El magnífico velo que separa el lugar santo del lugar santísimo está sostenido por cuatro columnas. La humanidad de Cristo, tal como nos la presentan los cuatro evangelios, es un tema inagotable de admiración y adoración. Él es el Mesías de Israel (Mateo), el Siervo obediente (Marcos), el Hijo del hombre (Lucas), el Hijo de Dios que vino del cielo (Juan). Cada hilo: de azul, de púrpura, de carmesí o de lino torcido, cada aspecto de su humanidad, perfecto en sí mismo, es cuidadosamente hilado, unido a los otros, de manera que así se constituya ese maravilloso conjunto que es la vida de nuestro Señor Jesucristo. Pero esa vida, por bella que haya sido, no podía conducirnos a Dios. Por el contrario, ella subrayaba, a causa del contraste, la profundidad de nuestra miseria moral. Fue necesaria su muerte. Y como signo de ello, en el mismo momento en que el Salvador dejaba su vida en la cruz, Dios rasgó el velo, abriendo al adorador un “camino nuevo y vivo” hacia Él (Hebreos 10:20).
El arca y la mesa son confeccionadas a continuación. Las barras que servían para transportarla a través del desierto nos hacen pensar en la marcha del Señor en este mundo. Cubiertas de oro puro, nos recuerdan ese versículo de Isaías 52:7:
¡Cuán hermosos… son los pies del que trae alegres nuevas…!
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"