¿Doctrina premilenaria o esperando al Hijo?
En un tiempo como el presente, cuando los conocimientos sobre cualquier materia se difunden tan extensamente, es muy necesario inculcar en la conciencia del lector cristiano la gran diferencia entre sostener la doctrina de la segunda venida del Señor y estar esperando realmente su manifestación (1 Tesalonicenses 1:10). Hay muchos que sostienen, y quizá predican elocuentemente, la doctrina de la segunda venida, pero no conocen de verdad la Persona cuya venida profesan creer y predican. Este mal tiene que ser denunciado fielmente y tratado como es debido. La época actual es una era de conocimientos –de conocimiento religioso–; pero, ¡cuidado!, el conocimiento no es vida, tampoco es poder: el conocimiento no puede librar del pecado, de Satanás, del mundo, de la muerte o del infierno. Me refiero a un conocimiento que no sea el conocimiento íntimo de Dios en Cristo. Se puede saber mucho de la Biblia, mucho de profecía, mucho de doctrina y, a pesar de todo, estar muerto en delitos y pecados.
No obstante, hay una clase de conocimiento que incluye necesariamente la vida eterna: es el conocimiento de Dios, según es revelado en la faz de Jesucristo.
Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado
(Juan 17:3).
Ahora bien, es imposible vivir hora tras hora en la expectación diaria de “la venida del Hijo del Hombre” (Mateo 24:27) si no conocemos experimentalmente al Hijo del Hombre. Puedo escudriñar las profecías y, mediante el estudio y el ejercicio de mis facultades intelectuales, descubrir la doctrina de la segunda venida del Señor y, aun así, ignorar a Cristo y vivir con el corazón enteramente alejado de él. ¡Cuántas veces ha sido este el caso! ¡Cuántos nos han dejado atónitos con sus vastos conocimientos sobre la profecía –unos conocimientos, adquiridos quizás en años de investigación laboriosa– y que, sin embargo, se manifestaron al final como quienes habían difundido una luz profana, una luz no adquirida mediante un asiduo esperar a Dios en oración! De seguro que este pensamiento debería afectar profundamente nuestro corazón, solemnizar nuestra mente y conducirnos a examinar bien si es que conocemos o no a la adorable Persona que, una y otra vez, se anuncia a sí misma como a punto de venir “pronto” (Apocalipsis 22:12, 20); porque, si no le conocemos, podríamos hallarnos entre aquellos a quienes se dirige el profeta en las siguientes palabras sobrecogedoras: “¡Ay de los que desean el día de Jehová! ¿Para qué queréis este día de Jehová? Será de tinieblas, y no de luz; como el que huye de delante del león, y se encuentra con el oso; o como si entrare en casa y apoyare su mano en la pared, y le muerde una culebra. ¿No será el día de Jehová tinieblas, y no luz; oscuridad, que no tiene resplandor?” (Amós 5:18-20).
El segundo capítulo de Mateo nos suministra un ejemplo sorprendente de la diferencia que existe entre un mero conocimiento profético de Cristo –entre el ejercicio de la inteligencia a nivel de la letra de la Escritura– y la atracción del Padre hacia la Persona de Cristo (véase Juan 6:44). Los magos, guiados manifiestamente por el dedo de Dios, buscaban a Cristo con sinceridad e interés, y le hallaron. En cuanto al conocimiento de las Escrituras, ni por un momento podían haber competido con los principales sacerdotes y los escribas; con todo, ¿de qué les sirvió a estos últimos el conocimiento de las Escrituras? Únicamente, para servir de instrumentos eficaces a Herodes, quien los convocó con objeto de hacer uso del conocimiento que tenían de la Biblia, en la mortal oposición que tenía contra el Ungido de Dios (Mateo 2:16). Como solemos decir, ellos le pudieron indicar el capítulo y el versículo (cap. 2:5-6). Pero, mientras ayudaban a Herodes con sus conocimientos, los magos estaban, mediante la atracción del Padre, haciendo su viaje hasta Jesús. ¡Dichoso contraste! ¡Cuánto más feliz es ser un adorador a los pies de Jesús, aunque sea con pocos conocimientos, que un escriba erudito con un corazón frío, muerto y alejado del Salvador! ¡Cuánto mejor es tener el corazón lleno de vivo afecto por Cristo, que tener la cabeza llena del conocimiento más exacto de la letra de la Escritura!
¡Qué es lo que, lamentablemente, caracteriza la época actual? Una amplia difusión del conocimiento de la Biblia, con poco amor por Cristo y poca dedicación a su obra; abundante facilidad para citar la Escritura, como los escribas y los principales sacerdotes, pero poca disposición del corazón para abrir los cofres, como los magos, y presentar a Cristo las ofrendas voluntarias de un corazón lleno del sentido de lo que él es. Lo que necesitamos es devoción personal, no meramente un vacío alarde de conocimientos. No es que menospreciemos el conocimiento de las Escrituras; no lo permita Dios, si ese conocimiento va unido a un discipulado genuino. Pero si no es así, pregunto: ¿Qué valor tiene? Absolutamente ninguno. La extensión más amplia de conocimientos, si Cristo no es su centro, de nada servirá; más aún, con toda probabilidad, nos hará instrumentos más eficaces en manos de Satanás para la promoción de sus designios de hostilidad hacia Cristo. Un ignorante no puede hacer mucho daño; pero un erudito, sin Cristo, puede hacer mucho mal.
Los versículos que encabezan este escrito nos presentan la base divina sobre la cual hay que fundar todo conocimiento escriturario; de modo especial, el conocimiento de la profecía. Antes que una persona pueda decir de corazón: «¡Amén!», al anuncio “He aquí que viene con las nubes” (Apocalipsis 1:7), debe, sin duda alguna, estar en condiciones de unirse al gran estallido de alabanza: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (cap. 1:5). El creyente conoce al que viene, porque Él es el que le amó y le ha lavado de sus pecados. El creyente aguarda al Amante eterno de su alma. El Hombre manso y humilde que sirvió, sufrió y se despojó a sí mismo, vendrá en las nubes del cielo, con gran poder y gloria, y todos los que le conocen le darán la bienvenida con hosannas alegres; podrán decir: “Este es Jehová a quien hemos esperado, nos gozaremos y nos alegraremos en su salvación” (Isaías 25:9). Pero, ¡cuidado!, es de temer que muchos de los que afirman y discuten acerca de la venida del Señor, no le aguardan en absoluto, viven “para sí mismos” (2 Corintios 5:15) y piensan “en lo terrenal” (Filipenses 3:19). ¡Qué terrible ser hallados hablando de la venida del Señor y, no obstante, cuando él venga, ser dejados atrás! ¡Oh! Piense en esto; y si es realmente consciente de que no conoce al Señor, permítame instarle a que contemple a Cristo derramando su sangre preciosa para lavarle de sus pecados, y a que aprenda a confiar en él, a apoyarse en él, a regocijarse en él y solamente en él.
Pero si puede mirar al cielo y decir: «Gracias a Dios porque le conozco y le estoy aguardando», permítame entonces que le traiga a la memoria lo que dice el apóstol Juan respecto al resultado práctico de esta bienaventurada esperanza: “Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:3). Sí, este debe ser siempre el resultado de esperar de los cielos al Hijo; pero esto no cuenta con los que se limitan meramente a conocer bien la doctrina sobre la profecía. Muchos de los caracteres más impuros, profanos e impíos que han aparecido en el mundo, han sostenido en teoría la segunda venida de Cristo; pero no estaban esperando al Hijo y, por consiguiente, no se purificaron a sí mismos, tampoco podían hacerlo. Es imposible que una persona esté esperando la manifestación de Cristo y no se esfuerce en crecer en santidad, separación y devoción de corazón: “He aquí yo vengo pronto (o como ladrón); bienaventurado el que vela” (Apocalipsis 16:15). Los que conocen al Señor Jesucristo y aman su venida, han de procurar diariamente sacudir de sí mismos todo lo que es contrario a la mente de su Maestro; han de procurar hacerse más y más semejantes a él en todas las cosas. Se puede sostener la doctrina de la venida del Señor y, no obstante, aferrarse con gran afán al mundo y sus cosas; pero el siervo de corazón sincero tendrá siempre la mirada fija firmemente en el regreso de su Maestro, recordando sus palabras benditas:
Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde Yo estoy, vosotros también estéis
(Juan 14:3).
¡Qué día será aquel cuando se manifieste el Salvador!
¡Cuán bienvenido de los que han compartido su cruz!
De ellos será entonces una corona incorruptible,
Una rica compensación por el sufrimiento y la pérdida.