Filipenses

Filipenses 2:1-30

Capítulo 2

Antes de seguir adelante querría decir algunas palabras sobre los últimos versículos del capítulo 1. El apóstol dice: “en nada intimidados por los que se oponen, que para ellos ciertamente es indicio de perdición, mas para nosotros de salvación; y esto es de Dios. Porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no solo que creáis en él, sino también que padezcáis por él” (v. 28-29). Él no solo quiere poner en guardia a los filipenses contra ese peligro, sino que también les muestra que el combate es el estado natural del cristiano. “Teniendo el mismo conflicto que habéis visto en mí, y ahora oís que hay en mí” (v. 30).

Satanás vencido y atado

Los filipenses se hallaban aquí en una tribulación positiva; pero la vida cristiana por entero es una vida de lucha contra Satanás, lo que no significa que permanentemente debamos pensar en eso si nos hemos puesto toda la armadura de Dios; pero, si no tenemos conciencia de la victoria de Cristo, corremos el riesgo de ser intimidados; y aunque poco conocemos este conflicto, en alguna medida lo conocemos. Cuando resistimos a Satanás, Cristo está en la lucha, y bien sabemos que Cristo ató a Satanás y lo venció completamente. Por eso leemos en la epístola de Santiago: “resistid al diablo, y huirá de vosotros”. Si andamos con Cristo, la apariencia del poder parece mucho más grande del lado de Satanás y del mundo que de nuestro lado, pero todo ese poder no es nada, sino que tan solo nos dejamos engañar cuando nos intimidamos ante él. ¿Qué importa que las ciudades sean grandes y amuralladas hasta el cielo si se derrumban y ustedes entran en ellas para pisotearlas? (Números 13:28-31; Josué 6:20).

Queridos amigos, ven que no se trata aquí de que las dificultades que podemos encontrar sean mayores que la de Pedro al andar sobre las aguas. Él anduvo sobre la superficie de ellas para ir hacia Jesús, pero, cuando vio que el viento era fuerte, tuvo miedo. Pero, si el mar hubiese estado calmo como un estanque, tampoco habría podido andar. Jamás se ha oído hablar de un hombre que haya caminado sobre las aguas. Pedro estaba completamente equivocado en cuanto a lo que miraba. Debemos recordar que Cristo ató a Satanás, de manera que ahora puede saquear sus bienes. Tal vez permite que Satanás eche en prisión a algunos para que sean probados, pero Satanás no gana nada con ello. Cuando él se encuentra ante una persona que camina con Cristo, no tiene absolutamente ningún poder sobre ella. Podemos tener que sufrir, pero eso es algo que nos es dado gratuitamente de parte de Dios, de manera que Moisés pudo escoger lo que la Escritura llama, no vituperio simplemente, sino “el vituperio de Cristo”, un mayor tesoro que los de Egipto (Hebreos 11:24-26). Así las aguas estén agitadas o en calma, siempre nos hundiremos si Cristo no está con nosotros y siempre caminaremos sobre ellas si Él está con nosotros.

La humildad, fruto de la gracia

Pero abordemos ahora el segundo capítulo. La gracia que nos asocia a Cristo es maravillosa: se nos exhorta a tener el mismo sentimiento que hubo en Él (v. 5). La Escritura nos presenta aquí la humildad de la vida cristiana, así como en el capítulo siguiente nos muestra la energía de tal vida. Aquí se trata de seguir el modelo que Cristo nos dejó, andando con una humildad que se manifiesta en la estima que uno siente por los demás, en el vivo interés por ellos y en la dulzura y la gracia de toda la conducta relacionada con las cosas de la vida diaria. Por eso el apóstol habla de mantener a Timoteo junto a él y de enviarle a los filipenses tan pronto como hubiera visto cómo marchaban sus asuntos, pues contaba con el verdadero interés que sentían por todo lo que le concernía. Por otro lado, no había querido retener a Epafrodito, sino que lo había enviado, porque este había estado enfermo y los filipenses, habiéndose enterado de ello, estaban ansiosos por su salud, como diría un niño: «Mi madre va a estar muy afligida cuando sepa que estoy enfermo». Por eso Pablo había decidido enviarlo, a fin de que los filipenses le volvieran a ver y tuvieran gozo, así como él sentiría por consecuencia menos tristeza.

En las pequeñas cosas se ve en Pablo esa consideración, esa atención, ese interés profundo y perseverante por los demás. El propio mundo discierne la belleza de esa conducta y su egoísmo la disfruta.

Tener un mismo sentimiento

Los filipenses, en su preocupación por Pablo, habían manifestado esas cosas de las que el apóstol habla en el versículo 1. Sin embargo, ellos no estaban perfectamente unidos en Cristo. Pero el apóstol no quería hacerles un reproche al ver todo el amor que sentían por él. Les dice: «Veo con cuánto afecto os preocupáis por mí; pero, si queréis hacerme completamente feliz, tened un mismo sentimiento, “completad mi gozo”». Advierte a los filipenses de la manera más delicada; pero ellos tenían necesidad de la exhortación.

Seguidamente vemos cuál es el principio sobre el que está fundada esta unidad de sentimiento: “con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (v. 3). La recomendación del apóstol es una suerte de imposibilidad, en cierto modo. Si vosotros sois mejores que yo, evidentemente yo no puedo ser mejor que vosotros. Pero cuando un hombre es perfectamente humilde, anda con Cristo y halla sus delicias en Él, se ve como una pobre y débil criatura que solo depende de la gracia de Cristo y que únicamente ve sus propios defectos. Todas las gracias las ve en Cristo y viendo tal gracia –e incluso usando de ella– siente qué pobre instrumento es, cómo la carne estorba y degrada al vaso y no deja brotar la luz. Pero, cuando observa a su hermano, ve toda la gracia que Cristo derramó en él. El cristiano ve a Cristo en su hermano, nota todas las buenas cualidades que tiene.

Pablo podía decir, incluso a los corintios, quienes andaban de una manera muy triste:

Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros, por la gracia de Dios que os fue dada en Cristo Jesús
(1 Corintios 1:4).

Comienza por reconocer todo lo bueno. El amor reconocía todo lo bueno que podía haber en ellos, y de tal forma llevaba a los corazones a prestar atención a las reprensiones. Descubro la gracia en mi hermano y no veo el mal al que está dispuesto su corazón. Cuando Moisés descendió del monte la segunda vez, no sabía que su rostro se había vuelto resplandeciente. Lo que le hacía irradiar esa luz no era la consideración de su propio rostro (sabemos muy bien que eso no lo podía hacer), sino la visión de la gloria de Dios, la que resplandece para nosotros en la medida en que la contemplamos, sencilla y únicamente así. Veo en mi hermano toda la bondad, la gracia, el valor, la fidelidad, y en mí todos los defectos.

Cuando miro la gracia, veo a Cristo

Como lo dije anteriormente: no cabe duda de que, si son superiores a mí, yo no puedo ser superior a ustedes; pero aquí se trata del espíritu según el cual anda un cristiano. Todo espíritu de partido, toda vanagloria se termina –y no puede ser de otro modo– si el corazón está ocupado por Cristo. Eso no significa que me forme una falsa idea de mí mismo, sino que, cuando miro a la gracia, veo a Cristo. Sin duda, es preciso que me mire y me juzgue a mí mismo, pero lo mejor es no tener que ocuparme en absoluto de mí mismo. “Con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (v. 3-4).

Tenemos ahora el principio sobre el cual descansa todo esto.

Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús (v. 5).

La senda que llevó a Cristo desde la gloria de la deidad hasta la humillación de la cruz está ahora ante nosotros. Cristo descendió cada vez más, es decir, hizo exactamente lo opuesto a Adán. “Siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse”; y no solamente soportó todo pacientemente, sino que además “se despojó a sí mismo”. Dejó la forma de Dios y se hizo semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, tomando forma de siervo. Sin duda, aun cuando vino con forma de hombre, toda la gloria moral brillaba en Él, en palabra, en obra, en espíritu y en todos sus actos; pero, una vez que hubo dejado la gloria, descendió, se humilló cada vez más, hasta que no hubo ya lugar más inferior al suyo. “Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Corintios 8:9).

El Señor se despojó y se humilló

Hay dos pasos en la humillación del Señor: el primero consiste en que, siendo en forma de Dios, se despojó a sí mismo; el segundo en que, estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente (nada hay más humilde que la obediencia, pues aquel que obedece no tiene voluntad propia en absoluto); y no solo fue obediente, sino obediente hasta la muerte (no solo renunciando a su voluntad sino renunciando a sí mismo por entero); y no solo hasta la muerte, sino hasta la muerte de cruz, suplicio que entonces estaba reservado para los esclavos y malhechores únicamente. Desde la forma de Dios descendió directamente hasta la muerte, con obediencia y humillación a todo lo largo de su camino, siendo así en todo lo opuesto al primer Adán. Este, en efecto, no tenía forma de Dios, pero se enalteció para ser como Dios y fue desobediente hasta la muerte, es decir, exactamente lo contrario en el espíritu y el carácter de sus caminos; y como Dios dijo “el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”, Adán fue humillado porque se había enaltecido. Cristo, por el contrario, aguardó que Dios le enalteciera; Él se humilló a sí mismo, por lo cual Dios le ensalzó a lo sumo. Dios lo puso como hombre sobre todas las obras de sus manos, motivo por el cual leemos:

solo hay un Dios, el Padre…, y un Señor, Jesucristo
(1 Corintios 8:6).

Aquí no se trata de la naturaleza del Señor, sino del lugar al que fue encumbrado, ya que Dios puso todas las cosas bajo sus pies como hombre. Todas las cosas fueron creadas por Él y para Él, pero Él las poseerá como hombre, y así se asocia a coherederos. Él es heredero de todas las cosas como hombre y tiene a todos los creyentes por coherederos. La epístola a los Colosenses nos lo presenta como Creador, como Hijo de Dios, como Hijo del hombre y como Redentor, título este último que nos habla de su derecho: es Redentor, lo que le ha dado derecho a la posesión de todas las cosas. Estas serán reconciliadas por Él. No digo justificadas, porque las cosas no pecaron, sino que fueron mancilladas, y cuando Él las haya reconciliado, nosotros las poseeremos con Él como coherederos, así como Eva no era uno de los animales a los cuales Adán les dio nombres ni tampoco era señor, como Adán, ni aquello sobre lo cual él era señor. Eva era para Adán una ayuda o compañía para señorear sobre las cosas. Según ese cuarto título, el de Redentor (aunque todos esos títulos permanecen unidos en una sola persona), Cristo conduce a la creación a una felicidad pura. Los consejos de Dios se cumplirán, pero nosotros ya conocemos la redención, pues nos ha reconciliado (Colosenses 1:21), la redención fue cumplida, aunque sus resultados aún no se hayan producido, tal como lo dice este pasaje: “para que seamos primicias de sus criaturas” (Santiago 1:18).

Primero obediente, luego exaltado

Nosotros tenemos que tener el mismo sentimiento, el mismo pensamiento que estaba en Cristo. Dios le había “preparado cuerpo”, o, como lo dice otro pasaje, le había “horadado la oreja”. Como hombre, Él había tomado forma de siervo. Vino –la plenitud de la Deidad– a habitar en ese cuerpo y manifestó en él la obediencia perfecta, de manera que Dios le ensalzó a su diestra. Fue el primero en entrar allí; nosotros no lo hemos hecho todavía, sino que somos dejados en la tierra para andar en ella como Él lo hizo. Qué privilegio es para nosotros ver el lugar que Él tomó, el que le conducía cada vez más abajo, y ese es el pensamiento que debe estar en nosotros. Por eso también quiere Dios que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestiales, de los terrenales y de los infernales, los últimos de los cuales incluso se ven forzados a reconocer Sus derechos a la gloria a la cual Dios le elevó. Será preciso que ante Él, con el carácter en que está exaltado, ellos doblen sus rodillas.

El primer Adán no se convirtió en cabeza de la raza humana hasta que hubo pecado. Y Cristo tampoco se convirtió en Cabeza de una nueva raza antes de que cumpliera la redención y fuera Cabeza de justicia. Así como el hombre fue puesto en el paraíso, así entró Él en el mundo. Tanto el primero como el segundo hombre emprenden una carrera. El uno colma su pecado y le pone fin a su carrera; el otro cumple la justicia y comienza la suya.

Cuando nosotros hablamos de humillarnos, significa que necesitamos ser liberados de nuestro orgullo. Es precisamente lo que el cristiano aprende y precisamente lo que a la carne no le agrada. Moisés mató al egipcio por un resto de orgullo cortesano. Satanás dijo: No puedo permitir eso; si no ocupas ese lugar por completo, no puedes tenerlo. Las armas del mundo no están hechas para librar las batallas de Dios; Moisés huye y permanece cuarenta años en el desierto cuidando ovejas en lugar de combatir. Entonces, cuando Dios le envía, no tiene fuerzas para ir, y así pasa de un extremo al otro. Nuestra parte, en los detalles del andar, consiste siempre en esperar a que Dios disponga de nosotros, como lo hizo aquel hombre sentado a la mesa en el último lugar, a quien el Señor le dice: “Amigo, sube más arriba” (Lucas 14:7 y siguientes). Si nos conformamos con el último lugar, nos ahorramos mil reproches y amarguras que, de lo contrario, encontraremos.

En mi ausencia obra Dios

Llegamos ahora a un pasaje que a menudo turba a las almas, aunque erróneamente, como lo veremos. “Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido… ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (v. 12-13). El error que se comete es contrastar el trabajo de Dios y nuestro trabajo, cuando en realidad el contraste es entre Pablo y los filipenses. Al perder a Pablo, los filipenses no habían perdido a Dios, quien obraba. Pablo dice: Ahora que estoy ausente, trabajad vosotros mismos por vuestra salvación. Él había trabajado por ellos; al dispensarles sus cuidados apostólicos había tenido que vérselas con los artificios de Satanás; su espíritu de sabiduría les había dirigido en el camino. Ahora dice: Mi ausencia no altera el poder de la gracia, el que está presente; Dios mismo obra en vosotros. “Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor”. Ahora los filipenses tenían que hacer frente al enemigo sin tener a Pablo en la primera fila para llevarlos adelante. Qué importa –dice el apóstol– “ocupaos en vuestra salvación”. Yo siempre me rebajo cuando Dios obra en mí.

El capítulo 2 nos presenta el carácter del humilde andar de Cristo, quien se anonada y se humilla cada vez más hasta el fin; el capítulo 3 nos muestra el poder y la energía de la vida con Cristo y la gloria como objeto de tal vida, todo lo cual da lugar a que se reproduzca exactamente el carácter de Cristo:

Haced todo sin murmuraciones y contiendas, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo; asidos de la palabra de vida (v. 14-16).

Estas palabras nos describen claramente a Cristo mismo. Él fue todo eso, y es lo que nosotros debemos ser. El yo es totalmente superado y desaparece al obrar Dios en gracia en nuestras almas. El efecto producido es exactamente lo que Cristo era –la humillación constante– y así –sin reproche y puro, el Hijo de Dios irreprochable– era la expresión de la gracia divina, pues no tenía ni voluntad ni orgullo humano, sino todo lo contrario. Qué perfecta belleza, qué perfección se ve en esta vida, en el carácter de esta obediencia, pues de ello se trata en este capítulo, y no de la energía de la fe como en el capítulo siguiente. Doquier conducía la senda de la obediencia, allí iba Cristo. Él había tomado forma de siervo, de manera que su perfección consistía en obedecer.

Dios deshonrado por Adán, glorificado por Cristo

Veamos, por el contrario, el efecto producido sobre una creación que hace su propia voluntad, como Adán. ¡Qué horrible espectáculo para los ángeles: Dios deshonrado, su gloria desmerecida en el mundo! Pero, luego que Adán hubo destruido la gloria de Dios, viene Cristo, y Dios, glorificado por la cruz en todo lo que Él es, debe Su gloria al hombre –no a nosotros, por cierto–, exactamente como debía al hombre el deshonor que este había echado sobre Él. Cristo viene y vemos lo que era el pecado: la deliberada enemistad contra la bondad de Dios; pero todo lo que Dios es resultó glorificado: fue sostenida su majestad, evidenciada toda su verdad, manifestada su justicia contra el pecado, demostrado su perfecto amor. La expiación de nuestros pecados es una débil parte de la gloria de la cruz, pues la cruz es el fundamento de la gloria y de la felicidad eternas.

Siervo para siempre

Cristo no solo tomó la forma de siervo, sino que también tomó ese lugar para siempre, así como no dejará nunca de ser hombre ni abandonará el verdadero lugar de este ante Dios. Cristo tomó la forma de hombre y cumplió sus años de servicio en la tierra según la figura del siervo hebreo del capítulo 21 del Éxodo. Habría podido salir libre como hombre, habría podido disponer de doce legiones de ángeles para liberarle, pero no se prevalió de ello y, como el siervo hebreo, dijo: No deseo salir libre, pues amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos. Por eso su oreja fue horadada y se hizo siervo para siempre. He aquí lo que Cristo es. Cuando el Señor, en el capítulo 13 del evangelio de Juan, iba a pasar de este mundo al Padre y entrar en la gloria, habríamos podido pensar que dejaba de ser siervo, pero eso no es así, sino que se levanta de en medio de sus discípulos –tal como uno de ellos, como un compañero– y, ciñéndose una toalla, se pone a lavarles los pies. Eso es lo que hace ahora. Dice: No puedo quedarme aquí con ustedes, pero no quiero abandonarles. Deseo que tengan una porción conmigo allá adonde voy. Si no les hago lo bastante limpios para el cielo, no podrán tener allí una parte conmigo. Por eso Él mantiene limpios nuestros pies.

El capítulo 12 del evangelio de Lucas nos enseña que el Señor continúa aún su servicio en la gloria:

Él se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles (v. 37).

Le vemos así como siervo en la gloria. Es su gloria en amor, aunque bajo la forma de servicio. No solo la mesa del cielo será para nosotros, sino que Cristo mismo será quien nos hará gozar de ella, pues nunca abandona su lugar como siervo. Al egoísmo le agrada ser servido, pero al amor le gusta servir. Por eso Cristo nunca deja de servir, ya que jamás deja de amar. Es su amor –expresado en su servicio a nuestro favor– el que tornó todo doblemente precioso para nosotros.

Cuando he sido llevado a Dios en el espíritu de mi entendimiento, puedo rebajarme como Cristo.

Mirando hacia el fin glorioso de la carrera

El apóstol Pablo, al decir que nos ocupemos en nuestra salvación con temor y temblor, no tiene en vista ni la justificación ni nuestro lugar junto a Dios. La salvación, en la epístola a los Filipenses, es siempre considerada como el fin de la carrera, como su resultado final en gloria. ¿Cuál fue el efecto de la redención para Israel? No entraron en Canaán, sino en una senda que conducía allí a través del desierto. ¿De qué serían alimentados y quién les haría vencedores de sus adversarios, pues encontrarían enemigos en el camino? Como cristiano, tengo que proseguir mi camino glorificando el nombre de Dios y su carácter, pero el diablo trata de desviarme o de detenerme; por eso hay lugar para el temor y el temblor. Un israelita en el desierto nunca hacía cuestión de si estaba o no en Egipto. Un cristiano que duda no sabe aún que ha sido rescatado. El israelita podía dejar de recoger maná un día, durante el cual no tenía nada para comer, pero aun así no se le ocurría pensar que estaba en Egipto. Solo había once días de camino desde Egipto hasta Canaán, como lo leemos en el capítulo 1 del Deuteronomio, pero los hijos de Israel erraron por el desierto durante cuarenta años antes de llegar a los llanos de Moab, salvo el año que pasaron junto al monte Sinaí porque no tenían ni ánimo ni fe para «asir».

Las asechanzas de Satanás

Satanás se atraviesa en nuestro camino aun hoy. Ustedes no darán dos pasos –después de haber oído la Palabra de Dios– sin que el diablo intente arrebatarles el fruto que hayan logrado. Hará lo posible para despertar en ustedes el orgullo e impedirles así que manifiesten ese carácter de Cristo que ocupa nuestra atención en este momento. Si estuvieran completamente convencidos de que están encargados de manifestar ese carácter a lo largo de su senda a través de este mundo y de que Satanás está atento para impedirlo, estimarían que es algo muy serio y comprenderían por qué Pedro dice: “Si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación” (1 Pedro 1:17). Satanás procura ensuciar mis pies para que yo deshonre a Cristo de la manera más horrible. Lucho contra Satanás, contra el mundo y contra mí mismo, pero estoy completamente en paz con Dios. Sin embargo, ocuparnos así en nuestra salvación es algo distinto de nuestra relación con Dios, y es preciso guardarse muy bien de confundir lo uno con lo otro. Mi relación está perfectamente establecida para siempre y mi confianza en Dios me hace capaz de ocuparme como Él me exhorta a hacerlo.

Queridos hermanos, ¿hasta qué punto nos ocupamos en nuestra salvación? La redención es completa, pero, si nuestras almas no se tienen en cuenta a sí mismas, ¿hasta qué punto ellas procuran manifestar lo que Cristo fue aquí abajo? Esto se logra naturalmente si estoy lleno de Cristo. No digo que deberíamos hacer esto o aquello como Cristo –aunque tal vez ello pueda ser pertinente–, sino que estoy ocupado en lo que dice el apóstol:

Todo aquel que tiene esta esperanza en Él, se purifica a sí mismo, así como Él es puro
(1 Juan 3:3).

Este espíritu de gracia, de consagración y de consideración por los demás lo encontrarán a todo lo largo de este capítulo en sus diferentes aspectos. Se manifiesta por doquier de una manera admirable.

El egocentrismo

Antes de seguir adelante deseo aun destacar que es infinitamente precioso ver cómo prosigue esta marcha cuando la Iglesia ya había caído en ruinas: “Todos buscan lo suyo propio” (v. 21) dice el apóstol (¡ya entonces!). ¡Cuán poco nos damos cuenta del verdadero estado de la Iglesia primitiva cuando hablamos de ella! Pablo nos señala aquí ese estado: “Todos buscan lo suyo propio”, y más tarde ello fue mucho peor. Llamo la atención sobre este punto para nuestro consuelo, pues el apóstol exhorta a los santos a proseguir ese camino de consagración y de gracia en el servicio pese al estado de cosas que les rodea, como en otra parte vemos a Elías alzado al cielo sin pasar por la muerte, en un tiempo en que no había podido encontrar a nadie más que él que no hubiera doblado las rodillas ante Baal, aunque Dios había hallado y se había reservado siete mil que no lo habían hecho. Igualmente vemos en David cosas más gloriosas que las que vemos en Salomón, quien fue a ofrecer sacrificios a Gabaón, donde no estaba el arca; quien jamás enseñó a cantar junto al arca, en Sion, “su bondad permanece para siempre”; quien nunca tuvo un corazón que Dios pudiese hacer vibrar para extraer de él las alabanzas del Cristo, tal como Dios lo hizo con David.

El Señor no fallará

Jamás, pues, dejemos desalentarnos, regocijémonos de todo lo bueno, y, si vemos que todos buscan lo suyo propio, sintámonos impulsados únicamente a ser tanto más semejantes a Cristo nosotros mismos. Es un consuelo y un aliento saber que el Señor, la Cabeza, no puede fallar aunque fallen los miembros. No puedo encontrarme colocado en una posición en la que Cristo no sea plenamente suficiente en poder y en gracia. Lo que nos hace falta es solamente ponernos humildemente a sus pies, a los pies del consejero de nuestros corazones. Si estamos con Dios en la luz, vemos que no somos nada, y si todos buscan lo suyo propio, Su gracia y todo lo que Él es se manifiestan tanto más.

Que el Señor nos ayude a mirarle como Aquel que es nuestra vida y nuestra fuerza.