino de Pablo, de la calidad de ciudadano romano de este último, del menosprecio del tribuno romano hacia los judíos, a los cuales sin duda se alegraba de poder hacerles una mala pasada. El Señor le había prometido a su siervo que testificaría en Roma (v. 11). Todas las maquinaciones de sus enemigos no podrían, pues, impedírselo. Antes bien, contribuirían con la causa: esas amenazas indujeron al tribuno Lisias a mandar a Pablo bien escoltado a Cesarea (puerto donde el apóstol había desembarcado poco tiempo antes) para librarlo del complot de los fanáticos judíos. Al mismo tiempo, Lisias dirigió una carta al gobernador Félix respecto a su prisionero. Notemos cómo el tribuno arregló los acontecimientos para ocultar el error que estuvo a punto de cometer (v. 27; 22:25). Sin embargo, aquí las faltas de los paganos casi se borran ante la terrible culpabilidad de los judíos. Evidentemente, los cuarenta asesinos conjurados no pudieron cumplir su juramento, atrayendo de ese modo la maldición sobre sus propias cabezas.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"