El servicio de amor y de justicia del Señor siguió a su enseñanza. Asistimos primeramente a tres curaciones. El leproso conocía el poder de Jesús, pero dudaba de su amor: “Si quieres, puedes…”. Jesús quiso y lo sanó (Oseas 11:3, fin).
El centurión de Capernaum, consciente de su propia indignidad así como de la autoridad todopoderosa de Jesús, se dirigió a Él: “Señor… solamente di la palabra…”. Esa fe excepcional maravilló y alegró al Señor, por eso la dio como ejemplo a los que lo seguían; y ella también nos humilla, ¿verdad? Asimismo era necesario que el Maestro actuara en las familias de los suyos. Sanó a la suegra de su discípulo Pedro. Jesús no se ocupaba de los enfermos como los médicos convencionales, que examinan, hacen un diagnóstico, ordenan un medicamento, cobran y se van. A Él no le bastó con curar. Él mismo llevó “nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores” (Isaías 53:4) yendo a su fuente que es el pecado. Sintió todo el peso del pecado, toda su amargura y lloró ante la tumba de Lázaro (Juan 11:35). Tal simpatía, ¿no es más preciosa que la curación en sí? Esa ha sido la experiencia de muchos cristianos enfermos.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"