Henchidos por sus dones y conocimientos, ciertos hombres se habían atribuido un lugar preponderante en la iglesia de Corinto. Así como el que se enaltece a sí mismo siempre es llevado a rebajar a los demás, ellos habían llegado a poner en duda la autoridad del apóstol, es decir, la de Dios. Por este hecho, Pablo se vio obligado a justificar su ministerio y su conducta. Su deber era evangelizar; esto le había sido encomendado por el Señor. “No fui rebelde a la visión celestial”, afirma Pablo en su defensa ante el rey Agripa (Hechos 26:17-19).
El ejemplo del labrador se repite frecuentemente en la Palabra de Dios. Primero subraya el cansancio ligado al trabajo de la tierra (Génesis 3:17); luego, la esperanza y la fe que debe alentar al agricultor (v. 10; 2 Timoteo 2:6); por último, la paciencia con la cual debe aguardar “el precioso fruto de la tierra” (Santiago 5:7). Los corintios eran la “labranza de Dios” (cap. 3:9), y el fiel obrero del Señor proseguía en ella su labor al precio del renunciamiento a muchas cosas legítimas para no poner ninguna traba al Evangelio de Cristo. ¡Cuántas cosas menos legítimas obstaculizan a menudo nuestro servicio! En aquel entonces Pablo efectuaba un penoso trabajo, extirpando, por así decirlo, todas las malas hierbas que habían crecido en el campo de Corinto.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"