Filipenses

Filipenses 3:13-21 – Filipenses 4:1-23

Capítulo 3:15 a 4:7

Hemos visto anteriormente, amados hermanos, cómo la visión de Cristo produce una energía que impulsa hacia la meta gloriosa. Pablo había sido ganado por Cristo para ello y procuraba ganar a Cristo en la gloria. Asimismo hemos visto que la epístola a los Filipenses considera al creyente como quien marcha a través del desierto mirando la meta en la que lo poseerá todo. Pero no olviden ustedes que, como tiene el poder de la resurrección de Cristo en él, tiene ya el poder de la vida y quiere poseerla en la gloria. El efecto práctico que resulta de ello es que corre en derechura a la meta como alguien que no tiene en vista más que la gloria. Un solo objetivo está ante él: ganar a Cristo y ser resucitado para compartir la gloria.

Hacia una meta celestial y gloriosa

Dios nos ha predestinado para esto, a saber, para que fuésemos “hechos conformes a la imagen de su Hijo”, no para que nuestra expectativa sea la de ser semejantes a Él cuando nuestro cuerpo esté en la tumba y nosotros en el paraíso. Sin duda, “cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2), pero nuestra “ciudadanía” (o «conversación») está ahora “en los cielos” (v. 20). Ninguna de estas dos expresiones refleja bien el sentido del original. El apóstol, con la palabra traducida por “ciudadanía”, abarca todas nuestras vivas y verdaderas relaciones, como decimos de alguien que es francés o inglés cuando queremos decir qué es lo que lo distingue.

Lo que nos caracteriza es que somos del cielo. Por eso Pablo dice: “una cosa hago”, corro, extendiéndome con esfuerzo hacia la meta; el glorioso lugar en el cual tengo fijos los ojos ha determinado toda mi vida.

Prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús (v. 14),

es decir, al llamado que nos reclama desde lo alto. No hay para nosotros otra perfección que la que gozaremos allá.

¡Qué perfección! Pero, desde el momento en que discernimos a Cristo anonadándose y haciéndose obediente por nosotros hasta la muerte y muerte de cruz, ninguna gloria es demasiado grande como respuesta a lo que Él hizo, pues todo es fruto del trabajo de su alma.

La Escritura nada dice acerca de «arras de su amor» (aunque los hombres puedan decir: Tenemos las arras de la gloria), sino que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Romanos 5:5). Pablo experimentaba el poder de la gloria sobre su alma, y por eso somos exhortados a “proseguir”, a “correr” (versión Moderna), pero no todos los cristianos lo saben. Si un hombre es verdaderamente cristiano, no puede dejar de conocer a la cruz como el medio de su rescate, pero puede ignorar que va a estar con Cristo en la gloria. Los “hijitos” saben que sus pecados les han sido perdonados, conocimiento que les es común a todos ellos. Conocen al Padre, pues tienen el espíritu de adopción (1 Juan 2:12-13; Gálatas 4:6; Romanos 8:15-16), pero los “perfectos” en Jesucristo, como los llama el apóstol (v. 15), conocen mucho mejor la perversidad de su propio corazón al mismo tiempo que disciernen el amor perfecto de Dios que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó, conduciéndolo a la cruz por nosotros, amor que descendió hasta el pecador allí mismo donde él se hallaba en sus pecados. Esos “perfectos” no solo saben que sus pecados les han sido perdonados, sino también que estaban perdidos como hijos de Adán. Los “hijitos” no saben eso, no saben qué es lo que se hizo de ellos, de manera cabal, en lo que concierne a la naturaleza que recibieron de Adán. Para la fe, la vieja naturaleza es algo muerto, y cuando Cristo, nuestra vida, se manifieste, entonces nosotros también seremos manifestados con Él en gloria (Colosenses 3:4). “En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros… pues como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17). Este es el hombre perfecto.

Tener un mismo sentimiento

Pablo dice: “Así que, todos los que somos perfectos, esto mismo sintamos; y si otra cosa sentís, esto también os lo revelará Dios” (v. 15). ¿Puede ser que alguno haya dado el primer paso y el lector esté más adelantado? Si lo está, una cosa debe hacer: mostrar mayor gracia para con aquel que aún no lo esté, pues de todas maneras Cristo lo ha hecho suyo y le ha perdonado sus pecados. Asimismo, aprenderá algo más: que ha muerto con Cristo, no solo que sus pecados han sido perdonados, sino también que, por la fe, el pecado ha sido quitado, que el viejo hombre –ese yo que turba al alma mucho más que los pecados– ha sido anulado. Todos debemos tener ese mismo sentimiento, como sabedores de que estamos asociados al segundo Adán; pero si todos no hubiésemos llegado todavía a saberlo, igualmente debemos andar juntos en la misma senda, y lo que aún algunos no saben, Dios también se lo revelará a ellos.

Seguir un mismo modelo

“Hermanos, sed imitadores de mí…” dice el apóstol, colocándose ahora a sí mismo, de manera notable, como modelo ante los santos. Pone en contraste a aquellos cuya “ciudadanía (o conversación) está en los cielos” con aquellos “que solo piensan en lo terrenal” (v. 17 y subsiguientes). El fin de estos es la perdición, pues son enemigos del cristianismo. Aquí no se trata de tener más o menos luz, sino de personas que solo piensan en cosas terrenales y no en Cristo glorificado. No se puede pensar al mismo tiempo en cosas terrenales y en Cristo. “La amistad del mundo” –dice Santiago 4:4– “es enemistad contra Dios”. “Todo lo que hay en el mundo… no proviene del Padre, sino del mundo” (1 Juan 2:16). Los hijos son “del Padre”. Cuando me convertí quedé sorprendido de hallar tantas cosas acerca del mundo en la Palabra de Dios, pero pronto advertí –cuando tuve más relación con otros cristianos– cómo el mundo les hacía retroceder al atraer incesantemente sus corazones.

La cruz y el pecado

Aquellos que solo piensan en las cosas terrenales son enemigos de la cruz de Cristo, decía el apóstol llorando. ¿Qué era la cruz? Ella había juzgado todas esas cosas. El Hijo de Dios –la fuente, la raíz, la planta que despliega toda gloria, Cristo– no encontró más que la cruz en este mundo. “El mundo no me verá más” (Juan 14:19). El Espíritu Santo no vino para ser visto: “el mundo no le puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros” (Juan 14:17). Esta es la manera en que conocemos al Espíritu Santo.

El bien y el mal se encontraron en la cruz. La cuestión del bien y el mal fue liquidada allí, y ahora toda la cuestión del bien y el mal para cada uno de nosotros queda resumida a esto: ¿Estamos con el mundo que rechazó a Cristo o estamos con Cristo, a quien el mundo rechazó? No hay nada comparable a la cruz. Es, a la vez, justicia de Dios contra el pecado y la justicia de Dios en el perdón del pecado. Es el fin del mundo del juicio y el comienzo del mundo de la vida. Es la obra que quitó el pecado y, al mismo tiempo, el más grande pecado que se haya cometido. Cuanto más se acercan a ella nuestros pensamientos, más vemos que ella es el gran centro de todo.

El mundo es enemigo de la cruz

De manera que, si alguien se asocia al mundo, es enemigo de la cruz de Cristo. Como cristianos, tenemos que considerar muy bien si toda esta hermosa apariencia de la que se reviste el mundo no echa un velo sobre nuestros corazones y nos impide ver. Si busco o acepto la gloria del mundo que crucificó a Cristo, me glorifico en lo que es mi vergüenza. ¿Dónde un hombre se encuentra como en su casa? En la casa de su Padre y no en el árido desierto que debe atravesar para llegar a ella. En el segundo capítulo hemos visto la humildad, la gracia del andar; aquí vemos el poder y la energía que libera del mundo que nos impediría ser semejantes a Cristo.

“Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, el Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra”, no nuestro cuerpo vil, en el sentido moral. Ahora tengo el cuerpo de Adán, pero entonces tendré el cuerpo de Cristo; todas nuestras vívidas relaciones están allí donde está Cristo. Él vendrá como Salvador y lo cumplirá todo al transformar nuestro cuerpo para que sea semejante a su cuerpo glorioso (v. 20-21). El precio de la redención ya fue pagado, pero la liberación final por la cual fue pagado ese precio aún no ha llegado.

El que nos hizo para esto mismo es Dios
(2 Corintios 4:5),

pero la cosa misma todavía no la tenemos, sino que esperamos que Cristo venga para tenerla.

Muy amados hermanos, si nuestros corazones sintieran realmente que Dios va a hacernos semejantes a Cristo y que nos introducirá como sus hermanos allí donde Él está, si creyéramos prácticamente que va a introducirnos en su presencia con Cristo y hacernos semejantes a Él, ¡qué distintos pensamientos tendríamos acerca del mundo, qué perfectos seríamos entonces, cómo nos extenderíamos hacia lo que está delante, cómo correríamos hacia la meta!

Sin embargo, si encuentro la muerte en mi camino, igualmente tengo confianza. No es necesario que yo muera, pues no todos moriremos, y lo que yo deseo no es ser desnudado, sino revestido; para que lo mortal sea absorbido por la vida (2 Corintios 5:1 y sig.). Si llega la muerte, ella no quebrantará mi confianza, pues, para mí, estar ausente del cuerpo es estar presente al Señor.

Ausente del cuerpo, presente con el Señor

En este pasaje de su segunda epístola a los Corintios, el apóstol habla primeramente de la esperanza, de lo que deseamos; luego dirige su mirada a las dos cosas que son la porción del hombre: la muerte y el juicio, pues “está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (Hebreos 9:27). En cuanto a la muerte, ella es ganancia para mí, pues estar ausente del cuerpo es, para mí, estar presente al Señor. En cuanto al juicio, eso tan solemne, el “temor del Señor”, me hace pensar en los pobres pecadores no convertidos y persuado a los hombres (2 Corintios 5:11). El tribunal dirige los pensamientos de Pablo no hacia sí mismo, sino hacia los demás hombres, aunque diga

es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo
(2 Corintios 5:10).

Persuadimos a los hombres y somos manifestados a Dios. El día del juicio producía su efecto sobre el apóstol; le hacía sentir entonces el efecto de la presencia de Dios tal como Él la hará sentir el día del juicio. Así la conciencia es mantenida despierta y viviente, y el tribunal se convierte en un poder santificador en lugar de ser un poder aterrador. El poder divino nos cautivará y, así como Dios le presentó a Adán su mujer, Eva, Cristo –quien es Dios– se presentará su Eva, su Iglesia, a sí mismo, el segundo Adán.

Se ha preguntado si, cuando el apóstol dice: “a fin de conocerle (a Cristo), y el poder de su resurrección”, habla de algo presente o venidero. Respondo que es el poder presente producido por la mirada fija en Cristo: “Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:3). Es el efecto actual de la contemplación de Cristo glorificado y de su espera. La redención final llegará y cumplirá con el cuerpo lo que ahora es cierto para el alma: nos hará semejantes a Él en la casa del Padre, y, lo que aprecio infinitamente más, es que quiere que estemos allí con Él, sin siquiera la necesidad de una conciencia. Aquí abajo es preciso que mi conciencia esté siempre alerta, pues de lo contrario me convierto inmediatamente en la presa de algún artificio de Satanás; pero allá arriba no será más necesaria; todo será felicidad. Entonces también tendremos el Espíritu Santo y todo su poder empleado en hacernos gozar de la gloria. Ahora “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado”, pero una gran parte del poder es gastada para hacer andar el navío.

Asuntos gloriosos y cosas prácticas

En realidad, la mayor parte de nosotros tenemos preocupaciones, pruebas, tentaciones… pero Dios lo ha pensado todo –incluso ha contado nuestros cabellos– y nos ha dado algo que nos saca de todas esas dificultades. Hasta se preocupa por el tiempo: “Orad, pues, que vuestra huida no sea en invierno” (Mateo 24:20); ni siquiera un pajarillo cae a tierra sin la voluntad de Dios (Mateo 10:29). Dios piensa en todo, se preocupa por todo y nos hace superiores a todo.

Da gusto ver cómo el apóstol pasa de los pensamientos gloriosos de la revelación de Dios a las cosas más ordinarias por las que el creyente tiene que atravesar en su camino. De las cosas tan elevadas que acaba de considerar, pasa a dos mujeres que no vivían en armonía. Así sucede también hoy. La gracia no es olvidadiza, pues tan pronto nos eleva al tercer cielo como desciende hasta las cosas más pequeñas, y se interesa –con una delicadeza que siempre ha sido objeto de admiración– por un pobre esclavo que huyó de casa de su amo. ¿Cuál fue el consuelo que Cristo dispensó en la cruz? No pudo decirle al pobre malhechor que estaría en el paraíso sin decirle que Él mismo también estaría allí: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”. De la misma manera Pablo, al hablar de las mujeres que trabajaron con él, dice: “cuyos nombres están en el libro de la vida” (v. 3). Como Dios estaba allí, se notan los afectos divinos, es decir, nos hallamos ante esos afectos.

Cuando voy a hacer una visita, nada me preocupa tanto como el deseo de que Cristo esté tan presente que lo que se diga sea lo que habría sido manifestado por Cristo mismo y no por mis propios pensamientos. Muy poco conocemos de la dicha que depara tener el pensamiento de Cristo, pero ese pensamiento era el de humillarse hasta la muerte de cruz.

Regocijo permanente

“Regocijaos en el Señor siempre” (v. 4). ¿Quién era el hombre que podía hablar así de parte de Dios? ¿El hombre que había estado en el tercer cielo? No, sino aquel que estaba prisionero en Roma. Eso era regocijarse siempre, como en otra parte lo dice el salmista: “En todo tiempo bendeciré a Jehová”. Cuando tengo al Señor conmigo como el objeto de mi corazón, hay más del cielo en la prisión que fuera de ella. No son los delicados pastos y las aguas apacibles las que regocijan al alma, sino el hecho de que Jehová sea su pastor; no las pasturas abundantes, por más que sean hermosas; incluso si el gozo se aparta de ella, “Él confortará mi alma”; si la muerte se cruza en el camino, “no temeré mal alguno, porque estarás conmigo”; y si hay terribles adversarios, también hay una mesa aderezada en presencia de ellos. Y entonces: “mi copa está rebosando”, pues el Señor pastorea mi alma y la conduce a través de todas las dificultades y las pruebas de su debilidad, haciéndole decir: “Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa de Jehová moraré por largos días”.

Para aquel que se confiaba al Señor, cuanto más grande era la tribulación en la que se hallaba más experimentaba que todo era para bien. Pablo dice: Conozco al Señor estando libre y estando en prisión; me bastó cuando estuve en la necesidad y cuando estuve en la abundancia. Por eso puede decir: “Regocijaos en el Señor siempre”.

¿Qué se le podía hacer a semejante hombre? Si se le mataba, no se hacía más que enviarlo al cielo; si se le dejaba libre, él se prodigaba para llevar a los hombres al Cristo al que se quería destruir.

Es más difícil regocijarse en el Señor estando en la prosperidad que estando en la tribulación, pues esta nos arroja en brazos del Señor. El peligro es mayor para nosotros cuando no estamos en la tribulación. Pero regocijarnos en el Señor nos libera por completo del imperio de las cosas presentes. Hasta que Dios nos quita nuestros apoyos, ni sospechamos hasta qué punto los más espirituales de nosotros se apoyan en ellos, en las cosas que nos rodean. Pero si nos regocijamos siempre en el Señor, este poder nunca nos puede ser quitado, de manera que tampoco podemos perder el gozo.

Demostrar virtudes cristianas

“Vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres” (v. 5). ¿Piensan ustedes que los hombres creerán que su conversación está en los cielos si ustedes ponen tanto celo en andar tras las cosas de la tierra? Ellos solo tendrán este pensamiento si ven que su corazón está puesto en los intereses del cielo.

“El Señor está cerca” y pronto va a poner todo en orden. ¡Cómo serán guardados sus corazones y afectos si ustedes pasan en medio de los hombres con dulzura, con bondad, sin hacer valer sus derechos! Y cuando los pensamientos y el espíritu no están vueltos hacia el mundo, el mundo lo verá; por eso dice el apóstol: “Nuestras cartas sois vosotros… conocidas y leídas por todos los hombres”.

“Por nada estéis afanosos”. Esta frase a menudo me ha deparado un completo consuelo. Hasta si se trata de una gran tribulación, “por nada estéis afanosos”. No quiere decir que deban despreocuparse; pero quieren llevar ustedes mismos la carga, y así agotan y torturan sus corazones. Cuán a menudo una carga posee el alma de una persona y, cuando intenta en vano quitársela de encima, la carga vuelve a caer sobre su alma y se convierte en su tormento. Pero esta frase “por nada estéis afanosos” es un mandamiento, y somos dichosos de tenerlo.

Acudir a Dios con nuestras inquietudes

¿Qué hacer, entonces, cuando algo les inquieta? Acudan a Dios: “sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (v. 6). Entonces, en medio de todas sus inquietudes, podrán agradecer y bendecir. La maravillosa gracia de Dios se revela aquí. Dios no dice que deban esperar hasta que hayan descubierto si lo que desean es Su voluntad. No, sino que dice: “sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios”. ¿Tienen una carga sobre sus corazones? Acudan a Dios con sus peticiones. Dios no dice que les dará lo que piden. Como Pablo, quien oró tres veces para que el Señor le quitara el aguijón y se le contestó:

Bástate mi gracia (2 Corintios 12:8-9);

pero la paz de Dios guardará sus corazones y sentimientos, y no serán ustedes quienes los guarden. ¿Acaso Dios alguna vez está turbado por las pequeñeces que nos turban a nosotros? ¿Acaso ellas agitan su trono? Sabemos que Dios piensa en nosotros, pero no se turba; y la paz que está en el corazón de Dios conservará la nuestra. Acudo a Dios con todo lo que pesa sobre mi corazón y le hallo a Él completamente tranquilo en cuanto a todo. Todo está seguro y cierto. Dios sabe perfectamente bien lo que va a hacer. He puesto la carga sobre el trono que nunca está agitado, con la perfecta seguridad de que Dios se interesa en mí; y la paz en la cual Él permanece guarda mi corazón, de manera que puedo dar gracias antes de que pase aquello que pesa sobre mí. Sí, Dios sea bendito, Él se interesa en mí. Es una dicha para mí poder gozar de esta paz, acudir a Dios para presentarle mi petición –quizá una petición muy poco sabia– y poder estar con Dios en lo que toca a mis penas en lugar de insistir en ellas.

¿No es infinitamente precioso para nosotros saber que, mientras Dios nos eleva al cielo, Él desciende también hasta nosotros y se encarga de todo lo que nos concierne aquí abajo? Mientras nuestros afectos están ocupados en cosas celestiales, podemos contar con Dios para atender las cosas de la tierra. Él desciende hasta nosotros y toma conocimiento de todo. Como Pablo lo expresa: “De fuera, conflictos; de dentro, temores. Pero Dios, que consuela a los humildes, nos consoló…” (2 Corintios 7:5-6). Valía la pena estar abatido para recibir un consuelo como ese. ¿Será Dios un Dios de lejos y no de cerca? Él no permite que veamos delante de nosotros, pues nuestros corazones no serían ejercitados; pero, aunque no veamos a Dios, Él nos ve y desciende hasta nosotros para darnos todo aquel consuelo en medio de nuestra tribulación.