Cada uno de nosotros ¿ha renunciado, como el apóstol, “a lo oculto y vergonzoso”? (v. 2). El corazón de Pablo era como un espejo; reflejaba fielmente a su alrededor cada rayo que recibía. Y, ¿cuál era el objeto que resplandecía en él y que manifestaba a los demás?
La gloria de Dios en la faz de Jesucristo (v. 6).
Ese conocimiento de Cristo en la gloria, ¡qué tesoro era para Pablo! Él solo era un vaso que contenía ese conocimiento; un pobre vaso de barro, frágil y sin valor propio. Si el instrumento de Dios se hubiese destacado por brillantes cualidades humanas, habría llamado la atención sobre sí mismo en detrimento del tesoro que debía presentar. Los joyeros saben muy bien que un estuche demasiado lujoso tiende a eclipsar la joya exhibida; por eso exponen sus más hermosas alhajas sobre un simple terciopelo negro. Del mismo modo, el vaso de barro –Pablo– estaba atribulado, en apuros, perseguido, derribado… para que el tesoro –la vida de Jesús en él– fuese plenamente manifestado (v. 10). Las pruebas de un creyente contribuyen a despojarle de todo brillo personal para que resplandezca aquel del cual el creyente es, en cierto modo, solo el pie de la lámpara.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"