La venida del Señor

La venida del Señor

Introducción

El lector atento del Nuevo Testamento hallará ante sus ojos, tres hechos solemnes y de mucho peso: primero, que el Hijo de Dios vino a este mundo y luego se fue nuevamente al cielo; segundo, que el Espíritu Santo ha descendido a esta tierra y está aquí todavía; y, tercero, que el Señor Jesús vendrá de nuevo.

Estos son los tres grandes temas desplegados en las Escrituras del Nuevo Testamento; hallaremos que cada uno de ellos tiene una doble aplicación: una con respecto al mundo, y otra con respecto a la Iglesia; al mundo en general, y a cada hombre y mujer inconversos en particular; a la Iglesia en su conjunto, y a cada miembro de ella en particular (1 Corintios 12:27). Es imposible que una persona eluda lo que estos tres grandes hechos significan para su condición personal y su destino futuro.

Téngase en cuenta que no estamos hablando de doctrinas –aunque, sin duda, hay doctrinas– sino de hechos; hechos presentados del modo más sencillo posible por los distintos autores inspirados, usados para exponerlos. No hay pretensión de adornarlos ni embellecerlos. Los hechos hablan por sí mismos; están registrados y quedan ahí a fin de producir sobre las almas su efecto poderoso.

La venida del Hijo de Dios a este mundo

Miremos primero el hecho de que el Hijo de Dios haya venido a este mundo. “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito” (Juan 3:16). “El Hijo de Dios ha venido” (1 Juan 5:20). Vino en amor perfecto, como la expresión verdadera del corazón y de la mente, de la naturaleza y del carácter de Dios. Él era el resplandor de la gloria de Dios y la imagen misma de su sustancia (Hebreos 1:3); y, con todo, vino como un hombre, humilde, amable, sociable (Mateo 11:29). Podía ser visto, día tras día, por las calles (Marcos 6:56); yendo de casa en casa; tomando en brazos, del modo más tierno, gentil y atractivo, a los niños (Mateo 19:14); enjugando las lágrimas de la viuda (Lucas 7:12-15); suavizando los corazones heridos y apenados; alimentando a los hambrientos (Marcos 6:36-44), curando a los enfermos, limpiando a los leprosos (Lucas 17:12-19), remediando toda clase de necesidad y miseria humanas; a merced de todos los que se hallaban necesitados de socorro y simpatía. “Este anduvo haciendo bienes” (Hechos 10:38). Fue el servidor infatigable. Nunca pensó en sí mismo ni buscó su propio interés en cosa alguna. Vivió para los demás. Hacer la voluntad de Dios (Juan 4:34) y alegrar el corazón triste y fatigado de los hijos de los hombres era su alimento y su bebida. Su corazón amoroso se desbordaba siempre en ríos de bendición para todos los que sentían la presión de este mundo, herido por el pecado y deprimido por la tristeza.

Aquí, pues, tenemos ante nuestros ojos un hecho maravilloso. Este mundo ha sido visitado –esta tierra ha sido hollada– por esa bendita Persona de la que estamos hablando: El Hijo de Dios, el Creador y Sustentador del universo; el humilde, despojado, amoroso y benigno Hijo del Hombre –Jesús de Nazaret– “Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” y, al mismo tiempo, hombre inocente, santo, absolutamente perfecto. Vino a los hombres en amor; vino a este mundo como la expresión del amor perfecto hacia los que habían pecado contra Dios y no merecían otra cosa que la perdición eterna a causa de sus pecados. No vino a herir, sino a curar; no a juzgar, sino a salvar y bendecir (Juan 3:17).

¿Qué ha sido de esta bendita Persona? ¿Cómo lo ha tratado el mundo? ¡Lo rechazó! ¡No quiso recibirlo! Prefirió un ladrón y asesino antes que a este Hombre santo, perfecto, lleno de gracia. El mundo hizo su elección. Jesús y un ladrón fueron presentados ante el mundo, y la pregunta fue: “¿A cuál de los dos queréis que os suelte?”. Y, ¿cuál fue la respuesta?: “No a este, sino a Barrabás” (Juan 18:40). “Pero los principales sacerdotes y los ancianos persuadieron a la multitud que pidiese a Barrabás, y que Jesús fuese muerto. Y respondiendo el gobernador, les dijo: ¿A cuál de los dos queréis que os suelte? Y ellos dijeron: A Barrabás” (Mateo 27:20-21). Los líderes y guías religiosos del pueblo –los que deberían haberlos conducido por el camino recto– persuadieron a las turbas débiles e ignorantes a que rechazaran al Hijo de Dios y, en lugar de él, ¡aceptaran a un ladrón y asesino!

Recuerde, lector, usted está en un mundo culpable de este acto tan terrible. Y no solo eso, sino que, a menos que usted se haya arrepentido y haya creído en el Señor Jesucristo, es carne y hueso de ese mundo y yace bajo la completa culpabilidad de tal acto. Esto es de lo más solemne. El mundo entero es reo de haber rechazado deliberadamente al Hijo de Dios y de haberle asesinado. Tenemos el testimonio de nada menos que cuatro testigos inspirados de ese acto. Mateo, Marcos, Lucas y Juan nos informan que todo el mundo –judíos y gentiles– reyes y gobernadores, sacerdotes y gente de todas las clases, sectas y partidos, se pusieron de acuerdo para crucificar al Hijo de Dios; todos acordaron asesinar al único hombre perfecto que jamás haya aparecido en esta tierra: la perfecta imagen expresa de Dios, “Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Romanos 9:5). Una de dos: o decimos que los cuatro Evangelistas son testigos falsos, o admitimos que el mundo y cada una de las partes de que consta, están manchados con el crimen horrible de crucificar al “Señor de gloria” (1 Corintios 2:8).

Esta es la verdadera pauta para medir el mundo y la condición particular de cada hombre y mujer inconversos. Si quiero saber lo que es el mundo, solo necesito darme cuenta de que el mundo es lo que aparece delante de Dios como reo del asesinato deliberado de su Hijo. ¡Qué hecho tan tremendo! Un hecho que marca al mundo, y lo coloca delante de nosotros con rasgos de una negrura aterradora. Dios está en pleito con este mundo, tiene un asunto que ventilar con él, un asunto terrible, cuya sola mención debería hacer retiñir los oídos de los hombres y sacudirles el corazón. Un Dios justo tiene que vengar la muerte de su Hijo. No es solo que el mundo aceptase a un vil ladrón y asesinase a un hombre inocente; esto ya habría sido un crimen terrible. Pero hay algo más: ese hombre inocente no era otro que el Hijo de Dios, el Bienamado del corazón del Padre.

¡Qué pensamiento! El mundo tendrá que dar cuenta a Dios por la muerte de su Hijo ¡por haberle clavado en una cruz en medio de dos ladrones! ¡Qué rendición de cuentas será esa! ¡Qué enrojecido estará el día de la venganza! ¡Qué terriblemente abrumador el momento en que Dios ha de desenvainar la espada del juicio para vengar la muerte de su Hijo! ¡Cuán totalmente vana es la pretensión de que el mundo está mejorando! ¡Mejorando, cuando está bajo el juicio de Dios por tal acto! ¡Mejorando, cuando tiene que rendir cuentas a un Dios justo por el trato dado al Amado de su alma, enviado por amor a bendecir y salvar! ¡Qué estupidez tan ciega! ¡Qué locura tan salvaje! ¿Cómo? No cabe ninguna mejoría hasta que “la escoba de la destrucción” y la espada del juicio hayan llevado a cabo su terrible obra de vengar el asesinato deliberadamente planeado y determinadamente ejecutado del Adorable Hijo de Dios. No es posible concebir una ilusión tan fatalmente engañosa como la de imaginarse que el mundo puede ser mejorado mientras yace bajo la maldición terrible de la muerte de Jesús. Ese mundo que prefirió a Barrabás antes que a Cristo no puede experimentar ninguna mejoría. No puede esperarle otra cosa que el juicio abrumador de Dios.

Todo eso, respecto al hecho tan importante de la ausencia de Jesús, por lo que esto pesa sobre la condición presente del mundo y su destino futuro. Pero este hecho tiene otra vertiente, ya que afecta a la Iglesia de Dios y a cada creyente en particular. Si el mundo ha expulsado a Cristo, los cielos le han recibido. Si el hombre le ha rechazado, Dios le ha ensalzado. Si el hombre lo ha crucificado, Dios lo ha coronado. Hemos de distinguir bien estas dos cosas. La muerte de Cristo, vista como un acto del mundo –la obra del hombre– no merece más que la ira y el juicio sin mitigación alguna. Por otra parte, la muerte de Cristo, vista como un acto de Dios, solo implica bendición completa y eterna para todos los que se arrepienten y creen. Un par de porciones de la Palabra de Dios bastarán para demostrar esto.

Consideremos por unos momentos el salmo 69, el cual nos presenta de modo tan vivo a nuestro bendito y adorable Señor sufriendo en manos de los hombres y apelando a la venganza de Dios: “Respóndeme, Jehová, porque benigna es tu misericordia; mírame conforme a la multitud de tus piedades. No escondas de tu siervo tu rostro, porque estoy angustiado; apresúrate, óyeme. Acércate a mi alma, redímela; líbrame a causa de mis enemigos. Tú sabes mi afrenta, mi confusión y mi oprobio; delante de ti están todos mis adversarios. El escarnio ha quebrantado mi corazón y estoy acongojado. Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé. Me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre. Sea su convite delante de ellos por lazo, y lo que es para bien, por tropiezo. Sean oscurecidos sus ojos para que no vean, y haz temblar continuamente sus lomos. Derrama sobre ellos tu ira, y el furor de tu enojo los alcance” (Salmo 69:16-24).

Todo esto impresiona de un modo profundo y solemne. Cada palabra de esta apelación tendrá su respuesta. Ni una sílaba de todo ello caerá al suelo. De seguro que Dios vengará la muerte de su Hijo. Pedirá cuentas al mundo por el trato que su Hijo Unigénito ha recibido de manos de los hombres. Nos parece justo recalcar esto en el corazón y en la conciencia del lector. ¡Qué pensamiento tan terrible, que Cristo haga intercesión contra alguien! ¡Qué aterrador, oírle invocar a Dios para que tome venganza de sus enemigos! ¡Qué terrible será la respuesta divina al clamor del Hijo maltratado!

Pero echemos un vistazo a la otra cara de la moneda. Vayamos al salmo 22, donde nos presenta al Señor sufriendo bajo la mano de Dios. Aquí, el resultado es totalmente diferente. En lugar de juicio y venganza, vemos bendición y gloria universales y perpetuas. “Anunciaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la congregación te alabaré. Los que teméis a Jehová, alabadle; glorificadle, descendencia toda de Jacob… De ti será mi alabanza en la gran congregación; mis votos pagaré delante de los que le temen. Comerán los humildes, y serán saciados; alabarán a Jehová los que le buscan; vivirá vuestro corazón para siempre. Se acordarán, y se volverán a Jehová todos los confines de la tierra, y todas las familias de las naciones adorarán delante de ti. Porque de Jehová es el reino, y él regirá las naciones… La posteridad le servirá; esto será contado de Jehová hasta la postrera generación. Vendrán, y anunciarán su justicia; a pueblo no nacido aún, anunciarán que él hizo esto” (Salmo 22:22-31).

Estas dos citas presentan con gran exactitud los dos aspectos de la muerte de Cristo, tan distintos. Murió como mártir, por la justicia, a manos de los hombres. El hombre tendrá que dar cuenta a Dios por esto. Pero murió como víctima, por el pecado, bajo la mano de Dios. Esta es la base de toda bendición para los que creen en su nombre. Sus padecimientos de mártir hacen descender la ira y el juicio sobre un mundo impío. Sus sufrimientos expiatorios abren las fuentes perpetuas de la vida y de la salvación para la Iglesia, para Israel y para la creación entera. La muerte de Cristo hace que sea completa la culpa del mundo, pero asegura la aceptación de la Iglesia. El mundo queda manchado, pero la Iglesia queda purificada, por la sangre de la cruz.

Tal es el doble aspecto del primero de nuestros tres grandes hechos del Nuevo Testamento. Jesús vino y se fue: vino, porque Dios amó al mundo; se fue, porque el mundo odió a Dios. Si Dios hubiera de preguntar, y lo preguntará: «¿Qué habéis hecho con mi Hijo?». ¿Cuál es la respuesta?: «Lo aborrecimos, lo despedimos, lo crucificamos. Quisimos a un malhechor antes que a él».

Pero –bendito sea por siempre el Dios de toda gracia– el cristiano, el creyente verdadero, puede mirar al cielo y decir: «Mi Señor ausente está ahí, y está ahí por mí. Se fue de este mundo miserable, y su ausencia hace de todo el escenario en torno a mí un desierto moral –un yermo desolado–».

No está aquí. Esto marca al mundo con una señal inequívoca en el juicio de todo corazón leal. El mundo no quiso tener a Jesús. Basta con eso. No hay que asombrarse ahora de ninguna historia de horror. Los informes de la policía, la orden del día de los grandes jurados, las estadísticas de nuestras ciudades y aldeas no tienen por qué sorprendernos. Un mundo que llegó a rechazar la personificación divina de toda bondad humana, y aceptar en su lugar a un ladrón y asesino, ha demostrado su depravación moral en un grado insuperable. ¿Nos extraña descubrir la vaciedad y falta de corazón del mundo? ¿Nos sorprende hallar que no puede merecernos ninguna confianza? Si nos causa alguna sorpresa, está claro que no hemos interpretado bien la ausencia de nuestro amado Señor.

¿Qué prueba la cruz de Cristo? ¿Que Dios es amor? No cabe duda. ¿Que Cristo entregó su preciosa vida para salvarnos de las llamas de un infierno eterno? ¡Completamente cierto, alabado sea su nombre sin par! Pero, ¿qué prueba la cruz de Cristo con respecto al mundo? Que su culpa está consumada y que su juicio está sellado. El mundo, al clavar en la cruz al que es perfectamente bueno, demostró ser, del modo más irrefutable, perfectamente malo. “Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado. El que me aborrece a mí, también a mi Padre aborrece. Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado; pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre. Pero esto es para que se cumpla la palabra que está escrita en su ley: Sin causa me aborrecieron” (Juan 15:22-25; compárese con Salmo 35:19).

El descenso del Espíritu Santo

Debemos echar una ojeada a nuestro segundo hecho de mayor importancia. Dios el Espíritu Santo ha bajado a esta tierra. Hace más de dieciocho siglos1  que el Santo Espíritu descendió del cielo; y ha estado aquí desde entonces. Este es un hecho estupendo. Hay una Persona divina en este mundo, y su presencia –como la ausencia de Jesús– tiene un doble aspecto: el uno concierne al mundo; el otro, a la Iglesia; al mundo globalmente y a cada persona en especial; a la Iglesia globalmente, y a cada miembro en particular. En lo que respecta al mundo, este testigo augusto descendió del cielo para redargüirle del terrible crimen de rechazar y crucificar al Hijo de Dios. Por lo que respecta a la Iglesia, vino como gran Consolador, para ocupar el lugar del Jesús ausente, y alegrar con su presencia y ministerio el corazón de los suyos. Así, para el mundo, el Espíritu Santo es Condenador poderoso; para la Iglesia, Consolador poderoso.

Un par de porciones de la Sagrada Escritura bastarán para fijar estos puntos en el corazón y en la mente del piadoso lector que se rinde con humilde reverencia a la autoridad de la Palabra de Dios. Veamos lo que dice el capítulo 16 del Evangelio de Juan, versículos 5 a 11: “Pero ahora voy al que me envió; y ninguno de vosotros me pregunta: ¿A dónde vas? Antes, porque os he dicho estas cosas, tristeza ha llenado vuestro corazón. Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá (elegxei) al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado”.

De nuevo, leemos en Juan 14:15-17: “Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros”.

Estas citas prueban el doble aspecto de la presencia del Espíritu Santo. No podemos detenernos más en este tema; pero confiamos que el lector se sentirá llevado a estudiarlo por sí mismo a la luz de las Santas Escrituras; estamos persuadidos de que, cuanto más lo estudie, tanto más profundamente se dará cuenta de su interés y de su inmensa importancia práctica. ¡Qué pena, que se lo entienda tan poco, que los cristianos tengan una visión tan corta de lo que está implicado en la presencia del Espíritu eterno, Dios Espíritu Santo, en esta tierra, es decir sus consecuencias solemnes con respecto al mundo, y sus resultados preciosos con respecto a la Iglesia, y a cada miembro en particular!

¡Oh, que el pueblo de Dios, en todas partes, sea conducido a una inteligencia más profunda de estas cosas! ¡Qué consideren lo que deben a esta Persona divina que mora en ellos y con ellos! ¡Qué procuren con el mayor celo no «contristarle» (Efesios 4:30) en la vida privada, ni «apagarle» (1 Tesalonicenses 5:19) en las reuniones de la asamblea!

  • 1N. del T.: El autor vivió en el siglo XIX.

El hecho mismo

Al entrar en este tema tan glorioso, creemos que lo mejor que se puede poner ante los ojos del lector es el testimonio claro de la Sagrada Escritura sobre el hecho mismo de que nuestro Señor Jesucristo vendrá de nuevo, que dejará el lugar que ocupa ahora en el trono de su Padre y vendrá en las nubes para acoger consigo a su pueblo, ejecutar juicio sobre los impíos y establecer su reino eterno y universal.

Este hecho nos es presentado en el Nuevo Testamento con la misma claridad y plenitud que los dos anteriores. Tan cierto es que el Hijo de Dios va a venir del cielo, como que se fue un día al cielo y que el Espíritu Santo está todavía en esta tierra. Si admitimos uno de estos hechos, tenemos que admitir los demás; y si negamos uno, tendremos que negarlos todos, puesto que todos descansan sobre la base de la misma autoridad. Juntamente quedan en pie o juntamente caen por tierra. ¿Es cierto que el Hijo de Dios fue rechazado, expulsado, crucificado? ¿Y que ascendió a los cielos? (Hechos 1:9, 11). ¿Y que está sentado ahora a la diestra de Dios (Marcos 16:19), coronado de gloria y honor? (Hebreos 2:9). ¿Es cierto que Dios el Espíritu Santo bajó a esta tierra cincuenta días después de la resurrección de nuestro Señor (Hechos 2:1), y que está todavía aquí?

¿Son verdaderos estos hechos? Tan verdaderos como los puede hacer la Escritura. Entonces, igualmente cierto es el hecho de que nuestro adorable Señor vendrá de nuevo y establecerá su reino en esta tierra, que vendrá del cielo y asumirá su gran poder y reino de un polo de la tierra al otro, “y desde el río hasta los confines de la tierra” (Salmo 72:8).

Quizá parezca extraño a ciertos lectores que creamos necesario tomar a pecho la demostración de una verdad tan clara como esta; pero hay que tener en cuenta que estamos escribiendo sobre este tema como si fuese completamente nuevo para el lector; como si jamás hubiese oído hablar de la segunda venida del Señor; o, si habiéndola oído, la pusiera aún en duda. Esta es la razón por la cual tratamos un tema tan precioso de un modo tan elemental.

Vamos a probarlo.

Cuando nuestro adorable Señor estaba próximo a despedirse de sus discípulos, procuró, en su gracia infinita, consolarlos mediante las palabras más tiernas y suaves: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:1-3).

Aquí tenemos algo definitivo. De verdad que es tan definitivo como alentador y consolador. “Vendré otra vez”. No dice: «Enviaré por vosotros». Menos todavía dice: «Vendréis a mí cuando muráis». No dice nada que se parezca a eso. Enviar un ángel o una legión de ángeles no sería lo mismo que venir él. No cabe duda de que sería muy amable de su parte y muy glorioso para nosotros, si nos fuese enviada una multitud de huestes celestiales, con caballos y carros de fuego, para llevarnos en triunfo al cielo. Pero eso no sería el cumplimiento de su dulce promesa. Y cumplirá con la mayor seguridad lo que prometió. No va a decir una cosa y a hacer otra. No puede mentir ni alterar su Palabra. Y no solo eso, sino que tampoco quedaría satisfecho el amor de su corazón, si enviara un ángel o una hueste de ángeles para llevarnos al cielo. Vendrá él personalmente.

¡Qué gracia tan conmovedora brilla en todo esto! Si estoy esperando a un amigo muy querido y estimado que viene por tren, no voy a quedar satisfecho con enviar un criado o un taxi vacío para recogerlo; iré yo personalmente. Esto es justamente lo que nuestro amante Señor dice que hará. Se fue al cielo; su entrada allá prepara y determina el lugar de los suyos. Entre las muchas mansiones de la casa del Padre, no habría lugar para nosotros, si nuestro Jesús no hubiese ido allá de antemano; y luego, a fin de que no haya en nuestro corazón ningún sentimiento de extrañeza por el pensamiento de que hemos de entrar en aquel lugar, dice con tanta dulzura: “Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis”. Nada menos que esto puede cumplir la promesa bondadosa de nuestro Señor ni satisfacer el amor de su corazón.

Nótese, con toda atención, que esta promesa no hace referencia de ninguna clase a la muerte del creyente individual. ¿Quién puede imaginarse que, cuando nuestro Señor dijo: “Vendré otra vez”, quería decir en realidad que iríamos a él mediante la muerte? ¿Cómo podemos atrevernos a tomarnos tales libertades con las palabras llanas y preciosas de nuestro Señor? Seguramente que si hubiese sido su intención hablar de que iríamos a él mediante la muerte, podía haberlo dicho y lo habría dicho. Pero no dijo eso, porque no era su intención decirlo; ni es posible que dijese una cosa e intentase dar a entender otra. Su venida a nosotros y nuestra ida a él son dos cosas totalmente diferentes; y, al ser diferentes los conceptos, habrían estado arropados en lenguaje también diferente.

Así, por ejemplo, en el caso del ladrón arrepentido en la cruz, nuestro Señor no habla de venir a recogerle, sino que dice: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43). Hemos de recordar siempre que la Escritura es tan divinamente precisa como divinamente inspirada, de ahí que nunca puede confundir, y nunca confunde, dos cosas tan enteramente diferentes como la venida del Señor y la muerte del cristiano.

No estará de más hacer notar que hay solamente cuatro lugares en el Nuevo Testamento donde se hace alusión al tema del paso del cristiano por el trance de la muerte. El primero es el lugar, arriba citado, en Lucas 23:43: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. El segundo se halla en Hechos 7:59: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. El tercero es la frase hermosa y familiar de Pablo en 2 Corintios 5:8: “Ausentes del cuerpo, y presentes al Señor”. El cuarto se halla en el encantador capítulo primero de Filipenses, versículo 23: “Teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor”.

Estas porciones tan preciosas contienen el testimonio de la Escritura sobre el interesante tema del estado intermedio. Hay en Apocalipsis 14:13 una porción que, a menudo, se aplica mal a este tema: “Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen”. Pero esto no tiene aplicación ahora a los cristianos, aunque no cabe duda de que todos los que mueren así en el Señor son bienaventurados, y sus obras siguen con ellos. Sin embargo, ese lugar se refiere a un tiempo todavía futuro, cuando la Iglesia haya salido del todo del escenario actual, y hayan hecho su aparición otros testigos. En otras palabras, Apocalipsis 14:13 alude a una era apocalíptica, y así se ha de considerar si queremos evitar confusiones.

Volvamos a nuestro tema y sigamos con las pruebas; y, al hacerlo así, rogamos al lector que se fije en el capítulo primero de Hechos de los Apóstoles, versículos 10-11. El adorable Señor acaba de marcharse de esta tierra en presencia de sus santos apóstoles. “Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo”.

Esto es sumamente interesante y provee la prueba más contundente de nuestra tesis actual. De cierto que es imposible eludir su fuerza. ¡Qué se atreva alguien a procurar o desear eludirla! Por la forma en que hablan los testigos angélicos a los hombres de Galilea, parecería que suena a repetición; pero, como sabemos bien, no hay, ni puede haber, tal cosa en el libro de Dios. Por tanto, es una plenitud hermosa, una perfección divina, lo que vemos en ese testimonio. De él aprendemos que el mismo Jesús que dejó esta tierra y subió al cielo, en presencia de cierto número de testigos, vendrá de la misma manera que le habían visto subir al cielo. El mismo que hacía muy poco había estado conversando con ellos –al que habían visto con sus propios ojos, escuchado con sus oídos y palpado con sus manos– el que había comido en presencia de ellos y “después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables” (Hechos 1:3). Pues bien, “así vendrá”.

Quien con alzadas manos
Del mundo se marchó,
Vendrá otra vez glorioso
A dar su bendición.

Aquí hemos de preguntar (aunque nos adelantemos a lo que pensamos decir en otro capítulo): «¿Quién vio subir a nuestro adorable Señor? ¿El mundo?». ¡De ningún modo! Ni una sola de las personas inconversas, sin fe, ha puesto jamás sus ojos en nuestro precioso Señor desde el momento en que fue colocado en el sepulcro. La última vez que el mundo pudo ver a Jesús fue cuando estaba colgado en la cruz, hecho espectáculo de ángeles, hombres y demonios. La próxima vez que le verán será cuando venga, como un relámpago, a ejecutar juicio y pisar, con venganza terrible, el lagar de la ira del Dios Todopoderoso. ¡Tremendo pensamiento!

Por consiguiente, nadie vio ascender al Salvador sino los suyos, nadie más le ha visto desde el momento de su resurrección. Él se mostró a sí mismo, ¡bendito sea su santo nombre!, a los que llevaba en su corazón. Les aseguró, consoló, confortó y animó el alma con esas “muchas pruebas indubitables” de las que nos habla el escritor inspirado. Él los llevó hasta los confines mismos del mundo invisible, hasta donde puede llegar el hombre mientras aún está en el cuerpo; y allí les permitió verle subir a los cielos; y mientras tenían la mirada fija en una visión tan gloriosa, les envió el testimonio precioso: “Este mismo Jesús” –no otro, no un desconocido, sino el mismo amigo amoroso, simpatizante, amable, inmutable– “que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (Hechos 1:11).

¿Puede haber un testimonio más preciso o satisfactorio? ¿Una prueba más clara o contundente? ¿Cómo puede haber una contraprueba que se tenga en pie por un solo momento, ni una objeción que pueda surgir? O aquellos dos varones con vestiduras blancas eran testigos falsos, o nuestro Jesús vendrá exactamente de la misma manera que se fue. No hay término medio entre esas dos conclusiones. Leemos en la Escritura que “por boca de dos o de tres testigos se decidirá todo asunto” (2 Corintios 13:1); y, por tanto, por boca de dos mensajeros celestiales, de dos heraldos venidos de la región de luz y verdad, tenemos establecido el caso de que nuestro Señor Jesucristo vendrá de nuevo en forma corporal, para ser visto en primer lugar por los suyos, aparte de todos los demás hombres, en la santa intimidad y el retiro profundo que caracterizaron su partida de este mundo. Todo esto, bendito sea Dios, está incluido en las dos pequeñas palabras “así” y “como”.1

No puede ser nuestro intento, en un tratado tan breve como el presente, aducir todas las pruebas que se hallan en las páginas del Nuevo Testamento. Hemos aportado una de los evangelios y otra de Hechos, y ahora rogamos al lector que nos acompañe a examinar las epístolas. Tomemos, por ejemplo, la primera epístola a los Tesalonicenses. Escogemos esta epístola, porque se admite que fue la primera que escribió Pablo; y además, porque fue dirigida a un grupo de recién convertidos. Este último detalle es de mucho valor, pues a veces oímos afirmar que la enseñanza de la venida del Señor no es adecuada para recién convertidos. Pero el apóstol Pablo fue inspirado por Dios para hacerlo, eso es evidente por el hecho de que, de todas las epístolas que escribió, ninguna habla acerca de la venida del Señor tanto como la que escribió para los tesalonicenses recién convertidos. El hecho es que, cuando alguien se convierte y es introducido en la plena luz y libertad del evangelio de Cristo, le resulta muy natural aguardar la venida del Señor. Esa verdad preciosa es parte integrante del Evangelio. La primera y segunda venida están unidas del modo más feliz por el lazo divino de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia.

Por otra parte, donde alguien no está establecido en la gracia; donde no se disfruta de paz y libertad; donde se ha recibido un evangelio incompleto, allí es donde vemos que no es fomentada la esperanza de la venida del Señor, por la sencilla razón de que el alma está, por necesidad, ocupada en la cuestión de su estado y de sus perspectivas. Si no estoy seguro de mi salvación, si no sé si tengo vida eterna, si no sé si soy hijo de Dios, no puedo estar esperando la segunda venida del Señor. Solo cuando nos percatamos de lo que Jesús hizo por nosotros en su primera venida, podemos aguardar su segunda venida con una inteligencia santa e iluminada.

Vayamos a nuestra epístola. Tomemos las siguientes frases del primer capítulo: “Pues nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre… de tal manera que habéis sido ejemplo a todos los de Macedonia y de Acaya que han creído. Porque partiendo de vosotros ha sido divulgada la palabra del Señor, no solo en Macedonia y Acaya, sino que también en todo lugar vuestra fe en Dios se ha extendido, de modo que nosotros no tenemos necesidad de hablar nada; porque ellos mismos cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis, y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera” (1 Tesalonicenses 1:5-10).

Aquí tenemos un ejemplo maravilloso del efecto de un evangelio claro y completo, recibido con fe sencilla y sincera. Dieron la espalda a los ídolos, para servir al Dios vivo y verdadero y para esperar a su Hijo. Estaban convertidos a la bienaventurada esperanza de la venida del Señor. Esa era una parte integrante del evangelio que Pablo predicaba, y una parte integrante de la fe de ellos. ¿Hubo en realidad un abandono de los ídolos? ¡Sin duda alguna! ¿Fue una realidad la determinación de servir al Dios vivo? ¡Fuera de toda cuestión! Pues entonces, es igual de real, de positivo, de sencillo, ese esperar de los cielos al Hijo de Dios. Si ponemos en duda la realidad de uno de esos hechos, tenemos que poner en duda la realidad de todos, puesto que todos están estrechamente unidos y forman un bello racimo de verdades cristianas prácticas.

Si se hubiera preguntado a un cristiano de Tesalónica qué es lo que esperaba, ¿cuál habría sido su respuesta? ¿Habría dicho: «Espero que se mejore el mundo por medio del evangelio que yo mismo he recibido» o «estoy esperando el momento de mi muerte para ir a estar con Jesús?» ¡No! Su respuesta habría sido sencillamente: «Espero que venga de los cielos el Hijo de Dios». Esta, y no otra, es la esperanza genuina del cristiano, la esperanza adecuada de la Iglesia. Esperar que el mundo mejore no es de ningún modo esperanza cristiana. Podría usted esperar igualmente que mejore la carne, pues hay justamente la misma esperanza en lo uno como en lo otro.

En cuanto al trance de la muerte –aunque no cabe duda de que puede llegar– ni una sola vez es presentada como la esperanza verdadera y adecuada del cristiano. Puede afirmarse, sin ningún temor a errar, que no hay ni siquiera una porción en el Nuevo Testamento donde se hable de la muerte como la esperanza del creyente. Por otro lado, la esperanza de la venida del Señor está ligada, del modo más estrecho, con todas las preocupaciones, asociaciones y relaciones de la vida, como podemos ver en la epístola que tenemos delante. Así, al referirse al interesante asunto de su relación personal con los santos amados de Tesalónica, dice el apóstol: “Porque, ¿cuál es nuestra esperanza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No lo sois vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo, en su venida? Vosotros sois nuestra gloria y gozo” (1 Tesalonicenses 2:19-20).

Y de nuevo, cuando piensa en el progreso de ellos en la santidad y en el amor, añade: “Y el Señor os haga crecer y abundar en amor unos para con otros y para con todos, como también lo hacemos nosotros para con vosotros, para que sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios, nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Tesalonicenses 3:12-13).

Finalmente, cuando el apóstol procura consolar el corazón de sus hermanos respecto a los que han caído en el sueño de la muerte, ¿cómo lo hace? ¿Les dice que pronto ellos también les seguirán? ¡De ningún modo! Eso seguiría completamente la línea del tiempo del Antiguo Testamento, cuando David dice de su hijo difunto: “Yo voy a él, mas él no volverá a mí” (2 Samuel 12:23). Pero el Espíritu Santo no nos instruye de ese modo en la primera a los Tesalonicenses, ¡todo lo contrario! Dice: “Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él. Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros (no los que murieron) que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras” (1 Tesalonicenses 4:13-18).

Es imposible presentar una prueba más sencilla, directa y convincente que esta. Los cristianos de Tesalónica, como hemos hecho notar, se convirtieron a la esperanza del regreso del Señor. Se les enseñó a esperarlo cada día. Creer que él había de venir era una parte tan importante de su cristianismo como creer que había venido y se había marchado. Así sucedió que, cuando algunos de entre ellos fueron llamados a pasar por la muerte, quedaron desconcertados; no habían contado con eso; y temían que los difuntos perdieran el gozo de aquel momento, tan feliz y añorado, del regreso del Señor. Por eso, el apóstol les escribe para corregirles la equivocación y, al hacerlo así, lanza un nuevo foco de luz sobre todo el tema, y les asegura que los muertos en Cristo (lo cual incluye a todos los que, desde Adán, duermen y han de dormir, el sueño de la muerte) resucitarán primero, esto es, antes que sean «transformados»2  los que viven, y todos juntos ascenderán para salir al encuentro del Señor.

Tendremos ocasión de volver a esta porción, cuando tratemos otras ramas de tan glorioso tema. Lo citamos aquí solo como una de las pruebas casi innumerables del hecho de que nuestro Señor vendrá de nuevo y de que su venida personal es la real esperanza de la Iglesia de Dios y de cada creyente en particular.

Concluiremos este punto recordando al lector cristiano que nunca puede sentarse a la Mesa de su Señor sin que se haga memoria de esta esperanza gloriosa: “Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta”… ¿cuándo? ¿Hasta que muráis? ¡No! sino: “Hasta que él venga” (1 Corintios 11:26). ¡Qué precioso es esto! La Mesa del Señor está puesta entre esas dos fechas maravillosas, la cruz y el advenimiento: la muerte y la gloria. El creyente puede mirar hacia arriba desde la Mesa y ver los rayos de gloria dorando el horizonte. Es nuestro privilegio, al reunirnos cada domingo en torno a la Mesa del Señor para anunciar su muerte, poder decir: «Hoy podría ser la última ocasión de celebrar esta fiesta preciosa; antes que amanezca sobre nosotros otro domingo, él puede venir». Repetimos: «¡Qué precioso es esto!».

  • 1N. del T.: Un segundo punto importante, que siguió a la declaración de los ángeles, es que la ascensión del Señor tuvo lugar en el Monte de los Olivos, así como sucederá cuando regrese en gloria y en juicio (véase Zacarías 14:4). Cabe asimismo señalar que el Señor fue alzado y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos, de la misma manera que vendrá en las nubes para establecer el reino (véase Mateo 24:30; 26:64; Apocalipsis 1:7). Su venida para arrebatar a su Iglesia estará oculta a los ojos del mundo y será el privilegio exclusivo de los creyentes; sin embargo, en este pasaje, así como en los demás, se trata de su venida en gloria; pues el tiempo de la Iglesia, el período de la gracia, es distinto del curso del tiempo para el pueblo de Dios que constituye lo esencial de la profecía revelada en la Escritura.
  • 2N. del T.: Es decir, siguiendo la expresión de 1 Corintios 15:51-53, que el cuerpo corruptible de los vivos será transformado en un cuerpo incorruptible, y que el cuerpo mortal se revestirá de inmortalidad.

La doble vertiente del hecho

Confiando en que hemos dejado bien probado el hecho de la venida del Señor, vamos ahora a poner ante el lector la doble vertiente de tal hecho: la que concierne al pueblo de Dios y la que concierne al mundo. La primera es presentada como la venida de Cristo a recoger a los Suyos; la segunda es expresada con la frase “el día de Jehová”, frase que se usa también con frecuencia en el Antiguo Testamento (Isaías 13:6, 9; Joel 2:31; Amós 5:20, etc.).

La Escritura nunca confunde estas dos cosas, como veremos cuando examinemos las distintas porciones. Los cristianos las confunden, y de ahí que hallemos con frecuencia esa “esperanza bienaventurada” (Tito 2:13) envuelta en densas nubes y asociada mentalmente con circunstancias de terror, ira y juicio, que nada tienen que ver con la venida de Cristo por los suyos, sino que están ligadas íntimamente con “el día de Jehová”.

Tenga, pues, bien fijo en su corazón el cristiano lector, sobre la base de la autoridad clara de la Sagrada Escritura, que la esperanza grande y específica que siempre debe abrigar, es la venida de Cristo por los suyos. Esa esperanza podría realizarse hoy mismo. No queda ninguna otra cosa que esperar, ningún suceso que se divulgue por las naciones, nada que pueda ocurrir en la historia de Israel, nada en lo que respecta al gobierno de Dios en el mundo, nada, absolutamente nada que se interponga entre el corazón del creyente verdadero y su esperanza celestial. Cristo podría venir por los suyos esta noche. No hay realmente nada que lo impida. Nadie puede decir cuándo vendrá; pero podemos decir gozosamente que puede venir en cualquier momento. Y, bendito sea su nombre, cuando venga por nosotros, no lo hará acompañado de circunstancias de terror, ira y juicio. No será con negrura, oscuridad y tempestad. Estas cosas acompañarán al “día de Jehová”, como dijo claramente a los judíos el apóstol Pedro en su primer gran sermón el día de Pentecostés, cuando citó de la solemne profecía de Joel las siguientes palabras: “Y daré prodigios arriba en el cielo, y señales abajo en la tierra, sangre y fuego y vapor de humo; el sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes”… ¿de qué? ¿De que venga el Señor por los suyos? ¡No!; sino antes “que venga el día del Señor, grande y manifiesto” (Hechos 2:19-20).

Cuando nuestro Señor venga a recoger a los suyos, ningún ojo le verá, ningún oído oirá su voz, excepto su pueblo redimido y amado. Recordemos las palabras de los testigos angélicos en el primer capítulo de Hechos. ¿Quién vio al Salvador subiendo a los cielos? Nadie sino los suyos. Pues bien, “así vendrá como le habéis visto ir al cielo”. Como fue el ir, así será el venir, si hemos de someternos a la Escritura. Confundir el día de Jehová con la venida de Cristo por su Iglesia es pasar por alto las enseñanzas más claras de la Escritura y privar al creyente de su verdadera y justa esperanza.

Quizá lo mejor que podemos hacer aquí es fijar la atención en un texto muy importante e interesante de la segunda epístola de Pedro: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo. Tenemos también la palabra profética más segura [o confirmada], a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (2 Pedro 1:16-19).

Esta porción exige la consideración más atenta por parte del lector. Expresa, del modo más claro, la diferencia entre “la palabra profética” y la esperanza peculiar del cristiano, a saber, “el lucero de la mañana”. Debemos recordar que el gran tema de la profecía es el gobierno que Dios ejerce en el mundo en conexión con la descendencia de Abraham. “Cuando el Altísimo hizo heredar a las naciones, cuando hizo dividir a los hijos de los hombres, estableció los límites de los pueblos según el número de los hijos de Israel. Porque la porción de Jehová es su pueblo; Jacob la heredad que le tocó” (Deuteronomio 32:8-9).

Aquí está, pues, el objetivo y tema de la profecía: Israel y las naciones. Un niño lo puede entender. Si damos un repaso a los profetas, desde el comienzo de Isaías hasta el final de Malaquías, no hallaremos ni una sola línea acerca de la Iglesia de Dios, su posición, su porción o sus perspectivas. No cabe duda de que la palabra profética es profundamente interesante y que para el cristiano es de gran provecho estudiarla; pero esto será, justamente en proporción a cómo entiende el fin y objeto propios de la profecía y a cómo la diferencia de su especial esperanza personal. Es imposible que alguien estudie correctamente las profecías del Antiguo Testamento, si no ve claramente cuál es el verdadero lugar de la Iglesia.

En este breve tratado, no podemos ocuparnos del tema de la Iglesia. Este ha sido mencionado repetidas veces y tratado en detalle en otras ocasiones. Solo rogamos que el lector sopese y examine el aserto hecho aquí, a saber, que, de tapa a tapa del Antiguo Testamento, no hay ni una sílaba acerca de la Iglesia de Dios, el Cuerpo de Cristo. Hay tipos, sombras y ejemplos que podemos ver, entender y apreciar ahora que tenemos la luz del Nuevo Testamento en todo su apogeo. Mas, para cualquier creyente del Antiguo Testamento, era imposible ver el gran misterio de Cristo y de la Iglesia, puesto que no había sido revelado. El apóstol, inspirado por Dios, nos dice expresamente que estaba “escondido”, no en las Escrituras del Antiguo Testamento, sino “en Dios”, según leemos en Efesios 3:9: “Y de aclarar a todos cuál sea la dispensación del misterio escondido desde los siglos en Dios, que creó todas las cosas”. Así también, en Colosenses 1:26, leemos: “El misterio que había estado oculto desde los siglos y edades, pero que ahora ha sido manifestado a sus santos”.

Estas dos porciones establecen la verdad de nuestro aserto para los que están dispuestos a regirse absoluta y únicamente por la autoridad de las Sagradas Escrituras; nos enseñan que el gran misterio –Cristo y la Iglesia– no puede hallarse en el Antiguo Testamento. ¿Dónde tenemos en el Antiguo Testamento una sola palabra referente a que judíos y gentiles formen un solo cuerpo y estén unidos por el Espíritu Santo a una Cabeza viviente en los cielos? ¿Cómo podía existir tal cosa mientras “la pared intermedia de separación” (Efesios 2:14) permaneciera interpuesta, como una barrera inseparable, entre los circuncidados y los incircuncisos? A cualquiera que se le preguntase sobre un aspecto especial de la antigua dispensación, respondería de inmediato: «La separación estricta entre judíos y gentiles». Por otra parte, si se le pidiese mencionar un rasgo especial de la Iglesia, o del cristianismo, respondería con la misma prontitud: «La íntima unión de judíos y gentiles en un solo Cuerpo». Las dos condiciones aparecen en vivo contraste, y era totalmente imposible que ambas fuesen compatibles al mismo tiempo. La verdad de la Iglesia no podía ser revelada mientras permanecía la pared intermedia de separación; pero, desde que la muerte de Cristo derribó esa pared, descendió de los cielos el Espíritu Santo para formar ese único Cuerpo y unirlo, mediante su presencia y su morada, a la Cabeza resucitada y glorificada en el cielo. Tal es el gran misterio de Cristo y de la Iglesia, para el cual no había otra base que no fuese la redención consumada.

Urgimos al lector para que examine por sí mismo esta materia. Que escudriñe las Escrituras para ver si estas cosas son realmente así (Hechos 17:11). Esa es la única manera de llegar a la verdad, dejando a un lado todos nuestros pensamientos y razonamientos, nuestros prejuicios y preferencias, y llegarnos, como un niño, a las Sagradas Escrituras. De este modo, conoceremos la mente de Dios sobre este tema tan precioso e interesante. Hallaremos que la Iglesia de Dios, el Cuerpo de Cristo, no existió de hecho hasta después de la resurrección y ascensión de Cristo y el consiguiente descenso del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Más aún, hallaremos que la doctrina plena y gloriosa de la Iglesia no salió completamente a la luz hasta los días del apóstol Pablo (compárese con Romanos 16:25-26; Efesios, cap. 1 a 3; Colosenses 1:25-29). Finalmente, veremos que las fronteras actuales e inequívocas de la historia terrenal de la Iglesia son, por un lado, Pentecostés (Hechos 2); y, por el otro, el arrebatamiento de los santos (1 Tesalonicenses 4:13-17).

Llegamos así a un punto desde el cual podemos ver la esperanza propia de la Iglesia; y esa esperanza es, con la mayor seguridad, “la Estrella resplandeciente de la mañana” (Apocalipsis 22:16). Los profetas del Antiguo Testamento no pronunciaron ni una sílaba de esa esperanza. Hablan, con toda claridad del “Día de Jehová”, es decir del día de juicio del mundo y sus caminos (véase Isaías 2:12-22 y lugares paralelos). Pero nunca debe confundirse “el Día de Jehová” (con todas las circunstancias de ira, juicio y terror que han de acompañarlo) con la venida de Cristo por los suyos. Cuando nuestro adorable Señor venga por su pueblo, no habrá nada de que aterrarse. Vendrá con toda la dulzura y ternura de su amor a recoger a su pueblo amado y redimido. Vendrá a consumar la preciosa historia de su gracia.

Aparecerá (ophthesetai) por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan
(Hebreos 9:28)1 .

Vendrá como esposo a recibir a la esposa; y cuando venga de este modo, nadie excepto los suyos oirán su voz y verán su faz. Si viniese esta misma noche –y bien podría venir, pues nada lo impide– si hoy mismo se oyese la voz del arcángel y la trompeta de Dios, entonces todos los muertos en Cristo, todos los santos de Dios, tanto los del tiempo del Antiguo Testamento como los del Nuevo, que duermen en los cementerios y tumbas o en el fondo del océano, se levantarían de su sueño temporal. Todos los santos vivientes también serían transformados y todos ellos serían arrebatados en un momento para salir al encuentro de su Señor e irían con él a la casa del Padre (Juan 14:3; 1 Tesalonicenses 4:16-17; 1 Corintios 15:51-52).

Esto es lo que significa el arrebatamiento de los santos, y no tiene nada que ver directamente con Israel o las naciones. Es la única esperanza propia y distintiva de la Iglesia, y de ella no hay la menor alusión en el Antiguo Testamento. Si alguien dice que la hay, entonces que la muestre, pues si existiera sería muy fácil demostrarla. Declaramos solemne y deliberadamente que no existe tal cosa. Para todo lo que respecta a la Iglesia –su posición, llamamiento, heredad y perspectivas– hemos de fijar la mirada en el Nuevo Testamento y, de allí principalmente en las epístolas de Pablo. Confundir “la palabra de la profecía” con la esperanza de la Iglesia es disminuir la verdad de Dios y descarriar las almas de su pueblo. ¡Ay, y cuán cierto es que el enemigo ha logrado hacer todo eso a lo largo y a lo ancho de la Iglesia profesante! De ahí que sean tan pocos los cristianos que tienen un concepto realmente escriturario de la venida del Señor. Están mirando a la profecía para hallar la esperanza de la Iglesia –confunden “el Sol de justicia” con “el lucero de la mañana” (Apocalipsis 2:28, V. M.)– mezclan la venida de Cristo por los suyos con la venida de Cristo con los suyos; y hacen que su “venida” o “presencia” equivalga a su “aparición” o “manifestación”.

Todo esto es una equivocación muy seria, contra la que deseamos advertir a nuestros lectores. Cuando Cristo venga con su pueblo, “todo ojo le verá” (Apocalipsis 1:7). Cuando él se manifieste, también se manifestará su pueblo: “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Colosenses 3:4). Cuando Cristo venga a ejecutar juicio, sus santos vendrán con él: “He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos” (Judas 14-15). Igualmente, en Apocalipsis 19:11 y 14, el que monta el caballo blanco va seguido de sus ejércitos celestiales, montados en caballos blancos y vestidos de lino finísimo, blanco y limpio. Estos ejércitos no son ángeles, sino santos, porque no leemos de los ángeles que vayan vestidos de lino blanco, del cual se nos dice expresamente en este mismo capítulo (v. 8) que es “las acciones justas de los santos”.

Ahora bien, es muy evidente que, si los santos acompañan a su Señor cuando viene en plan de juicio, han tenido que estar con él previamente. El hecho de ir ellos a él no aparece en el libro del Apocalipsis, a no ser que esté implícito –como lo está sin duda– en el arrebatamiento del hijo varón, en el capítulo 12. El niño varón es, con la mayor seguridad, Cristo; y como Cristo y su pueblo están indisolublemente unidos en un Cuerpo, también están identificados con Él del modo más completo, ¡bendito sea por siempre su santo y precioso nombre!

Pero es claro que el objetivo del libro del Apocalipsis no es presentarnos la venida de Cristo por su pueblo, ni el arrebatamiento para salir al encuentro de él en el aire, ni su partida a la casa del Padre. Para hallar estos hechos, tenemos que mirar hacia otra parte, como por ejemplo: Juan 14:3, 1 Corintios 15:23 y 51-52, 1 Tesalonicenses 4:14-17. Pondere el lector esos tres pasajes y empape su alma con su enseñanza clara y preciosa. No hay en ellos nada difícil, ninguna oscuridad, nada nebuloso o vago. Un bebé en Cristo los puede entender. Presentan, del modo más claro y sencillo posible, la verdadera esperanza cristiana, la venida de Cristo para recoger a su pueblo, y llevarlo consigo a la casa de su Padre, a fin de que permanezca allí con él, mientras Dios ejecuta sus propósitos soberanos con Israel y las naciones, y prepara el camino, mediante sus procedimientos judiciales, para introducir en el mundo a su Primogénito.

Y si alguien pregunta: «¿Por qué no tenemos en el libro del Apocalipsis la venida de Cristo por su pueblo?» responderemos: «Porque dicho libro es, sobre todo, un libro de juicio, un libro de gobierno y de juicio; al menos, los capítulos 1 al 20. De ahí que hasta la Iglesia es presentada como bajo juicio. En los capítulos 2 y 3, no vemos a la Iglesia como el cuerpo o la esposa de Cristo, sino como testigo responsable en la tierra y cuya condición es examinada cuidadosamente y juzgada rígidamente por “el que anda en medio de los siete candeleros” (Apocalipsis 2:1)».

Por consiguiente, no encajaría dentro del carácter u objeto de este libro introducir directamente el arrebatamiento de los santos. Nos muestra a la Iglesia en la tierra, en el sitio de responsabilidad. Esto lo vemos, en los capítulos 2 y 3, bajo la consigna de “las cosas que son” (Apocalipsis 1:19). Pero desde ahí hasta el capítulo 19, no hay ni una sola sílaba acerca de la Iglesia en la tierra. La verdad es que la Iglesia no estará en la tierra durante ese periodo solemne. Estará con su Cabeza y Señor en el retiro divino de la casa del Padre. Los redimidos son vistos en el cielo, bajo el título de los 24 ancianos coronados, en los capítulos 4 y 5. Allí estarán, Dios sea bendito, mientras se abren los sellos, se tocan las trompetas y se derraman las copas. Pensar que la Iglesia pueda hallarse en la tierra desde el capítulo 6 hasta el 18 del Apocalipsis –colocarla en medio de los juicios apocalípticos, hacerla pasar por “la gran tribulación” (Apocalipsis 7:14), someterla a “la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra” (Apocalipsis 3:10)– equivaldría a falsificar su posición, a privarla de sus privilegios y a contradecir la promesa clara y positiva de su Señor2 .

No, querido lector cristiano; que nadie lo engañe de ningún modo. La Iglesia es vista en la tierra en Apocalipsis 2 y 3. Es vista en los cielos, juntamente con los santos del Antiguo Testamento, en los capítulos 4 y 5. En el Apocalipsis, no se nos dice cómo llegó allá, pero la vemos allí en plena comunión y santa adoración; y después, en el capítulo 19, el que monta el caballo blanco viene, con sus santos, a ejecutar juicio contra la bestia y el falso profeta, a deponer todo enemigo, a abatir toda maldad, y a reinar sobre la tierra durante el feliz periodo de mil años (Apocalipsis 20).

Tal es la enseñanza del Nuevo Testamento, e invitamos seriamente a nuestros lectores a que fijen en ella su atención. Y que nadie suponga que nuestro objeto es hallar en esa enseñanza un camino fácil para los cristianos, al decir con el mayor énfasis que la Iglesia no estará en “la gran tribulación” o que no entrará en “la hora de la prueba”. Nada de eso. El hecho es que la condición verdadera y normal de la Iglesia y, por consiguiente, del cristiano individual, es la tribulación. Así lo dice nuestro Señor: “En el mundo tendréis aflicción” (Juan 16:33). Y Pablo dice: “Nos gloriamos en las tribulaciones” (Romanos 5:3).

Por tanto, no hay que pensar en eludir la porción que nos ha sido asignada en este mundo, si es que somos fieles a Cristo. Pero el hecho es que esta cuestión implica toda la verdad de la posición y de la perspectiva de la Iglesia, y esta es la razón por la cual exhortamos con insistencia a nuestros lectores a que oren y fijen su atención en ello.

El gran objetivo del enemigo es rebajar a la Iglesia de Dios a un nivel terrenal –extraviar enteramente a los cristianos en cuanto a la esperanza asignada por Dios para ellos, llevarlos a que confundan cosas que Dios ha hecho que sean diferentes, a que se ocupen en cosas de la tierra– hacer que mezclen la venida de Cristo por los suyos con su aparición para juzgar al mundo, y que sean incapaces de cultivar esos afectos nupciales y esas aspiraciones celestiales que les corresponden como miembros del cuerpo de Cristo. De buena gana querrá verlos en busca de diversos acontecimientos terrestres que se interpongan entre ellos y su esperanza más adecuada, a fin de que no estén a la expectativa, aguardando con deseo ardiente la aparición de “la Estrella resplandeciente de la mañana”.

Bien sabe el enemigo lo que se trae entre manos; y no deberíamos ignorar sus maquinaciones (2 Corintios 2:11), sino dedicarnos más bien al estudio de la Palabra de Dios y aprender así, como lo haremos con toda seguridad, «el doble aspecto» del hecho glorioso de la venida del Señor.

  • 1La cláusula “a los que le esperan”, se refiere a todos los creyentes. No significa, como algunos suponen, solo los que sostienen la verdad de la segunda venida del Señor, pues eso haría que nuestro lugar con Cristo en su venida dependiese del conocimiento, en lugar de nuestra unión con él por la presencia y el poder del Espíritu Santo. En el versículo citado, El Espíritu Santo, lleno de misericordia, da por supuesto que todos los del pueblo de Dios están esperando, de una manera u otra, al precioso Salvador; y de verdad que lo están. Es posible que no vean claramente todos los detalles. Es posible que no todos disfruten de la misma claridad de visión o de la misma profundidad y plenitud de penetración; pero, con la mayor seguridad, todos ansiarían gozosamente, en cualquier momento, ver al que los amó y se entregó a sí mismo por ellos.
  • 2Tendremos ocasión de mostrar, en un futuro tratado, que después que la Iglesia haya sido arrebatada al cielo, el Espíritu de Dios actuará entre los judíos, lo mismo que entre los gentiles. Véase Apocalipsis 7.

“La venida” y “El día”

Volvamos por un momento a las dos epístolas a los Tesalonicenses. Como hemos hecho notar, estos cristianos fueron convertidos a la bienaventurada esperanza del regreso del Señor. Se les enseñó a esperarle cada día. No era solo la doctrina de la venida, para ser recibida y retenida en la mente, sino la expectación constante de una Persona divina en el corazón de quienes habían aprendido a amarle y anhelar su venida.

Pero, como podemos imaginar fácilmente, los cristianos de Tesalónica ignoraban muchas cosas relacionadas con esta bienaventurada esperanza. El apóstol había quedado separado de ellos “por un poco de tiempo, de vista pero no de corazón” (1 Tesalonicenses 2:17). No le había sido permitido permanecer con ellos el tiempo suficiente para instruirlos acerca de los detalles del tema de su esperanza. Sabían que Jesús había de volver, el mismo Salvador que los había librado de la ira venidera. Pero, en cuanto a la diferencia entre su venida por los suyos y su venida con ellos –entre su “presencia” y su “aparición”, su “venida” y su “día”– estaban, al principio, en completa ignorancia.

De ahí que, como podía esperarse, cayesen en varios errores y equivocaciones. Es asombrosa la rapidez con que la mente humana desvaría por confusiones y equivocaciones de las más graves e insensatas. Debemos estar guarnecidos siempre, por todos los lados, con la pura verdad de Dios, sólida y perfecta. Hemos de tener el alma bien equilibrada con la revelación divina; de lo contrario, nos hundiremos en toda clase de conceptos falsos e insensatos. Así fue como algunos creyentes de Tesalónica concibieron la idea de abandonar sus ocupaciones honestas; se cruzaron de brazos y se volvieron holgazanes.

Esa fue una gran equivocación. Aunque tuviéramos absoluta certeza de que nuestro Señor viene esta misma noche, no habría ninguna razón para dejar de cumplir, con la mayor diligencia y fidelidad, nuestros deberes diarios y para llevar a cabo todo lo que nos incumbe en la esfera particular en la que su mano bondadosa nos ha colocado. El hecho mismo de estar esperando a nuestro adorable Maestro debería reforzar nuestro deseo de tener todo bien hecho, como habría de estar hasta el momento mismo de su regreso, de forma que ni un solo detalle de nuestras obligaciones quedase descuidado. En realidad, la esperanza del pronto retorno del Señor, cuando está bien arraigada en el alma, influye en la vida, la conducta y el carácter del cristiano del modo más santificador, purificador y equilibrador. Ya sabemos que, por desgracia, incluso esta verdad tan gloriosa puede habitar en la zona del entendimiento y ser profesada frívolamente con los labios, mientras el corazón y la vida, el curso de la conducta y el carácter, permanecen enteramente inmunes a su influjo. Pero el apóstol Juan, inspirado por Dios, nos enseña expresamente que

Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro
(1 Juan 3:3).

Y, con toda seguridad, esta «purificación» abarca todo lo que ayuda a moldear, en la práctica, nuestra vida entera, día a día.

Pero aquellos amados tesalonicenses cayeron en otro grave error, del cual el apóstol, como pastor verdadero y fiel, procuró sacarlos. Pensaban que sus familiares cristianos ya fallecidos no compartirían el gozo del regreso del Señor. Temían que no pudiesen acompañarlos en aquel momento tan feliz y añorado.

Aun cuando es totalmente cierto que este error prueba precisamente cuán vívida era la conciencia que estos cristianos tenían de tan bienaventurada esperanza, era, con todo, un error que necesitaba ser corregido. Pero pongamos atención diligente en la forma en que los corrige: “Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él” (1 Tesalonicenses 4:13-14).

Notemos esto. No trata de consolar a estos amigos entristecidos, asegurándoles que no habían de tardar mucho en seguir a los que habían muerto. Todo lo contrario. Les asegura que Jesús había de traer consigo a los fallecidos. Esto es claro y preciso, está fundado en el gran hecho de que “Jesús murió y resucitó” (1 Tesalonicenses 4:14).

Pero el apóstol no se detiene ahí, sino que procede a lanzar un foco de nueva luz sobre el entendimiento de sus queridos hijos en la fe: “Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras” (1 Tesalonicenses 4:15-18).

Aquí, pues, tenemos lo que comúnmente se llama entre nosotros1  el arrebatamiento de los santos, seguramente, un tema sumamente glorioso, avivador y extasiador; la esperanza más brillante de la Iglesia de Dios y de cada creyente en particular. El Señor mismo descenderá del cielo con una convocación destinada a llegar únicamente al oído y al corazón de los suyos. Ningún oído incircunciso2  percibirá esa voz celestial, ningún corazón no renovado será movido por la llamada de esa trompeta divina. Los muertos en Cristo oirán el sonido vivificador y saldrán de sus dormitorios. Todos los santos vivientes lo oirán también y serán transformados. Y, ¡oh, qué cambio! El pobre tabernáculo de barro desmoronado, cambiado por un cuerpo glorioso, semejante al cuerpo de Jesús.

Fijémonos en esa figura contraída y marchita, ese cuerpo azotado por el dolor y desgastado por años de agudo sufrimiento. Es el cuerpo de un santo. ¡Qué humillante resulta verlo así! Cierto, pero espera un poco. Deja que suene la trompeta y, en un momento, esa pobre figura, aplastada y marchita, será transformada y hecha semejante al cuerpo glorificado del Señor.

Allá a lo lejos, en un hospital psiquiátrico, hay un pobre enfermo mental. Allí lleva varios años, pero es un santo de Dios. ¡Qué misterioso! Cierto, no podemos comprender el misterio; está fuera del alcance de nuestros conocimientos. Pero así es; ese pobre enfermo es un santo de Dios, un heredero de la gloria. También él oirá la voz del arcángel y la trompeta de Dios; dejará atrás, para siempre, su enfermedad y se remontará hasta el cielo en su cuerpo glorificado, para salir al encuentro de su Señor.

¡Oh, qué momento tan brillante! ¡Cuántas alcobas de enfermos y camas de moribundos quedarán vacantes! ¡Qué cambios tan admirables acaecerán entonces! ¡Cómo palpita el corazón con este pensamiento y anhela cantar, con plena orquesta, aquel himno precioso!:

Cristo, el Señor, vendrá otra vez,
Y nadie en vano le esperará:
Su gloria entonces podré yo ver,
Pues vendrá Cristo y me llamará.

Cuando suene la voz del arcángel
Llamando a los fieles a despertar,
Han de resucitar por millones,
Las alabanzas de Jesús a proclamar.

¡Este es nuestro Dios y Redentor!
Gritarán las huestes redimidas:
¡Al Dios de tierra y cielos sean
Eternas alabanzas dirigidas!

¡Amén y amén!

¡Qué glorioso el pensamiento de esos «millones que resucitarán»! ¡Qué delicia tan grande estar entre ellos! ¡Qué preciosa la esperanza de ver al adorable Señor que nos ama y se entregó a sí mismo por nosotros! Tal es la esperanza del cristiano, una esperanza acerca de la cual no hay una sola línea en el Antiguo Testamento. “La palabra profética” (2 Pedro 1:19) es de gran importancia, y haremos bien en estar atentos a ella. Para quienes se hallan completamente a oscuras, es una bendición inefable tener una lámpara que lance su luz a través de las tinieblas. Pero tenga presente el cristiano que lo que necesita es tener “el lucero de la mañana saliendo en su corazón”; en otras palabras, tener su corazón enteramente dominado por la esperanza de ver a Jesús como el brillante lucero de la mañana. Cuando el corazón se deja llenar y dominar por la genuina esperanza cristiana, entonces el ojo puede pasear inteligentemente su mirada por el mapa de la profecía: puede percibir el campo entero de la profecía, según lo ha puesto benévolamente nuestro Dios y hallar interés y provecho en cada página y en cada línea. Pero, por otra parte, podemos asegurar que quien investigue la profecía a fin de hallar allí a la Iglesia o su esperanza, está mirando en dirección a un camino equivocado. Allí encontrará al «judío» y al «gentil», pero no a «la iglesia de Dios». Esperamos que ninguno de nuestros lectores sea indiferente a este hecho –podemos decirlo con toda certeza– de tanta importancia.

Pero quizá preguntará alguno: «¿De qué sirve, entonces, la profecía? Si de verdad es cierto que no podemos hallar nada acerca de la Iglesia en las páginas de la profecía, ¿qué utilidad pueden reportar a los cristianos? ¿Por qué se nos dice que les prestemos atención, si nada tienen que ver directamente con nosotros?». A esto replicamos: «¿Acaso no hay nada que sea de algún valor, excepto lo que nos concierne directamente? ¿Es que solo vamos a interesarnos en aquello en que nosotros estamos incluidos específicamente? ¿Es que no significa nada tener abiertos ante nuestros ojos los consejos, los propósitos y los planes de Dios? ¿Tomamos a la ligera el gran favor que nos hace Dios al comunicarnos sus pensamientos en su santa Palabra de la profecía?». De seguro que no fue así como Abraham trató las comunicaciones que Dios le hizo en Génesis 18:17: “¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer?”. Y ¿qué era eso? ¿Le concernía directamente a Abraham? ¡De ningún modo! Les concernía a Sodoma y a las ciudades vecinas, en las que Abraham no tenía arte ni parte. Pero, ¿dejó por eso de interesarse en la comunicación que Dios le hacía? ¿Dejó de apreciar la señal de favor especial que Dios le mostraba al constituirle confidente honroso y fiable de sus pensamientos? ¡Por cierto que no! Podemos asegurar, sin temor a errar, que el fiel patriarca estimó altamente el privilegio que se le confería.

Y así deberíamos hacerlo nosotros. Deberíamos estudiar la profecía con todo el interés que suscita el tener ahí, desplegado ante nosotros con precisión divina, lo que Dios llevará a cabo en esta tierra con Israel y las naciones. La profecía es, para Dios, la historia del futuro; y en proporción exacta con el amor que tengamos a Dios, nos deleitará estudiarla; no por cierto, como algunos han dicho, para conocer la verdad de la profecía mediante su cumplimiento, sino a fin de poseer toda esa certeza, absoluta y divina, acerca del futuro, que la Palabra de Dios es capaz de comunicar. Nada tan absurdo, desde el punto de vista de la fe, como suponer que tenemos que esperar a que una profecía se cumpla para saber que es verdadera. ¡Qué insulto –sin duda, inconsciente– a la revelación sin par de nuestro Dios!

Pero vengamos, por un momento, al tema solemne del “día de Jehová” (“el día del Señor” en el Nuevo Testamento). Esta expresión aparece con frecuencia en las Escrituras del Antiguo Testamento. No nos es posible citar todas las porciones; nos vamos a referir a un par de ellas, y el lector podrá continuar con el tema por sí mismo.

Leemos en Isaías 2:12, 17-19: “Porque día de Jehová de los ejércitos vendrá sobre todo soberbio y altivo, sobre todo enaltecido, y será abatido… La altivez del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y solo Jehová será exaltado en aquel día. Y quitará totalmente los ídolos. Y se meterán en las cavernas de las peñas y en las aberturas de la tierra, por la presencia temible de Jehová, y por el resplandor de su majestad, cuando él se levante para castigar la tierra”.

Así también en Joel 2:1-2 y 10-11: “Tocad trompeta en Sion, y dad alarma en mi santo monte; tiemblen todos los moradores de la tierra, porque viene el día de Jehová, porque está cercano. Día de tinieblas y de oscuridad, día de nube y de sombra; como sobre los montes se extiende el alba, así vendrá un pueblo grande y fuerte; semejante a él no lo hubo jamás, ni después de él lo habrá en años de muchas generaciones… Delante de él temblará la tierra, se estremecerán los cielos; el sol y la luna se oscurecerán, y las estrellas retraerán su resplandor… porque grande es el día de Jehová, y muy terrible; ¿quién podrá soportarlo?”.

De estas porciones, y de otras similares, aprendemos que “el día de Jehová” va asociado al pensamiento solemne del juicio sobre el mundo, sobre el Israel apóstata, sobre el hombre y sus caminos, sobre todo lo que el corazón humano aprecia y anhela más. El día de Jehová contrasta agudamente con el día del hombre. Ahora es el hombre quien sobresale por sus respetos; entonces, será Dios quien campará por los suyos.

Ahora bien, aunque es totalmente cierto que todo el pueblo del Señor puede regocijarse en la perspectiva de aquel día (el cual, aunque se abrirá con juicio sobre el mundo, llevará, no obstante, las señales del reinado universal de la justicia), hemos de recordar que la esperanza propia del cristiano no es ese día con su acompañamiento terrible de juicio, ira y terror, sino la venida de Jesús, con su acompañamiento precioso de paz y gozo, de amor y de gloria. La Iglesia habrá subido ya al encuentro de su Señor, y con él habrá marchado a la casa del Padre, antes de que estalle sobre el mundo aquel día terrible. Su porción dichosa será gustar de la inefable comunión de aquella morada celestial por cierto espacio de tiempo, anterior a la apertura del día de Jehová. Sus ojos se alegrarán a la vista de “la estrella resplandeciente de la mañana”, aun antes que se levante “el Sol de justicia” (Malaquías 4:2), con poder sanador, sobre la porción piadosa de la nación de Israel, el remanente temeroso de Dios de la descendencia de Abraham.

Ansiamos intensamente que el lector cristiano se percate de esta diferencia tan grande e importante. Estamos persuadidos de que tendrá un efecto inmenso en todos sus pensamientos, opiniones y esperanzas del porvenir. Le facilitará la visión, sin que se interponga ninguna nube, de su verdadera perspectiva como cristiano. Lo librará de toda idea nebulosa, vaga y confusa; y además, ahuyentará de su mente todo ese sentimiento de miedo con el que tantos, incluso del pueblo amado de Dios, contemplan el futuro. Le enseñará a esperar al Salvador, al Esposo adorable, al Amante eterno de su alma, y no los juicios y el terror, los eclipses y terremotos, las convulsiones y revoluciones; conservará tranquilo y feliz su espíritu, con la esperanza segura de estar con Jesús “antes que venga el día grande y espantoso de Jehová” (Joel 2:31).

Veamos cómo se esforzó el fiel apóstol por conducir a sus queridos conversos de Tesalónica al entendimiento claro de la diferencia entre “la venida” y “el día”.

“Pero acerca de los tiempos y de las ocasiones, no tenéis necesidad, hermanos, de que yo os escriba. Porque vosotros sabéis perfectamente que el día del Señor vendrá así como ladrón en la noche; que cuando digan [ellos, no vosotros]: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como los dolores a la mujer encinta, y no escaparán. Mas vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, para que aquel día os sorprenda como ladrón. Porque todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas”. ¡Alabado sea el Señor! “Por tanto, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios. Pues los que duermen, de noche duermen, y los que se embriagan, de noche se embriagan. Pero nosotros, que somos del día, seamos sobrios, habiéndonos vestido con la coraza de fe y de amor, y con la esperanza de salvación como yelmo. Porque no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, quien murió por nosotros ya sea que velemos, o que durmamos, vivamos juntamente con él. Por lo cual, animaos unos a otros, y edificaos unos a otros, así como lo hacéis” (1 Tesalonicenses 5:1-11).

Aquí tenemos la diferencia, expresada con claridad inequívoca. El Señor mismo vendrá por nosotros como el Esposo. El día de Jehová caerá sobre el mundo como ladrón. ¿Es posible hallar un contraste más fuerte? ¿Cómo puede alguien confundir estas dos cosas? Un esposo y un ladrón son muy diferentes; exactamente igual de diferentes son la venida del Señor por su pueblo, y la llegada de su día sobre un mundo soñoliento o embriagado.

Quizás alguien halle una dificultad en el hecho de que a la iglesia en Sardis son dirigidas unas palabras tan solemnes como estas: “Pues si no velas, vendré sobre ti como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré sobre ti” (Apocalipsis 3:3). La dificultad se desvanece cuando consideramos que, en el caso de Sardis, la comunidad profesante es vista como teniendo nombre de viva, estando muerta. Se ha hundido hasta el nivel del mundo y solo puede ver las cosas desde un punto de vista mundano. Esa iglesia ha fracasado completamente; ha caído de su posición tan alta y santa; está bajo juicio; por consiguiente, no puede ser animada con la esperanza propia de la Iglesia, sino que está amenazada por el destino terrible del mundo. No vemos aquí a la iglesia como cuerpo o esposa de Cristo, sino como el testigo responsable de Dios en la tierra (el candelero de oro que debería mantener en alto la luz divina del testimonio en este mundo entenebrecido), durante la ausencia de su Señor. Pero, ¡ay!, la Iglesia profesante se ha hundido más, y se ha vuelto más entenebrecida que incluso el mundo mismo. De ahí, la solemne amenaza. La excepción confirma la regla.

Seguiremos con este tema, según es presentado en 2 Tesalonicenses.

Es un hecho, lleno de gozo y consuelo para el corazón de un creyente verdadero, el que nuestro Dios, en su gracia maravillosa, siempre hace que “del devorador salga comida, y del fuerte salga dulzura” (Jueces 14:14). Saca luz de las tinieblas y vida de la muerte, y hace que brillen los rayos luminosos de su gloria en medio de la ruina más desastrosa, causada por la mano del Enemigo. La verdad de este hecho está ejemplificada en cada página del Libro inspirado, y debería llenar de paz nuestro corazón, y de alabanza nuestra boca.

De ahí que los diversos errores doctrinales y las prácticas malvadas en que les fue permitido caer a los primeros cristianos, han sido contrarrestados por Dios y usados para la instrucción, la guía y el provecho sólido de la Iglesia hasta el fin de su historia terrenal.

Así, por ejemplo, el error de los cristianos de Tesalónica respecto a sus hermanos difuntos sirvió de ocasión para lanzar un foco tal de luz divina sobre la venida del Señor y el arrebatamiento de los santos, que es imposible que una mente sencilla sometida a las Escrituras caiga jamás en un error semejante. Aguardaban la venida del Señor, y en eso tenían razón. Esperaban que estableciera su reino en la tierra, y también en eso tenían razón, mirando el hecho globalmente.

Pero cometieron el gran error de dejar a un lado el aspecto celestial de esta gloriosa esperanza. Su comprensión era insuficiente, su fe dejaba algo que desear. No veían las dos partes, el doble aspecto de la venida de Cristo:

  • Su descenso para recoger a su pueblo en el aire, y
  • Su aparición en gloria para establecer su reino con poder manifiesto.

De ahí el temor de que sus hermanos difuntos hubiesen de estar forzosamente ausentes del ámbito de bendición, del círculo de la gloria. Este error es corregido por Dios, como hemos visto, en el capítulo 4 de la primera epístola. El lado celestial de la esperanza –la porción propia del cristiano– es colocado ante el corazón como el verdadero correctivo del error con respecto a los santos que duermen. Cristo recogerá a todos los suyos (no solo a una parte de ellos); y si ha de haber alguna ventaja, una sombra de diferencia en esto, la habrá precisamente por parte de aquellos mismos por quienes guardan luto: “Los muertos en Cristo resucitarán primero” (1 Tesalonicenses 4:16).

Pero de la segunda epístola a los Tesalonicenses aprendemos que aquellos amados recién convertidos habían incurrido en otro grave error, no respecto a los muertos, sino respecto a los vivos; una equivocación, no en cuanto a la “venida”, sino al “día del Señor”. En el primero de los casos, temían que los muertos no participaran en el triunfo dichoso de “la venida”; en el segundo, temían que los vivos estuviesen, en aquel mismo momento, implicados de hecho en los terrores del “día”.

Tal es la equivocación de la que el apóstol inspirado trata en su segunda carta a los creyentes de Tesalónica; y no hay nada que pueda sobrepasar la ternura y la delicadeza y, por otro lado, la sabiduría y la fidelidad con que la trata.

Los cristianos de Tesalónica estaban pasando por una persecución y una tribulación intensas; y es evidente que el enemigo, mediante falsos maestros, procuraba perturbarles la mente, incitándoles a pensar que “el día de Jehová, grande y terrible” (Malaquías 4:5; véase también Joel 2:11, 31) había llegado, y que la congoja que les afligía era el acompañamiento de aquel día. Si hubiese sido así, toda la enseñanza del apóstol habría demostrado ser falsa, ya que, si había una verdad que brillaba con mayor resplandor y prominencia que ninguna otra en su enseñanza, era la asociación e identificación de los creyentes con Cristo, es decir una asociación tan íntima, una identificación tan estrecha, que era imposible que Cristo apareciera en su gloria sin su pueblo:

Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria
(Colosenses 3:4).

Pero ha de manifestarse a fin de dar paso al “día”.

Además, cuando llegue de verdad el día del Señor, no será para afligir a su pueblo, sino, por el contrario, para afligir a los que persiguen a los suyos. De esto les hace memoria el apóstol, del modo más sencillo y convincente, en las primeras líneas de la segunda epístola a los Tesalonicenses: “Debemos siempre dar gracias a Dios por vosotros, hermanos, como es digno, por cuanto vuestra fe va creciendo, y el amor de todos y cada uno de vosotros abunda para con los demás; tanto, que nosotros mismos nos gloriamos de vosotros en las iglesias de Dios, por vuestra paciencia y fe en todas vuestras persecuciones y tribulaciones que soportáis. Esto es demostración del justo juicio de Dios, para que seáis tenidos por dignos del reino de Dios, por el cual asimismo padecéis. Porque es justo delante de Dios pagar con tribulación a los que os atribulan, y a vosotros que sois atribulados, daros reposo con nosotros, cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios [gentiles], ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo [judíos]” (2 Tesalonicenses 1:3-8).

Así que, en este asunto no solo estaba implicada la posición cristiana, sino la gloria misma de Dios, su justicia, ya que, si el día del Señor comportaba tribulación para los cristianos, entonces no era verdadera la doctrina –la doctrina tan prominente de la enseñanza de Pablo– de que Cristo y su pueblo forman un solo cuerpo; además, pondría en tela de juicio la justicia de Dios. Si los cristianos pasaban por la tribulación, era moralmente imposible que el día del Señor pudiese amanecer, pues cuando venga ese día, habrá reposo para los creyentes, como su recompensa pública, en el reino (y no meramente en la casa del Padre, punto que no estamos considerando ahora). Se cambiarán totalmente las suertes: la Iglesia estará en reposo, y los que la atribulaban estarán en tribulación. En el día del hombre, la Iglesia es llamada a sufrir tribulación; pero en el día del Señor se le dará la vuelta a todo.

Téngase bien en cuenta esto. Aquí no se trata de que los cristianos sufran la tribulación, a eso están llamados actualmente en este mundo, mientras la iniquidad reina. Cristo sufrió, así que también ellos han de sufrir. Pero lo que queremos fijar bien en la mente y el corazón del cristiano es que, cuando Cristo venga a establecer su reino, será totalmente imposible que su pueblo pase por aflicción. Así que la enseñanza entera del enemigo, con la cual procuró perturbar a los creyentes de Tesalónica, demostró ser una falacia completa. El apóstol destruye el fundamento mismo de todo el edificio, barriéndolo con la afirmación sencilla de la preciosa verdad de Dios. Este es el método divino de librar de falsas ideas y de temores vanos a la gente. Dadles la verdad, y huirá necesariamente el error. Que penetre la luz solar de la Palabra eterna de Dios, y todas las nieblas y nubes de las doctrinas falsas se desvanecerán por completo.

Examinemos por un momento lo que continúa enseñando el apóstol en este escrito tan notable. Al hacerlo así, veremos cuán perfectamente establece la diferencia entre “la venida” y “el día”, una diferencia que el lector hará bien en ponderar.

“Pero con respecto a [lit.: por, por causa de] la venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con El, os rogamos, hermanos, que no seáis sacudidos fácilmente en vuestro modo de pensar, ni os alarméis, ni por espíritu, ni por palabra, ni por carta como si fuera de nosotros, en el sentido de que el día del Señor ha llegado” (2 Tesalonicenses 2:1-2, LBLA)3 .

Aparte de la cuestión de las diversas lecturas, un momento de reflexión bastará para mostrar al cristiano que el apóstol no podía tratar de enseñar a los tesalonicenses que el día del Señor, incluso entonces, no estaba cerca. La Escritura jamás puede contradecirse a sí misma. Ni una sola frase de la revelación divina puede estar en conflicto con otra. Pero si la lectura que se nos da en la excelente Versión Autorizada (en inglés) fuese correcta, estaría en abierta contradicción con Romanos 13:12, donde se nos dice clara y expresamente que “el día está cerca”. ¿Qué “día”? Con toda seguridad, el día del Señor, pues ese es siempre el término usado en conexión con nuestra responsabilidad individual en la conducta y en el servicio.

Este es un punto de gran interés y valor práctico. Si el lector se toma la molestia de examinar las diversas porciones en las que se habla del “día”, hallará que se refieren, más o menos, al asunto del trabajo, del servicio o de la responsabilidad. Por ejemplo: “Para que seáis irreprensibles en el día (no en la venida) de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 1:8). De nuevo: “La obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará” (1 Corintios 3:13). “Irreprensibles para el día de Cristo” (Filipenses 1:10). “Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día (2 Timoteo 4:8).

De todas estas porciones, y de muchas más que podrían aducirse, aprendemos que “el día del Señor” será el tiempo importante de ajustar cuentas con los obreros; de recibir de Dios la alabanza al servicio; de fijar todos los asuntos de responsabilidad personal; de distribuir las recompensas: las “diez ciudades” y las “cinco ciudades” (Lucas 19:17, 19).

Así que, a cualquier lugar que nos volvamos y de cualquier modo que consideremos el tema, nos confirmamos más y más en la verdad de la diferencia clara entre la “venida” del Señor (o «estado de presencia»), y su “aparición”, o “día”. Lo primero se mantiene en alto ante nuestro corazón como la esperanza brillante y bienaventurada del creyente, la cual puede hacerse realidad en cualquier momento. Lo segundo pesa, más bien, sobre la conciencia con profunda solemnidad, ya que se relaciona con todo el curso de la vida práctica de los que están puestos en este mundo para la obra y el testimonio del Señor ausente. Las Escrituras jamás confunden estas cosas, por mucho que nosotros las confundamos; y no hay una sola frase del Libro Sagrado, donde se nos enseñe que los creyentes no están aguardando la venida del Señor y ansiando tener presente que “el día está cerca”. Solo “aquel siervo malo” (al que se refiere el discurso del Señor en Mateo 24:48-51), dice en su corazón: “Mi señor tarda en venir”; ahí vemos los resultados terribles que son siempre la consecuencia de abrigar tal pensamiento en el corazón.

Volvamos por un momento a 2 Tesalonicenses 2, una porción de la Biblia que ha ocasionado grandes discusiones entre los expositores de la profecía y presenta una dificultad considerable a los estudiosos del tema.

Es evidente que los falsos maestros habían procurado perturbar la mente de los tesalonicenses, induciéndoles a pensar que estaban rodeados de los terrores del día del Señor. Nada de eso, viene a decir el apóstol; eso no puede ser. Antes de que amanezca ese día, todos nosotros tenemos que estar reunidos para salir al encuentro del Señor en el aire. Les ruega, “por” (huper)4  la venida del Señor y nuestra reunión con él, que no se dejen molestar acerca del día. Ya les había declarado el lado celestial de la venida del Señor. Les había enseñado que, como cristianos, eran del día; que su hogar, su porción y su esperanza estaban en aquella misma región desde donde amanecería el día. Por tanto, era totalmente imposible que el día del Señor comportara terror o aflicción a quienes ya eran, por gracia, los hijos del día.

Además, incluso al considerar el tema desde su lado terrestre, los falsos maestros estaban completamente en el error. “Nadie os engañe en ninguna manera; porque no vendrá [el día del Señor] sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición, el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios. ¿No os acordáis que cuando yo estaba todavía con vosotros, os decía esto? Y ahora vosotros sabéis lo que lo detiene, a fin de que a su debido tiempo se manifieste. Porque ya está en acción el misterio de la iniquidad; solo que hay quien al presente lo detiene, hasta que él a su vez sea quitado de en medio. Y entonces se manifestará aquel inicuo, a quien el Señor matará con el espíritu de su boca, y destruirá con el resplandor de su venida [para la aparición de su presencia]; inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos” (2 Tesalonicenses 2:3-10).

Aquí, pues, se nos enseña que, antes que llegue el día del Señor, tiene que ser revelado el inicuo, el hombre de pecado, el hijo de perdición. El misterio de iniquidad ha de alzarse con un jefe a la cabeza. El hombre se erigirá a sí mismo en abierta oposición a Dios; más aún, se arrogará incluso el nombre y la adoración de Dios. Todo esto tiene que llevarse a cabo en la tierra antes que aquel día grande y terrible del Señor estalle en juicio sobre el escenario. Al presente, hay una barrera, algo que obstaculiza la manifestación de ese personaje terrible. No se nos dice aquí cuál es esa barrera o ese obstáculo. Dios podría hacer que fuese algo diferente, según varíen los tiempos5 . Pero se nos enseña con toda claridad en el libro del Apocalipsis que, antes de que el misterio de la iniquidad culmine en la persona del hombre de pecado, la Iglesia habrá sido retirada totalmente de este escenario. Es imposible leer, con ojos iluminados, Apocalipsis 4 y 5 y no ver que la Iglesia estará en el círculo más próximo al centro de la gloria celestial antes de que se abra un solo sello, antes que suene una sola trompeta y antes que se derrame una sola copa. No creemos que haya quien pueda entender el libro del Apocalipsis sin ver esto.

Quizá tengamos ocasión de ocuparnos más ampliamente, dentro de poco, de este punto tan profundamente interesante. Por ahora, solo podemos exhortar al lector a que estudie por sí mismo el tema. Que pondere los capítulos 4 y 5 de Apocalipsis y pida a Dios que le guíe en la interpretación de su precioso contenido. Estamos persuadidos de que, de este modo, aprenderá que los veinticuatro ancianos coronados representan a los santos celestiales, que habrán sido reunidos en la gloria en torno al Cordero, antes que se cumpla una sola línea de la parte profética del libro.

Nos gustaría hacer una pregunta muy sencilla al lector, una pregunta a la que solo se le puede dar una respuesta correcta en la presencia inmediata de Dios. «¿Qué está usted aguardando? ¿Cuál es su esperanza? ¿Está aguardando ciertos acontecimientos que han de suceder en esta tierra, tales como la restauración del Imperio Romano, la aparición de los diez reinos, la reunión de todos los judíos en su tierra de Palestina, la reconstrucción total de Jerusalén, la aparición del Anticristo, la gran tribulación y, finalmente, los juicios espantosos que, con toda seguridad, han de ocurrir en el día del Señor? ¿Son estas las cosas que satisfacen la visión de su alma? ¿Es eso lo que llama su atención y lo que está esperando?».

Si es así, tenga por seguro que no está guiado por la esperanza verdadera de la Iglesia. Es una gran verdad que todas esas cosas han de ocurrir a su debido tiempo; pero no debería usted permitir que ninguna de ellas se interpusiera entre usted y su esperanza verdadera. Todas ellas tienen su lugar en las páginas de la profecía; todas ellas están registradas en la historia que Dios tiene del futuro; pero ninguna está destinada a proyectar una sombra a través de la esperanza brillante y bienaventurada del cristiano. Esa esperanza destaca el trasfondo de la profecía de forma gloriosa. ¿Cuál es? Sí, repetimos, ¿cuál es? Es la aparición de la Estrella resplandeciente de la mañana, la venida del Señor Jesús, el Esposo adorable de la Iglesia.

Esta es, y ninguna otra cosa, la esperanza verdadera y propia de la Iglesia de Dios. “Y le daré la estrella de la mañana” (Apocalipsis 2:28). “¡Aquí viene el esposo!” (Mateo 25:6). Podemos preguntar: «¿Cuándo aparece en el mundo natural la estrella de la mañana?». Justamente antes que amanezca el día. ¿Quién lo ve? El que ha estado velando durante las horas oscuras y lúgubres de la noche. ¡Qué sencilla, qué práctica y qué apropiada es la aplicación! Se supone que la Iglesia está velando, amorosamente despierta, aguardando y dando expresión a esa pregunta de un corazón anhelante: «¿Por qué se detienen las ruedas de su carro?». ¡Ay! La Iglesia ha fracasado en esto. Pero ello no es razón para que el creyente individual deje de estar ya poseído completamente por el poder de esa bienaventurada esperanza. El que oye, diga: Ven” (Apocalipsis 22:17). Esto es profundamente personal. ¡Ojalá que el escritor y el lector de estas líneas se percaten de continuo del poder purificador, santificador y elevador de esta esperanza celestial! ¡Ojalá entendamos y mostremos el poder práctico de aquellas palabras del apóstol Juan: “Y todo aquel que tiene esta esperanza en él6 , se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:3)!

  • 1N. del T.: En la época en que el autor escribía estas líneas: el movimiento de los hermanos en la segunda mitad del siglo XIX.
  • 2N. del T.: El autor hace referencia aquí a Jeremías 6:10: “¿A quién hablaré y amonestaré, para que oigan? He aquí que sus oídos son incircuncisos, y no pueden escuchar; he aquí que la palabra de Jehová les es cosa vergonzosa, no la aman”. Contrariamente, aquel cuyos oídos son circuncisos, está atento a la voz del Señor para obedecerle, servirle y esperarle.
  • 3No queremos dárnoslas de expertos; somos meros espigadores en el campo profundamente interesante de la crítica textual, en el que otros han segado una cosecha de oro. Tampoco tratamos de entretener a nuestros lectores con argumentos en defensa de las lecturas de los manuscritos del texto griego. Pero sí creemos que no es provechoso darles lo que consideramos erróneo. Creemos que no hay duda alguna de que la versión verdadera de 2 Tesalonicenses 2:2 es: “… en el sentido de que el día del Señor está presente”, pues esa es la única forma de traducir correctamente el verbo enesteken. Sale en Romanos 8:38, donde se traduce “lo presente”; también en 1 Corintios 3:22, “lo presente”; en Gálatas 1:4, “del presente siglo malo”; y Hebreos 9:9, “para el tiempo presente”. ​​​​​​​N. del T.: igualmente incorrecta es la versión que dan la antigua Reina-Valera, “esté cerca”, y la de 1960, “está cerca”. La versión correcta es “ha llegado” o está presente, como aparece en La Biblia de las Américas o en la Reina-Valera 1977, editada por C.L.I.E.).
  • 4N. del T.: En cuanto al vocablo griego huper traducido en prácticamente todas las versiones en español con respecto a (“pero con respecto a la venida”), William Kelly coincide con la traducción “por” (o “por causa de”) de la Versión Autorizada inglesa, basado para ello, «no en la palabra tomada aisladamente (que a menudo tiene ese sentido), sino según el contexto. Y aquí, asociada al verbo «rogar», solo puede tener el sentido de “por”». (Para quienes sepan inglés, pueden consultar, si lo desean, sus notas sobre este punto en su Comentario sobre 2 Tesalonicenses (cap. 2:1), así como en The Bible Treasury y The Prospect donde presenta sólidos y extensos argumentos en defensa de esta versión).
  • 5Hay quienes consideran que «el que impide» es el Espíritu Santo en la Iglesia. Lo que sí sabemos, por otras porciones de la Escritura, es que, antes que el inicuo aparezca en escena, la Iglesia habrá llegado sana y salva a su eterna mansión de arriba, al lugar que le ha sido preparado. ¡Qué precioso es el pensamiento mismo de esto!
  • 6N. del T.: “En él”, es decir, en Cristo que ha de ser manifestado.

Las dos resurrecciones

Es posible que algunos de nuestros lectores se alarmen al leer el título de este artículo. Acostumbrados, desde la más tierna infancia, a considerar este tema mediante las pautas doctrinales y las confesiones de fe de la cristiandad, la idea de dos resurrecciones no se les habrá ocurrido jamás. Sin embargo, la Biblia habla, en los términos más definidos e inequívocos, de una “resurrección de vida” y de una “resurrección de condenación” (Juan 5:29): dos resurrecciones de carácter distinto y diferentes en cuanto al tiempo.

Habrá mil años, por lo menos, de intervalo entre la una y la otra. Si hay quienes enseñan lo contrario –si los hombres construyen sistemas de teología y establecen credos y confesiones de fe que contradicen la enseñanza directa y expresa de las Sagradas Escrituras– deben ajustar estas cosas con su Señor, como tienen que hacerlo todos los que se dejan guiar por ellos. Pero recuerde, lector, que es su obligación clara, lo mismo que la nuestra, prestar atención únicamente a la autoridad de la Palabra de Dios y someternos sin reservas a sus enseñanzas santas. Averigüemos, pues, reverentemente qué dice la Escritura sobre el tema cuyo título aparece en cabeza del presente artículo. ¡Qué el Espíritu de Dios nos guíe y nos instruya!

Citaremos primero esa porción notable del capítulo 5 del evangelio según Juan: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida. De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán. Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo; y también le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre. No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación”1 .

Aquí tenemos, pues, indicadas con los términos más inequívocos, las dos resurrecciones. Es cierto que, en esta porción, no se las diferencia en cuanto al tiempo; pero sí en cuanto al carácter. Tenemos una resurrección de vida y una resurrección de condenación. No es posible hallar aquí ningún fundamento sobre el cual construir la teoría de una resurrección promiscua. La resurrección de los creyentes será selectiva; se basará en el mismo principio, y participará del mismo carácter, que la resurrección de nuestro bendito y adorable Señor; será una resurrección de entre los muertos. Se llevará a cabo por un acto del poder divino, estará basada en una redención consumada y en la que Dios intervendrá a favor de sus santos durmientes y los levantará de entre los muertos, dejando al resto de los difuntos en sus sepulcros durante mil años (Apocalipsis 20:5).

Hay en Marcos 9:2-10 una porción interesante, la cual arroja mucha luz sobre este tema. Los primeros versículos del capítulo contienen el informe de la transfiguración; y luego leemos: “Y descendiendo ellos del monte, les mandó que a nadie dijesen lo que habían visto, sino cuando el Hijo del Hombre hubiese resucitado de los muertos. Y guardaron la palabra entre sí, discutiendo qué sería aquello de resucitar de [ek, de entre] los muertos”.

Los discípulos se dieron cuenta de que allí había algo especial, algo totalmente fuera de la ordinaria idea ortodoxa de la resurrección de los muertos y, en verdad, así lo era, aunque no lo entendieron entonces pues no estaba de momento al alcance de la visión de ellos.

Fijémonos en Filipenses 3:10-11, y prestemos atención a los anhelos de uno que había penetrado con el mayor aprecio en esta gran doctrina cristiana y estaba hondamente encariñado con esta esperanza gloriosa y celestial: “A fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos [exanastasin].

Solo un momento de reflexión bastará para convencer al lector de que el apóstol no está hablando aquí de la gran verdad global de “la resurrección de los muertos”, en cuanto a que cada ser humano ha de resucitar, sino que había algo específico ante la mirada de este amado siervo de Cristo, a saber, “una resurrección de entre los muertos” –resurrección selectiva– es decir, una resurrección conforme al modelo de la resurrección de Cristo. Esta es la que él anhelaba continuamente. Esta era la esperanza brillante y bienaventurada que resplandecía en su alma y le animaba en medio de aflicciones y pruebas, de fatigas y dificultades, de los golpes y conflictos de su profesión extraordinaria.

Puede ser que alguien pregunte: «¿Usa siempre el apóstol ese pequeño vocablo distintivo (ek), cuando habla de la resurrección?». No siempre. Veamos, por ejemplo:

Teniendo esperanza en Dios, la cual ellos también abrigan, de que ha de haber resurrección de los muertos, así de justos como de injustos
(Hechos 24:15).

Aquí no hay vocablo que indique el lado cristiano o celestial del asunto, por la sencillísima razón de que el apóstol se dirigía a quienes eran totalmente incapaces de entrar en la esperanza propia del cristiano, mucho más incapaces, incluso, que los discípulos en Marcos 9. ¿Cómo podía descubrir su corazón en presencia de hombres como Tértulo, Ananías y Félix? ¿Cómo podía hablarles de su esperanza específica con la cual estaba encariñado? No; solo podía tomar posición en la gran verdad global de la resurrección, corriente entre todos los judíos ortodoxos. Si hubiese hablado de una “resurrección de entre los muertos”, no habría podido añadir las palabras: “… la cual ellos también abrigan”, pues ellos no abrigaban nada parecido.

¡Qué contraste entre este valioso siervo de Cristo, defendiéndose de sus acusadores en Hechos 24, y descubriendo su corazón en Filipenses 3! A los últimos podía hablarles de la verdadera esperanza cristiana a la luz esplendorosa que la gloria de Cristo derrama sobre ella. Puede expresar los más íntimos pensamientos, sentimientos y aspiraciones de su gran corazón, ancho, amoroso y palpitante con el deseo vehemente de la resurrección de vida, en la cual quedará satisfecho cuando despierte, hecho semejante a su adorable Señor.

Pero es preciso que volvamos, por un momento, a nuestra primera cita, la de Juan 5:22-29. El hecho de que nuestro Señor haga uso del vocablo “hora” al hablar de las dos clases de resurrección, quizá presente a ciertos lectores alguna dificultad en lo de aferrarse bien a la verdad de la esperanza del cristiano en la resurrección. «¿Cómo puede haber, objetan algunos, un intervalo de mil años entre las dos resurrecciones, cuando nuestro Señor nos dice expresamente que todo sucederá dentro de los límites de una hora?».

Para esta pregunta tenemos una doble respuesta. En primer lugar, hallamos a nuestro Señor haciendo uso del mismo vocablo, “hora”, en el versículo 25, cuando habla de la obra grande y gloriosa de resucitar almas: “De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán”.

Aquí tenemos una obra que continúa llevándose a cabo por cerca de 20 largos siglos. Durante todo ese tiempo, llamado una “hora”, ha sido oída la voz de Jesús, el Hijo de Dios, llamando de la muerte a la vida a muchas almas. Por consiguiente, si en un mismo discurso nuestro Señor usó el vocablo “hora” al hablar de un periodo de tiempo que se ha extendido a lo largo de veinte siglos, ¿qué dificultad puede haber para aplicar el mismo vocablo a un periodo de mil años? Ninguna, a nuestro juicio.

Pero si aún quedase alguna pizca de dificultad, quedará completamente resuelta por el testimonio explícito del Espíritu Santo en Apocalipsis 20:5-6, donde leemos: “Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Esta es la primera resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre estos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años”.

Esto deja resuelta la cuestión, completamente y de una vez por todas, para los que están dispuestos a ser enseñados exclusivamente por la Sagrada Escritura, como debe estar todo cristiano verdadero. Habrá dos resurrecciones: la primera y la segunda, con un intervalo de mil años entre las dos. La primera comprenderá todos los santos del Antiguo Testamento –mencionados en Hebreos 12:23 bajo el título de los espíritus de los justos hechos perfectos– así como la congregación de los primogénitos (la Iglesia) y, finalmente, todos aquellos a quienes se haya dado muerte durante “la gran tribulación” y a lo largo de todo el tiempo entre el arrebatamiento de los santos y la aparición de Cristo en plan de juicio sobre la bestia y sus huestes, en Apocalipsis 19.

Por otra parte, a la segunda resurrección pertenecen todos los que habrán muerto en sus pecados, desde los días de Caín, en Génesis 4, hasta el último apóstata de la gloria milenaria, en Apocalipsis 20.

¡Qué solemne es esto, y qué real! ¡Cuán subyugador para las almas! Si nuestro Señor fuese a venir esta misma noche, ¡qué escena tendría lugar en todos los cementerios! ¿Qué lengua, qué pluma, podría describir –qué mente podría concebir– las grandiosas realidades de tal momento? Hay miles de tumbas donde yacen mezcladas las cenizas de los muertos en Cristo y las de los muertos fuera de Cristo. En las criptas sepulcrales de muchas familias podrán hallarse las cenizas de las dos clases. Pues bien, cuando se oiga la voz del arcángel, todos los santos, dormidos en Jesús, se levantarán de sus tumbas, dejando tras de sí a los que hayan muerto en sus pecados, para que se queden por mil años en la oscuridad y el silencio de la tumba.

Sí, ese es el testimonio explícito y sencillo de la Palabra de Dios. Es cierto que la Biblia no entra en detalles de mera curiosidad. No provee pasto para mórbidas fantasías ni para curiosidades ociosas. Pero da a conocer el hecho solemne e importante de una resurrección primera y de otra segunda, una resurrección de vida y gloria eterna, y una resurrección de condenación y miseria eterna. No hay, de cierto, en la Escritura tal cosa como una resurrección promiscua, en la que todos los muertos se levanten al mismo tiempo. Debemos abandonar por completo tal idea, así como muchas otras que se nos han hecho creer, en las cuales se nos ha instruido desde la infancia, han crecido con nosotros y han tomado fuerza al ritmo de nuestro crecimiento hasta que han llegado a formar parte de nuestra misma constitución mental, moral y religiosa, de forma que abandonarlas es como amputar una de nuestras extremidades o arrancar del hueso nuestra carne.

Sin embargo, no hay más remedio que hacerlo, si deseamos de verdad crecer en el conocimiento de la revelación divina, pues no hay mayor obstáculo para penetrar en los pensamientos de Dios que tener la mente llena de pensamientos humanos. Así, por ejemplo, respecto al tema de este artículo, casi todos hemos sostenido, en algún tiempo, la opinión de que todos resucitarán a un mismo tiempo, tanto los creyentes como los incrédulos, y de que todos juntamente comparecerán para ser juzgados. Mientras que, si vamos a la Biblia, con el espíritu de un niño, no hallaremos nada tan sencillo, tan claro y tan explícito como lo que enseña a este respecto. Apocalipsis 20:5 nos dice que habrá un intervalo de mil años entre la resurrección de los santos y la resurrección de los impíos.

De nada sirve hablar de resurrección de los espíritus; en realidad, es un absurdo manifiesto, ya que, como los espíritus no pueden morir, tampoco pueden ser resucitados de entre los muertos. Igualmente es un absurdo hablar de una resurrección de ideologías. No existe tal cosa en la Biblia. El lenguaje es tan claro como la claridad misma: “Los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años”. ¿Por qué habrá de tratar alguien de soslayar la fuerza clara de tal porción? ¿Por qué no someterse a ella? ¿Por qué no abandonar, de una vez, todas nuestras viejas nociones, con las que estábamos encariñados, y recibir con mansedumbre la palabra implantada?

¿No está claro que si la Biblia habla de una primera resurrección es porque no todos han de resucitar al mismo tiempo? ¿Por qué habría de decirse “bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección”, si todos han de resucitar al mismo tiempo?

En realidad, nos parece imposible que una mente sin prejuicios estudie el Nuevo Testamento y siga sosteniendo la teoría de una resurrección promiscua. Se debe a la gloria de Cristo, la Cabeza, el que sus miembros tengan una resurrección especial –una resurrección como la de él– una resurrección de entre los muertos. Y de cierto que así será: “He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo. Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano” (1 Corintios 15:51-58).

  • 1Es menester informar al lector que, en toda la porción de Juan 5:22-29, los vocablos “juicio” y “condenación” son uno mismo en el original: krisis, el proceso, no el resultado, del juicio. En cuanto a la versión del versículo 24, lo mismo da que digamos “condenación” o que digamos “juicio”, puesto que el resultado del juicio, en ese caso, ha de ser condenación. Lo mismo ocurre en el versículo 29.

El juicio

Hay algo peculiarmente penoso en el pensamiento de tener que entrar en conflicto, con tanta frecuencia, con las opiniones aceptadas generalmente en la Iglesia profesante. Parece presuntuoso contradecir, en tantos temas, todas las grandes pautas doctrinales y los credos de la cristiandad. Pero, ¿qué tiene que hacer uno? Si fuese meramente cosa de opiniones humanas, podría parecer un atrevimiento y una temeridad sin fundamento el que un individuo se plantase en oposición directa a lo que toda la Iglesia profesante ha creído de continuo, es decir una creencia que, durante muchos siglos, se ha adueñado de la mente de millones.

De ningún modo se trata de opiniones humanas o diferencias de juicio, incluso entre las mejores personas. Se trata enteramente de algo que concierne a la enseñanza y autoridad de las Sagradas Escrituras. Ha habido, hay, y habrá, escuelas de doctrina, variedades de opinión y matices de pensamiento; pero es deber obvio de cada hijo de Dios y de cada siervo de Cristo someterse, con santa reverencia, y prestar atención a la voz de Dios en la Biblia. Si fuera meramente cuestión de autoridad humana, habría que darle el crédito merecido; pero, por otro lado, si es cuestión de autoridad divina, sobra entonces toda discusión, y nuestro deber –el deber de todos– es someternos y creer.

Así, en el artículo precedente, se nos ha persuadido de que no hay en las Escrituras tal cosa como una resurrección general en que todos vayan a resucitar al mismo tiempo. Confiamos en que nuestros lectores, como antaño los de Berea, hayan escudriñado las Escrituras (Hechos 17:11), y estén dispuestos a acompañarnos en nuestro examen de la Palabra de Dios en cuanto al tema del juicio.

De entrada, la gran pregunta es: ¿Enseña la Biblia la doctrina de un juicio universal? Así lo sostiene la cristiandad; pero, ¿lo enseña la Escritura? Veámoslo.

En primer lugar, en cuanto a cada cristiano, y a la Iglesia de Dios en general, el Nuevo Testamento enseña la verdad preciosa de que no hay juicio de ninguna clase. Por lo que concierne al creyente, el juicio ya pasó. La densa nube del juicio estalló ya sobre la cabeza de nuestro divino Sustituto. Él bebió hasta las heces, a favor nuestro, la copa de la ira y del juicio, y nos colocó en la nueva esfera de la resurrección, a la cual es imposible que se aplique jamás el juicio. Tan imposible es que un miembro del Cuerpo de Cristo venga a juicio, como que pueda venir a juicio la misma Cabeza divina. Parece una afirmación demasiado fuerte; pero, ¿es verdadera? Sí lo es, su fuerza forma parte de su valor moral y de su gloria.

Permítasenos preguntar: «¿Por qué fue juzgado Jesús en la cruz?». Por su pueblo. Fue hecho pecado por nosotros. Allí fue nuestro Representante y nuestro Sustituto. Cargó con todo lo que merecíamos nosotros. Nuestra condición, con todo lo que comportaba, fue tratada en la muerte de Cristo; y de tal modo fue tratada, que es imposible que haya de presentarse jamás ninguna demanda. ¿Tiene que ajustar Dios alguna cuenta con Cristo, la Cabeza? Claro que no. Pues entonces, tampoco tiene que ajustar ninguna cuenta con los miembros. Toda demanda ha quedado definitivamente saldada por Dios y, en prueba de la cancelación, la Cabeza está coronada “de gloria y de honra”, y sentada a la diestra de la Majestad en los cielos.

De ahí que suponer que los cristianos han de venir a juicio alguna vez, con algún fundamento o por cualquier objeto, es negar la verdad fundamental del cristianismo y contradecir las palabras claras de nuestro Señor Jesucristo, quien ha declarado explícitamente, con respecto a todos los que creen en él, que

No vendrán a condenación
(Juan 5:24).

De hecho, la idea de que los cristianos sean emplazados al tribunal del juicio para examinar si tienen los derechos y la aptitud para el cielo, es tan absurda como antibíblica. Por ejemplo, ¿cómo podemos imaginar a Pablo o al ladrón arrepentido, de pie para ser juzgados respecto a sus derechos al cielo, después de llevar allí casi dos mil años? Pero así tendría que ser si hay alguna verdad en la teoría del juicio universal. Si el gran asunto de nuestros derechos al cielo tiene que ser decidido el día del juicio, entonces está claro que no fue decidido en la cruz; y si no fue decidido en la cruz, de seguro que vamos a ser condenados; porque si hemos de ser juzgados de algún modo, tendrá que serlo de acuerdo con nuestras obras, y el único resultado de tal juicio será el lago de fuego.

Si, no obstante, se sostiene que los cristianos asistirán al juicio, únicamente para poner de manifiesto que están absueltos en virtud de la muerte de Cristo, entonces el día del juicio se vuelve una mera formalidad, y solo el pensarlo resulta repugnante para toda mente piadosa y equilibrada.

Mas, a decir verdad, no hace falta argumentar sobre este punto. Una sola frase de la Santa Biblia vale más que diez mil argumentos humanos de los más fuertes. Nuestro Señor Jesucristo dijo, del modo más claro y con el mayor énfasis, que los creyentes “no vendrán a condenación” (Juan 5:24) y con esto basta. El creyente fue juzgado hace más de mil novecientos años en la Persona de Cristo; emplazarlo de nuevo al juicio sería ignorar completamente la cruz de Cristo en su eficacia expiatoria; y con la mayor seguridad, Dios no quiere, ni puede, permitir esto. El más débil de los creyentes puede decir, con gratitud y aire triunfal: «Por lo que a mí respecta, todo lo que tenía que ser juzgado, ya está juzgado. Toda demanda está satisfecha. El juicio se acabó para siempre. Ya sé que mi obra ha de ser puesta a prueba, y mi servicio ha de ser evaluado; pero, en cuanto a mí mismo, mi persona, mi posición y mis derechos, todo está ya ajustado por Dios. El Hombre que respondió por mí en la cruz, está ahora coronado en el trono; la corona que lleva es la prueba de que no queda ningún juicio para mí. Estoy esperando la resurrección de vida».

Este, y nada menos que este, es el lenguaje apropiado del cristiano. Que el creyente pueda sentirse y expresarse así se debe sencillamente a la obra de la cruz. Que alguien como él esté aguardando el día del juicio para decidir la cuestión de su destino eterno es deshonrar a su Señor y negar la eficacia expiatoria de su sacrificio. Abrigar dudas sobre esto podría sonar a humildad y a cierto aroma de piedad, pero podemos asegurar que todo el que abrigue dudas, todo el que viva en un estado de incertidumbre, todo el que aguarde el día del juicio para un ajuste definitivo de sus asuntos, se está ocupando de sí mismo más que de Cristo. No ha entendido todavía la aplicación de la cruz a sus pecados y a su naturaleza, está dudando de la Palabra de Dios y de la obra de Cristo, y eso no es cristianismo. No hay, ni puede haber, más juicio para los que, refugiados junto a la cruz, han hincado sus pies en la sólida base, nueva y eterna, de la resurrección. Para los tales, todo juicio se acabó y no les queda sino la perspectiva de una gloria sin nubes y de una eterna bienaventuranza en la presencia de Dios y del Cordero.

Sin embargo, entra dentro de lo probable que, durante todo este tiempo, la mente del lector haya acudido a Mateo 25:31-46 como un texto bíblico que sostiene expresamente la teoría de un juicio universal; y creemos que es nuestro deber sagrado acudir con usted, por unos momentos, a esa porción tan solemne e importante; al mismo tiempo, queremos traerle a la memoria el hecho de que ningún texto de la Biblia puede contradecir a otro. De ahí que si leemos en Juan 5:24 que el creyente no vendrá a juicio, no podemos leer en Mateo 25 que vendrá. Este es un principio fijo e invulnerable, una regla general en la cual no cabe ninguna excepción.

No obstante, vayamos a Mateo 25:31-32: “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos”.

Ahora bien, es absolutamente necesario poner la máxima atención en los términos precisos usados en este texto. Debemos evitar toda vaguedad de pensamiento, toda esa precipitación, ese descuido y esa inexactitud que han causado daños tan serios a la enseñanza de esta porción, y que han puesto a tantos hijos de Dios en gran confusión con respecto a ella.

En primer lugar, veamos cuáles son las partes emplazadas: “Serán reunidas delante de él todas las naciones. Aquí tenemos gran precisión. Se trata de las naciones paganas. No es cuestión de individuos, sino de naciones, es decir todos los gentiles. Israel no entra aquí, porque leemos en Números 23:9 que es un “pueblo habitará solo, y entre las demás naciones no será contado” (V. M.). Si Israel hubiese de estar incluido en esta escena de juicio, entonces Mateo 25 estaría en palpable contradicción con Números 23, lo cual está fuera de toda cuestión. Israel jamás es contado entre los gentiles, sobre ninguna base y por ningún motivo. Considerado desde el punto de vista de Dios, Israel habita solo. Por causa de sus pecados, y bajo el gobierno de la providencia de Dios, pueden ser dispersados entre las naciones; pero la Palabra de Dios dice que no serán contados entre ellas; y eso debe bastarnos.

Si, pues, es cierto que Israel no está incluido en el juicio de Mateo 25, entonces, antes de dar un paso más, hay que abandonar la idea de que se trate allí de un juicio universal. No puede ser universal, si no están incluidos todos; Israel nunca se incluye en el término “gentiles”. La Biblia menciona tres clases distintas: el judío, el gentil y la Iglesia de Dios (1 Corintios 10:32). Y estas tres clases no se confunden nunca. Pero, además, tenemos que hacer notar que la Iglesia de Dios tampoco se incluye en el juicio de Mateo 25. Y esta afirmación no está basada meramente en el hecho, ya examinado, de que la Iglesia está necesariamente exenta de juicio, sino también con base en la gran verdad de que la Iglesia es sacada de entre las naciones, según declaró Pedro en el sínodo de Jerusalén: “Dios visitó a los gentiles, para tomar de entre ellos un pueblo para su nombre” (Hechos 15:14, V. M.). Si, pues, la Iglesia es tomada de entre las naciones, no puede ser contada entre ellas; y así tenemos una evidencia más contra la teoría de un juicio general en Mateo 25. El judío no está allí; tampoco la Iglesia está allí; por consiguiente, hay que abandonar la idea de un juicio general, como algo completamente insostenible.

Entonces, ¿quiénes están incluidos en ese juicio? El texto mismo da la respuesta a toda mente sencilla, pues dice: “Serán reunidas delante de él todas las naciones. Esto es bien preciso y definido. No es un juicio de individuos, sino de naciones como tales. Podemos añadir, además, que ninguno de los que aquí se incluyen habrá pasado por el trance de la muerte. En cuanto a esto, hay un fuerte contraste con la escena de Apocalipsis 20:11-15, en la cual no habrá nadie que no haya muerto. En otras palabras, en Mateo 25 tenemos el juicio de los vivos; y en Apocalipsis 20, el juicio de los muertos. Ambos son mencionados en 2 Timoteo 4:1: “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino”. Nuestro Señor Jesucristo juzgará a las naciones vivas en su manifestación; y juzgará “a los muertos, grandes y pequeños” (Apocalipsis 20:12), al final de su reino milenario.

Echemos un vistazo, por unos momentos, al modo de disponer las partes en el juicio de Mateo 25:33: “Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda”. Ahora bien, la creencia casi universal de la Iglesia profesante es que “las ovejas” representan a todo el pueblo de Dios, desde el principio hasta el fin de los tiempos; y de que “los cabritos” representan a todos los impíos, desde el primero hasta el último. Pero, si esto fuese así, ¿qué haremos con el tercer grupo, mencionado aquí bajo el título de “estos mis hermanos” (Mateo 25:40)? El Rey se dirige, tanto a las ovejas como a los cabritos, con respecto a ese tercer grupo. De hecho, toda la base de este juicio es el trato dado a los hermanos del Rey. Sería un absurdo manifiesto decir que las ovejas mismas eran el grupo mencionado. Si así fuese, el lenguaje sería totalmente diferente; y, en lugar de decir: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños” (Mateo 25:40), oiríamos al Rey decir: «En cuanto lo hicisteis unos a otros» o «entre vosotros».

Pensamos que, aunque no hubiese ningún otro argumento y ningún otro texto de la Biblia sobre este punto, esta sola porción infligiría un golpe fatal a la teoría del juicio universal. Resulta imposible dejar de ver tres grupos en la escena: “Las ovejas”, “los cabritos” y “estos mis hermanos”; y si hay tres grupos, no puede en modo alguno ser un juicio universal, pues “estos mis hermanos” no están incluidos ni en las ovejas ni en los cabritos.

No, no es en modo alguno un juicio universal, sino parcial y específico. Es un juicio de naciones vivas, anterior a la apertura del reino milenario. La Biblia nos enseña que, después que la Iglesia se haya ido de la tierra, saldrá un testimonio a las naciones: el evangelio del reino será llevado, por medio de mensajeros judíos, a lo largo y ancho de la tierra (Mateo 24:14), hasta aquellas regiones que están envueltas en las tinieblas del paganismo. Las naciones que hayan recibido a los mensajeros y los hayan tratado bien, serán halladas a la derecha del Rey. Por el contrario, las que los hayan rechazado y los hayan tratado mal, serán halladas a su izquierda. “Estos mis hermanos” son judíos, los hermanos del Mesías.

El trato dado a los judíos es la base sobre la cual las naciones serán juzgadas; y este es otro argumento contra un juicio general. Sabemos muy bien que todos los que hayan vivido y muerto rechazando el evangelio de Cristo, tendrán que responder por algo más que falta de amor a los hermanos del Rey. Y, por otra parte, los que rodearán al Cordero en la gloria celestial, estarán allí por un título muy diverso del que podrían suministrarles sus obras.

En conclusión, no hay en dicha escena un solo detalle, un solo hecho, un solo punto que no se opongan a la idea de un juicio universal. Y no solo eso, sino que, cuanto más estudiamos las Escrituras, mejor conocemos los caminos de Dios, mejor nos enteramos de su naturaleza, su carácter, sus designios, sus consejos, Sus pensamientos; sabemos más de Cristo, de su Persona, su obra, su gloria; más conocemos la Iglesia, su posición delante de Dios en Cristo, su plenitud, su perfecta aceptación en Cristo; estudiamos más atentamente las Escrituras y meditamos más profundamente en ellas; y nos convencemos de que no puede haber un juicio general.

¿Quién que conozca algo de Dios puede suponer que habría de justificar a su pueblo hoy y citarlo a juicio mañana, que habría de borrar hoy sus transgresiones y juzgarlos mañana según sus obras? ¿Quién que sepa algo de nuestro adorable Señor y Salvador Jesucristo podrá suponer que va jamás a emplazar a su Iglesia –su cuerpo, su esposa– ante el tribunal del juicio, en compañía de todos cuantos han muerto en sus pecados? ¿Sería posible que entrase en juicio con su pueblo por pecados e iniquidades de los que ha dicho:

No me acordaré más
(Hebreos 8:12)?

¡Basta ya! De veras confiamos que el lector estará completamente persuadido en su mente de que no hay, ni puede haber, una resurrección promiscua ni un juicio general.

No podemos examinar por ahora el juicio de Apocalipsis 20:11-15. Solo diremos que es una escena postmilenaria y que incluye a todos los impíos ya difuntos, desde los días de Caín hasta el último apóstata de la gloria milenaria. No estará allí ninguno que no haya pasado por el trance de la muerte, ninguno cuyo nombre haya sido inscrito en el libro de la vida, ninguno que no haya de ser juzgado conforme a sus obras, ninguno que no vaya a pasar desde las tremendas realidades del gran trono blanco a los horrores eternos y a los tormentos indecibles del lago que arde con fuego y azufre. ¡Qué terrible!

¿Qué dice usted a estas cosas? ¿Cree de verdad en Jesús? ¿Ha sido lavado en su preciosa sangre? ¿Está resguardado en él del juicio venidero? Si no, permítame exhortarle, con toda ternura y seriedad, a que huya, en este mismo momento, de la ira venidera. ¡Huya a Jesús, que le espera ahora para recibirle en su seno amoroso y presentarle a Dios en virtud del valor infinito de su obra expiatoria y del crédito completo de su nombre sin par!

El remanente judío

Mateo 24:1-44 forma parte de uno de los discursos más profundos y de mayor alcance que hayan entrado jamás en oídos humanos; es un discurso que abarca el destino del remanente judío, la historia del cristianismo y el juicio de las naciones. Ya hemos echado un vistazo al último de dichos puntos. Nos queda por considerar el tema del remanente de Israel y la historia del cristianismo profesante, ya sea genuino o espurio.

Fijémonos primero en el remanente judío1 .

A fin de entender Mateo 24:1-44, será necesario que nos coloquemos en el punto de vista de aquellos a quienes se dirigía nuestro Señor en ese momento. Si intentamos introducir en este discurso la luz que brilla en la epístola a los Efesios, solo conseguiremos llenar de confusión nuestra mente y perder la enseñanza solemne de la porción que tenemos ante nosotros. Aquí no hallaremos nada acerca de la Iglesia de Dios, el Cuerpo de Cristo. La enseñanza de nuestro Señor posee una perfección divina; de ahí que no podamos imaginar en ella nada prematuro. Y prematuro sería haber introducido un tema que, a la sazón, estaba escondido en Dios. La gran verdad de la Iglesia no podía ser descubierta hasta que Cristo, rechazado como Mesías, hubiese ocupado su lugar a la diestra de Dios y derramado el Espíritu Santo para formar, con su presencia, un solo cuerpo, compuesto de judíos y gentiles.

De esto, no oímos nada en Mateo 24. Estamos enteramente en terreno judío, rodeados de circunstancias e influencias judías. El escenario y las alusiones son puramente de carácter judío. El intento de aplicar a la Iglesia esta porción equivaldría a perder de vista completamente el objetivo de nuestro Señor y falsificar la posición real de la Iglesia de Dios. Cuanto más de cerca examinemos la Escritura, con tanta más claridad veremos que los destinatarios del discurso ocupan un punto de vista judío y pisan terreno judío, ya sea que pensemos en las personas mismas a las que se dirigía entonces el Señor, o en las que ocuparán el mismo terreno al final, cuando la Iglesia haya desaparecido de la escena.

Al final de Mateo 23, nuestro Señor resume su apelación a los líderes de la nación judía con las siguientes palabras de solemnidad tremenda: “¡Vosotros también llenad la medida de vuestros padres! ¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno? Por tanto, he aquí yo os envío profetas y sabios y escribas; y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad; para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías hijo de Berequías, a quien matasteis entre el templo y el altar. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! He aquí vuestra casa os es dejada desierta. Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Mateo 23:32-39).

Así se cierra el testimonio del Mesías a la nación apóstata de Israel. Todos los esfuerzos que el amor, incluso el amor divino, pudo hacer, habían sido probados, pero la prueba había resultado vana. Les fueron enviados profetas, y los apedrearon; uno tras otro, les fueron llegando mensajeros que les rogaron, les arguyeron, advirtieron y exhortaron; todo en vano. La palabra de los enviados había caído en oídos sordos y corazones endurecidos. La única respuesta dada a estos mensajeros fue malos tratos, apedreamiento y asesinato.

Finalmente, el Hijo mismo les fue enviado, acompañado de estas palabras conmovedoras: “Quizás cuando le vean a él, le tendrán respeto” (Lucas 20:13). ¿Respeto? ¡Nada de eso! Cuando le vieron, no hallaron en él hermosura como para desearle (Isaías 53:2). La hija de Sión no tuvo corazón para su Rey. La viña estaba bajo el control de viñadores impíos: “Dijeron entre sí: Este es el heredero; venid, matémosle, y apoderémonos de su heredad” (Mateo 21:38).

Hasta ahí había descendido la condición moral de Israel, en vista de la cual habló nuestro Señor las palabras, inusitadamente terribles, que hemos citado arriba; y después, “salió del templo y se iba” (Mateo 24:1). Sabemos cuánto le repugnaba hacer esto, porque, ¡alabado sea su nombre! siempre que se marcha de un lugar de misericordia o entra en un lugar de juicio, se mueve a paso lento y pausado. Así lo atestigua la partida de la gloria, en los primeros capítulos de Ezequiel: “Entonces la gloria de Jehová se elevó de encima del umbral de la casa, y se puso sobre los querubines. Y alzando los querubines sus alas, se levantaron de la tierra delante de mis ojos; cuando ellos salieron, también las ruedas se alzaron al lado de ellos; y se pararon a la entrada de la puerta oriental de la casa de Jehová, y la gloria del Dios de Israel estaba por encima sobre ellos” (Ezequiel 10:18-19). “Después alzaron los querubines sus alas, y las ruedas en pos de ellos; y la gloria del Dios de Israel estaba sobre ellos. Y la gloria de Jehová se elevó de en medio de la ciudad, y se puso sobre el monte que está al oriente de la ciudad” (Ezequiel 11:22-23).

Así, con paso lento y pausado, se marchó de la casa de Jerusalén la gloria del Dios de Israel. Jehová se demoraba cerca del lugar, resistiéndose a partir2 . Había venido, con amorosa presteza, con todo su corazón y con toda su alma, a morar en medio de su pueblo, a encontrar un hogar en el centro mismo de su congregación; pero ellos, con sus pecados e iniquidades, le forzaron a marcharse. De buena gana se habría quedado, mas fue imposible; pero, aun así, demostró, con la forma misma de irse, cuán poco inclinado estaba a marcharse.

Y no fue diferente el caso del Jehová Mesías en Mateo 23, como lo atestiguan sus palabras conmovedoras: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mateo 23:37). Aquí está el profundo secreto. “Quise”: ese era el corazón de Dios. “No quisiste”: ese era el corazón de Israel. También a él le forzaron a marcharse, como a la gloria en los días de Ezequiel; pero, ¡alabado sea su nombre!, no sin antes dejar caer una frase que forma la base preciosa de la esperanza en cuanto a días más luminosos del futuro, cuando volverá la gloria, y la hija de Sión dará a su Rey la bienvenida gozosa: “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Mateo 23:39).

Pero, hasta que amanezca ese día luminoso, la historia de Israel se resume en oscuridad, desolación y ruina. Lo que los líderes procuraban evitar rechazando a Cristo, eso precisamente les sobrevino como una dura y terrible realidad: “Vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación” (Juan 11:48). ¡Cuán literal y solemnemente se cumplió esto! ¡Ay! Su lugar y su nación se habían ido ya, y el significativo movimiento de Jesús, en Mateo 24:1, no fue sino la firma de la sentencia, y la escritura de la desolación, que ya se cernía sobre todo el sistema judío: “Jesús salió del templo y se iba” (Mateo 24:1). El caso era desahuciado y había que renunciar a todo. Un largo periodo de oscuridad y espanto había de pasar sobre la insensata nación, un periodo que culminará en aquella “gran tribulación” que debe preceder a la hora de la liberación final.

Sin embargo, así como en los días de Ezequiel había quienes suspiraban y clamaban por los pecados y pesares de la nación (Ezequiel 9:4), así también en los días de Mateo 24 había un remanente de almas piadosas que se adhirieron al Mesías rechazado y que acariciaban la esperanza de redención y restauración de Israel. Es cierto que sus percepciones eran muy turbias, y sus pensamientos estaban llenos de confusión, pero su corazón, tocado por la gracia divina, palpitaba de fidelidad hacia el Mesías, y estaban llenos de esperanza en cuanto al porvenir de Israel.

Ahora bien, es sumamente importante que el lector llegue a reconocer y entender la posición de ese remanente; de él se ocupó nuestro Señor en su discurso maravilloso en el Monte de los Olivos. Suponer que las personas a quienes se dirigió estaban en terreno cristiano implicaría el abandono de todo concepto verdadero de lo que es el cristianismo, y el desconocimiento de un grupo cuya existencia está reconocida a lo largo de los salmos, los profetas y varias porciones del Nuevo Testamento. Ha habido, y siempre habrá, “un remanente escogido por gracia [lit.: conforme a la elección de gracia]” (Romanos 11:5). Citar las porciones que presentan la historia, las penas, experiencias y pruebas de ese remanente requeriría un libro entero, por lo que no vamos a intentarlo; pero deseamos vivamente que el lector se percate de que este remanente piadoso está representado por el puñado de discípulos reunidos en torno a nuestro Señor en el Monte de los Olivos. Estamos persuadidos de que, si esto no se percibe, se pierde necesariamente el verdadero objetivo, la significación y la aplicación de este discurso tan notable.

“Cuando Jesús salió del templo y se iba, se acercaron sus discípulos para mostrarle los edificios del templo. Respondiendo él, les dijo: ¿Veis todo esto? De cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada. Y estando él sentado en el Monte de los Olivos, los discípulos se le acercaron aparte, diciendo: Dinos, ¿cuándo serán estas cosas, y qué señal habrá de tu venida, y del fin del siglo (aionos: era)?” (Mateo 24:1-3).

Como es natural, los discípulos se preocupaban por los objetos y las expectaciones terrestres de la nación judía: el templo y sus alrededores. Hay que tener en cuenta esto, si queremos entender la pregunta de ellos y la respuesta de nuestro Señor. De momento, los pensamientos de los discípulos no iban más allá del lado terrenal de las cosas. Estaban aguardando el establecimiento del reino, la gloria del Mesías y el cumplimiento de las promesas hechas a los antepasados. No se habían percatado bien del hecho solemne e importante de que

Se quitará la vida al Mesías, mas no por sí
(Daniel 9:26).

Es cierto que el Maestro amado había intentado, de vez en cuando, prepararles la mente para el solemne acontecimiento. Les había advertido fielmente con respecto a las negras sombras que se iban a reunir en torno a su senda. Les había dicho que el Hijo del Hombre sería entregado a los gentiles para ser escarnecido, azotado y crucificado.

Pero ellos no le entendieron. Tales frases les parecían oscuras, duras e incomprensibles; y su corazón seguía acariciando aún la esperanza de una restauración nacional, con la bendición consiguiente. Ansiaban ver en lo alto la estrella de Jacob.

Tenían la mente llena de expectación en cuanto a la restauración del reino de Israel. Por el momento, no sabían nada de lo que había de surgir como consecuencia del rechazo y de la muerte del Mesías. El Señor les había hablado de edificar una iglesia; pero ellos no sabían nada absolutamente de la posición y privilegios de tal iglesia, de su llamamiento, sus bases y sus esperanzas. La idea de un cuerpo compuesto de judíos y gentiles, unido por el Espíritu Santo a una Cabeza viva y glorificada en los cielos, no les cabía en la mente. Estaba todavía en pie la pared intermedia de separación; y uno de ellos –el primero en la lista– tendría gran dificultad en aprender, mucho después, incluso la noción de admitir a los gentiles en el reino.

Todo esto, repetimos, ha de tenerse en cuenta, si queremos leer de modo correcto la respuesta de nuestro Señor a la pregunta sobre su venida y el final de los tiempos. No hay ni una sola sílaba acerca de la Iglesia, como tal, en dicha respuesta. Hasta llegar al versículo 14, pasa al final, dando un resumen rápido de los sucesos que han de ocurrir entre las naciones. “Mirad –dice– que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo; y a muchos engañarán. Y oiréis de guerras y rumores de guerras; mirad que no os turbéis, porque es necesario que todo esto acontezca; pero aún no es el fin. Porque se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares. Y todo esto será principio de dolores. Entonces os entregarán a tribulación, y os matarán, y seréis aborrecidos de todas las gentes por causa de mi nombre. Muchos tropezarán entonces, y se entregarán unos a otros, y unos a otros se aborrecerán. Y muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a muchos; y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará. Mas el que persevere hasta el fin, este será salvo. Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin” (Mateo 24:4-14).

Aquí tenemos, pues, un amplio esquema que abarca el espacio de tiempo, desde el momento en que nuestro Señor hablaba, hasta el tiempo del fin. El lector ha de tener en cuenta que, en este periodo, hay un intervalo que pasa desapercibido durante el cual se nos descubre el gran misterio de la Iglesia.

Ese intervalo o paréntesis es pasado por alto en este discurso, por no haber llegado todavía el tiempo de su desarrollo. Estaba aún “escondido en Dios”, y no podía ser descubierto hasta que el Mesías fuese rechazado, cortado de la tierra y recibido arriba en gloria. Todo este discurso tendría su cumplimiento pleno y perfecto aunque jamás se hubiera oído nada acerca de la Iglesia; porque, no se olvide nunca, la Iglesia no forma parte de los caminos de Dios con Israel ni con la tierra. En cuanto a la alusión de la predicación del evangelio en el versículo 14, no hemos de suponer que sea en modo alguno la misma cosa que “el evangelio de la gracia de Dios” (Hechos 20:24), según lo predicaba Pablo. Se le titula “este evangelio del reino” (Mateo 24:14); y, además, ha de ser predicado, no con objeto de reunir la Iglesia, sino “para testimonio a todas las naciones”. No debemos confundir cosas que Dios, en su sabiduría infinita, ha hecho que sean diferentes. La Iglesia no debe ser confundida con el reino; ni el evangelio de la gracia de Dios, con el evangelio del reino. Las dos cosas son perfectamente distintas; y si las confundimos, no entenderemos ni la una ni la otra. Además, queremos fijar en la mente del lector la necesidad absoluta de ver el paréntesis o intervalo que pasa desapercibido, en el cual se inserta el gran misterio de la Iglesia. Si no se ve con claridad esto, no se puede entender Mateo 24.

En el versículo 15, parece como si quisiera hacer que sus oyentes volvieran la vista hacia algo muy específico, algo con lo que un creyente judío estaría familiarizado por la alusión que se hace a él en Daniel. “Por tanto, cuando veáis en el lugar santo la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel (el que lee, entienda), entonces los que estén en Judea, huyan a los montes. El que esté en la azotea, no descienda para tomar algo de su casa; y el que esté en el campo, no vuelva atrás para tomar su capa… Orad, pues, que vuestra huida no sea en invierno ni en día de reposo; porque habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá” (Mateo 24:15-18, 20-21).

Todo esto es sumamente preciso. La cita de Daniel 12 fija la aplicación de modo incuestionable. Demuestra que la referencia no es al asedio de Jerusalén bajo Tito, pues leemos en Daniel 12:1 que “en aquel tiempo será libertado tu pueblo”. Y está clarísimo que no fueron libertados en los días de Tito. No; la referencia es al tiempo del fin. La escena se desarrolla en Jerusalén. Las personas objeto de consideración aquí y a quienes va dirigido todo esto son creyentes judíos, el remanente piadoso de Israel en la gran tribulación, después que la Iglesia haya abandonado el escenario. ¿Cómo puede alguien pensar que quienes reciben aquí estas instrucciones son vistos como si estuvieran en el plano de la Iglesia? ¿Qué sentido tendría para ellas la alusión al invierno o al sábado?

Y luego dice el Señor: “Entonces, si alguno os dijere: Mirad, aquí está el Cristo, o mirad, allí está, no lo creáis… Así que, si os dijeren: Mirad, está en el desierto, no salgáis; o mirad, está en los aposentos, no lo creáis” (Mateo 24:23, 26). ¿Qué aplicación posible habrían de tener tales palabras para personas que han sido exhortadas a esperar de los cielos al Hijo de Dios y que saben que, antes que él vuelva a esta tierra, ellas habrán subido a su encuentro en las nubes y habrán ido con él a la casa del Padre? Un cristiano que esté bien aleccionado acerca de su esperanza verdadera, ¿podría ser engañado por personas que digan que Cristo está aquí o allí, en el desierto o en los aposentos? ¡Imposible! Él aguarda que el Esposo venga de los cielos; y sabe que está fuera de toda cuestión el que Cristo pueda aparecer en esta tierra sin traer consigo a todos los suyos.

Así que, la simple verdad lo clarifica todo; y todo lo que necesitamos es tener disposición para aprenderla. El cristiano más sencillo sabe perfectamente que su Señor no se le aparecerá como el resplandor de un relámpago, sino como la Estrella resplandeciente de la mañana. Así entiende que Mateo 24 no puede aplicarse a la Iglesia, aunque es ciertísimo que la Iglesia puede estudiarlo con interés y provecho, igual que todas las otras porciones proféticas de la Biblia. Podemos añadir que el interés crecerá en intensidad, y el provecho en profundidad, en proporción al conocimiento que tengamos de la verdadera aplicación de tales porciones de la Escritura.

Carecemos del espacio necesario para meternos a fondo en la porción restante de este discurso maravilloso, como sería nuestro deseo; pero, cuanto más de cerca se examine cada frase, y mayor atención se preste a cada circunstancia, tanto mayor será la claridad con que se ve que las personas a quienes va dirigido no están propiamente en terreno cristiano. Toda la escena es terrenal y judía, no celestial ni cristiana; y suministra abundantes instrucciones a quienes, sin tardar mucho, se han de hallar en la posición que tenemos a la vista; pero no hay nada tan claro como que toda la porción que abarca los versículos 15-42 de Mateo 24, se refiere al periodo que transcurrirá entre el arrebatamiento de los santos y la aparición del Hijo del Hombre.

Quizás haya quien encuentre alguna dificultad en entender el versículo 34: “No pasará esta generación hasta que todo esto acontezca”. Pero hemos de recordar que el vocablo “generación” se usa constantemente en la Escritura en sentido moral (véase Salmo 12:7). No ha de ser limitado a un cierto número de personas que vivan a la sazón, sino que significa la raza.3  En la porción que tenemos delante, se aplica, sin más, a la raza judía; pero la fraseología es tal, que deja enteramente abierta la cuestión del tiempo, de modo que el corazón ha de conservarse siempre dispuesto para la venida del Señor. No hay en la Biblia nada que se interfiera con la expectación constante de un acontecimiento tan grande. Por el contrario, cada parábola, cada figura, cada alusión, están expresadas de forma que autorizan a cada uno a esperar la venida del Señor durante el curso de su vida, dejando margen, con todo, para que se vaya alargando la demora, conforme a la paciencia de la gracia de un Dios Salvador.

  • 1N. del T.: El remanente (o residuo, resto de Israel, de Jacob, del pueblo de Dios) es un término empleado varias veces en el Antiguo Testamento para referirse al grupo de israelitas que será preservado hasta el regreso del Señor a la tierra a través de las grandes pruebas por las que tendrá que pasar este pueblo y más particularmente los judíos. Véase, por ejemplo: Isaías 1:9; 4:3; 10:20-22; 37:32; Miqueas 2:12; Sofonías 3:13.
  • 2Esta repugnancia contrasta con su presteza en entrar al tabernáculo (Éxodo 20) y al templo (2 Crónicas 7:1). Tan pronto como la mansión estuvo lista, descendió a ocuparla y llenarla de su gloria. Tan presto a entrar, como lento para salir. Y no solo eso, sino que, antes que se cierre el libro de Ezequiel, vemos la gloria volviendo de nuevo; y “Jehová-sama” (Jehová allí) queda grabado con caracteres indelebles en las puertas de la ciudad amada (Ezequiel 48:35). El amor de Dios no se cambia ante nada. Al que ama, y según le ama, le ama hasta el final. “El mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8).
  • 3N. del T.: Así lo confirman los léxicos griegos. Por ejemplo, Thayer, en su Greek-English Lexicon of the New Testament confirma plenamente lo dicho referente al término genea, en su segunda acepción (en la tercera acepción, Thayer da el sentido cronológico de «toda la multitud de hombres que viven al mismo tiempo», pero este no es su único sentido): «genea: 2b. una raza de hombres muy similares los unos de los otros en dotes, ocupaciones, carácter; y especialmente en un mal sentido una raza perversa» (pág. 112). Vine, en su Diccionario expositivo de palabras del Nuevo Testamento, también confirma el mismo sentido moral del término, y confirma que no se limita a un grupo de personas de un determinado período de tiempo: 1. GENEA… una raza de gentes que poseen características o llamamientos similares, etc. (de malas características).

La cristiandad

¡Qué variedad de pensamientos y sentimientos se despiertan en el alma al solo sonido del vocablo «cristiandad»! Es un vocablo terrible pues nos pone delante esa vasta multitud de profesantes bautizados que se llaman a sí mismos la iglesia de Dios, pero no lo son; se llaman el cristianismo, pero no lo son. La cristiandad es una anomalía oscura y terrible. No es una cosa ni otra. No es el judío, ni el gentil, ni la iglesia de Dios. Es una mezcla corrupta y misteriosa, una malformación espiritual, la obra maestra de Satanás, la corruptora de la verdad de Dios y la destructora de las almas de los hombres, una trampa, un lazo, una piedra de tropiezo, la mancha moral más negra en el universo de Dios. Es la corrupción de lo mejor y, por tanto, la peor de las corrupciones. Es lo que Satanás ha hecho del cristianismo profesante. Es mucho peor que el judaísmo; mucho peor que todas las formas más oscuras del paganismo, porque tiene una luz más elevada y unos privilegios más ricos, hace la profesión más alta y ocupa la plataforma más exaltada. En fin, es la horrible apostasía a la cual están reservados los juicios más severos de Dios, las heces más amargas de la copa de su justa ira.

Es cierto, gracias a Dios, que hay unos pocos nombres en la cristiandad que, por la gracia, no han manchado sus vestiduras. Hay algunas ascuas que brillan entre las cenizas humeantes, piedras preciosas entre los horribles escombros. Pero, en cuanto a la masa de cristianos profesantes a quienes se aplica el término «cristiandad», no cabe nada más espantoso, ya sea que pensemos en su condición actual o en su destino futuro. Dudamos de que los cristianos en general tengan algo que se parezca a un sentido adecuado del verdadero carácter y de la ruina inevitable de lo que les rodea. Si lo tuviesen, les produciría una impresión solemne y les haría sentir la necesidad urgente de apartarse, en santa separación, de los caminos de la cristiandad y de presentar un testimonio claro contra su espíritu y sus principios.

Pero volvamos de nuevo al profundo discurso de nuestro Señor en el Monte de los Olivos, en el cual trata el tema de la profesión cristiana, como ya hemos hecho notar. Lo hace en tres parábolas distintas: la del siervo, la de las diez vírgenes y la de los talentos. En cada una de ellas tenemos las dos cosas que vimos antes: lo genuino y lo espurio; lo verdadero y lo falso; lo brillante y lo oscuro; lo que es de Cristo y lo que es de Satanás; lo que pertenece al cielo y lo que emana del infierno.

Echaremos un vistazo a las tres parábolas, que abarcan en su breve espacio una vasta mina de enseñanzas prácticas.

Vayamos a Mateo 24:45-47: “¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, al cual puso su señor sobre su casa para que les dé el alimento a tiempo? Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así. De cierto os digo que sobre todos sus bienes le pondrá”.

Aquí tenemos, pues, a un mismo tiempo, la fuente y el objeto de todo ministerio en la casa de Dios. “Al cual puso su señor sobre su casa”: esta es la fuente. “Para que les dé el alimento a tiempo”: este es el objeto.

Estas cosas son muy importantes y dignas de los pensamientos más profundos del lector. Todo ministerio en la casa de Dios, ya sea en tiempo del Antiguo Testamento o del Nuevo, es de nombramiento divino. La Biblia no reconoce a ninguna autoridad humana como capacitada para nombrar a ciertas personas para el ministerio, ni reconoce tal cosa como un ministerio constituido por sí mismo. Nadie sino Dios puede hacer o nombrar un ministro de cualquier clase o descripción. Así, Jehová destinó a Aarón y a sus hijos para el sacerdocio; y al extraño que se atreviese a arrogarse las funciones del oficio sagrado, se le había de dar muerte. Ni siquiera el rey podía atreverse a tocar el incensario sacerdotal, pues se nos dice de Uzías, rey de Judá, que “cuando ya era fuerte, su corazón se enalteció para su ruina; porque se rebeló contra Jehová su Dios, entrando en el templo de Jehová para quemar incienso en el altar del incienso. Y entró tras él el sacerdote Azarías, y con él ochenta sacerdotes de Jehová, varones valientes. Y se pusieron contra el rey Uzías, y le dijeron: No te corresponde a ti, oh Uzías, el quemar incienso a Jehová, sino a los sacerdotes hijos de Aarón, que son consagrados para quemarlo. Sal del santuario, porque has prevaricado, y no te será para gloria delante de Jehová Dios… Así el rey Uzías fue leproso hasta el día de su muerte (2 Crónicas 26:16-18, 21).

Tal fue el resultado solemne, la terrible consecuencia, de la intrusión de un hombre en algo que era enteramente de nombramiento divino. ¿No tiene nada que ver esto con la cristiandad? De seguro que lo tiene. Hace sonar en nuestros oídos una nota de advertencia. Le dice a la Iglesia profesante, con acentos inequívocos, que se guarde de intrusiones humanas en un terreno que pertenece exclusivamente a Dios. “Todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres es constituido a favor de [no por] los hombres en lo que a Dios se refiere, para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados… Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado [no por los hombres, sino] por Dios, como lo fue Aarón” (Hebreos 5:1, 4).

Y este principio del llamamiento divino no estaba limitado al oficio alto y sagrado del tabernáculo. Nadie podía atreverse a poner la mano en la parte más insignificante de aquella estructura sagrada, a no ser por directa autorización de Jehová. “Habló Jehová a Moisés, diciendo: Mira, yo he llamado por nombre a Bezaleel hijo de Uri, hijo de Hur, de la tribu de Judá” (Éxodo 31:1-2). Y el mismo Bezaleel no pudo escoger sus compañeros de trabajo ni nombrar para la obra a quien él quisiese, así como no había podido escogerse o nombrarse a sí mismo. No; también eso era cosa de Dios: “Y he aquí que yo” dice Jehová, he puesto con él a Aholiab” (cap. 31:6). Así pues, Aholiab, igual que Bezaleel, recibió su comisión directamente de Jehová, la única fuente verdadera de toda autoridad ministerial.

Y no era de otra manera en el caso del ministerio profético. Solo Dios podía hacer, equipar y enviar un profeta. ¡Ay! Había algunos de quienes Jehová tuvo que decir: “No envié yo aquellos profetas, pero ellos corrían” (Jeremías 23:21). Eran profanos intrusos en el campo de la profecía, como los hubo en el oficio del sacerdocio; pero todos ellos atrajeron sobre sí mismos el juicio de Dios.

¿Ha cambiado este gran principio? ¿Ha sido removido de su base antigua el ministerio? ¿Ha sido desviada de su fuente divina la corriente de agua viva? ¿Es cierto que esta institución tan preciosa y gloriosa ha sido despojada de sus altas dignidades? ¿Es posible que, en el tiempo del Nuevo Testamento, haya sido rebajado de su elevación divina el ministerio? ¿Se ha convertido en un mero nombramiento humano? ¿Puede un hombre nombrar a otro hombre, o nombrarse a sí mismo, para cualquier ramo del ministerio en la casa de Dios?

¿Qué respuesta hay que dar a estas preguntas? Una sola gracias a Dios: un claro y enfático ¡No! El ministerio ha sido, es y será siempre obra de Dios; divino en su fuente; divino en su naturaleza; divino en cada uno de sus aspectos y principios. “Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de operaciones, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo” (1 Corintios 12:4-6). “Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso. “Y a unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros, luego los que hacen milagros, después los que sanan, los que ayudan, los que administran, los que tienen don de lenguas” (1 Corintios 12:18, 28). “Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo. Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres… Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:7-8, 11-13).

Aquí se halla la gran fuente de todo ministerio en la Iglesia de Dios, desde el cimiento puesto por gracia hasta la cúspide en la gloria. Es divina y celestial, no es humana ni terrenal. No es de hombre ni por hombre, sino de Jesucristo y de Dios Padre que lo levantó de entre los muertos, y en el poder del Espíritu Santo (véase Gálatas 1:1). La Escritura no reconoce tal cosa como la autoridad humana en ningún ramo del ministerio en la Iglesia. Si se trata del don, se nos dice con todo énfasis que es “el don de Cristo” (Efesios 4:7). Si se trata de la posición asignada, se nos dice con la misma claridad que “Dios ha colocado los miembros” (1 Corintios 12:18). Si es cuestión de cargo local, ya sea de anciano o de diácono, era enteramente por nombramiento de Dios, mediante las manos de un apóstol o de un delegado apostólico (véase Hechos 14:23; Tito 1:5).

Todo esto es tan claro, tan preciso y tan palpable en la superficie misma de la Escritura, que basta con preguntar: “¿Cómo lees?” (Lucas 10:26). Y cuanto más penetramos por debajo de la superficie –cuanto más somos conducidos por el Espíritu Eterno a las profundidades preciosas de la inspiración– tanto mayor llega a ser nuestra convicción de que el ministerio, en cada uno de sus departamentos y ramos, es divino en su origen, en su naturaleza y en sus principios. La verdad de esto resplandece con claridad meridiana en las epístolas; pero tenemos su germen en las palabras de nuestro Señor en Mateo 24:45: “Al cual puso su señor sobre su casa”. La casa pertenece al Señor, y solo él puede nombrar a los siervos, lo cual hace conforme a su voluntad soberana.

Igualmente claro es el objeto del ministerio, según se expresa en esta parábola y se amplifica en las epístolas. “Para que les dé el alimento a tiempo” (Mateo 24:45);

Para la edificación del cuerpo de Cristo
(Efesios 4:12);

“Para que la iglesia reciba edificación” (1 Corintios 14:5). Esto es lo que Jesús anhela. Quiere tener su casa en orden, su Iglesia edificada, su cuerpo alimentado y abrigado. Con este fin imparte dones a la Iglesia, y los conservará hasta que no se necesiten más.

Pero, ¡qué pena que haya en el cuadro un lado oscuro! Debemos estar dispuestos a notarlo, pues tenemos ante nosotros el cuadro de la cristiandad. Si hay un “siervo fiel, prudente y bienaventurado” (Mateo 24:45-46), también hay un “siervo malo que dice en su corazón: Mi señor tarda en venir” (cap. 24:48). Nótese esto. Es en el corazón del siervo malo donde surge el pensamiento de la demora de su señor en venir.

Y, ¿cuál es el resultado? “Comienza a golpear a sus consiervos, y aun a comer y a beber con los borrachos” (cap. 24:49). No necesitamos explicar hasta qué punto tan terrible esto ha quedado ejemplificado en la historia de la cristiandad. En lugar de un ministerio verdadero, que fluye de la Cabeza resucitada y glorificada en los cielos, y que promueve la edificación del cuerpo, la bendición de las almas y la prosperidad de la servidumbre, tenemos una falsa autoridad clerical, unas normas arbitrarias, un señorear sobre la heredad de Dios, un afán de adquirir riquezas y poder de este mundo, comodidad carnal, engrandecimiento propio, dominación sacerdotal en todas sus formas y consecuencias prácticas indecibles e innumerables.

El lector hará bien en dedicarse de corazón a entender estas cosas. Tendrá que percibir, con claridad y fuerza, la diferencia entre clericalismo y ministerio. El primero es una arrogación enteramente humana; el segundo, una institución puramente divina. El primero tiene su fuente en el corazón malvado del hombre; el segundo tiene su fuente en un Salvador resucitado y exaltado, quien, tras ser levantado de entre los muertos, recibió dones para los hombres y los esparce sobre su Iglesia conforme le place. El uno es un verdadero azote y una maldición; el otro, una bendición de Dios para los hombres. En fin, este último tiene sus raíces en el cielo, de allí sale y allá conduce; el primero las tiene en el infierno, de allí surge y a él lleva.

Todo esto es muy solemne y debería ejercer un influjo poderoso en nuestra alma. Pronto llegará el día cuando el Señor Jesucristo ejecutará juicio sumarísimo, con lo que el hombre se ha atrevido a erigir en Su casa. No hablamos de individuos –aunque de seguro es cosa seria y terrible el que alguien ponga la mano en, o tenga algo que ver con, aquello sobre lo cual está a punto de ser ejecutado un juicio tan terrible– sino que nos referimos a un sistema, un principio axiomático que fluye, en una corriente profunda y oscura, a lo largo y ancho de la Iglesia profesante; estamos hablando del clericalismo y las artimañas eclesiásticas en todas sus formas y ramificaciones.

Amonestamos solemnemente a nuestros lectores contra esta cosa tan terrible. No hay lenguaje humano que pueda describir su perversidad, así como tampoco lo hay que pueda expresar infinitamente la gran bendición que todo ministerio verdadero supone en la Iglesia de Dios. El Señor Jesús, no solo imparte dones ministeriales, sino que, en su gracia maravillosa, recompensará abundantemente el ejercicio fiel y diligente de esos dones. Pero, respecto a lo que el hombre ha establecido, leemos su destino en estas palabras: “Vendrá el señor de aquel siervo en día que este no espera, y a la hora que no sabe, y lo castigará duramente, y pondrá su parte con los hipócritas; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mateo 24:50-51).

Que nuestro Señor bondadoso libre a sus siervos y a su pueblo de toda participación en esta gran impiedad que se realiza en el seno mismo de lo que se llama a sí mismo la iglesia de Dios. Y, por otra parte, que les conduzca a entender, apreciar y ejercitar ese ministerio verdadero, precioso, divino, que emana de él mismo y el cual se ha propuesto, en su amor infinito, para la bendición y el crecimiento de su amada Iglesia. Existe el peligro, un riesgo muy grande, de que, mientras tratamos (como seguramente lo hemos de hacer) de alejarnos del mal del clericalismo, nos precipitemos en el extremo opuesto, que es despreciar el ministerio.

Contra esto hemos de guardarnos diligentemente. Siempre hemos de tener en cuenta que el ministerio en la Iglesia procede de Dios. Su fuente es divina. Su naturaleza es celestial y espiritual. Su objeto es proclamar el Evangelio y edificar la Iglesia de Dios. Nuestro Señor Jesucristo imparte los diversos dones, evangelistas, pastores y maestros. Él tiene en su mano el gran depósito de los dones espirituales. Nunca lo ha cedido a nadie, ni lo cederá jamás. A pesar de todo lo que Satanás ha producido en la Iglesia profesante; a pesar de las malas acciones de “aquel siervo malo”; a pesar de todo el atrevimiento humano en atribuirse una autoridad que no le pertenece, nuestro Señor resucitado y glorificado “tiene en su diestra siete estrellas” (Apocalipsis 1:16). Posee todos los dones ministeriales, el poder y la autoridad. Él es el único que puede constituir ministro a un hombre. Si él no imparte el don, no puede haber ministerio verdadero. Podrá haber arrogación hueca, usurpación culpable, afectación vacía, conversación inútil; pero no puede haber un solo átomo de ministerio verdadero, amoroso, divino, a menos que nuestro soberano Señor tenga a bien otorgar allí su don. E incluso donde él otorga el don, ese don debe «ser avivado» (2 Timoteo 1:6), y cultivado diligentemente; de lo contrario, el “aprovechamiento” no será “manifiesto a todos” (1 Timoteo 4:15). El don ha de ser ejercitado en el poder del Espíritu Santo; de otro modo, no promoverá el fin al cual Dios lo destinó.

Pero estamos adelantándonos a lo que todavía ha de presentársenos en la parábola de los talentos; así que terminaremos simplemente recordando al lector, que el importante tema que hemos venido considerando, hace referencia directa a la venida del Señor, pues todo ministerio verdadero es desempeñado en la perspectiva de ese acontecimiento grande y glorioso. Y no solo eso, sino que el sistema falsario, corrupto e impío será traído a juicio cuando el Señor Jesucristo se manifieste en su gloria.

Las diez vírgenes

Llegamos a la sección solemne del discurso de nuestro Señor en la cual presenta el reino de los cielos bajo el símil de “diez vírgenes”. La instrucción contenida en esta tan importante parábola es de aplicación más amplia que la del siervo al cual nos referimos anteriormente, pues abarca toda la gama de la profesión cristiana y no está limitada al ministerio, dentro o fuera de la casa. Se refiere, directa y definidamente, a la profesión cristiana, ya sea verdadera o falsa.

“Entonces el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes que tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo” (Mateo 25:1). Hay quienes han pensado que esta parábola se refiere al remanente judío; pero no parece que esta sea la idea aquí contenida, ni por el contexto en que se halla la parábola, ni por los términos en que está expresada.

En cuanto a todo el contexto, cuanto más de cerca se examina, tanto más claro se ve que la porción judía del discurso termina en Mateo 24:44. Eso es tan preciso que resulta incuestionable. Igualmente preciso es que la porción de la cristiandad se extiende, como hemos visto, desde Mateo 24:45 hasta 25:30; mientras que, desde Mateo 25:31 hasta el final, tenemos a los gentiles. Así que el orden y la plenitud de este discurso maravilloso tienen que impresionar a todo lector reflexivo. Presenta al judío, al cristiano y al gentil, a cada uno en su lugar y conforme a sus respectivos principios distintivos. No hay mezcla de una cosa con otra, no hay confusión de cosas que son diferentes. El orden, la plenitud y la amplitud de este discurso profundo son divinos y llenan «de admiración, amor y alabanza»1  el alma. Nos levantamos del estudio de este discurso con las palabras del apóstol en los labios:

¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!
(Romanos 11:33).

Y luego, cuando examinamos los términos precisos que usa nuestro Señor en la parábola de las diez vírgenes, vemos necesariamente que no se aplica a judíos, sino a cristianos profesantes –a nosotros–; pronuncia una voz, y enseña una lección solemne, al escritor y al lector de estas líneas.

Pongamos nuestra atención en ello.

“Entonces el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes que tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo” (Mateo 25:1).

Aquí queda caracterizada especialmente la cristiandad primitiva, por el hecho indicado en el texto: salen a recibir a un esposo que vuelve y a quien se espera. Los primeros cristianos eran incitados a separarse de las cosas presentes y salir, en el espíritu de su mente y en el afecto de su corazón, al encuentro del Salvador a quien amaban y aguardaban. Por supuesto, no era cosa de salir de un lugar a otro; no era un movimiento local, sino moral y espiritual. Era el corazón que sale hacia un Salvador amado, cuyo regreso es esperado con anhelo, día a día.

Es imposible leer las epístolas a las distintas iglesias y no ver que la esperanza de un regreso seguro y rápido del Señor gobernaba el corazón del pueblo cristiano en los primeros días. “Esperaban de los cielos a su Hijo” (1 Tesalonicenses 1:10). Sabían que había de venir a llevárselos, a fin de estar con él para siempre. El conocimiento y el poder de esta esperanza hacía que despegaran de las cosas presentes el corazón. Su esperanza brillante y celestial les hacía desprenderse de las cosas de la tierra. “Aguardaban al Salvador” (Filipenses 3:20). Creían que podía venir en cualquier momento; de ahí que las preocupaciones de esta vida debían requerir solo momentáneamente su atención, cierto, toda su atención; pero, por decirlo así, solo como quien espera de puntillas.

Todo esto se dirige a nuestro corazón, breve pero claramente, mediante la frase: “Salieron a recibir al esposo” (Mateo 25:1). Esto no podía aplicarse, en buena inteligencia, al remanente judío, puesto que ellos no saldrán al encuentro de su Mesías, sino que, por el contrario, permanecerán en su posición y circunstancias, hasta que él venga y plante sus pies en el Monte de los Olivos. No estarán aguardando a que venga el Señor y se los lleve para estar con él en el cielo, sino que él vendrá a traerles liberación en su propio país y a hacerles dichosos allí bajo su reinado pacífico durante la época milenaria.

En cambio, la llamada a los cristianos era a «salir». Se suponía que debían estar siempre prestos para el traslado; no estableciéndose en la tierra, sino saliendo con aspiración santa y anhelante tras la gloria celestial a la cual son llamados, y al encuentro del Esposo con quien se han comprometido y cuyo pronto regreso se les ha enseñado que aguarden.

Tal es la idea verdadera, divina y normal de la actitud y del estado del cristiano. Y esta idea estupenda fue captada maravillosamente y puesta en práctica por los primeros cristianos. Pero, ¡ay!, se nos recuerda el hecho de que tenemos que habérnoslas en la cristiandad, tanto con el espurio como con el genuino. Hay “cizaña” lo mismo que “trigo” en el reino de los cielos (Mateo 13:24-30); y así leemos de estas diez vírgenes que “cinco de ellas eran prudentes y cinco insensatas” (cap. 25:2). En la cristiandad profesante tenemos lo verdadero y lo falso, lo genuino y lo contrahecho, lo real y lo vacío.

Sí, y esto ha de continuar hasta el tiempo del fin, hasta que venga el Esposo. La cizaña no se convierte en trigo, como las vírgenes insensatas tampoco se convierten en prudentes. No, nunca. La cizaña será quemada, y las vírgenes insensatas se quedarán fuera. En lugar de una mejoría progresiva por los medios que actúan al presente –la predicación del Evangelio y las diversas agencias benéficas que ejercen su influjo en el mundo– hallamos, con base en todas las parábolas y en la enseñanza de todo el Nuevo Testamento, que el reino de los cielos presenta una mezcla de maldad de lo más deplorable; un proceso corruptor; una grave interferencia, de parte del enemigo, en la obra de Dios; un progreso indudable del mal en los principios, en la profesión y en la práctica.

Y todo esto dura hasta el final. Habrá vírgenes insensatas cuando venga el Esposo. ¿De dónde surgen, si todas se han de convertir antes que venga el Señor? Si todas han de ser llevadas al conocimiento del Señor ¿cómo es que, cuando llegue el Esposo, habrá el mismo número de insensatas que de prudentes?

Pero quizás alguien dirá que esto no es sino una parábola, una figura. Cierto, pero ¿una figura de qué? De seguro que no es de un mundo entero que se convierte. Afirmar eso sería inferir un grave insulto al Sagrado Libro.

No, la parábola de las diez vírgenes enseña, de modo incuestionable, que, cuando venga el Esposo, habrá en la escena vírgenes insensatas; y está claro que, si hay vírgenes insensatas, es porque no todas se han convertido. Un niño puede entender esto. No vemos cómo es posible, aunque sea a la vista de esta solo parábola, mantener la teoría de un mundo convertido antes de la venida del Esposo.

Pero vamos a considerar, un poco más de cerca, a estas vírgenes insensatas. Su historia está llena de advertencia a todos los cristianos profesantes. Es muy breve, pero su contenido es tremendo: “Las insensatas, tomando sus lámparas, no tomaron consigo aceite” (Mateo 25:3). Hay una profesión exterior, pero sin realidad interior: no hay vida espiritual, no hay unción, no hay vínculo vital con la fuente de la vida eterna, no hay unión con Cristo. No hay más que la lámpara de la profesión y el pábilo seco de una creencia de nombre, de conceptos.

Esto es de una solemnidad especial, pues pesa enormemente sobre esa masa extensa de profesantes bautizados que nos rodea en la actualidad y en la cual hay tanta fachada exterior, pero tan poca realidad interior. Todos profesan ser cristianos. La lámpara de la profesión puede verse en todas las manos; pero, ¡ay!, qué pocos tienen el aceite en sus vasijas, el aliento de vida en Cristo Jesús, el Espíritu Santo morando en el corazón. Y, sin esto, todo lo demás carece enteramente de valor y realidad. Puede haber la más alta profesión y el credo más ortodoxo; la persona puede estar bautizada, participar en la Cena del Señor, estar inscrita en el registro de la membresía y ser debidamente reconocida como miembro de una comunidad cristiana; puede enseñar en la escuela dominical, ser un ministro ordenado, etc. Una persona puede ser todo eso, y no tener ni una chispa de vida divina, ni un rayo de luz celestial, ningún vínculo con el Cristo de Dios.

Ahora bien, hay algo peculiarmente terrible en el pensamiento de tener la cantidad precisa de religión para engañar al corazón, cauterizar la conciencia y arruinar el alma –la precisa cantidad de religión suficiente para tener nombre de que se vive estando muerto, suficiente para dejar a una persona sin Cristo, sin Dios y sin esperanza en el mundo–; bastante para apuntalar el alma con una falsa confianza y llenarla de una falsa paz, hasta que venga el Esposo y entonces se abran los ojos, cuando ya es demasiado tarde.

Esto es lo que ocurre con las vírgenes insensatas. Parecen muy semejantes a las prudentes. Un observador superficial no podría ver de momento ninguna diferencia. Todas ellas han salido juntas y todas llevan lámparas. Más aún, todas cabecean y se duermen, las prudentes lo mismo que las insensatas. Todas se despiertan al grito de la medianoche y arreglan sus lámparas. Hasta este punto, no aparece ninguna diferencia. Las vírgenes insensatas encienden sus lámparas –la lámpara de la profesión, encendida con el pábilo seco de una fe sin vida, nominal, de cabeza; ¡ay!, una cosa inútil, peor que inútil– una ilusión fatal que causa la destrucción del alma.

Aquí se manifiesta, con claridad y estremecedora, la gran diferencia, la ancha línea de demarcación: “Las insensatas dijeron a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite; porque nuestras lámparas se apagan (Mateo 25:8). Esto demuestra que sus lámparas estaban encendidas, ya que, si no lo hubiesen estado, no habrían podido apagarse. Pero era solo una luz falsa, vacilante, transitoria. Su provisión no procedía de una fuente divina. Era una luz de mera profesión de labios, nutrida por una creencia puramente mental, que dura justamente lo suficiente para engañarse a sí mismo y a los demás, y que se apaga precisamente cuando más se la necesita, dejando a la persona en la terrible oscuridad de una noche eterna.

“Nuestras lámparas se apagan”. ¡Terrible descubrimiento! «Llega el Esposo, y nuestras lámparas se apagan. Nuestra profesión superficial se hace manifiesta ante la luz de su venida. Creíamos que todas estábamos en regla. Profesábamos la misma fe; lámparas de la misma figura y la misma clase de pábilo; pero, ¡ay!, vemos ahora con horror indecible que nos hemos estado engañando a nosotras mismas, que carecemos de lo único necesario: el espíritu de vida en Cristo, la unción del Santo (1 Juan 2:20), el vínculo vital con el Esposo. ¿Qué podemos hacer ahora? Tened compasión de nosotras, vosotras, vírgenes prudentes, y dadnos de vuestro aceite. Por favor, por piedad, dadnos un poco, aunque sea unas gotas de esa única cosa necesaria, a fin de que no perezcamos para siempre».

Todo en vano. Nadie puede dar a otro de su aceite, pues cada uno tiene el que basta para él. Además, solo puede conseguirse de Dios mismo. Una persona humana puede dar luz, pero no puede dar aceite. Este último es don únicamente de Dios: “Las prudentes respondieron diciendo: Para que no nos falte a nosotras y a vosotras, id más bien a los que venden, y comprad para vosotras mismas. Pero mientras ellas iban a comprar, vino el esposo; y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas; y se cerró la puerta (Mateo 25:9-10). Es inútil ir en busca de amigos cristianos para que nos ayuden o nos sostengan; inútil ir volando de acá para allá, buscando en quien apoyarse –algún hombre muy santo o algún maestro eminente– inútil confiar en nuestra iglesia, nuestro credo o nuestros sacramentos. Necesitamos aceite. No podemos prescindir de él. ¿Dónde lo hemos de conseguir? No de algún hombre, ni de la iglesia, ni de los santos ni de los padres. Lo debemos obtener de Dios, quien lo da generosa gratuitamente, alabado sea su nombre: “La dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23).

Pero hay que notar que es cosa individual. Cada uno ha de obtenerlo para sí mismo. Nadie puede creer por otro ni obtener vida para otro. Cada uno tiene que habérselas con Dios por sí mismo. El vínculo que conecta al alma con Cristo es intensamente individual. No existe tal cosa como una fe de segunda mano. Una persona puede enseñarnos religión, teología o la letra de la Biblia; pero no puede darnos aceite; no puede darnos fe; no puede darnos vida; “es la dádiva de Dios”. ¡Qué precioso es ese pequeño vocablo “don”! Es como Dios. Es tan gratuito como el aire de Dios; como la luz de su sol y como las refrescantes gotas de su rocío. Pero repetimos, con énfasis solemne, que cada uno tiene que obtenerlo por sí mismo y tenerlo en sí mismo. “Ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate (porque la redención de su vida es de gran precio, y no se logrará jamás), para que viva en adelante para siempre, y nunca vea corrupción” (Salmo 49:7-9).

¿Qué dice usted a estas realidades solemnes? ¿Es usted prudente o insensato? ¿Ha obtenido vida en un Salvador resucitado y glorificado? ¿O es un mero profesante de la religión, contento con la rutina, ordinaria y muerta, de ir a la iglesia, teniendo la religión suficiente para hacerle respetable en la tierra, pero no bastante para vincularle al cielo?

Con todo anhelo le suplicamos que piense seriamente en estas cosas. Piense en ellas ahora mismo. Figúrese cuán indeciblemente terrible será hallar que su lámpara de profesión se apaga y lo deja en oscuras tinieblas –tinieblas que pueden palparse–, las tinieblas exteriores de una noche sempiterna. ¡Qué terrible hallar cerrada la puerta tras del brillante cortejo que entrará a las bodas, pero cerrada ante sus propias narices! ¡Qué agonía la del grito: “¡Señor, señor, ábrenos!” (Mateo 25:11)! ¡Qué heladora, qué abrumadora, la respuesta: “No os conozco”! (cap. 25:12).

¡Oh! Haga un lugar en su corazón ahora mismo para estos asuntos de tal importancia, mientras la puerta todavía está abierta, y mientras el día de gracia se alarga por la paciencia maravillosa de Dios. Se acerca con rapidez el momento en que la puerta de la misericordia se cerrará contra usted para siempre, cuando toda esperanza se habrá desvanecido, y su alma se hundirá en negra y eterna desesperación. Que el Espíritu de Dios lo despierte de su fatal sueño y no le dé reposo hasta que lo encuentre en la obra cumplida del Señor Jesucristo, y se postre a Sus benditos pies en adoración ferviente.

Vamos a fijarnos, solo por un momento, en las vírgenes prudentes. El gran aspecto diferencial que, según la enseñanza de esta parábola, las separa de las vírgenes insensatas es que, de entrada “tomaron aceite en sus vasijas, juntamente con sus lámparas” (Mateo 25:4). En otras palabras, lo que distingue a los verdaderos creyentes de los meros profesantes es que los primeros tienen en su corazón la gracia del Espíritu Santo de Dios; han obtenido el espíritu de vida en Cristo Jesús, y tienen morando en ellos el Espíritu Santo como el sello, las arras (Efesios 1:13-14), la unción y el testimonio. Este hecho grandioso y glorioso caracteriza a todos los verdaderos creyentes en el Señor Jesucristo –con la mayor seguridad, un hecho estupendo y maravilloso–, es un privilegio inmenso e inefable, que debería hacernos inclinar el alma en santa adoración ante nuestro Dios y nuestro Señor Jesucristo, cuya redención consumada nos ha dado esta bendición tan grande.

¡Qué triste pensar que, no obstante este privilegio santo y excelso, tengamos que leer: “Cabecearon todas y se durmieron” (Mateo 25:5)! Todas igualmente, las prudentes como las insensatas, se durmieron. Tardaba el Esposo y todas ellas, sin excepción, perdieron el frescor, el fervor y el poder de la esperanza de su venida, y se durmieron profundamente.

Tal es la aserción de nuestra parábola, y tal es el hecho solemne de la historia. Todo el cuerpo de profesantes se durmió. Aquella “esperanza bienaventurada” (Tito 2:13) que brilló tan esplendorosa en el horizonte de los primeros cristianos, decayó rápidamente y se desvaneció; y cuando echamos una ojeada a las páginas de la historia de la Iglesia, desde los Padres Apostólicos hasta el presente siglo, en vano buscamos una sola referencia inteligente a la esperanza específica de la Iglesia: el retorno personal del adorable Esposo. En realidad, esa esperanza se había perdido virtualmente para la Iglesia; más aún, llegó a ser casi una herejía enseñarla. E incluso ahora, en estos últimos días, hay centenares de miles que profesan ser ministros de Cristo y no se atreven a predicar ni enseñar la venida del Señor en la forma en que se enseña en la Escritura.

Es cierto que, gracias a Dios, tenemos percibido un cambio poderoso en el último medio siglo2 . Ha habido un gran avivamiento. Dios está recordando a su pueblo, por medio de su Espíritu Santo, las verdades por tanto tiempo olvidadas y, entre las demás, la verdad gloriosa de la venida del Esposo. Muchos están viendo que la razón por la cual se tardaba el Esposo era simplemente porque Dios “es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9). ¡Preciosa razón!

Pero también están viendo que, a pesar de esa paciencia, nuestro Señor está cerca. Cristo está viniendo. Se ha oído el grito de medianoche: “¡Aquí viene el Esposo; salid a recibirle!” (Mateo 25:6). Que millones de voces repitan ese grito que aviva el alma, hasta que pase, con su gran poder moral, de un polo al otro y desde el río hasta los confines de la tierra, despertando a la Iglesia entera para que aguarde, como un solo hombre, la gloriosa aparición del Esposo adorable de nuestro corazón.

¡Queridos hermanos en el Señor, despertad! ¡Qué cada alma se levante! Sacudámonos la pereza y el sueño de la comodidad y la autosatisfacción mundanas –levantémonos por encima del influjo marchitador de la religiosidad formal y de la estúpida rutina–. Dejemos a un lado los dogmas de la falsa teología y salgamos, en el espíritu de nuestra mente y en el afecto de nuestro corazón, al encuentro de nuestro Esposo. Que sus palabras solemnes lleguen con nuevo poder a nuestra alma:

Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora
(Mateo 25:13).

Que el lenguaje de nuestro corazón y de nuestra vida sea: “Sí, ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22:20).

La noche ya pasa, las sombras se van,
La Estrella del alba no puede tardar;
El día aguardamos con férvido afán,
Por ver su llegada hemos de velar.

Aún duerme este mundo, no siente ni ve,
En sombras de noche dispuesto a quedar;
Mas arriba alcemos la antorcha de fe,
El hijo del día firme ha de confiar.

¡Qué suerte dichosa por tal porvenir!
En luz refulgente a Jesús mirar;
Pleno amor gozando, su gloria adquirir,
Y en todos los suyos a Él admirar.

¡Momento inefable, Jesús para Ti,
Tu esposa querida al cielo llevar!
De tu cruz la prenda, consumada así;
Pues tu fiel palabra pronto has de efectuar.

  • 1N. del T.: Fragmento de un cántico.
  • 2N. del T.: Se refiere a la primera mitad del siglo XIX, cuando el autor escribía estas líneas.

Los talentos

Nos queda por considerar la porción del discurso de nuestro Señor en la cual, de nuevo, trata el tema de la responsabilidad ministerial durante su ausencia. Que esto está conectado íntimamente con la esperanza de su venida, es evidente por el hecho de que, tras haber concluido la parábola de las diez vírgenes con palabras de tanto peso como: “Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora”, continúa diciendo: “Porque el reino de los cielos es como un hombre que yéndose lejos, llamó a sus siervos y les entregó sus bienes” (Mateo 25:14).

Hay una importante diferencia entre la parábola de los talentos y la del siervo en Mateo 24:45-51. En esta última, tenemos un servicio dentro de la casa. En la otra, tenemos un servicio fuera de puertas. Pero en ambas hallamos el gran fundamento de todo servicio, es decir el don y la autoridad de Cristo: “Llamó a sus siervos y les entregó sus bienes” (cap. 25:14). Los siervos son suyos, y los bienes también son suyos. Nadie sino el Señor Jesucristo puede colocar a un hombre en el ministerio, y nadie sino él puede impartir un don espiritual. Es totalmente imposible que alguien sea ministro de Cristo, a no ser que él lo llame y lo equipe para la obra. Esto es tan claro que resulta incuestionable. Un hombre puede ser ministro religioso, puede predicar las doctrinas del Evangelio y enseñar teología; pero no es un verdadero ministro de Cristo, si Cristo no lo llama a la obra ni le confiere los dones que lo habiliten para ella. Si se trata del ministerio dentro de casa, es aquel “al cual puso su señor sobre su casa” (cap. 24:45). Y si se trata del ministerio fuera de puertas, en el mundo, se nos dice que “llamó a sus siervos y les entregó sus bienes” (cap. 25:14).

Este gran principio fundamental del ministerio está descrito poderosamente en las palabras de uno de los más grandes ministros que jamás hayan existido, cuando dice: “Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio (1 Timoteo 1:12).

Así debe ser en cada caso, cualquiera sea la medida, el carácter o la esfera del ministerio. Solo el Señor Jesucristo puede poner a un hombre en el ministerio y equiparlo para desempeñarlo. Si no es así, tendremos a un hombre poniéndose a sí mismo en el ministerio, o bien a otro hombre que se encarga de ponerlo en él, y ambas cosas son igualmente contrarias a la mente de Dios y a todos los principios del ministerio verdadero, según se nos enseña en la Palabra. Si hemos de guiarnos por las Escrituras, tenemos que percatarnos de que cualquier ministerio, ya sea de puertas adentro o de puertas afuera, tiene que ser por llamamiento divino y con capacitación divina. Si no es así, es peor que inútil. Un hombre puede asumir por sí mismo el ministerio o puede ser puesto en él por sus semejantes; pero todo ello es enteramente vano. No viene del cielo –no es de Dios–, no es mediante Jesucristo; y después será expuesto públicamente y juzgado como una usurpación horrible y atrevida.

Es sumamente importante que el lector cristiano comprenda bien este gran principio del ministerio. Es tan sencillo como solemne. Además, es incuestionable pues descansa sobre una base realmente divina, como ha de reconocerlo todo el que se somete –como debe hacerlo todo cristiano– absolutamente y sin reservas, a la autoridad de la Palabra de Dios. Tome el lector su Biblia y lea atentamente cada línea que tenga que ver con el tema del ministerio. Si pone los ojos en la parábola del siervo, leerá: “… al cual puso su señor sobre su casa” (Mateo 24:45). Él no se pone a sí mismo, ni lo pone ningún consiervo. El nombramiento es de Dios.

Así también, en la parábola de los talentos, el amo llama a sus siervos y les entrega sus bienes. El llamamiento y el encargo son divinos.

Tenemos otro aspecto de la misma verdad en Lucas 19:12-13: “Un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir un reino y volver. Y llamando a diez siervos suyos, les dio diez minas, y les dijo: Negociad entre tanto que vengo. La diferencia entre Lucas y Mateo está en lo siguiente: en el primero, destaca la responsabilidad humana; en el segundo, el énfasis recae sobre la soberanía divina. Pero en ambos, el gran principio fundamental es mantenido con precisión y establecido de modo incuestionable, esto es, que todo ministerio es de nombramiento divino.

La misma verdad nos sale al encuentro en Hechos de los Apóstoles. Cuando tuvo que ser nombrado uno para ocupar el lugar de Judas, se invoca a Jehová: “Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muestra cuál de estos dos has escogido, para que tome la parte de este ministerio y apostolado…” (Hechos 1:24).

Incluso cuando se trata de un cargo local, como el de los diáconos en Hechos 6:3-6, o el de los ancianos en el capítulo 14, versículo 23, es directamente por nombramiento apostólico. En otras palabras, es divino. Un hombre no podía nombrarse a sí mismo ni aun para el diaconado; mucho menos, para el oficio de anciano. En el primer caso, puesto que los diáconos tenían que hacerse cargo de la propiedad del pueblo, los ancianos estaban facultados, en la gracia y el estupendo orden moral del Espíritu, para seleccionar a los hombres en quienes podían confiar; pero el nombramiento era divino, ya fuese de diáconos o de ancianos. Así que, sea cuestión de don o de cargo local, todo descansa sobre una base puramente divina. Este es el punto de importancia vital.

Si de ahí pasamos a las epístolas, la misma gran verdad brilla con pleno y claro fulgor ante nuestros ojos. Así, casi al comienzo del capítulo 12 de Romanos, leemos: “Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno. Porque de la manera que en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros. De manera que, teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada (Romanos 12:3-6).

En 1 Corintios 12:18 leemos: “Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso”. Y de nuevo: Y a unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles”… (1 Corintios 12:28). Y lo mismo en Efesios 4:7: “Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo.

Todas estas porciones, y muchas más que podrían citarse, tienen por objeto establecer la verdad que anhelamos fijar en la mente de nuestros lectores: que el ministerio, en todos sus grados y zonas, es divino; es de Dios, procede del cielo, es por Jesucristo. Con toda certeza, no hay en el Nuevo Testamento tal cosa como una autoridad humana para servir en la Iglesia de Dios. Volvamos una y otra vez sus sagradas páginas, y hallaremos la misma doctrina divina, como se halla en la breve frase de nuestra parábola: “Llamó a sus siervos y les entregó sus bienes” (Mateo 25:14). Toda la doctrina acerca del ministerio cristiano está resumida ahí; suplicamos seriamente al lector cristiano que permita a esta doctrina tomar posesión plena de su alma y ejercer dominio completo sobre su conducta, dirección y carácter1 .

Quizá pregunte alguien: «¿No hay ninguna adaptación del vaso al don ministerial que se deposita en él?». Sin duda que la hay; precisamente esta adaptación se nos presenta claramente en las palabras:

A uno dio cinco talentos, y a otro dos, y a otro uno, a cada uno conforme a su capacidad
(Mateo 25:15).

Este es un punto de gran interés y nunca debería perderse de vista. El Señor sabe qué uso quiere hacer de una persona. Conoce el carácter del don que se propone depositar en el vaso, por eso configura y moldea el vaso de acuerdo con ello. No cabe duda de que Pablo era un vaso formado especialmente por Dios para el lugar que debía ocupar y para la obra que había de llevar a cabo. Lo mismo ocurre en los demás casos. Si Dios destina a un hombre para ser un orador elocuente, le da buenos pulmones, una voz fuerte y una constitución física apta para la obra que se propone encomendarle. El don es de Dios, pero siempre hay una referencia muy clara a la aptitud humana.

Si se pierde de vista esto, nuestra percepción del verdadero carácter del ministerio será muy defectuosa. No debemos, jamás, olvidar ninguna de las dos cosas, el don de Dios y el vaso humano en el cual se deposita el don. Está la soberanía de Dios y está la responsabilidad del hombre. ¡Qué perfectos y hermosos son los caminos de Dios! Pero, ¡ay!, el hombre lo estropea todo, el toque del dedo humano solo consigue empañar el brillo de la obra divina. No olvidemos, repito, que el ministerio es divino en su fuente, su naturaleza, su poder y su objeto. Si el lector concluye la lectura de este artículo convencido, en su corazón y en su alma, de esta gran verdad, habremos conseguido nuestro propósito al escribirlo.

¿Qué tiene que ver todo este tema del ministerio con la venida del Señor? Mucho, de cualquier forma que se lo considere. ¿No introduce el tema, una y otra vez, nuestro adorable Señor en su discurso en el Monte de los Olivos? ¿Y no es todo este discurso una respuesta a la pregunta de los discípulos: “Qué señal habrá de tu venida, y del fin del siglo?” (Mateo 24:3). ¿No es su venida el gran punto prominente de todo el discurso y de cada sección de él en particular? Sin ninguna duda.

¿Y cuál es el tema que le sigue en importancia? ¿No es el ministerio? Fijémonos en la parábola del siervo que es puesto sobre la casa. ¿Cómo ha de servir? Prestando atención al regreso de su señor (cap. 24:45-47). El ministerio está vinculado, por decirlo así, con la partida y el regreso del Señor. Se halla en medio de estos dos grandes acontecimientos y ha de ser caracterizado por ellos. ¿Y, qué cosa conduce al fracaso en el ministerio? Perder de vista el regreso del Señor. El mal siervo dice en su corazón: “Mi señor tarda en venir”, y como consecuencia, “comienza a golpear a sus consiervos, y aun a comer y a beber con los borrachos” (cap. 24:48-49).

Así también en la parábola de los talentos. El encargo solemne y avivador es: “Negociad entre tanto que vengo” (Lucas 19:13). En otras palabras, se nos enseña que el ministerio, ya sea en la casa de Dios o fuera en el mundo, ha de ser desempeñado con la mirada siempre fija en la venida del Señor. “Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos, y arregló cuentas con ellos” (Mateo 25:19). Todos los siervos han de tener continuamente ante sí el hecho solemne de que pronto llegará la hora de ajustar cuentas. Esto servirá para poner en orden sus pensamientos y sus sentimientos respecto a cualquier área de su ministerio. Escuchemos las palabras, tan solemnes, con que un siervo de Dios procura animar a otro: “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas. Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio. Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida (2 Timoteo 4:1-8).

¿No nos muestra esta porción solemne y emotiva la estrecha relación que el tema del ministerio guarda con la venida del Señor? El bienaventurado apóstol –el obrero más dedicado, dotado y efectivo que jamás haya trabajado en la viña de Cristo, el administrador más diestro de los misterios de Dios, el perito arquitecto, el gran ministro de la Iglesia y gran predicador del Evangelio, el siervo incomparable– este vaso tan valioso y extraordinario desempeñó su oficio, cumplió su ministerio y descargó su responsabilidad sagrada en vista de “aquel día”. Aguardaba, y está aguardando, aquella hora solemne y gloriosa cuando el Justo Juez pondrá sobre sus sienes “la corona de justicia”. Y añade, con una dulzura tan conmovedora: “Y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida”.

Esto es realmente emocionante. Habrá una corona de justicia en “aquel día”, no solo para el apóstol Pablo, tan ricamente dotado, tan laborioso y dedicado, sino también para todo el que ama la venida de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. No hay duda que Pablo tendrá en su corona diamantes de brillo singular; pero, a fin de que nadie piense que la corona de justicia es solo para Pablo, él añade estas palabras estupendas: “También a todos los que aman su venida”. ¡Alabado sea el Señor por tales palabras! ¡Que ellas efectúen un avivamiento en nuestro corazón, no solo para amar la venida de nuestro Señor, sino también para servir con una dedicación más intensa y con toda el alma, a la vista de tan glorioso día! Siguiendo con la parábola de los talentos, podremos ver que las dos cosas están relacionadas íntimamente. Nos bastará con citar las palabras de nuestro Señor.

Después que los siervos recibieron los talentos, leemos: “Y el que había recibido cinco talentos fue y negoció con ellos, y ganó otros cinco talentos. Asimismo el que había recibido dos, ganó también otros dos. Pero el que había recibido uno fue y cavó en la tierra, y escondió el dinero de su señor. Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos, y arregló cuentas con ellos. Y llegando el que había recibido cinco talentos, trajo otros cinco talentos, diciendo: Señor, cinco talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros cinco talentos sobre ellos. Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor. Llegando también el que había recibido dos talentos, dijo: Señor, dos talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros dos talentos sobre ellos. Su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor” (Mateo 25:16-23).

Resulta interesante e instructivo notar la diferencia entre la parábola de los talentos, según se narra en Mateo, y la parábola de los diez siervos en Lucas 19:12-26. En la primera, resalta la soberanía de Dios; en la segunda, la responsabilidad humana. En la de Lucas, cada siervo recibe la misma cantidad; en la de Mateo, uno recibe cinco; otro, dos, según la voluntad del amo. Después, cuando llega el día de ajustar cuentas, hallamos en Lucas una determinada recompensa de acuerdo con el trabajo realizado; mientras que en Mateo dice el amo: “Sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor”. No se les dice qué obtendrán ni sobre cuántas cosas van a estar puestos. El amo es soberano, tanto en sus dones como en sus recompensas; y el detalle que destaca entre todos los demás se halla en la frase: “Entra en el gozo de tu señor”.

Esto, para un corazón que ama al Señor, sobrepasa todo lo demás. Es cierto que habrá las diez ciudades y las cinco ciudades. Habrá un galardón amplio, distintivo y definido por el descargo de la responsabilidad, el cumplimiento del servicio y la realización de la obra. Todo será recompensado. Pero por encima y más allá de todo, brilla la frase preciosa: “Entra en el gozo de tu señor”. No hay recompensa posible que pueda igualarse a esto. La percepción del amor que rezuman esas palabras impulsará a cada uno a echar su “corona de justicia” a los pies de su Señor. De buena gana echaremos a los pies de nuestro amante Salvador y Señor la corona misma que el Justo Juez nos habrá dado. Una sonrisa de sus labios hará vibrar las fibras del corazón más honda y poderosamente que la corona más brillante que pueda ser colocada en las sienes.

¿Quién no quiso trabajar? ¿Quién escondió el dinero de su señor? ¿Quién demostró ser un “siervo malo y negligente”? El que no conocía el corazón, ni el carácter ni el amor de su amo: “Pero llegando también el que había recibido un talento, dijo: Señor, te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo que es tuyo. Respondiendo su señor, le dijo: Siervo malo y negligente, sabías que siego donde no sembré, y que recojo donde no esparcí. Por tanto, debías haber dado mi dinero a los banqueros, y al venir yo, hubiera recibido lo que es mío con los intereses. Quitadle, pues, el talento, y dadlo al que tiene diez talentos. Porque al que tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mateo 25:24-30).

¡Qué impresionante el contraste entre los dos siervos! El uno conoce, ama, se confía y sirve a su Señor2 . El otro defrauda, teme, desconfía y no hace nada. El uno entra en el gozo de su señor; el otro es echado a las tinieblas de fuera, al lugar de llanto, de lamentación y del rechinar de dientes. ¡Qué solemne! ¡Cómo es subyugada el alma por todo esto! ¿Y cuándo acontecerá todo ello? ¡Cuando vuelva el Dueño!

  • 1De ningún modo restringimos la aplicación de los “talentos” a dones espirituales específicos. Creemos que la parábola comprende una amplia gama dentro del servicio cristiano; lo mismo que la parábola de las diez vírgenes comprende una amplia gama dentro de la profesión cristiana.
  • 2Añadiremos, en conexión con las anteriores observaciones sobre el ministerio, que cada cristiano tiene su lugar específico y su obra personal que llevar a cabo. Todos son solemnemente responsables ante el Señor de conocer su lugar y de ocuparlo, de saber cuál es su trabajo y de ejecutarlo. Esta es una verdad llana y práctica, y confirmada plenamente por el principio en el cual hemos insistido, a saber, que todo ministerio y toda obra han de recibirse de manos del Maestro, se han de desempeñar bajo su mirada y teniendo siempre ante la vista su venida. Estas cosas no deben olvidarse jamás.

Conclusión

El tema es sumamente interesante, profundamente práctico y provechoso en abundancia. Además, es muy sugestivo y abre a la mente espiritual un extenso campo de visión para ir de una parte a otra con un interés que nunca decae, porque el tema es inagotable.

No obstante, tenemos que poner fin a nuestras meditaciones sobre esta maravillosa parcela de la verdad; pero, antes de hacerlo, anhelamos llamar la atención del lector, tan brevemente como sea posible, acerca de dos cosas a las que apenas hemos tenido ocasión de aludir en el decurso de estos artículos. Pensamos que son, no solo interesantes, sino también de real valor práctico para ayudar a entender con más claridad muchos aspectos del gran tema que ha estado ocupando nuestra atención.

El lector que ha recorrido con nosotros los diversos aspectos de este tema, se acordará de una alusión pasajera a lo que nos aventuramos a titular «un desapercibido intervalo, interrupción o paréntesis» en el trato de Dios con Israel y con la tierra. Este es un punto de sumo interés; y esperamos poder mostrar que no se trata de una mera curiosidad, ni de un tema misteriosamente oculto ni de un concepto favorito de cierta escuela especial de interpretación profética. Todo lo contrario. Creemos que es un punto que arroja un torrente de luz sobre muchos aspectos de nuestro tema general. Así lo hemos hallado para nosotros, y como tal deseamos presentarlo a nuestros lectores. De hecho, dudamos mucho que alguien pueda entender correctamente la profecía, e incluso su posición personal y lo que de verdad le afecta, si no se da cuenta del intervalo o paréntesis desapercibido, al cual nos hemos referido anteriormente.

Pero vayamos directamente a la Palabra, y abrámosla en el capítulo 9 del libro de Daniel.

Los primeros versículos nos muestran al siervo amado de Dios ejercitando profundamente su alma con respecto a la triste condición de su querido pueblo Israel; es una condición en la que, por medio del Espíritu de Cristo, entra hasta el fondo mismo. Aun cuando no había participado personalmente en las acciones que causaron la ruina de la nación, se identifica del modo más completo, con su pueblo y confiesa como suyos propios los pecados del pueblo, juzgándose a sí mismo delante de Dios.

No podemos citar de momento la oración y la confesión, tan notables, de Daniel; pero el tema que nos concierne directamente ahora es introducido en Daniel 9:20-24: “Aún estaba hablando y orando, y confesando mi pecado y el pecado de mi pueblo Israel, y derramaba mi ruego delante de Jehová mi Dios por el monte santo de mi Dios; aún estaba hablando en oración, cuando el varón Gabriel, a quien había visto en la visión al principio, volando con presteza, vino a mí como a la hora del sacrificio de la tarde. Y me hizo entender, y habló conmigo, diciendo: Daniel, ahora he salido para darte sabiduría y entendimiento. Al principio de tus ruegos fue dada la orden, y yo he venido para enseñártela, porque tú eres muy amado. Entiende, pues, la orden, y entiende la visión. Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu santa ciudad, para terminar la prevaricación, y poner fin al pecado, y expiar la iniquidad, para traer la justicia perdurable, y sellar la visión y la profecía, y ungir al Santo de los santos”.

En nuestro limitado espacio, no podemos meternos en ninguna argumentación para demostrar que las “setenta semanas” (Daniel 9:24) significan realmente 490 años. Damos por supuesto que así es en realidad. Creemos que Gabriel fue comisionado para instruir al profeta amado e informarle de que, desde que fue dado el decreto de reedificar Jerusalén, habían de pasar 490 años hasta que vinieran las bendiciones sobre Israel.

Esto es muy sencillo y preciso. Podemos asegurar, con la mayor confianza posible, que, tan cierto como que el sol saldrá mañana por la mañana, en el momento determinado, lo es también que, al final del periodo arriba mencionado por el mensajero celestial, vendrán las bendiciones sobre el pueblo de Israel. Es tan firme como el trono de Dios. Nada lo podrá impedir. Ni aunque se unan todos los poderes de la tierra y del infierno, les será permitido cerrar el paso al pleno y perfecto cumplimiento de la Palabra de Dios por boca de Gabriel. Cuando el último segundo de la última hora del año 490 haya pasado, entrará Israel en posesión de la preeminencia y la gloria que le están destinadas. No es posible leer Daniel 9:24 y no ver esto.

Pero es posible que el lector se sienta inclinado a preguntar –y a preguntar con asombro–: «¿Pero es que no han expirado ya, hace mucho, los 490 años?». A esto replicamos: «Ciertamente que no. Si así fuese, Israel estaría ya en posesión de su tierra, bajo el reinado dichoso de su amado Mesías1 ». La Escritura no puede ser quebrantada y no se pueden tratar a la ligera sus afirmaciones, como si pudieran significar lo que mejor le parezca a cada uno. Las palabras son precisas: “Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo”. Ni más ni menos que setenta semanas. Y si se toman literalmente como setenta semanas comunes, la porción no tiene ningún sentido, y sería un insulto a nuestros lectores si gastásemos el tiempo en combatir un absurdo como ese.

Pero si, como estamos completamente persuadidos, Gabriel quiso decir setenta semanas de años, entonces tenemos ante nosotros un espacio de tiempo preciso y determinado, es decir un periodo que se extiende desde el momento en que Artajerjes Longimano promulgó, en el año 455 antes de Cristo, el decreto de restaurar y edificar Jerusalén (Nehemías 1:1; 2:5-8) hasta el momento de la restauración de Israel.

Sin embargo, el lector todavía puede sentirse inclinado a preguntar: «¿Cómo puede ser esto? Desde que el poderoso rey de Persia y de Media promulgó su decreto han pasado cinco veces los 490 años, y todavía no hay ninguna señal de la completa restauración de Israel2  según las Sagradas Escrituras (Romanos 11:11-12, 25-29). De seguro que tiene que haber algún otro modo de interpretar las setenta semanas».

Nos limitamos solamente a repetir nuestra afirmación de que no han pasado aún los 490 años. Ha tenido que haber una interrupción, el paréntesis de la época de la Iglesia, un largo intervalo desapercibido. Fíjese bien el lector en Daniel 9:25-26: “Sabe, pues, y entiende, que desde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas [49 años], y sesenta y dos semanas [434 años]; se volverá a edificar la plaza y el muro en tiempos angustiosos. Y después de las sesenta y dos semanas [434 años desde la reedificación de Jerusalén] se quitará la vida al Mesías, mas no por sí [o: “Y no tendrá nada”, LBLA]”.

Aquí, pues, llegamos al punto notable, memorable y solemne. Al Mesías se le quita la vida, en vez de recibirlo. En lugar de ascender al trono de David, sube a la cruz. En vez de entrar en posesión de todas las promesas, no tiene nada. Su única porción, en cuanto concernía a Israel y a la tierra, fue la cruz, el vinagre, la lanza y una tumba prestada.

El Mesías fue rechazado, cortado de entre los vivientes y no tuvo nada. Entonces, ¿qué? Dios dio a entender su reacción ante este hecho, suspendiendo por algún tiempo su trato dispensacional con Israel. Se interrumpe el curso del tiempo. Hay un gran intervalo. Se han cumplido 483 años; quedan todavía 7 (se ha cancelado una semana), y durante todo el tiempo, desde la muerte del Mesías, hay un intervalo desapercibido, una interrupción, un paréntesis. Durante ese tiempo, Cristo ha estado escondido en el cielo, y el Espíritu Santo ha estado trabajando en la tierra en la formación del cuerpo de Cristo, la Iglesia, la Esposa celestial. Cuando el último miembro haya sido incorporado a este cuerpo, el Señor en persona vendrá a recoger consigo a los suyos para llevarlos a la casa del Padre, para que estén allí con él en la comunión inefable de aquel hogar feliz, mientras Dios, con su poder soberano, preparará a Israel y a la tierra para introducir en el mundo a su Primogénito.

Respecto a este intervalo y todo lo que ha de ocurrir en él, Gabriel guarda una reserva profunda. No se trata de saber si entendió algo de dicho intervalo. Está claro que no fue comisionado para hablar de ello, pues no había llegado el tiempo para hacerlo. Con rapidez maravillosa y misteriosa, remonta épocas y generaciones, da un salto de un extremo al otro del mapa profético y descuelga, en poco más de un par de frases, un largo espacio de tiempo, el cual ha llegado a cerca de dos mil años. El sitio de Jerusalén por los romanos es mencionado con la siguiente brevedad: “El pueblo de un príncipe que ha de venir destruirá la ciudad y el santuario” (Daniel 9:26). Después, un periodo que ha durado más de veinte siglos es despachado del siguiente modo: “Y su fin será con inundación, y hasta el fin de la guerra durarán las devastaciones”.

Luego, con gran rapidez, somos conducidos al tiempo del fin, cuando la última de las setenta semanas, los últimos siete años de los 490, se cumplirá: “Y por otra semana [siete años] confirmará [el príncipe] el pacto con muchos [de los judíos]; a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda. Después con la muchedumbre de las abominaciones vendrá el desolador, hasta que venga la consumación, y lo que está determinado se derrame sobre el desolador” (Daniel 9:27).

Aquí, pues, llegamos al final de los 490 años que estaban determinados sobre el pueblo de Daniel. El intento de interpretar este periodo sin ver la interrupción y el largo intervalo desapercibido, debe hundir necesariamente la mente en la confusión más profunda. No se puede hacer eso. Han surgido innumerables teorías; se han intentado cálculos y especulaciones sin fin; pero en vano. Los 490 años no se han cumplido aún, ni se cumplirán hasta que la Iglesia haya salido enteramente de la escena y se haya marchado para estar con su Señor en su esplendoroso hogar celestial. Los capítulos 4 y 5 de Apocalipsis nos muestran el lugar que ocuparán los santos celestiales durante la última de las setenta semanas de Daniel; mientras que los capítulos 6 al 18 nos presentan las diversas acciones de Dios en su gobierno, preparando a Israel y a la tierra para introducir en el mundo a su Primogénito3 .

Nos interesa mucho hacer que el lector vea claro estos temas. Eso nos ha ayudado grandemente en el entendimiento de la profecía y nos ha aclarado muchas dificultades. Estamos completamente persuadidos de que nadie puede entender el libro de Daniel y, en realidad, el objeto general de la profecía, si no ve que la última de las setenta semanas queda por cumplir. Ni una jota ni una tilde de la Palabra de Dios puede jamás pasar, y viendo que él ha declarado que “setenta semanas están determinadas sobre el pueblo de Daniel” (Daniel 9:24), y que al final de ese periodo les ha de llegar la bendición, está claro que el periodo mencionado no ha expirado todavía. Pero si no vemos la interrupción y la detención del tiempo a consecuencia del rechazo del Mesías, no hay ninguna posibilidad de descifrar el cumplimiento de las setenta semanas o 490 años de Daniel.

Otro hecho importante del cual debe percatarse el lector es que la Iglesia no forma parte de los caminos de Dios con Israel y con la tierra. La Iglesia no pertenece al tiempo, sino a la eternidad. No es terrena, sino celestial. Comienza a existir durante un intervalo desapercibido (un paréntesis), a consecuencia de haber sido cortado de la tierra de los vivientes el Mesías. Hablando en términos humanos, si Israel hubiese recibido al Mesías, entonces las setenta semanas o 490 años se habrían cumplido; pero Israel rechazó a su Rey, y Dios se ha retirado a su morada hasta que ellos reconozcan su iniquidad. Ha suspendido su actuación pública con Israel y con la tierra, aunque es seguro que está controlando todas las cosas con su providencia y no pierde de vista a la descendencia de Abraham, amada siempre en atención al patriarca.

Mientras tanto, está llamando a judíos y gentiles a formar parte del cuerpo llamado la Iglesia, para que acompañen a su Hijo en la gloria celestial, a estar completamente identificados con él en su actual rechazo por parte de esta tierra, y a esperar con paciencia santa su glorioso regreso.

Todo esto señala la posición del cristiano de la manera más definida posible. También su porción y su perspectiva quedan determinadas con igual claridad. Vano es el intento de escudriñar la profecía con el fin de hallar allí la posición, el llamamiento o la esperanza de la Iglesia. No están allí. Está enteramente fuera de lugar que el cristiano se preocupe de fechas y sucesos históricos, como si él estuviese implicado en ellos de algún modo. No hay duda de que todas esas cosas tienen su propio lugar, valor e interés, por la relación que guardan con el modo de proceder de Dios con Israel y con la tierra. Pero el cristiano no debe perder de vista el hecho de que pertenece al cielo, de que está inseparablemente unido con el Cristo rechazado por la tierra y admitido en el cielo, de que su vida está escondida con Cristo en Dios, de que es su santo privilegio aguardar, cada día y cada hora, la venida de su Señor. No hay nada que impida que se cumpla en cualquier momento esa dichosa esperanza. No hay más que una cosa que causa esa demora, y es “la paciencia del Señor, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9). ¡Qué preciosas son estas palabras para un mundo perdido y culpable! La salvación está preparada para ser revelada; y Dios está preparado para juzgar. No hay ahora nada que aguardar, sino que sea reunido el último de los elegidos, y entonces –¡oh, qué pensamiento tan feliz!– vendrá nuestro Salvador amado y amante y nos recogerá para que estemos con él donde él está, y para no salir de allí jamás (Apocalipsis 3:12).

Entonces, cuando la Iglesia haya partido para estar con su Señor en el hogar celestial, Dios reanudará su actuación pública con Israel. Los israelitas serán introducidos en la gran tribulación durante la semana a la cual nos hemos referido. Pero al final de ese periodo de aflicción y de prueba sin par, su Mesías, a quien por tanto tiempo rechazaron, se manifestará para darles alivio y liberación. Vendrá montado en el caballo blanco, acompañado de los santos celestiales (Apocalipsis 19:11, 14). Ejecutará juicio sobre sus enemigos y asumirá su gran poder y reino. Los reinos de este mundo vendrán a ser los reinos de nuestro Señor y de Cristo. Satanás permanecerá atado durante mil años (cap. 20:2); el universo entero reposará bajo el gobierno feliz y benigno del Príncipe de paz (un Nombre divino de Cristo: Isaías 9:6).

Finalmente, al término de los mil años, Satanás será soltado (Apocalipsis 20:3) y se le permitirá hacer un último esfuerzo desesperado, esfuerzo que resultará en su derrota eterna y su envío al lago de fuego, para ser atormentado allí con la bestia y el falso profeta por toda la eternidad (cap. 20:7-10).

Se cerrará la historia con la resurrección y el juicio de los difuntos malvados y su lanzamiento al lago que arde con fuego y azufre –¡tremendo y espantoso pensamiento!– (cap. 20:11-15). No hay corazón que pueda imaginar, ni lengua que pueda expresar, los horrores de ese lago de fuego.

Pero queda muy poco tiempo para meditar sobre ese cuadro oscuro y terrible, antes de que estallen ante nuestros ojos las glorias inefables de los nuevos cielos y de la nueva tierra; se ve descendiendo del cielo la ciudad santa y llegan hasta nuestros oídos las palabras seráficas: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas” (cap. 21:3-5).

¡Oh, querido lector cristiano, qué escenas tenemos delante de nosotros! ¡Qué magníficas realidades! ¡Qué brillantes glorias morales! ¡Ojalá vivamos a la luz y en el poder de estas cosas! ¡Ojalá abriguemos la bienaventurada esperanza de ver al que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros, al que no quiso disfrutar su gloria solo, sino que soportó la ira de Dios, a fin de vincularnos a él y compartir con nosotros, para siempre, todo su amor y su gloria! ¡Oh, vivamos para Cristo y aguardemos su venida!

¡Qué esplendor inefable!
¡Qué luz inalterable!
Los santos con su Dios
Por siempre han de gozar.

¡Oh dicha incomparable!,
Su mirada adorable,
Sobre ellos brillará
Paz eterna al reinar.

¡Cuán dulce y placentera,
Es la casa paterna!
La noche ya pasó,
Brilla el día eternal.

Muy lejos de esta tierra,
En Cristo el alma entera
Gustará del amor,
El solaz celestial.

  • 1N. del T.: En 1948, después de varios siglos sin país, Israel ha regresado parcialmente a su tierra proclamando su independencia como nación, pero el Mesías –el Rey– es rechazado.
  • 2N. del T.: Israel es hoy un estado laico, y el judaísmo actual rechaza toda idea de que Cristo sea el Mesías prometido. Siguen teniendo hasta hoy un velo sobre su corazón. “Pero cuando se conviertan al Señor, el velo se quitará” (2 Corintios 3:16).
  • 3Los exegetas discuten sobre si los sucesos detallados en los capítulos 6 al 18 de Apocalipsis ocuparán una semana entera o solo una mitad. No intentamos dar aquí nuestra opinión. Algunos consideran que el ministerio público de Juan el Bautista, junto con el del Señor, ocupó una semana o siete años; y que, como consecuencia de haber sido rechazados por Israel, la semana está cancelada y queda todavía por cumplir. Es una cuestión interesante, pero de ningún modo afecta los grandes principios que hemos contemplado ni la interpretación del libro del Apocalipsis. Podemos añadir que las expresiones “cuarenta y dos meses” (Apocalipsis 11:2; 13:5), “mil doscientos sesenta días” (cap. 11:3; 12:6) y “tiempo, tiempos y la mitad de un tiempo” (cap. 12:14), indican el periodo de media semana o tres años y medio.