Este capítulo reproduce sin comentario una proclama de Nabucodonosor. ¡A la verdad es un discurso muy diferente de los que pronuncian de costumbre los jefes de Estado! Se trata más bien de un testimonio dado ante todos los habitantes del mundo. En la medida que podamos, no temamos decir en voz muy alta lo que el Señor hizo por nosotros.
El rey empieza por recordar su antigua condición. Estaba tranquilo (v. 4), pero era una paz engañosa; era floreciente, mas la vida de un hombre no consiste en la abundancia de sus bienes (Lucas 12:15); todo lo que el Dios Altísimo había puesto en sus manos solo había servido para nutrir su soberbia y el contentamiento consigo mismo. Para arrancarlo de su falsa seguridad se le envió un sueño que felizmente termina por espantarlo y turbarlo (v. 5). ¡Saludable espanto! A menudo la inquietud es la primera señal del trabajo de Dios en una conciencia. Pero, una vez más, solamente después de haber agotado todos los recursos humanos –magos, astrólogos, caldeos y adivinos– y cuando su impotencia es manifestada (2 Timoteo 3:9), Nabucodonosor está dispuesto a aceptar la interpretación de Daniel. Discierne en él “el espíritu de los dioses santos” (v. 8, 18; comp. Génesis 41:38).
Solo el Espíritu de Dios puede explicar la palabra de Dios
(1 Corintios 2:11).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"