Los que temen al Señor
“Hablaron cada uno a su compañero”
En la primera parte de este capítulo hemos visto que, en medio del triste estado moral del pueblo vuelto del cautiverio, Dios pone cuidado en formarse un remanente, “los hijos de Leví”, quienes toman por modelo al verdadero Siervo de Jehová (cap. 3:3; 2:5-6). Este remanente debía ser afinado por la prueba –tal como el fundidor afina la plata– a fin de recibir al Mesías, el Salvador de Israel, en ocasión de su venida. De este remanente va a hablarnos el Espíritu de Dios. ¡Feliz y reconfortante espectáculo, en medio de tantas ruinas!
“Entonces los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero” (v. 16). Se caracterizan por el “temor de Jehová”, contrariamente al conjunto de la nación, del cual se dice en el versículo 5: “No tienen temor de mí”. Este temor caracterizó al remanente fiel en tiempos de la primera venida del Señor, es la porción de los testigos de Cristo en el día actual y se lo verá en el remanente de Judá en los últimos días. A menudo se predica al mundo acerca de la devoción a Cristo, de la consagración a Dios como el primer paso a dar en la vida cristiana. Estos hombres, sin duda sinceros, se engañan; no hace falta empezar así; además, de esta manera se invita al mundo a tomar un camino que tiene “cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad”, pero que termina únicamente en la satisfacción de “los apetitos de la carne” (Colosenses 2:23). Esta enseñanza olvida que el principio de la sabiduría es el temor de Dios (Salmo 111:10; Proverbios 9:10). Ya nos hemos extendido sobre este tema. Sin embargo, insistimos en él para señalar que el temor de Dios se reconoce en el hombre por la autoridad que la Palabra tiene sobre su conciencia. No podemos agradar a Dios sin obedecer a su Palabra. Y en ningún tiempo la profesión religiosa –y menos aun en nuestros días que antaño– admite en la práctica este principio. Los actuales sistemas religiosos admiten que la Palabra de Dios les obliga, en la medida en que no contradiga su organización; pero el corazón consagrado al Señor sabe que Dios mira a aquel que “tiembla a su palabra” (Isaías 66:2).
“Entonces los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero; y Jehová escuchó y oyó, y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre. Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe; y los perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve” (v. 16-17).
“Piensan en su nombre”
Dos cosas describen aquí al remanente: teme a Jehová y es de los que “piensan en su nombre”. Se piensa en el nombre de una persona que está ausente. Tal era la posición del remanente de Israel antes de la primera venida del Mesías; tal es también la nuestra, la de quienes esperamos su segunda venida. Nuestra fe se manifiesta precisamente en que siente apego por la persona de Cristo, ahora ausente; en cuanto le veamos cara a cara, la fe ya no será necesaria. Cuando se está rodeado –como lo estamos– de objetos que atraen nuestras miradas, es un asunto grande y difícil distinguir los objetos invisibles y fijar en ellos las miradas de la fe. Es preciso que el Cristo invisible se haga tan poderosamente real para nuestra alma que, en su cercanía, todo lo que nos rodee pierda su realidad. Para eso es indispensable la fe. Valgámonos de la fe, como de un ojo del alma, para verle cerca de nosotros y sentirle con nosotros. Sabemos que, cualquiera sea nuestra flaqueza, siempre podemos decir: “Tú estás conmigo”, pues su presencia no depende de la manera en que la sentimos; sin embargo, deberíamos experimentarla además de conocerla. Saber que él está con nosotros es la fuente de nuestra seguridad durante la travesía aquí abajo: “No temeré mal alguno”; pero experimentarlo es otra cosa y se resume en estas palabras: “Tu vara y tu cayado me infundirán aliento”; sí, experimentar su presencia llena nuestras almas de consuelo y de gozo:
Siento un guía invisible
que camina a mi lado.
Si tenemos razones para sentirnos humillados al pensar en lo poco que demostramos gozo y comunión en nuestra vida cristiana, recordemos que Dios nos ha dado, al mismo tiempo que la fe, dos medios para vivir pendientes de las realidades invisibles y para superar los obstáculos que se oponen a ello. Estos dos medios son la Palabra y la oración. La Palabra nos revela a Cristo, y sin la oración no podemos estar en comunión con él ni gozar de su presencia. De esta manera, creceremos diariamente en su conocimiento durante el tiempo que aún nos separa de la gloria, donde le veremos tal como es.
Mientras tanto, él nos anima, pues conoce muy bien nuestras dificultades y nuestra debilidad. Él nos dice: Tienes poca fuerza, pero eso precisamente te incita a apegarte a mi Palabra y a mi nombre. Retén lo que tienes; no te pido otra cosa. Acuérdate también de que todos tus débiles pensamientos a mi respecto están consignados en mi libro y nunca serán olvidados.
Esperar la venida del Señor
Veamos ahora lo que hacen los que temen a Jehová. “Hablaron cada uno a su compañero”; lo que les ocupa es la venida de Cristo, del Mesías, del Señor anunciado por el profeta. Es preciso recordar que, cuando Malaquías habla de Cristo, presenta esencialmente su venida: “Vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis… He aquí viene… ¿Y quién podrá soportar el tiempo de su venida?” (cap. 3:1-2). El pasaje que consideramos en este momento nos habla de esa venida; el capítulo 4 está lleno de ella. “Él viene” es el último pensamiento del Antiguo Testamento; “vengo en breve” es el último pensamiento del Nuevo.
En el pasaje que consideramos, los que temen a Jehová aguardan su venida como acto pleno de gracia; el versículo 1 (del capítulo 3) nos presenta su venida como acto pleno de gloria; el capítulo 4, finalmente, nos habla de su venida para ejecutar juicio, lo que tendría lugar si, al venir con gracia, fuese rechazado. El profeta naturalmente calla la segunda venida del Señor para recoger consigo a sus santos transmutados o resucitados (1 Corintios 15:51-52; 1 Tesalonicenses 4:15-17), “misterio” totalmente desconocido en el Antiguo Testamento.
Los dos primeros capítulos de Lucas nos presentan, con un frescor delicioso, la actitud de los que temían a Jehová en el momento en que el Señor entraba o iba a entrar en escena. María y Elisabet hablan de él la una a la otra; Zacarías habla de él a todos sus vecinos; los pastores, instruidos por los ángeles, hablan el uno al otro de este acontecimiento que acaba de cumplirse; Simeón habla de él a sus padres cuando ellos traen al templo al niño Jesús; Ana, la profetisa, habla de él a todos aquellos que, en Jerusalén, esperan la liberación. Asimismo, en Juan 1:40-47, los discípulos Andrés, Pedro y Natanael hablan entre sí del Mesías que acaba de revelárseles. ¡Qué gran tema de gozo para todos estos fieles: el Salvador va a venir, el Salvador viene, el Salvador ya está!
Y nosotros, los cristianos, quienes tememos a Jehová y pensamos en su nombre, ¿no deberíamos, cuando nos encontramos, sentirnos impulsados también a hablarnos el uno al otro? ¿Nuestra felicidad consiste en hablar de su segunda venida, como antiguamente los pastores lo hacían acerca de la primera? El enemigo procura de mil maneras impedir estas conversaciones entre los hijos de Dios. No dejemos que él nos cierre la boca. Todo lo que pasa en el mundo dirige nuestros corazones hacia este pensamiento: Su promesa va a cumplirse, el grito de medianoche ha resonado: Él viene, está a la puerta.
Quizás tarde todavía; hablemos el uno al otro mientras le esperamos, pues, de todas maneras, su venida está cerca. Para esperarle no es necesario que nos forcemos a hacerlo. El secreto de esta espera se halla en la fe a las primeras palabras que el profeta Malaquías transmite de parte del Señor: “Yo os he amado”. Si apreciamos su amor, la espera de nuestros corazones, llenos de él, desbordará necesariamente en nuestras conversaciones.
“Y Jehová escuchó”. Este es un pensamiento muy dulce para el corazón de los que se interesan en él y en su cercana venida. Presente, aunque invisible, está junto a aquellos que hablan de él, permanece atento a sus palabras, las que llegan con claridad a su oído. Escucha, incluso cuando estas conversaciones, como las de los discípulos de Emaús, vayan mezcladas con mucha ignorancia. Estos dos hombres habían perdido a su Salvador y ya no le esperaban, pero “pensaban en su nombre”, aunque estaban abrumados por la tristeza. No sabían que había resucitado, pero conversaban acerca de él… Y he aquí que el Señor se les une en el camino, se interesa por esos pobres israelitas que habían perdido a Aquel de quien podían decir: ¡Cuánto nos amaba! Luego les abre las Escrituras y sus corazones empiezan a arder dentro de ellos. Una vez que se ha revelado a ellos, no tienen nada más urgente que correr para anunciar a sus hermanos esa buena nueva. Mientras ellos hablan el uno al otro, Jesús mismo aparece en medio de ellos y les abre la inteligencia para que comprendan las Escrituras. Luego él sube al cielo mientras les bendice, y ellos, llenos de gozo, regresan a Jerusalén para hablar el uno al otro de él y de su próxima venida.
Un libro de memoria
“Y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre” (v. 16). En este libro, todas las palabras de almas piadosas que reconocen su autoridad, que piensan en él durante su ausencia, y que, como Filadelfia, no niegan Su nombre, quedan registradas. Este “libro de memoria” es escrito “delante de él”, pues él da importancia a todo lo que han expresado los que le aman, sin que falte una sola palabra. Sus nombres también son consignados en este libro, el cual es guardado por él mismo con sumo cuidado. Se sabe lo que es un libro de recuerdo que se transmite en las familias; se ve a ancianos que guardan con enternecedor cuidado el libro de memoria en el cual están inscritos –con las fechas– los nombres y los pensamientos de aquellos a quienes amaron en su juventud. ¡Y pensar que el Señor posee un libro parecido y que lo guardará para siempre! Si, durante el tan corto tiempo de nuestro tránsito por este mundo, no hemos negado su nombre y hemos guardado la palabra acerca de su venida, eso nunca será olvidado, y el libro de memoria del Señor permanecerá abierto de continuo en el cielo, delante de él.
“Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe; y los perdonaré como el hombre que perdona a su hijo que le sirve” (v. 17).
El Señor habla dos veces, en los últimos versículos de Malaquías, del “día en que… actúe” (véase el capítulo 4:3). El salmo 118:24 nos revela el alcance de este término: “Este es el día que hizo Jehová”, un día maravilloso en el cual Cristo –la piedra que los edificadores desecharon– vino a ser cabeza (o remate) del ángulo. En este salmo, la presentación gloriosa del Señor a su pueblo es celebrada por adelantado. Sin duda, el juicio es constantemente mencionado en los profetas como el día de Jehová, el día del Señor; el mismo Malaquías habla de él (cap. 4:1) como de un día que viene, ardiente como un horno, pero nunca ese día del juicio es llamado el día que Jehová hará. Lo que el Señor introduce y establece no es el juicio, sino la salvación, la justicia, la paz, el gozo, la gloria. En el día que él hará, Dios presentará a su amado Hijo al mundo como el Melquisedec portador de todas esas gracias.
Mi especial tesoro
En ese día, dice Jehová, los que me temen “serán para mí especial tesoro” (v. 17). Entonces, él reivindicará a los fieles como suyos, como no pertenecientes a nadie más. Todos los tesoros del universo entero le pertenecen, y él será manifestado públicamente, en su reinado milenario, como el poseedor de todas estas cosas, pero también tendrá un tesoro especial que no será abierto al público, un tesoro que le pertenece a él solo, del cual solo él tendrá la llave, del cual solo él disfrutará. Como el tesoro personal de los soberanos del oriente, en el que se encuentran sus joyas más preciosas, el tesoro de Jehová estará compuesto por aquellos que, antiguamente, en medio de la infidelidad general, temían a Jehová y hablaban el uno al otro, por aquellos que le esperaban como “la aurora” (Lucas 1:78) y también por los que le esperan, hoy, como la Estrella resplandeciente de la mañana. En el día de su gloria, los pobres del pueblo, como también los débiles testigos de hoy, fieles en medio de la ruina, le serán sus tesoros más preciados.
Los que componen este tesoro especial han guardado la palabra de su espera y no han negado su nombre (Apocalipsis 3). La sinagoga de Satanás puede no reconocer a esos fieles, pero el Señor les conoce, y los que otrora les despreciaban sabrán un día que el Señor les ha amado.
“Y los perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve” (v. 17). ¡Lazo bendito, el cual aquí casi toca la relación cristiana! El profeta ya no habla como antes de las relaciones que hay entre un siervo fiel y su amo, sino de las de un servidor cuya actividad dimana de un afecto filial. En el tiempo futuro de la gloria milenaria se dice de estos mismos fieles: Y sus siervos le servirán “y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes” (Apocalipsis 22:4).
“Entonces os volveréis, y discerniréis la diferencia entre el justo y el malo, entre el que sirve a Dios y el que no le sirve” (v. 18). Este os (vosotros) no se dirige a los fieles, a aquellos que son «perdonados» (v. 17), sino a aquellos del pueblo que consideraban “bienaventurados” a los soberbios y a los malos (v. 15) y que negaban a Dios cuando se hallaban bajo su castigo. Serán iluminados el día en el cual verán al remanente perdonado, y a los soberbios –cuya suerte habían envidiado– como objeto del juicio que alcanzará al pueblo rebelde. El testimonio dado por Jehová a los que le han temido y han esperado su venida, forzará a una parte de este pueblo rebelde a reconocer la santidad del Dios al que habían negado. Finalmente, ellos sabrán qué diferencia hay entre los servidores de Dios y los malos.