El apóstol Pablo no acostumbraba decir sí y pensar no (v. 17). Los corintios podían confiar en él; no hacía reservas mentales y daba prueba de la misma sinceridad en sus actos y decisiones de la vida diaria que cuando les había anunciado un Evangelio no falsificado (cap. 2:17; 4:2, final). ¡Cuán importante es esto! Si un hijo de Dios falta a la verdad, induce a quienes le observan a poner igualmente en duda la Palabra de Dios, de la que él es un testigo tan poco fiable. Él, Pablo, manifestaba una perfecta rectitud, trátese de sus relaciones con el mundo o con los demás creyentes (v. 12). Él era mensajero de Aquel que es el
Amén, el testigo fiel y verdadero,
el Garante del cumplimiento de todas las promesas de Dios (v. 20; Apocalipsis 3:14).
Los versículos 21 y 22 nos recuerdan tres aspectos del don del Espíritu Santo: por él, Dios nos “ungió”, es decir, nos consagró para él y nos hizo aptos para captar sus pensamientos. Nos “ha sellado” o, dicho de otro modo, nos ha marcado como pertenencia suya. Finalmente nos “ha dado las arras”, prenda de nuestros bienes celestiales otorgándonos a la vez una primera prueba de su realidad y el medio de gozar de ellos “en nuestros corazones”. El apóstol también escribe a los efesios: “Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia” (Efesios 1:13-14).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"