La verdad, tal como el apóstol la expuso en la primera parte de este capítulo, tiene derechos y efectos sobre nosotros. Ella es ese cinto que consolida nuestro entendimiento y frena nuestra imaginación (v. 13; Efesios 6:14). Es a la verdad a la que debemos obedecer (v. 22). Nosotros, que anduvimos en otro tiempo entre “los hijos de desobediencia” (Colosenses 3:6-7), hemos llegado a ser “hijos obedientes” (v. 14); no solo se trata de la obediencia a sino también de Jesucristo (v. 2), es decir, conforme a la suya, motivada por el amor al Padre (Juan 8:29; 14:31).
Por otra parte, aquí todo está en contraste con el Antiguo Testamento. La plata, el oro, ni ninguna otra cosa nos puede rescatar (véase Éxodo 30:11-16; Números 31:50), sino la preciosa sangre de Cristo. No es, como para el israelita, el nacimiento natural lo que nos permite participar de los derechos y privilegios del pueblo de Dios. ¡Que nadie piense ser un hijo de Dios porque tiene padres cristianos! Somos regenerados por la incorruptible Palabra de Dios, la cual vive y permanece para siempre. La santidad requerida en toda nuestra conducta corresponde a nuestra nueva naturaleza; invocamos al Dios santo como Padre (v. 15-17). También es la consecuencia del valor con el cual Dios justiprecia el sacrificio del perfecto Cordero.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"