Estudios sobre el libro del profeta Joel

El día de Jehová or el juicio de las naciones

El valle de Josafat

El capítulo 3 nos muestra un nuevo aspecto del día de Jehová. Este día ya estaba señalado como próximo cuando ocurrió la invasión de langostas (cap. 1:15). El capítulo 2 nos dijo que venía y estaba próximo cuando sucedió la invasión del asirio –de la cual el ejército de langostas no era más que una figura (cap. 2:1)– y que tal día sería precedido por señales (v. 31 del mismo capítulo); luego lo vemos finalmente como estando ya presente cuando se efectúa el ataque del asirio (cap. 2:11).

Hemos visto que a continuación del arrepentimiento de Judá y de Jerusalén, el asirio será aniquilado y el Espíritu Santo derramado sobre el remanente y sobre toda carne, pero falta todavía que se nos presenten otros enemigos, los que deberán ser destruidos, es decir, todas las naciones reunidas contra Jerusalén. El día de su juicio es el día de Jehová, al igual que el de la derrota del asirio. En efecto, los sucesos de los capítulos 2 y 3 tienen lugar juntamente y en Joel solo son separados para hacer resaltar el tema principal de este profeta, a saber, el ataque y la aniquilación del asirio. En realidad, el asirio –tengo motivo para creerlo así– en el capítulo 3 está comprendido en el juicio contra todas las naciones, pero no es mencionado allí porque su suerte particular ha sido tratada detalladamente en el capítulo 2. Sabemos incluso, según Daniel y el Apocalipsis, que su juicio no precederá al de las naciones apóstatas representadas por la bestia romana y el falso profeta, sino que lo seguirá de muy cerca, lo que, cronológicamente, en cierta manera colocaría el capítulo 3 antes del 2. Los mismos términos son empleados en estos dos capítulos para definir el día de Jehová, señalando así que por cierto se trata del mismo día: “Cercano está el día de Jehová en el valle de la decisión” (cap. 3:14; véase cap. 2:1). Lo que acabamos de exponer en cuanto a la concordancia de estos acontecimientos está confirmado por el hecho de que la bendición milenaria tanto se menciona después del valle de Josafat como después de la derrota del asirio (cap. 2:23-27; 3:4-7).

Los diferentes actos del drama final son llamados, pues, “el día de Jehová”, pero el capítulo 3 nos habla del conjunto del último acto.

Se forma un remanente después del arrepentimiento de Judá y de Jerusalén, y el Espíritu Santo viene sobre él. Hay liberación para los salvados a los que Jehová llamó. Son los días en que Jehová hace “volver la cautividad de Judá y de Jerusalén” (cap. 3:1), pues, como ya lo vimos, en Joel solo se trata del remanente visto desde este ángulo restringido y no de todo el “cautiverio”, es decir, del remanente de Israel y de Judá. Para que su pueblo tenga una liberación completa, hace falta que, en el día de Jehová, todas las naciones (goim) que han «pisoteado» a Judá y Jerusalén caigan bajo el mismo juicio que el asirio: “Reuniré a todas las naciones, y las haré descender al valle de Josafat” (cap. 3:2).

Mucho se ha escrito y discutido sobre el “valle de Josafat”. Una tradición, sin ningún fundamento en la Palabra de Dios, lo localiza en el valle del Cedrón, el que separa Jerusalén del monte de los Olivos. Esta tradición, que subsiste aun en nuestros días entre los judíos y los mahometanos, data solo de los primeros siglos de nuestra era. Todos ubican allí el lugar del juicio final, pues ignoran el juicio de las naciones vivientes del cual la profecía nos habla tan a menudo y aquí en particular. Esta leyenda puede haber nacido a causa de que Jerusalén se relaciona con el teatro del juicio (cap. 3:16; Zacarías 14:4). Pero el teatro mismo no debe ni puede localizarse. Hasta la palabra empleada por “valle” («emeq» en hebreo) jamás se aplica a un valle cerrado como el que separa Jerusalén del monte de los Olivos.

Ante todo es preciso recordar que la palabra “Josafat”, la que significa “Jehová juzga”, tiene relación directa con nuestro capítulo, el cual nos presenta el juicio de Jehová contra las naciones y el lugar donde el mismo se desarrollará en su condición de valle de la decisión (o más bien “de lo que está determinado”, comp. Isaías 10:23). Este nombre, pues, tiene un sentido simbólico. Por otra parte, no dudo de que alude a la historia del rey Josafat, relatada en 2 Crónicas 20, pues no se debe olvidar que en nuestro capítulo se refiere al juicio contra las naciones para introducir la bendición del arrepentido remanente de Judá. Y precisamente la historia de Josafat nos refiere la historia de la liberación del remanente, resultado del juicio de Dios contra sus enemigos. Fue al cabo de la cuesta de Sis y del valle (valle encerrado, en hebreo «nachal») que se abre sobre el desierto de Jeruel y hacia el de Tecoa donde se produjo la victoria de Josafat sobre la gran multitud de naciones que subieron contra Jerusalén (v. 12, 15).

Josafat había sido infiel a su Dios al aliarse con el impío Acab, rey de Israel (2 Crónicas 18). A raíz del acoso del enemigo, había clamado en medio de la batalla y Jehová le había socorrido (cap. 18:31). Infiel por segunda vez, se había aliado con Joram, hijo de Acab, y con el rey de Edom contra Moab. Esto era una vergüenza para su testimonio como servidor de Jehová (2 Reyes 3). La derrota de Moab suscitó en este pueblo orgulloso un violento odio contra Judá. En compañía de los hijos de Amón y de los amonitas de Seir (Edom) invadió el territorio del pueblo de Dios, rodeando el mar Muerto, y acampó en En-gadi. Todo esto, consecuencia de la infidelidad del rey, es, en síntesis, la historia de la infidelidad de Judá y de Jerusalén. Josafat está de acuerdo con esto; por ello, antes de atacar al enemigo pregona ayuno y reúne al pueblo, y

Todo Judá estaba en pie delante de Jehová, con sus niños y sus mujeres y sus hijos
(2 Crónicas 20:3, 13).

Este ayuno recuerda forzosamente el de Joel 2:15. Luego, en su extrema debilidad, Josafat invoca el nombre de Jehová para ser salvado: “¡Oh Dios nuestro! ¿no los juzgarás tú? Porque en nosotros no hay fuerza contra tan grande multitud… y a ti volvemos nuestros ojos” (2 Crónicas 20:9, 12). Se ve el mismo pedido en la humillación de Joel 2:17. Entonces Jehová declara que esta guerra no es de ellos, sino de Dios (2 Crónicas 20:15). “Vino el Espíritu de Jehová en medio de la reunión” (v. 14), la misma bendita porción que en Joel es del remanente (Joel 2:28). Los hombres de Josafat bajan al encuentro de esas multitudes, hacia el desierto de Tecoa, en tropas equipadas, no para combatir sino para ver la liberación de Jehová, quien está con ellos (v. 17, 21). Encuentran al enemigo en el valle (hebreo «emeq», igual que en Joel 3:2, 12, 14). Este valle de juicio viene a ser para Josafat y su pueblo el valle de Beraca, es decir, el valle de bendición. Después de la victoria, entonan el célebre cántico milenario: “Glorificad a Jehová, porque su misericordia es para siempre” (cap. 20:21).

Todo esto, repitámoslo, nos traslada de modo sorprendente a la escena descrita en Joel. A continuación de la infidelidad de Israel y en presencia de los juicios que son su consecuencia, se convoca la congregación, se proclama el ayuno y el arrepentimiento, Judá y Jerusalén permanecen atentos y es dado el Espíritu Santo. Las naciones suben en gran multitud contra Jerusalén en el valle donde es decretado el juicio, y allí son aniquiladas. El juicio es ejecutado por Jehová mismo y no por los que le acompañan. Lo mismo ocurrirá cuando el Rey de reyes salga del cielo con sus ejércitos y hiera a las naciones con la espada de dos filos que sale de su boca (Apocalipsis 19). En ese día, después de esta escena, considerada aquí en Joel desde el punto de vista judío, el valle de Josafat vendrá a ser el valle de Beraca, es decir, de la bendición milenaria bajo el reinado de Cristo (Joel 3:18-21).

Aunque nos parece clara la alusión a la victoria de Josafat, no hay absolutamente ninguna necesidad de localizar esta escena. El sentido del valle de Josafat es, como lo hemos dicho, “Jehová juzga”, tal como lo hizo en 2 Crónicas 20. Que el lugar sea el mismo en Joel y en las Crónicas, no importa en lo más mínimo, aunque sea posible; pero a menudo resulta peligroso querer localizar los acontecimientos proféticos cuando su sentido simbólico es evidente.

El valle de Josafat forma parte de un conjunto de acontecimientos, todos los cuales se relacionan con el día grande y terrible de Jehová y con un hecho capital: la aparición del Señor. Esta aparición tendrá lugar cuando los cielos sean abiertos y el Cristo, como acabamos de verlo, salga de ellos con sus ejércitos celestiales. A ese gran hecho se vinculan los diferentes actos de su venida en juicio para establecer su reino. Estos actos no transcurren simultáneamente, es decir, no tienen lugar en el mismo momento, cosa imposible, sino que forman un acontecimiento ininterrumpido con sus manifestaciones diversas. Todos pertenecen a su «aparición» y forman parte del día de Jehová.

La aparición del Señor, segundo acto de su venida

La aparición del Señor o “manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” es el segundo acto de su venida. En el primer acto, invisible para el mundo, vendrá a buscar a los santos para introducirles con Él en la gloria. En el segundo acto, acompañado por sus santos para ejecutar juicio contra las naciones, será visible para todos, pues está dicho: “He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y los que le traspasaron”. De este segundo acto, y nunca del primero, nos habla la profecía del Antiguo Testamento, pues su venida por los santos es un misterio que solo se revela en el Nuevo.

Pero este segundo acto, la manifestación del Señor, también tiene dos caracteres, el uno celestial y el otro terrenal. El celestial pertenece al Nuevo Testamento, el terrenal al Antiguo. Al hacer esta observación, no podemos insistir lo bastante en cuanto a la diferencia entre los puntos de vista del Antiguo y del Nuevo Testamento, los que, si bien jamás se contradicen, no tienen que mezclarse entre sí. Esta observación es de suma importancia en el caso que nos ocupa. En el Nuevo Testamento, los pasajes proféticos referentes a la manifestación del Señor nos muestran esta manifestación desde el cielo con los ángeles de su poder y todos los santos celestiales para ejercer venganza contra las naciones cristianizadas (2 Tesalonicenses 1 y Apocalipsis 19) que forman parte del dominio occidental de la bestia, es decir, del imperio romano que será resucitado en el tiempo del fin. Por eso el juicio del asirio no se menciona allí. La bestia y el falso profeta son los juzgados y lanzados en el lago de fuego. La profecía del Antiguo Testamento no nos presenta las cosas bajo este aspecto. Allí el Señor es revelado en la tierra. No cabe duda de que Él viene desde el cielo, pero, así como antiguamente sus discípulos le vieron irse al cielo (Hechos 1:11), sus pies se posarán en el monte de los Olivos. No viene, como en el Apocalipsis, a reivindicar sus derechos al reino universal y tomar posesión de la tierra luego de aniquilar a todos sus enemigos, sino que viene a establecer su reinado sobre Israel, a ser ungido Rey sobre Sion, el santo monte de Jehová (Salmo 2:6). Pero, para que eso pueda tener lugar, debe ser ejecutado juicio sobre todas las naciones que sometieron a Israel. Jehová las reúne y las hace bajar al valle de Josafat. Entra en juicio con ellas acerca de su pueblo, de esa heredad a la que ellas dispersaron entre las naciones. El tema del juicio es únicamente el trato que dispensaron a Israel, el pueblo de Dios.

Repartieron mi tierra; y echaron suertes sobre mi pueblo, y dieron los niños por una ramera, y vendieron las niñas por vino para beber
(v. 2-3).

Tiro, Sidón y Filistea (más tarde Egipto y Edom, v. 19), son diferenciados en el juicio, pues aquí tenemos el juicio general de todas las naciones que se repartieron el país y hollaron a Jerusalén (Lucas 21:24). “Y también, ¿qué tengo yo con vosotras, Tiro y Sidón, y todo el territorio de Filistea? ¿Queréis vengaros de mí? Y si de mí os vengáis, bien pronto haré yo recaer la paga sobre vuestra cabeza. Porque habéis llevado mi plata y mi oro, y mis cosas preciosas y hermosas metisteis en vuestros templos; y vendisteis los hijos de Judá y los hijos de Jerusalén a los hijos de los griegos, para alejarlos de su tierra” (v. 4-6).

Los pueblos nombrados precedentemente habían despojado, robado la heredad de Dios, vendido los hijos de Judá a Grecia1 , para adueñarse de su país, de lo que pertenecía a Jehová. Sufrirán una suerte distinta de la de los demás pueblos, ya que los hijos de Judá los venderán a los sabeos.

Resulta interesante cotejar este pasaje con el de un libro que nada tiene que ver con los escritos inspirados, aunque sí tiene el valor de un documento histórico. Se lee en el primer libro de los Macabeos (cap. 3:38-41): «Lisias escogió a Ptolomeo, hijo de Dorimén, Nicanor y Gorgias, hábiles capitanes y amigos del rey; y mandó con ellos 40.000 hombres de a pie y 7.000 jinetes, para invadir el país de Judá y arruinarlo según orden del rey. Se pusieron en marcha con todas sus tropas, y habiendo entrado en Judea, acamparon cerca de Emaús en la llanura. Cuando los mercaderes del país se enteraron de su llegada, tomaron consigo mucho dinero y oro, como también trabas (maniotas o esposas), y vinieron al campamento de los sirios para comprar como esclavos a los niños de Israel. A este ejército se unieron las tropas de Idumea y las del país de los filisteos».

 


 

  • 1Ver también la venta de los hijos de Israel a Edom, por parte de Tiro y los filisteos (Amós 1:6, 9).

El juicio guerrero de las naciones

El juicio es un juicio guerrero de carácter particular y recuerda, como lo dijimos ya, la victoria de Josafat. Tal como Jehová había hecho oír su voz delante de su ejército (el asirio) cuando se trató de castigar a su pueblo (cap. 2:11), ahora hace oír su voz en los oídos de las naciones para aniquilar su poderío. Obliga a las naciones a presentarse en pie de guerra. Estas creen que siguen sus propios designios y sus móviles políticos, sin sospechar que corren al encuentro del juicio final. Todos los trabajos pacíficos se abandonan y los instrumentos de labranza se convierten en armas de guerra: “Proclamad esto entre las naciones, proclamad guerra, despertad a los valientes, acérquense, vengan todos los hombres de guerra. Forjad espadas de vuestros azadones, lanzas de vuestras hoces; diga el débil: Fuerte soy. Juntaos y venid, naciones todas de alrededor, y congregaos” (v. 9-11). Suben para el combate, para disputarse el débil remanente de Judá y, en realidad, suben contra su Rey, quien ha manifestado su gloria a sus santos al mostrarse a ellos en el monte de los Olivos. Es, en efecto, la escena final. Cualesquiera sean los motivos políticos de los pueblos, todos, los ejércitos del imperio romano de occidente y los ejércitos del norte y del oriente, se juntan para tomar posesión de Jerusalén. Es el conflicto supremo producido por la «cuestión del oriente». ¿Cuál será el resultado de ello?

Haz venir allí, oh Jehová, a tus fuertes
(v. 11).

Se ha querido ver en estos fuertes de Jehová a los ejércitos celestiales. Una vez más, eso sería introducir las escenas del Apocalipsis (cap. 19) en la profecía del Antiguo Testamento, mientras que aquí se trata, no lo dudo, del débil remanente de Judá que rodea a su rey, como en tiempos remotos lo hicieron los “hombres fuertes” de David o como el puñado de “valientes” que rodearon a Josafat en el día de la batalla. Isaías 13:3 nos refiere lo que son y cuál es su carácter: “Yo mandé a mis consagrados, asimismo llamé a mis valientes para mi ira, a los que se alegran con mi gloria”. Pero, contrariamente a Josafat y los suyos, aquéllos no son llamados para combatir. Asisten al juicio que Jehová va a ejecutar. Lo mismo ocurrirá con los ejércitos celestiales de Apocalipsis 19; sin embargo, los hombres fuertes del Hijo de David despojaron a las naciones, y les quitaron su botín (2 Crónicas 20:25), o, según Isaías 11:14: “Volarán sobre los hombros de los filisteos al occidente, saquearán también a los de oriente; Edom y Moab les servirán, y los hijos de Amón los obedecerán”. Estas naciones habían escapado del asirio en Daniel 11:41. Lo mismo se dice de Edom en Ezequiel 25:14: “Y pondré mi venganza contra Edom en manos de mi pueblo Israel”. Y también, en Abdías 15: “Porque cercano está el día de Jehová sobre todas las naciones; como tú (Edom) hiciste se hará contigo; tu recompensa volverá sobre tu cabeza”.

El juicio, si bien tiene un carácter guerrero, no es exactamente un combate: “Despiértense las naciones, y suban al valle de Josafat; porque allí me sentaré para juzgar a todas las naciones de alrededor” (v. 12). El aspecto de esta escena es muy diferente del de la salida del Señor, montado sobre un caballo blanco, con los ejércitos que están en el cielo, juzgando y combatiendo en justicia (Apocalipsis 19:11-14).

El asiento de este juicio, el lugar en donde el Señor está sentado, es Jerusalén y Sion: “Jehová rugirá desde Sion, y dará su voz desde Jerusalén, y temblarán los cielos y la tierra” (v. 16).

A pesar de ciertas analogías, el cuadro que vemos aquí no tiene nada en común con el del juicio de Mateo 25:31-46, el cual es posterior. Allí, “cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones”. Hará comparecer y juntará a todas las naciones, pero no para ejecutar sobre ellos un juicio nacional. Será un juicio individual, separando entre las naciones a los buenos de los malos. Se les declarará buenos o malos según la manera en que hayan recibido y tratado a los hermanos del Hijo del hombre, los mensajeros judíos enviados por Él para proclamar el Evangelio del reino y comprometer a las naciones a someterse bajo el cetro del verdadero David. A continuación de la sentencia pronunciada, unos irán al castigo eterno y otros a la vida eterna.

La mies y la vendimia

Muy distinta es la escena de Joel. Esta finaliza en la cosecha y la vendimia: “Echad la hoz, porque la mies está ya madura. Venid, descended, porque el lagar está lleno, rebosan las cubas; porque mucha es la maldad de ellos” (v. 13). Estas imágenes se emplean en muchos otros sitios en las Escrituras. El capítulo 14:14-20 del Apocalipsis tiene mucha analogía con lo que se nos dice aquí, pero tiene un alcance mucho más vasto. Allí vemos a alguien semejante al Hijo del hombre, sentado sobre la nube, y haciendo la siega en el momento querido por Dios, siega que comprende a los habitantes de toda la tierra. En Joel lo vemos sentado en Jerusalén, donde tiene su trono, y haciendo afluir las multitudes en el valle del juicio (hebreo: “Charuts”), valle cuya sentencia estaba decretada de antemano. Las naciones vienen para combatir y demuestran así lo que hay en sus corazones contra Cristo y contra su pueblo, ya que lo que concierne a su pueblo, le concierne a Él mismo. Es preciso, para que sean sorprendidas en el acto, que sean encontradas en pie de guerra ante el juicio inexorable, ya que han empleado todos los instrumentos de paz y prosperidad de los pueblos para preparar la guerra. ¿No asistimos ya, en nuestros días, al derroche desenfrenado que lo sacrifica todo para equipar bélicamente a las multitudes?

En Apocalipsis 14, la siega y la vendimia son muy distintas la una de la otra; la primera tiene por objeto a las naciones, y la segunda al Israel apóstata. Aquí no hay nada semejante a eso, aunque para mí no cabe duda de que los judíos apóstatas –el pueblo del anticristo, solidarizado con los gentiles– están comprendidos en su juicio. La siega y la vendimia van juntas en Joel (“el lagar está lleno, rebosan las cubas”) porque esta escena no se refiere a los pueblos, en su relación con los judíos incrédulos, sino con el remanente de Judá y de Jerusalén cuando sus cautivos son devueltos. La siega viene a ser aquí el juicio de los enemigos de Israel (mediando separación entre la cizaña y el trigo) y la vendimia su exterminio sin misericordia.

Añadamos todavía dos o tres pasajes que se relacionan con el mismo acontecimiento. El Salmo 18:30-45 celebra el juicio de las naciones que fue confiado al Hijo del hombre. El salmo finaliza aludiendo a la aparente sumisión de las naciones a la autoridad del cetro de hierro del Rey. El Salmo 78:65-66 también describe esta escena: Aquel que ha escogido a la tribu de Judá y al monte de Sion como sede de su poder, allí “hirió a sus enemigos por detrás; les dio perpetua afrenta”. Zacarías 14:3 parece comprender, además del juicio contra el asirio, el de las naciones que estuvieron en connivencia para oprimir a Israel, pues allí el combate (o pelea) se diferencia de “el día de la batalla”. Podríamos multiplicar las citas, pero nos limitaremos a estas.

Orden de los acontecimientos relacionados con el día de Jehová y la aparición del Señor

Para resumir todos los pasajes que acabamos de considerar, podemos destacar cuatro acontecimientos que forman parte de este gran todo: el día de Jehová y la manifestación del Señor en su venida gloriosa. Estos acontecimientos son:

1. La destrucción de los ejércitos de la bestia y del falso profeta por la manifestación del Hijo del hombre que sale del cielo con sus ejércitos (Apocalipsis 19).

2. Como consecuencia del apartado 1, la manifestación del Cristo en Jerusalén, sobre el monte de los Olivos, para liberar al remanente judío y aniquilar al asirio (Isaías 31:4-9; Zacarías 14:3-4).

3. El juicio guerrero y colectivo de las naciones que rodean el territorio de Israel y que oprimieron al pueblo de Dios. El remanente de Judá está asociado a este juicio guerrero. (Este, como es general, engloba también a todas las naciones mencionadas en los apartados 1 y 2, pero el todo es considerado desde el punto de vista judío) (Joel 3, Abdías, etc.).

4. El juicio de las naciones –que tiene un carácter individual–, cuando el Hijo del hombre, rodeado por sus ángeles, viene a sentarse en el trono de su gloria. Este juicio solo involucra, de las naciones, a aquellos que rechazaron a los mensajeros del Señor, cuando les anunciaban el Evangelio del reino.

Así como el día de Jehová iba precedido por señales terribles (cap. 2:30-31), parecidas señales acompañan a este día en el valle de Josafat. “El sol y la luna se oscurecerán, y las estrellas retraerán su resplandor” (v. 15).

Bendición para Judá y Jerusalén

Después del juicio, “Jehová será la esperanza de su pueblo, y la fortaleza de los hijos de Israel”. Entonces le conocerán según las bendiciones del nuevo pacto: “Conoceréis que yo soy Jehová vuestro Dios”. En adelante, Él morará en medio de ellos: “Habito en Sion, mi santo monte”. “Jerusalén será santa”, purificada desde entonces de toda mancha y consagrada a Jehová, y los extranjeros que habían sido instrumentos del juicio de Dios contra su pueblo infiel, ya no pasarán más por la ciudad amada (v. 16-17).

“Sucederá en aquel tiempo, que los montes destilarán mosto, y los collados fluirán leche, y por todos los arroyos de Judá correrán aguas” (v.18). Ahora se puede dar libre curso a la bendición. El valle de Josafat ha venido a ser el valle de Beraca (2 Crónicas 20:26). Por todas partes, en el país de Israel, se esparcen el gozo, la saciedad, las bendiciones espirituales. Desde entonces el pueblo de Jehová no carece de nada. El país vuelve a lo que debió ser en los pensamientos de Dios cuando la gracia abría las fronteras a las doce tribus (Deuteronomio 8:7-10).

“Saldrá una fuente de la casa de Jehová, y regará el valle de Sitim” (v. 18). Es un hecho natural y, al mismo tiempo, un símbolo. (Véase Ezequiel 47:1-12; Zacarías 14:8; Apocalipsis 22:1-2). La bendición divina esparce la vida doquier pasa. Sitim está situada cerca del Jordán de Jericó, en las llanuras de Moab (Números 26:3; 31:12; 33:48-49). Allí habitaba Israel cuando fornicó con las hijas de Moab (Números 25:1). Allí mandó Josué espías para que reconociesen Jericó (Josué 2:1); desde allí también salió el pueblo para pasar el Jordán. Las aguas bajan desde Jerusalén al Arabá, o valle de Sitim, adonde fluye también el Jordán, y llegan hasta el mar Muerto. En Zacarías, las aguas vivas salen de Jerusalén para ir al Mediterráneo por un lado y al mar Muerto por el otro. Aquí, una fuente sale del templo, establecido sobre el monte de Sion, y riega el valle que se extiende más allá del Jordán. En Ezequiel, las aguas bajan a la llanura (de Sitim) hacia oriente, y llegan hasta el mar Muerto para sanarlo. El territorio de Edom –el monte de Seir que domina esta escena otrora desolada– será testigo de la abundancia de las bendiciones esparcidas sobre este pueblo, cuya sangre Edom derramó en su violento odio y su rabia destructora. Todos los profetas nos anuncian que Edom no obtendrá ninguna remisión en el día de la venganza (véase Abdías).

En adelante, la escena de la bendición se establece para siempre, pero en Joel solo abarca, como lo hemos señalado varias veces, a Judá y Jerusalén. “Judá (en contraste con Edom, el que será “un desierto asolado”) será habitada para siempre, y Jerusalén por generación y generación”. Y Dios añade: “Y limpiaré la sangre de los que no había limpiado; y Jehová morará en Sion” (v. 21).

El hecho de “limpiar la sangre” seguramente se menciona porque esta escena está restringida a Judá y Jerusalén, pues pienso que se trata aquí de la sangre del Cristo, cuya culpa cae sobre Jerusalén y Judá, tal como la sangre inocente del pueblo caía sobre Edom, el que la había derramado (v. 19). Desde entonces el pueblo de Dios queda purificado de ella y Jehová puede morar en paz en medio de ellos en el monte de la gracia real. La sangre de la cual Jerusalén se hizo culpable al inmolar al Santo y Justo ha venido a ser la sangre propiciatoria por la cual la falta de ella queda expiada por siempre jamás y sus moradores, reconciliados con Dios, habitarán de generación en generación en torno a su Rey glorioso, el mismo que escogió a Sion y la deseó para que fuese su morada.

Este es para siempre el lugar de mi reposo; aquí habitaré, porque la he querido
(Salmo 132:13-14).

¿No es notable ver cómo con las últimas palabras del libro se revela el motivo de todos los designios de Dios respecto de su pueblo? El ultraje inferido a su Hijo único –que descendió a la tierra para quitar el pecado del mundo–, la crucifixión del Rey de ellos ha sido la causa de los terribles castigos que Dios les infligió, pero el propio pecado de ellos, el crimen por el cual derramaron la sangre del Cordero de Dios, es el medio empleado para purificarlos y redimirlos, para reconciliar todas las cosas con Dios y establecer en la tierra un reino de justicia y de paz. ¡Qué gracia maravillosa! ¡Dios se vale del odio de Satanás y del crimen del hombre para introducir el reino de Cristo y nuestra bendición eterna! ¡A él sea la gloria por los siglos de los siglos!