Pablo fue arrebatado de la violencia de la multitud gracias a la intervención del tribuno, es decir, del comandante de la guarnición romana. Este último, que primero confundió al apóstol con un famoso bandido egipcio, se tranquilizó al oírlo hablar en griego y lo autorizó para dirigirse a la muchedumbre. Ante ella, y en medio de un solemne silencio, Pablo recordó su muy culpable pasado, pero en un sentido completamente opuesto al que los judíos entendían. Dotado de cualidades y ventajas poco comunes: “Hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo” (Filipenses 3:5), su reputación era la de un hombre piadoso e irreprochable. Pues bien, su celo religioso semejante al que animaba a los dirigentes de esa multitud lo había conducido, pese a las advertencias de su maestro Gamaliel, a luchar contra Dios (v. 3, Hechos 5:38-39). Entonces, desde el cielo le vino la terrible réplica:
Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues.
Al herir a esos débiles cristianos, al perseguirlos hasta la muerte, él combatía al Hijo de Dios. Pero en lugar de castigarlo por su impía osadía, al mismo tiempo que le devolvió la vista, el Señor abrió los ojos de su corazón, haciendo de este hombre, apartado desde su nacimiento, un fiel instrumento para Dios. Le dio espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de Él, alumbrando los ojos de su entendimiento (véase Efesios 1:17-18).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"