El apóstol Pablo deseaba fervientemente la gloria celestial (v. 2) pero, mientras tanto, con el mismo fervor procuraba ser agradable al Señor (v. 9). Al no tener nada que ocultar a Dios ni a los hombres, no vivía más para sí mismo; en cuerpo y alma era el esclavo de Cristo, quien había muerto y resucitado por él (v. 15). Ahora bien, el Señor lo había llamado –como a cada redimido– a una muy alta función: la de embajador del soberano Dios para ofrecer, de parte de Él, la reconciliación al mundo. A fin de cumplir con esta misión y persuadir a los hombres, dos grandes motivos apremiaban al apóstol: la solemnidad del juicio, pues conocía el temor que se debe al Señor (v. 11), y el amor de Cristo por las almas, amor sin el cual el más elocuente predicador solo es metal que resuena (v. 14; 1 Corintios 13:1).
¿En qué consiste el mensaje de la reconciliación? Cristo, el único hombre sin pecado, fue identificado, sobre la cruz, con el pecado mismo a fin de expiarlo. Así Dios anuló, por gracia, el pecado que nos separaba de él (v. 21).
Las cosas viejas pasaron.
Dios no las remienda. Se complace en hacer todas las cosas nuevas; sí, en hacer de usted también una nueva creación (v. 17). Pero primeramente, ¿está usted reconciliado con él? “Os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (v. 20).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"