El Señor había dicho a su discípulo Pedro aun antes de que le negase: “Tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:32). Es el servicio que el apóstol cumple en esta epístola. Nos recuerda nuestros incomparables privilegios: la salvación del alma (v. 9) y una herencia celestial al abrigo de toda eventualidad (v. 4). Dios la guarda para los herederos y guarda a estos para la herencia, por lo que ya tienen un sabor anticipado de ella: un “gozo inefable y glorioso”. Este halla su fuente en la esperanza viva que se tiene en una persona viva: Jesús resucitado (v. 3); en la fe (v. 5, 7); en el amor por Aquel a quien los redimidos aún no han visto, pero a quien sus corazones conocen bien (v. 8). Y cuanto más amemos al Señor, más nos daremos cuenta de que no le amamos lo suficiente.
Precisamente a causa del valor que Dios reconoce a la fe, se ocupa en purificarla en el crisol de la prueba. Pero se nos da una seguridad: Él lo hace solo “si es necesario” (v. 6).
Tales son, queridos amigos, las bienaventuradas realidades que nos conciernen, las que los profetas “inquirieron y diligentemente indagaron”(v. 10-11), y “en las cuales anhelan mirar los ángeles” (v. 12). Nosotros, los beneficiarios, ¿quisiéramos ser los únicos en no interesarnos en ellas?
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"