Una vez redimido y justificado, el cristiano resplandece de alegría (v. 1). De ahí en adelante, la paz con Dios es su parte inestimable. Está reconciliado con el Juez soberano por el mismo acto que hubiera debido atraer sobre él la cólera divina para siempre: ¡la muerte de Su Hijo! (v. 10). En realidad, el amor de Dios no se parece a ningún otro amor. Se trata de su propio amor y todos sus motivos están en él mismo. Dios amó a pobres seres –que no eran dignos de amor– antes de que ellos dieran el menor paso hacia él, cuando todavía estaban sin fuerza y eran impíos (v. 6), pecadores (v. 8) y enemigos (v. 10; 1 Juan 4:10, 19). Este amor ahora ha sido vertido en nuestro corazón por el Espíritu Santo (v. 5).
Frente al mundo que se gloría de beneficios presentes y pasajeros, el creyente, lejos de sentirse avergonzado (v. 5), puede prevalerse de su inefable porvenir: la gloria de Dios (v. 2). Y más aun, cosa paradójica, puede encontrar gozo en sus tribulaciones presentes, porque ellas producen frutos preciosos (v. 3-4) que vuelven su esperanza más viva y ferviente. “Y no solo esto…” (v. 11): tenemos el derecho de gloriarnos en los dones, pero más aun en aquel que nos los dispensa: Dios mismo, quien llegó a ser nuestro Dios por el Señor Jesucristo.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"