Las lamentaciones de Jeremías expresan el dolor del profeta ante los acontecimientos contados en el último capítulo de su libro, es decir, la toma y destrucción de Jerusalén por el ejército de Nabucodonosor. Pero, como en toda profecía, el alcance de esta supera las circunstancias que la motivaron y el Espíritu nos conduce en estos capítulos hasta el tiempo venidero de la “gran tribulación” por la cual Israel deberá pasar.
Es conmovedor ver a Jeremías, aunque no era personalmente culpable, asumir una parte apreciable de la humillación de Jerusalén e identificarse con el pueblo que está bajo el juicio de Dios. Ahora, han llegado los infortunios que él no había dejado de anunciar y en los cuales el pueblo no había querido creer. Algún otro no habría dejado de decir: «¡Yo les advertí! ¡Ojalá me hubiesen escuchado!». El siervo de Dios no intenta triunfar de esta manera. ¡Al contrario! Jerusalén, la que en el día de su aflicción no halla a nadie que la ayude (v. 7; Isaías 51:18-19), a nadie que la consuele (v. 2, 9, 17, 21), tendrá en Jeremías (figura de Cristo) el más fiel de los amigos y el más ferviente de los intercesores (véase Proverbios 17:17).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"