Y ¿qué hay con respecto al tribunal de Cristo? Dice la Palabra que los creyentes han de comparecer (probablemente luego después de la venida de1 Señor para llevar consigo a su pueblo) ante el tribunal de Cristo (2 Corintios 5:10). ¿Para qué? ¿Para ser juzgados? No. Para ser premiados. Leyendo cuidadosamente, verán que es así. Permitan que les explique esto mejor con un ejemplo. Supongamos una escuela de pintura frecuentada por jóvenes señoritas, las cuales, durante las horas de lección, trabajan con mucho afán. Llega la época de repartición de los premios, y todos los cuadros están colgados en las paredes para que queden expuestos. Las alumnas se presentan con sus mejores vestidos, y van acompañadas de sus amigas. Por todas partes se oye animada conversación, pero de repente se establece un silencio completo. ¿Cuál es la causa? ¿Qué nuevo acontecimiento tiene lugar? Han llegado los jueces. ¿Esperan quizás ver algún agente de policía o algún juez vestido con su toga? No, no verán nada de eso.
¿Quiénes son los jueces? Miren, son aquellos tres ancianos de benévolo semblante que vienen a examinar los cuadros y decir cuáles son los que deben ser premiados. Entre las alumnas figura una joven señorita que es en verdad, una artista muy hábil; pero, como muchas veces sucede en los grandes talentos, dotada de muy poca perseverancia. Desperdició el tiempo durante el periodo de estudio, en la creencia de que le bastaría un poquito de esfuerzo para remediarlo todo al final. Está persuadida de que va a ganarse el primer premio. Hay también otra alumna, que no posee el talento de aquella pero que trabajaba con gran asiduidad. Se dedicaba todos los días al estudio paciente y diligentemente, y nunca alzaba la cabeza de lo que estaba haciendo.
Los jueces observan los cuadros y manifiestan su opinión acerca de la obra de la joven alumna de talento, diciendo: «Demuestra una gran habilidad, pero es un trabajo muy descuidado. La autora no sabe aprovechar la oportunidad. Ni aun el tercer premio podemos concederle». Y con esto ella sufre un gran desengaño, y se queda muy disgustada. El jurado llega ahora al cuadro de la alumna aplicada. Los respetables caballeros exclaman, después del debido examen: «Hay en este cuadro señales muy visibles de un constante estudio y parece de una persona de algún talento. Debemos clasificarlo el primero».
Los jueces no determinan si las jóvenes han de ser presas o no. No tienen nada que ver con sus personas, sino con las recompensas debidas a sus trabajos. Asimismo, el tribunal de Cristo no es para juzgar si yo, al final de cuentas, debo o no entrar en el cielo, sino para determinar el premio que merece mi fidelidad, y para que yo pueda valorar exactamente mi vida cómo Cristo la valora. Nuestra vida presente puede ser de tal modo consagrada a la causa de Cristo que en el día del juicio Él pueda colocar sobre nuestras cabezas la corona de recompensa.
Ahora bien, no son los que se lanzan por este mundo produciendo gran ruido, que alcanzarán el primer premio. Puede ser que entre nuestros lectores haya una persona que apenas haya salido de su ciudad, pero que ha desempeñado tan celosamente la tarea que Dios le confió, que le será concedido mejor premio que al brillante predicador que parece haber trabajado mucho más.
El tribunal de Cristo, ante el cual los creyentes han de comparecer, no debe, repito, inspirar temor alguno; pero la perspectiva del tribunal de Cristo influye en el alma, y nos hace circunspectos y aplicados.
Adviértanse que, si hemos de entrar a la presencia de Cristo, y toda nuestra vida ha de ser examinada, es necesario que tengamos el mayor cuidado de glorificar a Cristo en nuestros actos. Pero ¿trabajará el cristiano con la sola mira de la recompensa? No debe, ciertamente, darse semejante caso, porque esto nos acarrearía la pérdida del premio, visto que no ha vivido enteramente para la gloria de Dios, sino para el interés propio.
Seremos, pues, todos manifestados ante el tribunal de Cristo.
El Apocalipsis hace dos descripciones de la Esposa. Una de ellas la representa preparándose para la boda: “Ya ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos” (Apocalipsis 19:8). La segunda la hace cuando dice que Juan vio la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descendiendo del cielo, como una esposa engalanada para su esposo (Apocalipsis 21). Se habla aquí también de los doce fundamentos de la ciudad, con los nombres de los apóstoles, de los muros de jaspe, de la calle de oro etc., ¿De qué ciudad? ¿Será una descripción del cielo? No, sino de la Iglesia, de la Esposa.
Pero ¿qué diferencia hay entre las dos? En la una vemos el lino fino, que son las acciones justas de los santos, y en la otra la esposa adornada para su esposo. “Las acciones justas de los santos” es el efecto del tribunal de Cristo; es lo que el Señor Jesucristo da como recompensa. Aquella cubierta será el resultado del afecto para Él manifestado en la vida de Su pueblo mientras estaba aquí abajo, pero en el caso de descender la Iglesia como una esposa ataviada para su marido, vemos más la honra y gloria de que Cristo ha de revestir a Su Iglesia, cuando ella venga a reinar con él, y ostentarse para la gloria de él.
Y ahora, para terminar, procuremos poner todo esto lo más claro posible.
El Señor Jesucristo puede venir hoy, y desea que estemos todos preparados. Yo sé que en un sentido lo estamos ya, la preciosa sangre de Cristo nos preparó, mas es necesario que lo estemos en cuanto a nuestras vidas. Es verdad que, cuando el Señor Jesucristo llegue, no se olvidará de ningún creyente que haya quedado rezagado, pero ¡qué felicidad será estar preparados orando y vigilando de modo que Su corazón se regocije! Acuérdense de que después de la venida del Señor todas nuestras vidas serán divulgadas ante él. ¿Para qué? ¿Para juzgar si estamos o no en condiciones de entrar en el cielo? ¡En ninguna manera! Es para decir si se nos debe entregar el gobierno de cinco o diez ciudades (véase Lucas 19:12-19). Toda nuestra vida quedará expuesta, y aún diré más. Es claro que no sufriremos condenación, mas todos los cristianos han de quedar sumamente contentos de que sus vidas hayan sido manifestadas. ¿Por qué? Porque por eso dispondrá el corazón para aquel interminable acto de adoración que al Salvador ha de ser tributado por toda la eternidad.
Al que mucho se le perdona, mucho ama, y al descubrir cuánto hemos pecado antes de la conversión, y cuánto nos desviamos después, cuando se presente a nuestros ojos la enorme deuda que el Señor ha pagado, y Su tierna e incansable compasión, nuestro amor para con El se aumentará. “Nosotros le amamos a El, porque El nos amó primero” (1 Juan 4:19).
Tengamos, pues, una idea más perfecta de la grandiosidad del hecho del Calvario, y de las aflicciones y tenebrosidades a través de las cuales pasó el Señor por nuestra causa.
El juicio de que se habla en Mateo 25:31-46, en resultado del cual quedan separadas las ovejas de los cabritos, es lo que ha de tener lugar antes del milenio. Los cabritos son arrojados al castigo eterno, y las ovejas, los justos entran en la vida eterna, esto es, entran en el milenio.
Recapitulemos. En primer lugar, tenemos el tribunal de Cristo, solo para los cristianos, el cual se realizará en el cielo, después que Cristo haya venido a buscar a su pueblo, y antes de volver con Él, teniendo por fin resolver la cuestión de las recompensas (2 Corintios 5:10; 1 Corintios 3:11-15). En segundo lugar, viene el juicio de las naciones vivas del cual resultarán dos clases, los cabritos y las ovejas, y que se efectuará sobre la tierra, poco antes del establecimiento del milenio (Mateo 25:31-46). En tercer lugar, está el gran trono blanco, ante el cual solo comparecerán los que murieron sin Cristo para ser juzgados y condenados, concluyendo así la obra del juicio. Comenzará entonces el estado eterno, los nuevos cielos y la nueva tierra, y entonces se verán realizadas las palabras de Juan Bautista: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29).
Que Dios bendiga y confirme Su Palabra en cada uno de nosotros para la honra del Nombre de Cristo. Amén.