Los acusadores de los judíos comprendieron que era preferible para ellos no oponerse a las órdenes recibidas. Las ejecutaron prontamente, aunque con el despecho que uno se puede imaginar.
Así protegidos por las autoridades y disponiendo de nuevos medios, los ancianos de Judá acaban la construcción del templo. Pero, detalle muy notable, si prosperan no lo deben al decreto de Darío, sino “a la profecía de Hageo y de Zacarías hijo de Iddo” (v.14). Ocurre exactamente lo mismo con el creyente. La verdadera fuente de su prosperidad no está en las circunstancias favorables que Dios permite para él en la tierra. Reside en la sumisión a la Palabra de su Dios.
La casa de Dios se inaugura con gozo. Sin embargo, qué contraste con la dedicación del primer templo, cuando 22.000 bueyes y 120.000 ovejas habían sido sacrificados (2 Crónicas 7:5). Y aquí no es cuestión de fuego que desciende del cielo ni de gloria que llena la casa, porque el arca de Dios está perdida; no se la hallará más.
Después de esto, la Pascua y los panes sin levadura se celebraron cada primer mes. Pese a toda la debilidad de esos pobres judíos que volvieron del cautiverio, Jehová los regocijó.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"