Este capítulo 52 ya no forma parte de “las palabras de Jeremías” (cap. 51:64). Al igual que el capítulo 39, expone los acontecimientos que pusieron fin al reino de Judá y aproximadamente reproduce el capítulo 25 del 2º libro de los Reyes.
Sonó la hora del juicio; este hiere a la vez a Jerusalén, su templo (v. 17-23), su rey y sus habitantes. La ciudad es tomada. Sedequías y su ejército huyen tratando de escapar de la red que se cierra. Pero no es con los caldeos sino con Dios con quien se las tienen que ver. Una vez que el rey de Judá es conducido a Ribla, ante Nabucodonosor, se le sacan los ojos –castigo reservado a los vasallos traidores– y, atado con grillos, se dirige al exilio. Hasta el final de su miserable vida guardará como última visión el atroz espectáculo de sus hijos degollados. Un mes más tarde, el capitán de la guardia de Nabucodonosor vuelve a Jerusalén para desmantelar sistemáticamente la ciudad rebelde y hacer una selección entre la población. El versículo 15 menciona a los desertores.
Algunos, pues, habían escuchado a Jeremías.
Estas cosas no están escritas (y repetidas) a causa de su interés histórico, sino para instrucción de nuestras almas, a fin de servirnos de advertencia (1 Corintios 10:11). “Así que vosotros, oh amados, sabiéndolo de antemano, guardaos…” (léase 2 Pedro 3:17-18).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"