El tribuno seguía sin entender la furia de los judíos contra un hombre en quien él no veía nada digno de reprochar. Para informarse mejor sobre el asunto, hizo comparecer a su prisionero ante el concilio. Una hábil palabra de Pablo (¿pero guiada por el Espíritu?) puso de su parte a la secta de los fariseos. La resurrección de Jesucristo era el fundamento de su doctrina e indirectamente el motivo de la oposición de los judíos. Pero Pablo ni siquiera tuvo la oportunidad de pronunciar el nombre de su Salvador. Echó esa manzana de la discordia entre los adversarios tradicionales: fariseos y saduceos. Seguidamente se produjo un gran tumulto en el concilio. Una vez más el tribuno tuvo que proteger a Pablo.
Después de todos estos acontecimientos, el apóstol solo y tal vez desanimado necesitó ser fortalecido; y el Señor mismo se presentó para consolar a su amado siervo. No le hizo ningún reproche; al contrario, reconoció el testimonio que Pablo acababa de dar en Jerusalén, lo consoló y le recordó su verdadera misión: anunciar la salvación no a los judíos, sino a las naciones. Con este fin iría a Roma.
¡Que podamos experimentar constantemente que “el Señor está cerca” y no estar afanados por nada! (Filipenses 4:5-6; 2 Timoteo 4:17).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"