Filipenses

Introducción

En la epístola a los Efesios e incluso en la dirigida a los Colosenses, Dios nos muestra nuestro lugar en Cristo; pero, en la epístola a los Filipenses, vemos al creyente mientras atraviesa el mundo, andando en él como cristiano. En esta epístola no hay nada de doctrina; el creyente es visto en ella como quien corre hacia la meta y tal carrera es considerada como preparada por el Espíritu de Dios, pues lo que caracteriza al cristiano es que anda absolutamente según el poder del Espíritu. Por eso en la epístola a los Filipenses no se trata del pecado (la propia palabra «pecado» no se encuentra en ella) ni tampoco de lucha alguna en el verdadero sentido de la palabra, no porque aquel que corre ya haya recibido el premio, sino que él solo hace una cosa: corre por el poder del Espíritu de Dios, procurando alcanzar el premio. No lo ha alcanzado, pero no hace más que correr para alcanzarlo. Está por encima de todo lo que hay en él y en el mundo, está por encima de todas las circunstancias.

La epístola a los Filipenses es la epístola de la experiencia, pero de la experiencia según el poder del Espíritu de Dios. En ella aprendemos esta lección: aunque podamos fracasar, es posible andar según el poder del Espíritu de Dios; no porque la carne sea cambiada o resulte admisible que se haya alcanzado la meta –pues no hay perfección aquí abajo–, sino que es posible obrar siempre de manera consecuente con la vocación que nos muestra a Cristo en la gloria como meta y premio de nuestra carrera. No se trata de alcanzar cierto grado de progreso en el mundo, ya que el cristiano es considerado en él como superior a toda especie de circunstancia, de contradicción o de dificultad, pues su senda está por encima de todas estas cosas.

El hecho de que tengamos un camino demuestra que hemos salido del lugar en que Dios había colocado al hombre, es decir, que no estamos más en nuestra antigua morada. Es una gracia grande, de parte de Dios, que tengamos un camino en el desierto, camino que –está de más decirlo– es Cristo. Adán no tenía necesidad de un camino, pues habría permanecido apaciblemente en el huerto si hubiera seguido siendo obediente a Dios. Pero nosotros hemos salido de Egipto y no estamos en Canaán, sino que corremos hacia la meta. Multitud de cosas se atraviesan en el camino, pero lo único que tenemos que hacer es correr. A cada paso ganamos más de Cristo; es como la luz de una lámpara colocada al final de un sendero, de la cual recibimos más a medida que avanzamos hacia ella. Aún no hemos llegado a la lámpara, pero la luz que dimana de ella aumenta a cada paso que damos a su encuentro. Estamos enteramente liberados de la esclavitud del yo y tenemos una finalidad superior a todas las circunstancias, de manera que, aunque no seamos insensibles a estas, ellas no ejercen ninguna influencia sobre nosotros.