Filipenses

Filipenses 1:1-30

Capítulo 1

“Doy gracias a mi Dios siempre” –dice el apóstol– “que me acuerdo de vosotros, siempre en todas mis oraciones rogando con gozo por todos vosotros, por vuestra comunión en el evangelio, desde el primer día hasta ahora”. Los filipenses habían tomado parte en el evangelio con ardor, demostrando tener un espíritu de amor, y el apóstol no cesaba de elevar súplicas por todos ellos. Cada vez que oraba hacía mención de ellos. Llevaba en su corazón a la Iglesia de Dios y asimismo a los santos individualmente. Pensaba en todo lo bueno que veía en ellos y daba gracias a Dios por tal causa. Vean ustedes qué interés sentía por los santos que siempre pensaba en ellos. También a los corintios les dice: “Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros”. Lo que preocupa a Cristo, aquello en lo que Él piensa, es lo que debería interesarnos, aquello en lo cual deberíamos pensar. Si Cristo es mi vida y, por el Espíritu, es la fuente de mis pensamientos, yo tendré sus pensamientos para todo, pues existe lo que es justo y bueno según Cristo. Debo estar en medio de las circunstancias tal como Cristo lo haría. Esa es la vida cristiana. Nunca es necesario que hagamos algo malo –sea lo que fuere– ni que obremos según la carne. Si bien ella está presente, ¿por qué tendría yo que pensar por su intermedio? No lo haré si estoy lleno de Cristo, pues es Él quien me sugiere mis pensamientos.

Pensar y obrar como Cristo

Si participo del sentir y de los pensamientos de Cristo, no soportaré ver el mal en los santos, sino que desearé verlos semejantes a Cristo. Él obra actualmente en el corazón de los santos, como lo leemos en Efesios 5:26: “para santificarla, purificándola por el lavamiento de agua por la palabra” (versión francesa de J. N. D.) y es preciso que yo ande con Él según el mismo espíritu, lo que nunca podré hacer si yo mismo no estoy ante Dios. Cristo primeramente se entrega a sí mismo por los suyos y luego se dedica a purificarlos y hacerlos tales como Él quiere tenerlos, lo que nuestros corazones también deberían desear hacer por medio de la intercesión.

Abunda el poder para realizar tal servicio, aunque solo sepamos usarlo miserablemente. El Señor puede desplegar su gracia, tanto ahora como cuando lo hacía en los más gloriosos días del apóstol. Había mucho más motivo para alegrarse cuando David huía de Saúl (como “una perdiz por los montes”) que cuando brilló toda la gloria de Salomón, pues en los días del sufrimiento de David había una fe poderosa. Debemos “comprender con todos los santos” (Efesios 3:18), de manera que disminuimos nuestra bendición si no los abarcamos a todos. En Cristo está la capacidad para que lo hagamos, y, si andamos según un mismo espíritu con Él, estaremos tranquilos al respecto.

Interceder en la unidad del Espíritu

Orar por los santos da a aquel que lo hace el poder de ver todo lo bueno que hay en ellos. Las epístolas lo testimonian, salvo la dirigida a los gálatas, en la cual el apóstol no habla de lo que podía alabar, sino que, sin preámbulo, comienza por el mal, pues los gálatas abandonaban el fundamento. Si oráramos más por los santos tendríamos más gozo en ellos y más ánimo con relación a lo que les concierne. Siempre es malo perder el ánimo acerca de los santos, aunque pueda darse el caso en que seamos como Jeremías, a quien Dios le dice: “Tú, pues, no ores por este pueblo”. El Señor está siempre presente y su amor no puede flaquear; de manera que podemos contar con este amor gozosamente, con consuelo y entereza. Incluso cuando el apóstol dice a los gálatas: “estoy perplejo en cuanto a vosotros”, mira de pronto a Cristo y agrega: “yo confío respecto de vosotros en el Señor”. Veía a los santos bajo la mirada de Cristo para ser bendecidos. Y nosotros ¿hasta qué punto vemos a todos los santos con el corazón de Cristo, sintiéndonos consolados y animados porque sabemos que hay bastante gracia para ellos? “Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo”; y, como lo leemos aun en el segundo capítulo: “Para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha…”.

Si uno sufre, los demás sufren con él

“Por cuanto os tengo en el corazón; y en mis prisiones, y en la defensa y confirmación del evangelio, todos vosotros sois participantes conmigo de la gracia” (v. 7). Poco sentimos cuán real es la unidad del Espíritu; hemos perdido grandemente la realidad de ella, aunque reconozcamos el hecho como una verdad. Esta unidad existe mediante un poder viviente que está en cada uno de los santos, de manera que, “si un miembro sufre”, los demás no es que deban sufrir, sino que “sufren con él” forzosamente (1 Corintios 12). El cuerpo puede estar en un estado tan débil que le quede poco sentimiento, pero, suponiendo que el Espíritu obrase en la India, piensan ustedes que en otro país los santos no se sentirían reanimados por ese motivo? Por eso, cuando los santos oraban por Pablo y Dios le fortalecía, se elevaban acciones de gracias a Dios de parte de todos ellos (véase 2 Corintios 1:11). La operación del Espíritu de Dios ejerce su bendita influencia sobre todos aquellos que oyen. Pero cuando el apóstol debe decir: “Todos me han abandonado” (ellos no habían abandonado a Cristo, pero no tenían ánimo para afrontar los peligros), él, Pablo, prosigue solo su camino. Sabemos muy bien que, si padecemos un dolor en nuestro cuerpo, todos nuestros nervios se ven afectados; no podemos leer ni trabajar como lo haríamos normalmente y hasta es posible que la acción de la enfermedad sea tan intensa que los nervios espirituales tengan apenas sensibilidad; sin embargo, el sentimiento no puede ser destruido.

El tono de la epístola a los Filipenses se ve en el versículo 8. El apóstol no era un hombre olvidadizo; recuerda cada rasgo de bondad, el menor testimonio de amor hacia él y pide en sus oraciones que aquellos que se acordaban de él abundasen más y más en amor, en conocimiento y toda inteligencia espiritual, a fin de que hicieran las cosas que era conveniente hacer, sabiendo discernir lo que una cosa difiere de la otra, para que fueran conocedores en la senda cristiana, no solo evitando caer en el pecado sino también teniendo inteligencia de lo que convenía exactamente que hiciesen en las circunstancias en las cuales se encontraban; pues nuestra medida es lo que satisface al corazón de Cristo y no «qué mal hay en esto o aquello». El apóstol desea que desde ese mismo momento los filipenses distingan las cosas tal como serán manifestadas en el día de Cristo. Tal como si dijese: «Deseo que penséis en el Señor Jesús y que sepáis bien lo que agradará a su corazón, para gozar así de la dicha de complacer a Cristo y del gozo que da lo que a Él le place, mediante la activa energía del Espíritu de Dios».

Resultado de la oración, y la suministración del Espíritu

Vean ahora cómo Pablo se eleva por encima de todas las pruebas de esos cuatro años de prisión (dos en Cesarea y dos en Roma). “Quiero que sepáis, hermanos, que las cosas que me han sucedido, han redundado más bien para el progreso del evangelio” (v. 12). Habría podido decir: «Si yo no hubiera ido a Jerusalén y no hubiera prestado oídos a esos judíos que me indujeron a hacer tal y tal cosa, aún podría estar en libertad y predicar el evangelio». Pero el apóstol no lo hace así, y permítanme que les diga aquí, queridos amigos, que no hay nada más alocado que reparar en las causas segundas. Tal vez nosotros no hemos sido sabios, pero aquel que vive por encima de las cosas de aquí abajo sabe que ellas cooperan juntas para nuestro bien. “Porque sé que por vuestra oración y la suministración del Espíritu de Jesucristo, esto resultará en mi liberación” (v. 19). Vemos también aquí que está la actividad cada vez mayor y la creciente energía del Espíritu de Dios –lo que el apóstol llama “la suministración”–, de manera que, aunque no tengamos que esperar una segunda venida del Espíritu –pues ya vino–, podemos y debemos atenernos a “la suministración” del Espíritu y a todo lo que su gracia nos da por la Palabra.

El dilema de Pablo: ¿partir o quedar?

“Conforme a mi anhelo y esperanza de que en nada seré avergonzado; antes bien con toda confianza, como siempre, ahora también será magnificado Cristo en mi cuerpo, o por vida o por muerte” (v. 20). Vemos aquí que la idea de perfección en la carne no es más que locura, pues Pablo esperaba ser semejante a Cristo en la gloria. Su corazón es sincero cuando dice: “para mí el vivir es Cristo”. Pablo no tenía otro objetivo más que Cristo y andaba día tras día teniendo a Cristo como fuente, a Cristo como objetivo, a Cristo como forma de vida; a todo lo largo del camino, Cristo era su vida por el poder del Espíritu de Dios, de manera que el odio del hombre y de Satanás no tenía ningún poder sobre él. El yo prácticamente había desaparecido. Cuando él pensaba en sí mismo, no sabía qué elegir: si partir y descansar con Cristo o permanecer aquí y servirle. Estar con Él era muchísimo mejor, pero, si él partía para estar con Cristo, ya no podría servirle. Así el yo había desaparecido como finalidad y Pablo cuenta con Cristo para la Iglesia; y tan pronto como reconoce que “quedar en la carne es más necesario por causa de vosotros”, dice: “Y confiado en esto, sé que quedaré, que aún permaneceré con todos vosotros, para vuestro provecho y gozo de la fe” (v. 25). Él juzga su propio proceso ante Nerón. Cuando pensaba en sí mismo, no sabía qué elegir, pero, cuando piensa en aquellos que son caros a Cristo y que tienen necesidad de su presencia, dice: “sé que quedaré”.

Que el Señor, amados hermanos, sea nuestro único objetivo, y que nos ayude a no dejarnos apartar de Él, a fin de que podamos decir: “Una cosa hago”; que Él nos conceda la gracia de ser verdaderas cartas de Cristo hasta que Él venga. ¡Qué glorioso y bienaventurado testigo sería entonces la Iglesia de Dios!

Si tenemos menos combates y motivos de temor que Pablo, es que tenemos menos energía que él.