Capítulo 3:1-14
El capítulo precedente nos ha mostrado cómo el apóstol pone nuestros corazones en contacto con el Señor Jesús, quien deja la forma de Dios y la gloria celestial para tomar la forma de siervo y humillarse cada vez más, y quien luego, como hombre, es soberanamente exaltado. Además hemos visto que somos exhortados a seguir ese mismo camino, llenos del mismo pensamiento que estaba en Cristo.
Cristo tiene que serlo todo para nosotros
El apóstol, habiendo terminado así lo que concierne al estado y la condición de alma en que debemos encontrarnos, mira ahora adelante, hacia la gloria. Las cosas que están delante preservarán al alma de verse obstaculizada. Cristo, colocado ante ella, la poseerá plenamente. Aquí no se trata del carácter de la vida terrenal, de la gracia, de la consagración, de la consideración hacia los demás, como en el capítulo precedente, el cual volvía nuestros ojos hacia un Cristo que se despojaba de la gloria y se humillaba a sí mismo, sino que la Escritura nos presenta la energía de la vida divina que tiende con esfuerzo hacia la meta. A veces vemos una falta de energía allí donde hay gracia y humildad; otras veces, al contrario, vemos mucha energía allí donde falta la dulzura y la consideración hacia los demás. Pero en las cosas de Dios no hace falta una parte, sino el todo; de otra manera, todo funciona mal. Satanás imitará una parte, pero jamás se hallará el todo en lo que él imita. Donde se encuentra gracia y energía vital, donde Cristo lo es todo, el alma es liberada del egoísmo y la vida se manifiesta en la búsqueda del interés de los demás, pero ella no cederá cuando se tratara de dejar a Cristo, no en lo que se refiere a la salvación del alma, sino en nuestra senda aquí abajo. En ese sentido dice Pedro: “añadid… al afecto fraternal, amor” (2 Pedro 1:7), pues, si Dios no es introducido, no tenemos poder para andar según Él en gracia. Cristo subió al cielo y lo es todo para nosotros; está ante nosotros como objeto de nuestras miradas y no podemos abandonarle para agradar a la carne, sino que podemos mirar hacia Él para tener el poder de proseguir nuestra carrera.
“Gozaos… regocijaos”
“Por lo demás, hermanos, gozaos en el Señor”. El apóstol señala eso como punto de partida: “Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!”. El efecto de haber terminado conmigo mismo es poder regocijarme siempre, y, si lo hago, lo hago en el Señor. Nada separa del amor, lo sabemos; pero, cuando gozamos de lo que Dios nos ha dado, estamos expuestos al peligro de descansar en la bendición y perder el sentimiento de nuestra dependencia de Aquel que bendice. David decía:
No seré jamás conmovido, porque tú, Jehová, con tu favor me afirmaste como monte fuerte. Escondiste tu rostro, fui turbado
(Salmo 30:6-7).
Cuando su monte hubo desaparecido, él descubrió que había descansado en su monte y no en el Señor. Cuando dijo: “Jehová es mi pastor” (Salmo 23) no estaba quebrantado, pues descansaba en el Señor mismo. Cuando el corazón está liberado del yo, descansa en el Señor; pero el corazón es tan pérfido que aquel que como cristiano pasa por un gran gozo, a menudo cae después en una falta porque no permaneció en la dependencia. Dios le restaura, lo sabemos, como lo dice el salmo: “Confortará mi alma” (Salmo 23:3).
Aquí Pablo iba a sufrir un juicio en el que estaba en juego su vida. Había estado preso cuatro años, dos de ellos encadenado a soldados paganos, y dice que sabía vivir humildemente y estar en la abundancia, estar saciado como tener hambre (cap. 4:11-13). Lo había pasado todo, aflicción y consuelo, y no estaba desalentado como podría haberlo estado un hombre que se veía forzado a vivir con gente grosera y brutal, siempre sujeto a un soldado por medio de una cadena. Y eso no era todo. Pablo habría podido decir: Estoy preso y no puedo dedicarme a la obra del Señor. Pero no, él está en el Señor y dice: “esto resultará en mi liberación”; si Cristo incluso es predicado con un espíritu de contención, agrega:
en esto me gozo, y me gozaré aún
(Filipenses 1:15-18).
Cuando nos vemos privados de todo, nos echamos en brazos del Señor y podemos gozarnos de Él, lo que ocurre si es Él quien nos conduce.
Regocijarse en el Señor es olvidarse de uno mismo
¡Qué objetivo era el que Pablo tenía ante sí! ¡Qué energía producía! Los ojos de Pablo están fijos en todo aquello que se encuentra más allá del desierto. Él es un viajero que lo atraviesa, y, en su camino, se regocija siempre en el Señor. Así predicara en público o recibiera apaciblemente en su casa a todos aquellos que acudían a verle, él se regocijaba. Regocijarse siempre en el Señor es olvidarse grandemente de uno mismo. Pablo esperaba ir a España después de que hubiera gozado un poco de los santos (véase Romanos 15:23-24), pero aquí no se trata de España, ni de gozar de la presencia de los santos; sin embargo, Pablo se regocijaba siempre. Nunca se podrá perturbar la fortaleza de aquel que siempre se regocija en el Señor. “Antes, en todas estas cosas” –dice él– “somos más que vencedores” (Romanos 8:37-39). Todas estas cosas son criaturas –ángeles, principados, potestades–, pero Cristo mora en nosotros, en el corazón. En esto reside el gran secreto que hace que todas las cosas ayuden a bien. Se confía en el amor de Dios; su amor es derramado en el corazón. En eso reside –lo repito– el gran punto de partida: “Por lo demás, hermanos, gozaos en el Señor”.
¡Qué sencillo resulta todo para aquel que mira hacia Cristo! La religión de los padres, las ordenanzas y las obras son las tres cosas que desde que existen hacen del hombre, moralmente hablando, un judío. Esta religión es todo obras, ordenanzas y tradición. Yo podría gloriarme de todo ello exactamente lo mismo si Cristo no hubiera venido. Pero ¿cómo juzga el apóstol estas cosas?: “Guardaos de los perros” (v. 2). Y con ese nombre de “perros” él designa cualquier cosa mala y desvergonzada.
El agradable sacrificio de Abel
Es preciso que mi conciencia esté delante de Dios y que tenga a Cristo de parte de Dios, pues de otra manera no tengo nada. Un judío podía inclinar su cabeza como un junco y cumplir con todas las leyes de su religión sin que su alma estuviera con Dios. Por eso es que Dios desprecia todo eso. Él dice: “Dame, hijo mío, tu corazón” (Proverbios 23:26) y “Mía es toda bestia del bosque, y los millares de animales en los collados… Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti” (Salmo 50:10, 12). ¿Qué haré con todas tus ofrendas? Te quiero a ti, no a tus ofrendas. Caín tenía mucho más trabajo al labrar la tierra que Abel al cuidar de su ganado; pero la conciencia de Caín nunca había estado delante de Dios ni había visto el estado de ruina que el pecado había traído consigo, pues vemos la dureza de su corazón respecto del pecado y su ignorancia acerca de la santidad de Dios, ya que ofrece lo que era señal de la maldición, lo que había ganado con el sudor de su frente. Abel, en cambio, ofrece un cordero y es visto con agrado. Si hemos hallado el verdadero conocimiento de la obra de la expiación y de la aceptación en Cristo, somos semejantes a Abel. El testimonio de justicia se relaciona con la persona de Abel. Ese testimonio estaba fundado sobre la ofrenda de Abel, la que era una figura de Cristo. Dios no puede rechazarme cuando le presento a Cristo. Soy recibido a su lado gracias al pasaporte que le presento. Conozco la absoluta imposibilidad de allegarme a Él merced a cualquier trabajo de rehabilitación y de desarrollo progresivo. Para venir a Dios, es preciso que me acerque a Él por su camino –el cual es Cristo– y por nada más, y que lo haga con mi propia conciencia y no con ordenanzas, todas las cuales son cosas exteriores.
Nada de méritos personales
La manera en que el apóstol trata aquí ese asunto es digna de destacar. No habla de una conciencia cargada de pecado, sino de la inutilidad de todas las ordenanzas. Por eso llama a todo el sistema con un nombre despreciativo: “la concisión” (v. 2, V. M.)1 . La verdadera circuncisión es la del corazón. “Nosotros somos la verdadera circuncisión, los cuales adoramos a Dios en espíritu” (v. 3, V. M.), como dice Jeremías: “Circuncidaos a Jehová, y quitad el prepucio de vuestro corazón” (Jeremías 4:4). Es preciso que la carne sea juzgada y puesta en su lugar. La carne tiene una religión, así como concupiscencia; pero ella necesita una religión que no la mate: “Tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad y en duro trato del cuerpo” (Colosenses 2:23). Es esa una obra fácil, pero no es una obra fácil haber terminado con la carne. Supongamos que yo pueda decirme “hebreo de hebreos”, “en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible”, un hombre perfectamente religioso, ¿quién recibiría la gloria? Yo, y no Dios ni Cristo. Esta justicia, para Pablo, no tiene ningún valor, pues da crédito al yo; es siempre el yo y no Cristo. Así se manifiesta esa justicia: la carne recibe todo el honor; ella puede costar mucho y ser difícil de lograr; puede consistir en prácticas por las cuales me castigue a mí mismo, pero ello carece absolutamente de valor. Recuerdo haber visto a una persona irritada al máximo porque se le había dicho que Pablo no hacía el más mínimo caso de semejante justicia.
Pablo considera este asunto de una manera notable. Aquí no introduce la carne como pecado, sino como justicia –la justicia legal y la verdadera religión tal como el hombre puede verla–, como algo que carece absolutamente de valor:
Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo (v. 7).
Pablo era hebreo de hebreos y, según la secta más estricta del judaísmo, vivía como fariseo, lo que para él era ganancia. Pero enseguida dice: “Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (v. 8). Aquí no se trata del pecado. Cuando el apóstol habla de justicia no lo hace relacionándola con los pecados, sino en contraste con la justicia que es según la ley. A esta la podemos descubrir enseguida, pues todo lo que ella hace es honrar al yo. Allí está lo malo, ya que ¿quién querría tener trapos inmundos (como son llamadas nuestras justicias en Isaías 64:6), cuando podría tener a Cristo por justicia? Pablo había visto tan claramente la excelencia de lo que Cristo es a los ojos de Dios, de aquello en lo cual Dios halla sus delicias, que él nos dice: No voy a conservar tal miserable justicia o agregarla a la que es de Dios. Las codicias engañosas son detestables, pero esta carne religiosa es peor aun. Esta justicia no era la verdadera; era la glorificación del yo –no el yo juzgado–; era el yo alimentado y adornado. Pero ahora Pablo dice haber terminado con el yo y tener a Cristo en su lugar.
- 1Falsa circuncisión o acortamiento. La versión Reina-Valera de 1960 usa la expresión “los mutiladores del cuerpo” (N. del T.).
¿Es Cristo todo para mí?
Eso es lo que Pablo quería y lo que nos expone en mayor detalle. Nótese que no dice: Cuando fui convertido tuve todo como pérdida. Cuando una persona es convertida, Cristo es todo para ella; el mundo no es más que un engaño, una vanidad, una nulidad que se desvanece en el pensamiento, en tanto que las cosas que no se ven llenan el corazón. Pero más tarde, a medida que la persona avanza en su camino, cumple sus deberes y tiene relaciones con sus amigos, si bien Cristo le sigue siendo siempre precioso, ella no continúa considerando todas las cosas como pérdida; a menudo solo ocurre que las estimó como tal. Pero Pablo dice “estimo” y no solo “he estimado”. Es importante poder decirlo. Cristo debería ocupar siempre un lugar como el que tenía cuando la salvación fue revelada por primera vez en nuestros corazones.
Permítaseme agregar aquí algo que me viene a la mente. Sin duda, si un hombre no tiene a Dios en el fondo de su corazón, no es cristiano en absoluto, pero incluso cuando Cristo está en un hombre y este anda de manera irreprochable, quizá no encuentre usted –si le habla de Cristo– ningún eco en su corazón, aunque por lo demás no haya nada censurable en su conducta. Cristo está en el fondo y un andar cristiano inobjetable está a la vista, pero entre los dos hay mil y una cosas con las cuales Cristo no tiene nada que ver. Prácticamente la vida transcurre sin Cristo. Las cosas no pueden andar bien así. La horrible ligereza del corazón por sí sola puede dejarnos andar así sin Cristo hasta que ella se convierte en la ruta obligada de todo lo que el mundo vierte en el alma.
El lugar que Cristo merece en nuestro corazón
Pablo nos dice ahora cuál es el poder por el cual estimamos todo como pérdida. Él quiere ganar a Cristo y parece que fuera un terrible sacrificio abandonarlo todo con tal fin. Ocurre con ello como con un niño que tiene un juguete en sus manos: si intentan ustedes quitárselo, se aferrará más a él; pero si le muestran uno más lindo, dejará el primero. Pablo estimaba todo como pérdida, como basura; eso significaban para él esas cosas. Estoy expuesto a tentaciones, lo sé, pero la mayoría de las tentaciones que acosan y perturban nuestras almas no existirían si Cristo tuviera el lugar que debería tener. El oro, la plata, todas las vanidades terrenales no nos tentarían ni nos obsesionarían si “la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús” tuviera su lugar en nuestros corazones. Esa clase de lucha se acabaría. Tendríamos que vérnoslas con las trampas de Satanás, sufriríamos por los demás; nuestra lucha no sería la de un hombre que procura tener la cabeza fuera del agua, sino que estaríamos ocupados en impedir que otras almas se perdieran.
Cuando Cristo tiene en el corazón el lugar que le pertenece, las otras cosas pierden su valor, el ojo es sencillo y todo el cuerpo está lleno de luz. Pablo lo había perdido todo, pero dice: “lo tengo por basura”. Miraba hacia Cristo como hacia un objeto tan precioso que, por Él, lo abandonaba todo. Y reservaba este lugar para Cristo, de manera que corría para ganar a Cristo. Aún no lo había alcanzado, pero él había sido alcanzado por Cristo. Él corría hacia la meta, fijos los ojos en Cristo, a fin de alcanzarlo. ¡Qué importa cómo es la ruta! Ella puede ser despareja, pero yo miro hacia la meta.
Ganar y conocer a Cristo
Dos cosas están aquí ante el espíritu del apóstol (v. 8-9): primeramente, “ganar a Cristo”; luego, “no teniendo mi propia justicia”. Un hombre que usara una vestimenta raída y recibiera una nueva tendría vergüenza de usar la vieja. Así sucedía con Pablo en cuanto a la clase de justicia que había tenido anteriormente. No se puede poseer la propia justicia y la de Dios. Y, cuando se conoce la justicia de Dios, no se desea más la propia justicia, incluso si se la pudiera tener, según la bella expresión del capítulo 1 de la primera epístola a los Corintios: “Por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación (o justicia), santificación y redención” (v. 30). Lo que tenemos de vida de Dios, Cristo lo es por nosotros de parte de Dios.
El apóstol prosigue: “a fin de conocerle (a Cristo), y el poder de su resurrección”. Lo primero era ganar a Cristo; lo segundo, conocer a Cristo. Allí está la victoria sobre todo el poder del mal, sobre la muerte y sobre todas las cosas. El apóstol quería conocerle a Él, su perfecto amor y su vida; quería tenerle por objeto que estuviera ante su alma y que la ocupara, al igual que su mente y su corazón, y así crecer hasta Él. Luego quería conocer el poder de su resurrección, pues entonces todo el poder de Satanás sería anulado. Había hablado de la justicia como aquello que él buscaba en Cristo y no en sí mismo ni en la ley; ahora desea conocer el poder de vida expresado en la resurrección de Cristo. Una vez que conoció a Cristo como persona y la victoria sobre la muerte, puede emprender el servicio de amor como Cristo lo hizo y conocer “la participación de sus padecimientos”. Qué inmensa diferencia con el estado de los apóstoles que nos es presentado en el capítulo 10 de Marcos, cuando Jesús les habla de su muerte. Ellos no comprendían nada de lo que Él les decía: “se asombraron, y le seguían con miedo” (v. 32), en lugar de gozarse de que la muerte estuviera delante de ellos. Pero aquel que conoce el poder de la resurrección, tiene la muerte tras sí y todo el poder de la muerte está anulado para él. Así, cuando Cristo resucitó, dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mateo 28:18);
Id por todo el mundo y predicad el evangelio
(Marcos 16:15);
“no temáis a los que matan el cuerpo” (Mateo 10:28), pues han matado mi cuerpo.
Cuando he hallado el poder de la resurrección, puedo servir con amor. Pablo miraba a la muerte de frente y no hablaba con ligereza. Satanás dice: –¿Quieres seguir a Cristo? –Sí. –Entonces la muerte está en tu camino. –¿Qué me hará la muerte? Al atravesarla solo seré más semejante a Cristo.
“A fin de conocerle (a Él), y el poder de su resurrección”, dice el apóstol. Luego añade: “y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos” (v. 10-11). Pablo entra tan realmente en ese camino que se vale de palabras que Cristo habría podido decir:
Todo lo soporto por amor de los escogidos
(2 Timoteo 2:10).
Todo se debía a la gracia: un lugar completamente nuevo; toda pretensión de justicia había desaparecido y también lo que Pablo era como hombre. Cristo le había sustituido como justicia. Cristo lo era todo; y luego, Pablo quería conocerle a Él. Así se progresa; ahora los afectos estaban empeñados. Al ver los sufrimientos ante mí, hallo el poder de Su resurrección y seguidamente el privilegio de la comunión con sus sufrimientos. Pablo tuvo una gran parte en ellos; nosotros una pequeña. “Si en alguna manera” –dice él– “llegase a la resurrección de entre los muertos”. En otras palabras: No me importa lo que me cueste ni que incluso la muerte esté en mi camino, pues esperaré lo que Él esperó, es decir, la resurrección de entre los muertos.
La resurrección de entre los muertos
La expresión “la resurrección de entre los muertos” es, en el texto original, una frase muy particular que no se encuentra en ninguna otra parte en el Nuevo Testamento. Esta resurrección –la resurrección de entre los muertos– es una verdad de un alcance inmenso. Cristo es “las primicias”, no de los malvados muertos, por supuesto. ¿Qué fue la resurrección de Cristo? Dios –la gloria del Padre– le resucitó de entre los muertos porque hallaba toda su satisfacción en Él a causa de su perfecta justicia, porque Él le había glorificado perfectamente. De igual modo, para nosotros la resurrección es la expresión de la buena voluntad de Dios para con aquellos que son resucitados, es el sello de Dios sobre la obra de Cristo. Él era el Hijo en el que Dios hallaba su agrado; y ahora es lo mismo para nosotros, a causa de Cristo. En el caso de Cristo era su propia perfección la que le confería el derecho, en cambio nosotros lo tenemos a causa de Él. Cristo interviene con poder para retirar a los suyos de entre los muertos, mientras que los otros muertos quedan atrás. Por eso es la resurrección de entre los muertos.
“La resurrección de entre los muertos” tiene un eje que es la fuerza de la expresión: de entre. Él nos permite comprender lo que leemos en el capítulo 9 de Marcos, en el cual, después de la transfiguración, el Señor, al descender del monte, ordena a sus discípulos que no cuenten a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado “de entre los muertos” (v. 9, V. M.)1 . “Y retuvieron este dicho entre sí, discurriendo consigo mismos qué cosa sería el levantarse de entre los muertos” (v. 10 - versión Moderna). ¿Qué era lo que sorprendía a los discípulos? Era la idea de resucitar de entre los muertos. Cuando Cristo se encontró en la tumba, Dios intervino con poder, le resucitó, le hizo sentar a su diestra y, cuando llegue el momento, resucitará igualmente a los santos. Esta resurrección de entre los muertos es un acto infinitamente glorioso del poder divino, pues se ve allí la justicia divina, ya que no es una resurrección general. Por eso todo el capítulo 15 de la primera epístola a los Corintios no se refiere más que a los santos, pues los malvados seguramente no son resucitados en gloria. No conozco nada que haya hecho errar tanto a la Iglesia como la idea de una resurrección común y general de todos los muertos. Si todos estos fueran resucitados juntos, la cuestión de la justicia no estaría ya arreglada; pero la Palabra nos dice:
Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales, por medio de su Espíritu que habita en vosotros
(Romanos 8:11, V. M.).
El carácter, la naturaleza, la significación y el designio de esta resurrección son absolutamente particulares y distintos: es la resurrección “de entre los muertos”. Ese “de entre” –lo repito– es la expresión del favor divino que descansa en aquel que es resucitado, a causa de cuyo favor nosotros, los cristianos, somos resucitados; de otro modo, la expresión “llegase”, que hallamos aquí en Filipenses, no tendría sentido.
Pablo dice: “si en alguna manera”, es decir, al precio que sea. Así me cueste la vida, no importa, con tal que llegue a la meta.
“Ganar a Cristo” es lo primero; pero, al correr para llevarse el premio al final de la carrera, hay también algo más, algo presente: “a fin de conocerle” (a Él). Se ha preguntado si ese “a fin de conocerle” se refiere al efecto presente o a la gloria venidera. Contesto que es un efecto actual por la gloria venidera.
“Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (v. 13-14). La vocación celestial es el llamado “de lo alto”. Vemos el vínculo inmediato que hay entre el objeto y el efecto presente. Pablo deseaba ser semejante a Cristo, ahora y no solamente cuando estuviera muerto en su tumba y su espíritu en el paraíso. Si debía morir, sabía que sería semejante a Él; pero no era eso lo que aguardaba, sino ser hecho conforme a la imagen del Hijo de Dios en la gloria. Lo sería, pero no lo alcanzaría antes de que Cristo viniera y resucitara a los muertos. Eso es lo que yo espero. Si tengo conciencia de no alcanzar, mas espero recibir, me vuelvo cada día más semejante a Él, sufriendo con el poder del amor según el cual Él sirvió al Padre. Y por el hecho de que mi mirada está fija en Cristo glorificado, soy interiormente transformado cada vez más a su imagen. Lo único que me preocupa es ser semejante a Él en la gloria y estar con Él allí donde Él está.
- 1La versión Reina-Valera utiliza la expresión “hubiese resucitado de los muertos”. A mi juicio, en castellano esta forma tiene el mismo significado que “de entre los muertos”. Otro es el caso cuando se dice “la resurrección de los muertos”, ya que implica la de todos ellos (ver Hechos 26:23) (N. del T.)
Mirar a un Cristo glorificado
Toda la vida de Pablo era el resultado de esa verdad y estaba completamente formada por ella. El Hijo de Dios formaba su vida día tras día y Pablo proseguía siempre su carrera hacia Él, sin hacer nunca otra cosa. Así, Pablo entraba –no solo como apóstol sino también como cristiano– en comunión con los sufrimientos de Cristo y en la semejanza a su muerte. Todo cristiano debería hacer como él. Alguien me podría decir que tiene el perdón de sus pecados; pero le pregunto: ¿Qué es lo que gobierna su corazón hoy en día? ¿Su mirada está fija en Cristo glorificado? ¿La excelencia del conocimiento de Jesucristo está ante su alma, de manera tal que ella lo gobierna todo y le hace estimar como pérdida todo lo que entorpeciera su camino? ¿Se encuentra usted en esa situación? ¿El conocimiento de la excelencia de Cristo ha excluido todo lo demás, no solo para que usted lleve una vida irreprochable y pueda decir que ama a Cristo, sino que la idea de Cristo glorificado llena su corazón –lo repito– de modo tal que excluye de él todo lo demás? Si fuera así, usted no sería gobernado por las cosas inútiles de la vida diaria.
Un obrero que tiene familia no olvida, a causa de su trabajo, el afecto que siente por sus hijos; al contrario, al terminar su trabajo hace a un lado sus herramientas y vuelve a su hogar con mucho más gozo que el que tenía al estar lejos. Su trabajo no impidió ni debilitó los afectos de su corazón.
Otro peligro acerca del cual debemos velar, para hallarnos según Cristo en nuestras ocupaciones diarias, lo constituyen las distracciones. Allí donde no hay otros objetos, puede haber distracciones. Es preciso que velemos y nos guardemos de estas tanto como de los objetos que gobiernan al corazón, como así también que tengamos hábitos derivados de nuestro celo por Cristo. De otro modo, la debilidad será el resultado inmediato y, cuando entremos en la presencia de Dios, en lugar de gozarnos en el Señor la conciencia tendrá necesidad de ser reprendida. Es realmente muy triste ver a un cristiano que anda en el mundo de manera tal que, cuando vuelve a Cristo, descubre que lo había olvidado mientras andaba.
¿Podría usted decir, como Pablo a Agripa: “¡Quisiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino también todos los que me oyen, fueseis hechos tales cual yo soy!”? ¿Es usted dichoso a causa de ello? ¿Puede usted decir: Me gozo tanto en el Señor y veo tal excelencia en su conocimiento que querría que usted fuese como yo? Lo que tenemos que buscar en el corazón no es: “he estimado”, sino “estimo”. Pregunto si usted está en condición tal que su corazón estima, como realidad actual, que todo es pérdida a causa de la excelencia del conocimiento de Jesucristo. Sea como fuere, debemos velar para no tener nunca otro objeto más que Cristo, y también para que –si bien es un mal más sutil– no nos dejemos distraer. Quiera el Señor ayudarnos, al contrario, a tener nuestros ojos ungidos de tal manera que le veamos lo bastante como para que Él aparte de nuestros corazones todo lo demás y que Él solo –con exclusión de todo otro objeto– permanezca ante nuestros ojos. Tal vez tengamos que cargar la cruz, pero, si fuera así, no será solo que sufriremos, ni siempre positivamente que sufriremos por Él, sino que sufriremos con Él. Tenemos que atravesar un mundo que no se preocupa acerca de Cristo y tenemos necesidad de que el Señor nos sostenga para tener nuestros ojos fijos en Él, a fin de que Él nos sea un santuario, como así también el poder y la energía que nos hagan superar todas las dificultades que encontremos en nuestra carrera. Quiera el Señor permitirnos –y sin duda que lo quiere– que podamos decir: “una cosa hago” (v. 13). ¡Que Él nos dé corazones vigilantes y diligentes!