Hasta en los menores detalles el santuario y los objetos del culto han sido preparados y colocados cada uno en su lugar. “Acabó Moisés la obra” (v. 33). Nos recuerda a Aquel que dijo a su Padre:
He acabado la obra que me diste que hiciese.
(Juan 17:4)
Pero la fidelidad de Moisés sobre toda la casa de Dios, evocada en Hebreos 3:2 y sig., palidece al lado de la del Hijo, “fiel al que le constituyó” (Hebreos 3:2). Él reveló al Padre, santificó a sus hermanos, edificó el verdadero tabernáculo del cual ha llegado a ser el Sumo Sacerdote; un nuevo orden de cosas (ya no más visibles y materiales) en el que Dios puede ser conocido, hecho cercano y servido. El maravilloso tabernáculo, cuyo estudio terminamos con el libro del Éxodo, nos ha ilustrado múltiples aspectos de la obra de Cristo y sus consecuencias. La primera de esas consecuencias es que Dios desciende en gloria para habitar en medio de este pueblo (v. 34-35). Del mismo modo en Pentecostés, sobre la base de la concluida obra de Cristo, Dios como Espíritu Santo descendió para habitar en la Iglesia, formada según Efesios 2:22 para ser “morada de Dios en el Espíritu”. Desde entonces, incluso en medio de la ruina, está como Guía divino conduciendo y dirigiendo al pueblo de Dios, tal como lo hacía con Israel la nube que cubría el tabernáculo.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"