La vanguardia del día de jehová
Mientras que la profecía de Oseas está enteramente ligada a las circunstancias del reinado de los reyes de Israel y de Judá, circunstancias que el profeta atravesó y de las cuales a menudo hace mención, la profecía de Joel es absolutamente independiente de todos esos hechos históricos. Ante los ojos del profeta ha tenido lugar, en la sucesión de las calamidades naturales, un acontecimiento memorable que cayó sobre el territorio de Judá. Joel lo considera como un juicio sobre su pueblo, pero también como una advertencia solemne en cuanto a la necesidad del arrepentimiento. El capítulo 24 de Isaías tiene mucha analogía con este primer capítulo. En ambos casos se trata de la desolación del país y el aniquilamiento de su prosperidad a causa del pecado de sus habitantes. Ese es, en todos los tiempos, el motivo de todas las calamidades que azotan el mundo en forma de fenómenos naturales: erupciones volcánicas, terremotos, inundaciones, huracanes, epidemias, plagas que afectan a vegetales o animales, y ¡con qué frecuencia e intensidad se repiten en la actualidad! Dios actúa por medio de estos azotes para despertar la conciencia de los hombres, y, cuando estos rehúsan escuchar, obra por medio de calamidades mayores (guerras, devastaciones y saqueos), cuyos ejemplos encontramos en el capítulo 2 de la profecía de Joel. Dios, pues, habló por esos medios primeramente a su pueblo terrenal, luego a su Iglesia y después al mundo, de modo que, si los hombres no escuchan y no se vuelven a él, sellan ellos mismos, por su incredulidad, su juicio definitivo. Es importantísimo abrir los ojos sobre la finalidad de esas calamidades providenciales. Si Judá y Jerusalén se hubieran arrepentido ante la invasión de las langostas, Dios no habría tenido necesidad de volver a enviar el enemigo a sus confines. Del mismo modo, si las naciones cristianas hubiesen escuchado los avisos que Dios les dirigía por medio de convulsiones sin precedentes, quizás “hubiera cesado su furor y ya no extendiera su mano”. En vez de eso, el mundo continuó en la incredulidad en medio de tantos desastres, rehusando ver en ellos la mano de Dios, y hoy en día presenciamos invasiones del enemigo, guerras, matanzas que, lamentablemente, no son más que el preludio de los días de angustia en que los hombres dirán a los montes y a las peñas: “Caed sobre nosotros” (Apocalipsis 6:16).
Las langostas
La calamidad de la que habla el primer capítulo consiste en invasiones sucesivas –inauditas en un país que, sin embargo, está acostumbrado a esas plagas– de diversas especies de langostas. “Lo que dejó la langosta gazam1 , lo ha devorado la arbeh2 , y lo que dejó la arbeh, lo ha devorado la yélek3 , y lo que dejó la yélek, lo ha devorado la hasil4 (v. 4, V. M.).
Antiguamente, Dios había mandado las langostas (arbeh), una de las plagas de Egipto, sobre el país de Faraón, porque este rey rehusaba humillarse delante de Dios (Éxodo 10:3-4). Moisés le dice: Tú verás lo que “nunca vieron tus padres ni tus abuelos, desde que ellos fueron sobre la tierra hasta hoy” (Éxodo 10:6). Aquí Dios las manda, casi con las mismas palabras, sobre el país de Judá, asimilándolo, por así decirlo, al país de Egipto, del cual en otro tiempo había sacado a su pueblo: “¿Ha acontecido esto en vuestros días, o en los días de vuestros padres? De esto contaréis a vuestros hijos, y vuestros hijos a sus hijos, y sus hijos a la otra generación” (v. 2-3). Esta plaga era aun más extraordinaria que la de Egipto, ya que ejércitos de langostas, de especies diversas, se habían lanzado sucesivamente, año tras año, sobre el país. De entre las nueve especies de langostas que se encuentran en la Palabra, cuatro –pero las más calamitosas de todas– son mencionadas aquí. Constituyen, pues, un juicio especial y terrible que cae sobre Israel, puesto que –no hay que confundirse– de ninguna manera son una plaga ocasional. Pero, señalémoslo bien, ese juicio no excluye la posibilidad del arrepentimiento, conforme a lo que el Señor había dicho a Salomón:
Si yo cerrare los cielos para que no haya lluvia, y si mandare a la langosta (chagab) que consuma la tierra… si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra
(2 Crónicas 7:13-14).
En el caso que nos ocupa, ¿tiene lugar tal arrepentimiento? Amós, profeta de Israel, había comprobado la inutilidad de todos los juicios providenciales de Dios con respecto a las diez tribus: “La langosta (gazam) devoró vuestros muchos huertos y vuestras viñas, y vuestros higuerales y vuestros olivares; pero nunca os volvisteis a mí, dice Jehová” (Amós 4:9). Y, en Amós, esta frase dolorosa se repite de versículo en versículo, con cada nueva calamidad. Entonces “así me ha mostrado Jehová el Señor: He aquí, él criaba langostas (gob) cuando comenzaba a crecer el heno tardío; y he aquí el heno tardío después de las siegas del rey. Y aconteció que cuando acabó de comer la hierba de la tierra, yo dije: Señor Jehová, perdona ahora” (Amós 7:1-2). Jehová le contesta en gracia: “No será” (v. 3). Se ve aquí que la sola intercesión del hombre de Dios detiene la entera destrucción del pueblo. Del mismo modo, el porvenir de Israel dependerá de la intercesión de uno solo, Cristo, a quien representa el profeta Amós, y no hará falta nada menos que la gracia de Dios para que desaparezca la plaga. Pero, como lo veremos en el libro del profeta Joel, esa gracia habrá producido primero el arrepentimiento en el corazón del pueblo de Dios. Para el Faraón de Egipto fue distinto: el viento de oriente había traído el ejército de langostas; a raíz de la intercesión de Moisés, el viento de occidente las quitó y las ahogó en el mar Rojo. Pero la humillación, en el endurecido corazón del rey, no era más que exterior y no tenía ninguna raíz en su conciencia. Aun habiendo dicho: “He pecado contra Jehová vuestro Dios, y contra vosotros. Mas os ruego ahora que perdonéis mi pecado solamente esta vez”, decidido a no dejar de ninguna manera que se marcharan los hijos de Israel (Éxodo 10:12-20). Sin embargo, ¿no es notable que, aun en este caso, una sola manifestación exterior y superficial de arrepentimiento detenga, momentáneamente por lo menos, la mano de Jehová? Él conoce bien el estado del corazón de Faraón y no puede ignorar sus disposiciones más secretas, pero es un Dios de paciencia y de gracia que se complace en reconocer la más ligera inclinación del pecador hacia el bien, para tornarlo accesible a un arrepentimiento real y sincero. Los múltiples designios de Dios en favor de su pueblo tienden a producir este resultado en la conciencia de todos, para poderles bendecir. De ahí la apariencia a menudo inflexible de Sus juicios.
Escuchar y despertarse
La primera palabra del profeta nos muestra este llamamiento a la conciencia: “¡Escuchad!” (v. 2); también el segundo: “¡Despertad!” (v. 5). Es Dios quien habla; hace falta que aquel que tiene oídos, oiga. Es preciso, cuando las calamidades caen sobre el mundo, que las almas distingan en ellas un llamado de Dios y que aquellos que están acostados en las tinieblas (1Tesalonicenses 5:7) se despierten. Una vez despertados, resulta imposible que los más endurecidos no lloren y no sientan la agudeza del dolor: “Gemid” –dice el profeta– “todos los que bebéis vino… gemid viñeros… gemid, ministros del altar” (v. 5, 11, 13).
Pero el más agudo grito de dolor está aun lejos de ser arrepentimiento. Para que este sea producido, Dios manda una segunda causa de aflicción, sobre la cual el profeta insiste, una pérdida más terrible que la de las cosechas, y que es consecuencia de estas, una pérdida destinada a conmover profundamente la conciencia del pueblo. Esta causa de aflicción es que ha perdido a Jehová y ya no puede acercarse a Él. “Llora tú” –dice el profeta– “como joven vestida de cilicio por el marido de su juventud” (v. 8). ¡Pobre pueblo! Llora a tu esposo; Jehová está muerto para ti; no volverás a verle. Ya no hay medio para presentar la ofrenda vegetal (véase Levítico 2) y su libación en la casa de Jehová, pues el trigo y la viña han sido devorados, los árboles frutales no tienen fruto, la higuera ha sido roída hasta la corteza, el producto del campo está perdido (v. 9, 13, 16). ¿Puede uno venir a Jehová con las manos vacías, sin traerle el debido homenaje? Un sacerdocio que no tiene nada que ofrecer es inútil. Dios esconde su rostro: “Se extinguió el gozo de los hijos de los hombres” (v. 12). Ya no tienen siquiera el recurso de regocijarse por los productos de la tierra, bendición que el hombre prefirió a todas las demás, desde que Caín fue echado de la presencia de Dios, pues he aquí que ¡Dios quita todo adorno, todo estímulo, todo sustento de la vida! En esos días de duelo, de vergüenza y de dolor, toda esperanza de encontrar alguna consolación en la presencia del Dios al que tantas veces se ha despreciado debe abandonarse por completo. ¿Qué le queda al hombre? Una sola cosa: el arrepentimiento, y ya lo dijimos, hacia eso tienden todos los designios de Dios a su respecto. Si la gracia y la mediación de Cristo son el único recurso, como lo hemos observado en Amós, aquí el arrepentimiento es para el pueblo el único medio de aprovechar la gracia. Por tanto, Dios manda decir a Judá y a Jerusalén, por su profeta: “Proclamad ayuno, convocad a asamblea; congregad a los ancianos y a todos los moradores de la tierra en la casa de Jehová vuestro Dios, y clamad a Jehová” (v. 14). ¡Último y único recurso! ¡Que invoquen al Dios al que ofendieron! ¡Que le invoquen desde las profundidades! Pero ¿quién subsistirá si él tiene en cuenta las iniquidades? Sin embargo, ¿tal vez haya perdón ante él? Lo necesario sobre todo es “proclamar ayuno”. Es preciso que el pueblo exprese ante Dios la aflicción por el pecado que obliga a Jehová a recurrir a esa severidad extrema. Es preciso que Judá, que los hombres, lleven luto con sincero y general arrepentimiento. ¡Débil, pero única esperanza!
He aquí otra calamidad más
Aun antes de que hayan podido responder a ese llamamiento apremiante, he aquí una nueva calamidad se añade a la primera (v. 15-20). Un calor devorador, o quizás el incendio que lo acompaña, consume “los pastos del desierto”, recurso habitual del ganado mayor y del menor. Los cursos de agua se agotaron bajo la influencia de la sequía. Las reservas del desierto (ciertas partes no habitadas del territorio de Judá, bien conocidas por David cuando estuvo fugitivo) eran inagotables en forraje para los rebaños en épocas de abundancia. El hambre castiga a todos, hombres y bestias. El carácter extremo de esta situación hace pensar en el día de Jehová: “¡Ay del día! porque cercano está el día de Jehová, y vendrá como destrucción por el Todopoderoso” (v. 15). El espanto de un derrumbamiento general y final se apodera de los corazones. Nuestra actual generación tiene el mismo presentimiento frente a los trastornos que la agitan, y es también lo que experimentarán los hombres, mucho antes de los últimos juicios, cuando el Señor abra el sexto sello y un quebranto general venga a despertarlos. Entonces dirán:
El gran día de su ira ha llegado; ¿y quién podrá sostenerse en pie?
(Apocalipsis 6:17).
Y, no obstante, se equivocarán, pues tan solo será un principio de dolores y no todavía la venida del día. Esa venida vamos a presenciarla en los capítulos 2 y 3 de esta profecía1 .
Se proclama el ayuno, el terror del día de Jehová se siente profundamente; pero hace falta todavía, como ya lo observamos en Amós, que un mensajero, un mediador, uno entre mil, se presente como Elihú a Job y diga: “¡Líbrale!” (véase Job 33:23-24, V. M.). Ese mediador se halló. Un solo hombre, que tanto aquí como en Amós y Jeremías es el profeta mismo, figura de Cristo, se mantiene delante de Dios en favor del pueblo: “A ti, oh Jehová, (yo) clamaré” (v. 19). ¿Hay condenación más absoluta para el hombre? Pese a que Él había dicho: “Clamad a Jehová” (v. 14), uno solo responde: “A ti, oh Jehová, clamaré”. Pero eso le basta a Dios: un solo justo se encuentra en medio de esa generación perversa, uno solo, sobre el cual Sus ojos se posan. Encontramos, pues, dos cosas, indispensables para la liberación, reunidas en este primer capítulo: el arrepentimiento y la gracia que puede corresponder a él porque ella descansa enteramente sobre Cristo, sobre la persona del Justo ante Dios.
- 1No olvidemos que incluso esta escena de desolación, que afectará a la creación, habrá desaparecido cuando Israel sea reconciliado con Jehová. Entonces se dirá: “Visitas la tierra, y la riegas; en gran manera la enriqueces; con el río de Dios, lleno de aguas…, y tus nubes destilan grosura. Destilan sobre los pastizales del desierto… Se visten de manadas los llanos” (Salmo 65:9-13).