La venida del Señor

Preparado

Quisiéramos que el lector se fije por unos momentos en la palabra “preparado”. Si no nos equivocamos, hallará que es una palabra de una profundidad inmensa y de gran poder sugestivo, ya que es usada por el Espíritu Santo. Vamos a considerarla según cuatro citas bíblicas donde es presentada. Que Aquel que inspiró estas porciones se digne abrirlas y aplicarlas con poder y frescura divinos al corazón, tanto del lector como del escritor.

1 Pedro 1:5

En 1 Pedro 1:5 se usa en conexión con el vocablo “salvación”. Se dice que los creyentes son “guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero”.

Aquí, pues, se nos enseña que la salvación está preparada para ser revelada en este momento; pues estamos, como nos dice Juan, en “el último tiempo” (1 Juan 2:18). Y nótese que la salvación, en el sentido en que se usa aquí, no está limitada meramente a la liberación del alma del infierno y de la perdición; se refiere, más bien, a la liberación del cuerpo del poder de la muerte y de la corrupción. En otras palabras, abarca todo lo que, de algún modo, está conectado con la manifestación gloriosa de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Ya poseemos la salvación del alma, como se nos dice en el mismo contexto: “Obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas… Por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado” (1 Pedro 1:9, 13).

Aprendemos así del modo más claro que la “salvación preparada para ser revelada” está ligada a la manifestación de Jesucristo. Esto se confirma también en Hebreos 9:28, donde leemos: “Así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan”.

De todo esto, aprendemos que la salvación que está preparada para ser revelada se hará manifiesta en la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo. Como cristianos, es a esto adonde hemos de mirar en cualquier momento. No hay absolutamente nada concerniente a Dios, a la obra de Cristo, ni al testimonio del Espíritu Santo, que nos impida oír “la voz del arcángel y la trompeta de Dios” (1 Tesalonicenses 4:16) esta misma noche, en esta misma hora. Se ha llevado a cabo todo lo que se necesitaba. La expiación está consumada, la redención está cumplida, y Dios ha sido glorificado mediante la obra de Cristo, como lo prueba el lugar que Cristo ocupa en el trono de la Majestad en los cielos. Desde el momento en que nuestro Señor Jesucristo tomó asiento en ese trono, puede decirse que “la salvación está preparada para ser manifestada”.

Pero eso no se podía hacer antes. No era preciso decir que la salvación estaba preparada, mientras el fundamento divino en la muerte y resurrección del Salvador no había sido puesto. Sin embrago, tan pronto como fue consumada esa obra, la más gloriosa de todas las obras, pudo decirse que “la salvación está preparada para ser manifestada”. “Jehová dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies” (Salmo 110:1).

1 Pedro 4:5

El apóstol Pedro nos ofrece otro caso y otra aplicación de nuestro vocablo en 1 Pedro 4:5, donde se refiere a los que “darán cuenta al que está preparado para juzgar a los vivos y a los muertos”.

Esta expresión está revestida de una solemnidad tremenda. Si, por un lado, es verdad que la salvación está preparada para ser revelada para gozo perpetuo de los redimidos de Dios, también es igualmente cierto, que el juicio está preparado para emprender su curso, para miseria perpetua de los que menosprecian la salvación que Dios ofrece1 . Lo uno es tan cierto, tan directo y de tanto peso como lo otro. No hay nada más que esperar con respecto al juicio que lo que hay que esperar con respecto a la salvación. Lo uno está tan “preparado” como lo otro.

Dios ha llegado a lo sumo en la demostración de su gracia; y el hombre ha llegado a lo sumo en la demostración de su culpa. Ambos han llegado a su extremo en la muerte de Cristo; y cuando le vemos coronado de gloria y sentado en el trono, tenemos la evidencia más poderosa de que solo falta que la salvación sea revelada, por un lado, y que el juicio emprenda su curso, por el otro.

El hombre ya no está por más tiempo bajo prueba; es un gran error que alguien piense tal cosa, pues falsifica del todo la posición y la situación del hombre. Si estoy bajo prueba, si Dios todavía está probándome para ver si soy bueno, si todavía puedo producir algún fruto para él –si ese es el caso– entonces no puede ser cierto que está “preparado para juzgar”. Una naturaleza no está madura para el juicio mientras el proceso probatorio esté pendiente, mientras haya algo que esperar antes que el juicio se lleve a cabo.

Nos vemos obligados a apremiar al lector sobre el hecho de que el periodo de su prueba ha terminado para siempre, y de que el periodo de la longanimidad de Dios está a punto de acabarse. Es preciso apropiarse de esta verdad, pues se halla en el fundamento mismo de la posición del pecador. El juicio es inminente; está “preparado” para caer sobre el impenitente, el lector de estas líneas si aún no ha aceptado por fe la obra de Cristo. La historia de la naturaleza humana –del hombre, del mundo– ha quedado atada y cerrada para siempre. La cruz de Cristo ha puesto de manifiesto la culpa y la ruina de la raza humana. Ha puesto fin al periodo probatorio del hombre; y desde aquella hora solemne hasta este momento, la verdadera posición global del mundo y de cada pecador individual –hombre, mujer– ha sido la de un delincuente procesado, hallado culpable y condenado; queda únicamente la sentencia por ejecutar. Esta es la presente y terrible posición del inconverso e incrédulo.

¿No quiere pensar en esto? Usted que tiene un alma inmortal como la mía, ¿no querrá, ni en este momento, concentrar la atención de su alma en esta cuestión eterna? Tenemos que hablar clara y seriamente pues sentimos en cierto grado lo terrible del estado y de la perspectiva del pecador, a la vista de estas palabras de tanto peso: “Preparado para juzgar”. Estamos convencidos de que el momento actual nos exige un comportamiento serio y leal con el alma de nuestros lectores. Dios nos es testigo de que no queremos escribir artículos ni sermones; queremos ganar almas. Queremos que el lector esté bien seguro de que no está leyendo un artículo sobre un tema religioso preparado con algún fin literario, sino una apelación solemne a su corazón y a su conciencia, en la presencia inmediata de Quien “está preparado para juzgar a vivos y muertos”.

  • 1En cuanto al tema solemne del castigo eterno, vea el lector tres textos de la Biblia que establecen su realidad fuera de toda duda: Marcos 9:43-48 (el fuego no se apaga y el gusano nunca muere); Lucas 16:26 (una gran sima está puesta); Juan 3:36 (la ira de Dios permanece).

Lucas 12:40

Esto nos conduce a la tercera porción de la Escritura donde también aparece nuestro solemne lema. “Vosotros, pues, también, estad preparados, porque a la hora que no penséis, el Hijo del Hombre vendrá” (Lucas 12:40).

Si la salvación está “preparada” para ser revelada y si el juicio está “preparado” para ser ejecutado, ¿qué nos corresponde, sino estar también “preparados”?

¿Y en qué consiste esa preparación? ¿Cómo hemos de estar preparados? Nos impresiona el que haya dos cosas incluidas en la respuesta.

Primeramente, hemos de estar “preparados” en cuanto a nuestro título1 o posición; y, en segundo lugar, también hemos de estar “preparados” en nuestra condición moral –con la conciencia y el corazón preparados–. Lo primero está fundado en la obra de Cristo por nosotros; lo otro está relacionado con la obra del Espíritu en nosotros. Si descansamos únicamente, por fe, en la obra consumada de Cristo; si nos apoyamos exclusivamente en lo que él ha hecho y en lo que él es, entonces estamos preparados en nuestra posición y podemos descansar seguros de estar con él cuando venga.

Pero, por otra parte, si nos apoyamos en nuestra bondad imaginaria, en cualquier justicia propia que creamos poseer, en que no hemos hecho daño a nadie, en que no somos peores que algunos de nuestros prójimos, en que somos miembros de una iglesia, en que asistimos asiduamente a los cultos y prestamos atención a las normas de la religión; si nos apoyamos en alguna de esas cosas, o en todas ellas, o si las añadimos a Cristo, entonces podemos estar seguros de que no estamos preparados en nuestra posición, no tenemos preparada la conciencia. Dios no puede aceptar nada, absolutamente nada, como título de posición legal, sino a Cristo. Llevarle cualquier otra cosa equivale a declarar que Cristo no es necesario; es afirmar que él no es suficiente. Pero Dios ha dado testimonio de que nada nos basta sin Cristo y que con Cristo nada más necesitamos. De ahí, pues, que Cristo sea nuestro título legal absolutamente esencial y suficiente.

Pero también se da el caso de profesar que se está preparado respecto a la posición legal, cuando al mismo tiempo no estamos preparados en nuestra condición moral o práctica. Esto exige de nosotros la más seria atención. En el momento actual existe una gran cantidad de profesión evangélica muy cómoda, pues la atmósfera misma está impregnada de la luz del Evangelio. La oscuridad de la Edad Media se ha desvanecido con el resplandor de un evangelio libremente predicado y de una Biblia abierta.

Estamos agradecidos por la libertad de predicar el Evangelio y abrir la Biblia. Pero no podemos cerrar los ojos al hecho de que hay una tremenda cantidad de laxitud, insumisión y autocomplacencia, que van del brazo con la profesión evangélica de nuestros días. Observamos con la más profunda ansiedad a muchos jóvenes profesantes que tienen, o parecen tener, una visión muy clara de la verdad del título legal del pecador; pero a juzgar por su porte, su conducta y sus hábitos, no están “preparados” en su condición moral, en el estado real de su corazón. Nos entristece ver a nuestros jóvenes ataviándose con las modas vanas de un mundo vano y pecador; nutriéndose de la literatura vil que sale de las prensas con una profusión tan terrible, cantando canciones vanas y entretenidos en conversaciones ligeras y frívolas. Es imposible hacer compatible eso con lo de: “Vosotros, pues, también, estad preparados”.

Quizá se nos diga que esas cosas son externas, y que lo que de veras importa es que Cristo esté en nosotros. Puede decirse (y se ha dicho): «Con tal que tengamos a Cristo en el corazón, no importa lo que tengamos en la cabeza o en las manos». Replicamos: «Si realmente tenemos a Cristo en el corazón, ello impondrá la norma de lo que hemos de ponernos en la cabeza y tomar en las manos; sí, eso ejercerá una influencia manifiesta en todo nuestro comportamiento y carácter».

Preguntamos a algunos de nuestros amigos jóvenes: «¿Le gustaría que viniera el Señor Jesucristo y le sorprendiera leyendo una novela dudosa2  o cantando una canción mundana?». Estamos seguros de que no le gustaría. Pues bien, cuidémonos, por el nombre del Señor, de entretenernos en nada que no sea compatible con lo de estar “preparados”.

Proponemos esto con especial urgencia a los jóvenes cristianos. Que esté siempre ante nosotros la pregunta: «¿Estoy preparado? ¿Preparado en mi título o posición, en cuanto a mi estado, en mi conciencia, en mi corazón?». El tiempo en que vivimos es realmente serio, preocupante, y nos incumbe pensar seriamente en nuestro verdadero estado. Estamos persuadidos de que hay entre nosotros falta de autoexamen real y piadoso. Tememos que hay muchos –solo Dios sabe cuántos– que no están preparados; muchos que habrían de quedar desconcertados y sorprendidos terriblemente en su encuentro personal con el Señor o por la venida del Señor. Los que ocupan los puestos más altos de la profesión cristiana3 dicen y hacen cosas en las que no podemos complacernos, si de veras estamos esperando al Señor.

Que Dios le conceda al lector conocer lo que es estar preparado en cuanto a posición y condición, para que pueda tener una conciencia purificada y un corazón ejercitado de verdad. Entonces podrá penetrar en el significado de la cuarta y última porción en la que le exhortamos a prestar atención. Se halla en Mateo 25:10.

  • 1N. del T. (Nota del traductor): Nuestro «título», en el sentido de «nuestro derecho a»: privilegio de un hijo de Dios por haber sido beneficiado por la obra de Cristo.
  • 2N. del T.: Hay que tener en cuenta la época en que Mackintosh escribió esto. No existían ni el cine ni la televisión, y mucho menos Internet. Lo que prevalecía entonces era la lectura. No es para nada difícil darse cuenta de que, si él viviera hoy, habría escrito exactamente lo mismo, pero con estas palabras: «Preguntamos a algunos de nuestros amigos jóvenes: ‘¿Le gustaría que viniera el Señor Jesucristo y le sorprendiera viendo una película erótica…?’». Meditemos en estas cosas lamentablemente tan comunes hoy.
  • 3N. del T.: En un sentido amplio, la profesión cristiana –también a veces la Iglesia profesante– abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», tanto a aquellos que lo son de verdad –o sea, a los que son salvos por la obra de Cristo– como a aquellos que lo son meramente de nombre, los que solo se llaman a sí mismos cristianos. Pero en un sentido estricto, el término cristiano profesante se aplica a aquellos que solo tienen la apariencia exterior del cristianismo, pero sin tener la vida, sin la posesión de la salvación. Hay profesión pero no posesión. Puede tratarse de personas muy religiosas y moralistas, pero que no han nacido de nuevo, no son convertidas. En este sentido, hay pues una diferencia sustancial entre un cristiano profesante y un cristiano nacido de nuevo (véase, por ejemplo, Mateo 15:8; Apocalipsis 3:1).

Mateo 25:10

Pero mientras ellas [las vírgenes insensatas] iban a comprar, vino el esposo; y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas; y se cerró la puerta.

¡Oh, qué solemne! ¡Terriblemente solemne! Las que estaban preparadas entraron, y las que no estaban preparadas se quedaron fuera. Los que tienen vida en Cristo, los que son morada del Espíritu Santo, están preparados. Pero el mero profesante –el que tiene la verdad en la cabeza y en los labios, pero no en el corazón; el que tiene la lámpara de la profesión, pero no el Espíritu de la vida en Cristo– será dejado fuera en las tinieblas exteriores, en la eterna miseria y lobreguez del infierno.

¡Lector! Al despedirnos solemnemente de usted, permítanos grabar en lo íntimo de su alma la siguiente pregunta: «¿Está preparado?».