¡He aquí nuevamente los jueces ante un caso embarazoso! Imaginémonos a Israel en su tierra, viviendo en sus ciudades. Un día se descubre un cadáver en un campo. ¿Quién asesinó a esta persona? Nadie lo sabe. Por consiguiente, ¡no es cuestión del vengador de la sangre, como tampoco de la ciudad de refugio! Sin embargo, debe haber un responsable, porque toda sangre derramada debe ser vengada (Génesis 9:6). Entonces los ancianos y los jueces, midiendo, determinan cuál es la ciudad más cercana. Y sobre ella recae la culpabilidad. ¿Habrá que destruirla? ¡De ningún modo! La gracia de Dios provee un sacrificio en virtud del cual con justicia puede perdonar. En esto tenemos una figura de Cristo, de su sacrificio, de su muerte. Jerusalén es la ciudad culpable,
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados!
(Mateo 23:37)
Su crimen más grande fue el haber crucificado al Hijo de Dios. ¡Maravillosa gracia! ya que esta muerte llegó a ser el medio justo por el cual Dios puede perdonar. Efectivamente, en el sacrificio de la novilla también se nos presenta a Jesús. Aquel que nunca conoció el yugo del pecado (v. 3) descendió al valle de la muerte desde donde en adelante fluye para nosotros el torrente que no se agota: la gracia eterna del Dios salvador (v. 4).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"