El apóstol Pablo dirigió a las iglesias de Galacia una epístola severa. No se trataba de un pecado moral como el de los corintios, sino un mal doctrinal de los más graves. Estos desdichados gálatas, engañados por falsos maestros, estaban abandonando la gracia, único medio de salvación, para volverse a una religión de obras. Pablo reafirma el carácter absoluto de la Verdad divina. Es una, es completa, es perfecta, porque la Verdad es Cristo mismo (Juan 14:6).
A veces se oyen espíritus fuertes que sostienen –en el fondo para justificar su incredulidad– que cada pueblo ha recibido su propia revelación, es decir, la religión que mejor se adapta a su carácter y civilización. ¡Nada más falso! Existe un único Evangelio, el que proclama que “nuestro Señor Jesucristo… se dio a sí mismo por nuestros pecados”. ¿Cuál es la consecuencia de ello? “Librarnos del presente siglo malo…”, prosigue el apóstol (v. 4).
El versículo 10 nos recuerda otra verdad capital: la preocupación por agradar a los hombres nos hace perder la calidad de siervos de Cristo.¿Verdaderamente deseamos agradarle a él, y solo a él? (1 Tesalonicenses 2:4).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"