Las lecciones del huerto (2)

El injerto

“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20).

De los árboles que cierran el horizonte, emergía un joven castaño con tronco liso y derecho, muy vigoroso. Ya había formado un ramaje abundante. –¡Qué lástima! –me dijo mi vecino– que sea silvestre, pero estoy a su disposición para injertarlo.

Lo fue en el otro otoño siguiente. Totalmente podado, el árbol recibió en cuatro o cinco de sus garrones la incisión necesaria, para que los injertos pudiesen ser introducidos. Ligaduras, masilla. En la primavera, la savia se abrió camino. Andando el tiempo, el árbol volverá a formar una opulenta copa y dará excelentes castañas.

Así es la obra de la gracia divina en el corazón. Hijos de Adán pecador, participamos de su naturaleza y no podíamos llevar fruto para Dios. Su Palabra que todas nuestras buenas obras son mancilladas, pues su perfecta justicia no podría acomodarse con el menor rastro de pecado. ¿Quién se atrevería a decir que sus mejores acciones no son empañadas de orgullo o de satisfacción propia?

Pero Dios, actúa para salvarnos, y solo Cristo muerto por nosotros es, por la fe, nuestro Salvador. No solo escapamos al juicio eterno en virtud de su obra redentora, sino que la fe en él (que es el injerto) nos da su misma vida para que vivamos la vida de un Cristo resucitado. Él vive en nosotros para que llevemos frutos de justicia y santidad a la gloria de Dios.

Al ver caer las ramas del castaño una después de otra bajo el serrucho de mi vecino, pensé en el trabajo de Dios, que obra por su Palabra y su Espíritu en el corazón del redimido, y en lo que dice el apóstol Pablo de su virtuoso pasado cuando se estimaba justo e irreprensible, porque procuraba obedecer a la ley de Dios, justicia a la que debió renunciar después de su conversión. Mi árbol, un momento antes se erguía orgulloso por encima de los demás; pero ¡Qué aspecto lastimoso, una vez reducido a un tronco y algunas horcadas! Esto es el despojamiento del viejo hombre. Trabajo doloroso que se cumple en el corazón vaciado de sí mismo y que estima, según dice el apóstol, como pérdida y basura lo que era anteriormente su orgullo. Cuando el estilete incisivo penetraba en las ramas recién podadas, pensaba en esa frase: “Estoy crucificado”– ese golpe mortal dado por Dios al ser moral en sus fuentes más profundas.

Pero cuando el injerto fue introducido con precaución en la hendidura abierta, cuando la ligadura enérgica lo encerró en la rama, pensé en la vida comunicada al alma por el contacto con la Palabra de Dios y mantenida por el trabajo perseverante de su Espíritu para que la afirmación: “Ya no vivo yo, más Cristo vive en mí” sea una divina realidad.