El derramamiento del Espíritu
Encontramos aquí una nueva división del tema. Está señalada en las Biblias hebraicas, las que empiezan el capítulo 3 en el versículo 28 del capítulo 2. El profeta pasa, en efecto, de las bendiciones temporales aseguradas a la tierra de Israel (la lluvia temprana y la tardía) a las bendiciones espirituales que la presencia y la exaltación del Cristo traerán a su pueblo terrenal, como así también a todas las naciones.
“Y después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne” (v. 28). “Después de esto”, es decir, seguidamente a la destrucción del asirio, pero esta destrucción misma viene a continuación del arrepentimiento del pueblo. En efecto, solo después del ayuno y la asamblea solemne penetra por fin en el corazón de los elegidos un verdadero arrepentimiento y el enemigo es aniquilado. Entonces Israel no solamente será colmado de bendiciones temporales, sino que también tendrá parte en todos los beneficios del nuevo pacto que Jehová establecerá “con la casa de Israel y con la casa de Judá”. Bajo la acción del Espíritu Santo recibirán un corazón nuevo, capaz de conocer a Jehová, su Dios, quien no se acordará más de sus pecados e iniquidades (Jeremías 31:31-34). Este derramamiento del Espíritu Santo, en relación con el nuevo pacto dado a Israel, a menudo es anunciado por los profetas: “Yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de todas las tierras, y os traeré a vuestro país… Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu” (Ezequiel 36:24-27). “No esconderé más de ellos mi rostro; porque habré derramado mi Espíritu sobre la casa de Israel, dice Jehová el Señor” (Ezequiel 39:29, V. M.). “Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración” (Zacarías 12:10).
Pero aquí nos es anunciada una bendición que sobrepasa en mucho los límites de Israel y de Judá: “Derramaré mi Espíritu sobre toda carne”. Este don será derramado no solo sobre el pueblo elegido, sino también sobre la gran multitud de las naciones milenarias, las que habrán recibido el Evangelio del reino (Apocalipsis 7:9).
“Y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Y también sobre los siervos y sobre las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días” (v. 28-29). Es del más alto interés considerar la cita que se hace de este pasaje en los Hechos (cap. 2:17-21). La cruz de Cristo había sido el lugar del juicio definitivo del hombre y de Israel y, a la vez, el sitio de la victoria sobre el enemigo.
Primer derramamiento del Espíritu, el día de Pentecostés
A continuación de esta victoria, Cristo, resucitado de entre los muertos y subido a lo alto, habiendo llevado “cautiva la cautividad”, se sentó a la diestra de Dios. Entonces pudo bautizar con el Espíritu Santo a los que creían en Él. Este gran hecho tuvo lugar en Pentecostés. Todos los judíos que creyeron recibieron el bautismo del Espíritu Santo y, por Él, fueron constituidos en un solo cuerpo. Pero esta comunicación del Espíritu Santo no tuvo lugar sin que mediara la fe y el arrepentimiento. Por eso Pedro dice a los que se compungieron de corazón al pensar que habían crucificado a su Mesías:
Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo
(Hechos 2:37-38).
Los primeros discípulos de Jesús ya se habían arrepentido en ocasión de recibir el bautismo de Juan para acoger al Mesías que entraba en su reino terrenal, pero, como este Mesías había sido rechazado por el pueblo y crucificado, los discípulos esperaban aún el momento en que Jesús, conforme a la palabra de su precursor, los bautizara con el Espíritu Santo (Mateo 3:11). Esta palabra fue confirmada por el Señor a sus discípulos después de su resurrección (Lucas 24:49), pues no podían ser hechos participantes del Espíritu Santo sin que este acontecimiento tuviera lugar. Así es que un primer remanente de Judá fue salvado e introducido en la Asamblea. Si el don del Espíritu Santo hubiese sido aceptado en ese momento por la nación y recibido por el conjunto del pueblo, a este se le habrían ahorrado los terribles juicios que siguieron. Pero Israel no se limitó a rechazar a su Mesías, el Hijo de Dios, sino que rechazó también al Espíritu Santo y apedreó a Esteban, quien era el portador de Él a los ojos de todos. A continuación de este crimen, según la profecía de Mateo 22:7, “el rey se enojó; y enviando sus ejércitos, destruyó a aquellos homicidas, y quemó su ciudad”, acontecimiento que tuvo lugar en el año 70 de nuestra era, cuando Tito destruyó a Jerusalén. Cuando el juicio estaba a punto de cumplirse, todos los que habían sido bautizados con el Espíritu Santo escaparon de aquel al prestar oídos a la exhortación: “Sed salvos de esta perversa generación” (Hechos 2:40). El endurecimiento de Israel tuvo una segunda consecuencia. No solo un remanente judío se salvó y tomó su lugar en la Asamblea, sino que la puerta fue abierta a las naciones, según la palabra de Joel: “Derramaré mi Espíritu sobre toda carne”, y “todo aquel que invocare el nombre de Jehová será salvo” (v. 28, 32). Desde entonces, judíos y gentiles, reconciliados en un solo cuerpo con Dios mediante la cruz, tienen acceso al Padre por un mismo Espíritu (Efesios 2:16, 18). Así quedaba inaugurado el período de la Iglesia: después de ser rechazado por Israel, el Señor se preparaba una Esposa, una perla de gran precio, mil veces más preciosa y más gloriosa que la Esposa judía, una Esposa que será su compañera eterna, su amada en la gloria celestial. La formación de la Iglesia tiene lugar en la tierra, donde se despliegan, en el tiempo actual, todos los designios de Dios a su respecto. Cuando haya sido arrebatada de la tierra al cielo, a la venida del Señor, los propósitos de Dios para con su antiguo pueblo, hoy rechazado, retomarán su curso. De eso nos hablan todos los profetas. El antiguo pueblo de Dios persistirá en su incredulidad; él, que no quiso al Hijo de David por rey, caerá bajo el yugo del anticristo. Jerusalén vendrá a ser un cáliz de embotamiento para todas las naciones. Mientras que la Iglesia –la nueva Jerusalén– brille en la gloria celestial, la Jerusalén terrenal tendrá que pasar por segunda vez por todos los horrores del asedio a causa de haberse entregado al falso Mesías. Hemos visto la mención de este acontecimiento al principio de nuestro capítulo.
Segundo y último derramamiento del Espíritu para el milenio
Pero entonces un segundo remanente judío, o más bien el remanente futuro que se vincula, por encima del paréntesis de la Iglesia, a aquel que rodeaba al Señor en la tierra, se volverá hacia el Señor. El velo que cubría sus ojos será quitado (2Corintios 3:16). A través de los dolores de la gran tribulación se reconocerá culpable, y el último ataque del enemigo, el del asirio, le llevará al completo juicio de sí mismo y al arrepentimiento, tal como está descrito en este capítulo. A continuación de este arrepentimiento y de la definitiva victoria de Jehová sobre el asirio, tendrá lugar el segundo derramamiento del Espíritu Santo sobre los testigos del fin, tal como el primero tuvo lugar después de la victoria de la cruz y de la resurrección que era la prueba de ella. El don del Espíritu Santo hará del remanente, no un pueblo celestial como el de hoy día, sino el pueblo terrenal del Mesías, el que tendrá por centro la Jerusalén terrenal, la ciudad del gran Rey. Entonces se cumplirá esta palabra: “Y no volveré más a esconder mi rostro de ellos; porque habré derramado mi Espíritu sobre la casa de Israel, dice Jehová el Señor” (Ezequiel 39:29, V. M.). En Ezequiel, la destrucción de Gog, el asirio, y después de esta el don del Espíritu Santo, son el último suceso que se menciona antes de que el profeta pase, en los capítulos 40 a 48, a la descripción del templo de Jerusalén y del país de Israel durante el milenio. No ocurre exactamente lo mismo en Joel, como lo veremos en el capítulo 3. Sin embargo, la bendición de Jerusalén allí se vincula, como en Ezequiel, al derramamiento del Espíritu Santo: “Porque en el monte de Sion y en Jerusalén habrá salvación, como ha dicho Jehová, y entre el remanente al cual él habrá llamado” (Joel 2:32). La liberación de la que Joel nos habla solo se obtiene mediante la destrucción del asirio, único personaje al cual el profeta alude en el segundo capítulo, pues la bestia romana y el anticristo, tan a la vista en el libro de Daniel y sobre todo en el Apocalipsis, ni siquiera son mencionados en la profecía que estamos considerando.
Conforme a todo lo que acabamos de decir, se puede notar que el pasaje de los Hechos (cap. 2:16-21) no es el cumplimiento de la profecía de Joel. Eso es lo que el apóstol Pedro tiene especial cuidado de destacar cuando dice:
Porque estos no están ebrios, como vosotros suponéis… Mas esto es lo dicho por el profeta Joel…
(comp. Mateo 1:22; 2:15, 17, 23).
Lo que tenía lugar en Pentecostés bajo las miradas de todos no tenía el carácter de una excitación artificial, sino que era producido por el Espíritu Santo. La propia cita de ese pasaje por el apóstol Pedro contiene cosas que se realizaban en el momento en que hablaba y otras que estaban reservadas para un tiempo venidero. Para convencerse de ello, basta poner estas últimas entre paréntesis. He aquí, pues, el pasaje leído de tal manera: «Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, (y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños), y de cierto sobre mis siervos y sobre mis siervas en aquellos días derramaré de mi Espíritu, y profetizarán. (Y daré prodigios arriba en el cielo, y señales abajo en la tierra, sangre y fuego y vapor de humo; el sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes que venga el día del Señor, grande y manifiesto). Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo”.
Repárese en esta frase: “Mis siervos y mis siervas”, los que pertenecen al Señor. Estos reemplazan aquí, y en la versión de los 70, a “los siervos y las siervas” del texto hebraico, los que pertenecen a la familia judía. Al mismo tiempo, esta palabra es bastante imprecisa en Joel como para dar lugar por anticipado a siervos adecuados al tiempo de la Iglesia y que serán desconocidos en los futuros tiempos de la restauración de Israel. Nótese todavía que Pedro dice “en los postreros días”, y no “después de esto”, como en Joel. Esta última palabra demuestra claramente que la profecía de Joel no se podía cumplir definitivamente en Pentecostés, sino solamente después de la derrota del asirio, mientras que los “últimos días” –llamados en otra parte “el fin de los siglos”– han llegado para nosotros desde que el Cristo fue rechazado por los judíos y por el mundo.1 Lo que caracteriza al día de Pentecostés como al del pasaje de Joel, es que se encuentran allí estas tres cosas: el arrepentimiento, la liberación del yugo enemigo y el Espíritu derramado sobre toda carne. Pero, además, un gran hecho predomina en Pentecostés. En ese momento es dado el Espíritu Santo, prueba de la resurrección y de la exaltación de Cristo, y congrega en uno a todos los que creen en Él. Joel anuncia un tiempo futuro en el cual será abierta la puerta a los gentiles; en los Hechos, ella es declarada abierta por el apóstol (cap. 2:39). En el capítulo 1 de Oseas encontramos la misma profecía, confirmada por Romanos 9:26, respecto a la admisión de las naciones en la bendición. Pero, en Joel, esta palabra “toda carne” no se refiere a la admisión actual de los gentiles en la Iglesia por el bautismo del Espíritu Santo, sino a la entrada de los gentiles, esa “gran multitud, la cual nadie podía contar” de Apocalipsis 7:9 y a su introducción en la bendición milenaria de la cual disfrutará el pueblo de Dios.
- 1Esta modificación del texto es tanto más sorprendente por cuanto no se encuentra en la versión de los 70, versión generalmente citada en el Nuevo Testamento, mas no seguida en este pasaje.
Señales que precederán el día de Jehová
En los versículos 30 a 31, el profeta interrumpe su tema y abre un paréntesis para mostrar que unas maravillas tendrán lugar antes del día de Jehová: “Y daré prodigios en el cielo y en la tierra, sangre, y fuego, y columnas de humo. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes que venga el día grande y espantoso de Jehová”. Este pasaje nos parece que puede tener relación con la invasión del asirio (cap. 2). En efecto, esta invasión es llamada “grande es el día de Jehová, y muy terrible” (v. 11), y va precedida por señales: son estremecidos los cielos y oscurecidos el sol y la luna (v. 10). Dicho pasaje parece corresponder al capítulo 6 del Apocalipsis, donde “el sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna se volvió toda como sangre” antes del día de la ira del Cordero. A pesar de la aprensión de los hombres, este acontecimiento no tendrá lugar en ese momento (Apocalipsis 6:12, 17). Las señales ya referidas precederán, pues, al día de Jehová, pero hay otras que lo seguirán y se realizarán en el momento mismo de la venida del Hijo del hombre. Eso es lo que leemos en Mateo 24:29-30: “E inmediatamente después de la tribulación de aquellos días” –tribulación cuyo último acto es la invasión del asirio– “el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo”. La señal –es decir, la aparición del Hijo del hombre– será inmediatamente precedida, pues, por señales. Estas las encontramos en el capítulo 3:15 de Joel: “El sol y la luna se oscurecerán, y las estrellas retraerán su resplandor. Y Jehová rugirá desde Sion, y dará su voz desde Jerusalén”. Los versículos 30 y 31 parecen ser introducidos aquí como pequeño paréntesis para establecer el contraste entre el don celestial del Espíritu Santo –el que acompañará al arrepentimiento y la liberación del remanente judío– y los trastornos terrestres, precursores de los juicios de Jehová contra el pueblo apóstata. Por eso el profeta termina diciendo: “Y todo aquel que invocare el nombre de Jehová será salvo; porque en el monte de Sion y en Jerusalén habrá salvación, como ha dicho Jehová, y entre el remanente al cual él habrá llamado” (v. 32). Como ya lo hemos visto, la salvación sobrepasará en mucho los estrechos límites de Judá, de Jerusalén e incluso de Israel; se dirigirá a “todo aquel”, como también se dice en otra parte “para que todo aquel que en él cree, no se pierda”. Así como hoy en día, en virtud de la obra de Cristo no hay “diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan”, y “todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo” (véase Romanos 10:12-13, donde se cita el pasaje de Joel), así ocurrirá también en un día futuro. Solamente que, en este porvenir del cual habla Joel, el monte de Sion y Jerusalén serán los objetos de la liberación terrenal, mientras que la bendición celestial tiene hoy por objeto a la Iglesia. No por ello es menos cierto que todo el remanente que habrá llamado Jehová tomará parte en el reino glorioso de Cristo en la tierra; y esos salvados, como nos lo enseña el pasaje que estamos considerando, comprenden no solo al remanente de Judá y de Israel, sino también al de las naciones, tal como nos lo confirma el capítulo 7 del Apocalipsis.