La paciencia de Dios otorgó doce meses al rey para romper con sus pecados (v. 27, 29). Lamentablemente, su secreta raíz, la soberbia, no hace más que crecer desmedidamente (cap. 5:20). Llega el día en que Nabucodonosor mismo da la señal de su desastre: pronuncia la insensata frase por medio de la cual tiende a hacerse igual a Dios (v. 30). No ha terminado de hablar cuando la sentencia divina cae del cielo como el rayo y lo que ella anuncia se cumple “en la misma hora”. El más grande personaje de la tierra pierde la razón y es rebajado al rango de una estúpida bestia. De hecho, la sumisión a la voluntad de Dios es la única cosa que eleva al hombre.
El rey se restablece tan pronto como aprende a alzar los ojos al cielo. El que desde lo alto de su palacio había pregonado el poder de su fuerza y la gloria de su majestad, de ahí en adelante proclama ante toda la tierra: “Alabo, engrandezco y glorifico al Rey del cielo…”. ¡Qué cambio en el corazón de ese hombre: ayer un impío, hoy un adorador! Reconoce la legitimidad de la lección que aprendió. El Altísimo, quien eleva “al más bajo de los hombres” (v. 17 fin), es poderoso para “humillar a los que andan con soberbia” (v. 37; Lucas 18:14). A este relato puede servirle de conclusión el versículo 10 del Salmo 2: “¡Ahora, pues, oh reyes, obrad con cordura!” (V. M.)
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"