Frutas agusanadas
“Cada cual se apartó por su camino, mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6).
Al pie del árbol, caídas antes del tiempo yacen unas frutas manchadas de un puntito negro, apenas visible; por ahí entró una minúscula larva que horadó un angosto canal hacia el corazón de la manzana. Caída del árbol, la fruta pronto estará podrida e irremediablemente perdida.
Pienso con tristeza en las promesas que constituían para nosotros tantos hijos de creyentes. El insidioso trabajo de Satanás, el enemigo de las almas no tardó en manifestarse. La larva del pecado penetró en el corazón: El mundo que los atraía los acogió para perderlos.
Esa fruta que tengo en la mano es la criatura humana que Satanás aleja de Dios; es el corazón corrompido por el pecado, gusano roedor que mancilla y devora hasta dejar solo remordimientos y disgustos, “a una se hicieron inútiles”, dice la Palabra de Dios. Sin ser de provecho para ese Dios cuya gracia menosprecian, su fin es la perdición.
No diga que el cuadro es demasiado sombrío; es Dios mismo que lo dibuja. Pero si nada puede sanar la fruta picada, hay, en cuanto a la Escritura, un feliz contraste. Dios tiene un remedio eficaz para el alma perdida: la obra de su Hijo en el Calvario responde a las exigencias de su justicia con respecto al pecado, expiado por los infinitos sufrimientos de la cruz.
Ya hace más de treinta años que ha sido plantado aquel árbol. Al verlo últimamente recordé las satisfacciones que había procurado a los que lo cuidaron: La esperanza y la emoción de ver asomar la vida en los brotes y capullos, el regalo para los ojos de los pintorescos árboles en flor, el placer de sentarse en la frescura de su sombra, la alegría de las cosechas de frutos hermosos, el gozo de la paz del campo para meditar, tantos motivos para serle agradecido al “fiel Creador”, “al Padre del cual proceden todas las cosas”.
Pero ahora aparece vacío en las hileras de los frutales donde la muerte ha hechos su obra. Aquí es un ciruelo atacado en pocos días por una verdadera asfixia, allá es un peral de hermoso porte que se marchitó repentinamente, más allá fue menester arrancar unos manzanos. Mientras hachas y serruchos derribaban y cortaban esos árboles para leña, volvía a mi memoria el solemne versículo:
“Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego” (Mateo 7:19).
Así van las cosas de este mundo; sobre ellas, la muerte pone su sello. Lo mismo acontece con los hombres que también se van –como dice el poeta– “sin dejar ni aun su sombra sobre la pared”. Pero ¿Qué ocurre con su alma? ¿Qué será de ellos en la resurrección? ¡Qué consolación cuando se puede hallar en sus lápidas esas palabras de fe, vida y esperanza:
… Aquí descansa hasta la primera resurrección…
… Y estaremos siempre con el Señor.