Estudios sobre el libro del profeta Malaquías

Malaquías 2:10-17 – Malaquías 3:1-15

La condición del pueblo

Profanación y deslealtad

La segunda parte del capítulo 2 aborda un nuevo tema. Ya no se trata aquí del sacerdocio, sino del pueblo.

Parece que el versículo 10 es una confesión general: “¿No tenemos todos un mismo padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios? ¿Por qué, pues, nos portamos deslealmente el uno contra el otro, profanando el pacto de nuestros padres?”. Son como palabras de arrepentimiento puestas en boca de Judá, las que se realizarán más tarde, cuando el remanente reconozca su pecado. Así como los sacerdotes habían corrompido el pacto de Leví (v. 8), el pueblo también había profanado el pacto de sus padres. Ahora bien, ¿no eran todos ellos hijos de un mismo padre, criaturas de un solo Dios? No se trata aquí de la relación con el Padre, manifestada aquí en la tierra por Jesús, establecida por la obra de la cruz y proclamada en la resurrección de Cristo, relación de la cual tan solo los cristianos participan, pues el Antiguo Testamento no la revela y ella nunca pertenecerá al pueblo judío como tal. La relación de la que nos habla este pasaje pertenece, por el contrario, a todos los hombres, judíos o gentiles, aunque los creyentes la poseen también de modo muy especial.

Por eso vemos, en Efesios 4:6, que hay “un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos”. Nuestro pasaje habla de esta relación. Eran hermanos, ya que habían sido engendrados por el mismo Dios; y ¿acaso los hermanos obran pérfidamente el uno para con el otro? Su origen común, ¿no debía poner en sus corazones mutuos sentimientos de amor y benevolencia? El reproche contenido en este versículo corresponde a aquel que Jehová dirige, en el capítulo 1:6, a los sacerdotes: “Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está mi honra?”. Pero, aquí, el Espíritu de Dios coloca esta palabra, no en boca de Jehová, sino en la de los que tenían conciencia del miserable estado en el cual Israel había caído.

Lamentablemente, por el momento ese versículo 10 no representaba de ningún modo el estado moral del pueblo, impulsado a confesar sus pecados, pues está dicho: “Prevaricó Judá, y en Israel y en Jerusalén se ha cometido abominación; porque Judá ha profanado el santuario de Jehová que él amó, y se casó con hija de dios extraño” (v. 11). Dos rasgos caracterizan aquí la condición moral del pueblo: la profanación y la perfidia. Esta acusación nos recuerda el final del libro de Nehemías. A pesar de todas las exhortaciones de Esdras, dirigidas al pueblo y al sacerdocio, la nación había continuado aliándose con mujeres idólatras, y en eso los sacerdotes le habían dado el ejemplo. El profeta alude a esta circunstancia histórica. Judá, al profanar el pacto había profanado el santuario de Jehová –restaurado con sus propias manos– y se había casado con la hija de un dios extraño (Nehemías 13:23-31). Al igual que sus sacerdotes, Judá, al regresar del cautiverio, no era idólatra, pero la alianza con la idolatría no difería de los ídolos. Era tanto más despreciable por cuanto osaba aliarse con el culto del verdadero Dios.

Lo mismo pasa con los cristianos que pactan con el mundo. Sea o no cristianizado, este siempre sigue siendo el mismo mundo que dio muerte al Salvador. La amalgama entre los creyentes y el mundo no puede subsistir, y necesariamente llegará el momento en que el metal precioso será separado de las escorias y la cizaña será separada del buen grano para ser quemada. Por eso se dice aquí: “Jehová cortará de las tiendas de Jacob al hombre que hiciere esto” (v. 12).

Violación de la institución del matrimonio

A continuación, probablemente como consecuencia de sus relaciones culpables con idólatras, habían obrado pérfidamente para con sus propias mujeres: “Y esta otra vez haréis cubrir el altar de Jehová de lágrimas, de llanto y de clamor; así que no miraré más a la ofrenda, para aceptarla con gusto de vuestra mano. Mas diréis: ¿Por qué? Porque Jehová ha atestiguado entre ti y la mujer de tu juventud, contra la cual has sido desleal, siendo ella tu compañera, y la mujer de tu pacto” (v. 13-14). Ellos repudiaban a sus mujeres legítimas para casarse con mujeres idólatras; y esas pobres abandonadas cubrían con lloros y gemidos el altar de Jehová, mientras sus maridos acudían a él para ofrecer sus sacrificios. Violaban así, al sembrarla de dolores y ruinas, la alianza divina establecida en la creación entre el hombre y la mujer. En el principio, Dios había hecho una compañera para Adán. “¿No hizo él uno, habiendo en él abundancia de espíritu? ¿Y por qué uno? Porque buscaba una descendencia para Dios” (v. 15). Aun cuando había violado lo que Dios había establecido en la creación, este pueblo poseía “abundancia del Espíritu”, según Hageo 2:5, en la persona de algunos fieles que, como lo veremos en el capítulo 3, se encontraban todavía entre ellos. ¿Por qué este solo Dios había instituido el casamiento entre el primer hombre y la primera mujer? Porque buscaba “una descendencia para Dios”. Solo podía poseer un pueblo suyo de esta manera y no por medio de una alianza profana cuyo instigador era Satanás.

El profeta añade: “Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seáis desleales para con la mujer de vuestra juventud. Porque Jehová Dios de Israel ha dicho que él aborrece el repudio, y al que cubre de iniquidad su vestido, dijo Jehová de los ejércitos” (v. 15-16). Los sacerdotes habían manchado sus vestidos, el pueblo había cubierto los suyos de violencia al cortar, sin misericordia, los sagrados lazos del matrimonio, agregando así violencia a la perfidia.

La cristiandad sigue el mismo camino

Todos los caracteres que acabamos de describir son también, moralmente, los de la cristiandad de nuestros días: se abandonan las relaciones entre hijos de un solo Padre; se relajan todos los lazos que Dios ha establecido; la alianza con el mundo se ha hecho regla; los ídolos han invadido los corazones; la corrupción y la violencia predominan por doquier. El mundo cristiano es indiferente a lo que Dios piensa de él y solamente se preocupa por la opinión de los hombres. Pregunta: «¿Por qué?», cuando Dios declara no estar satisfecho con él y procura tocar su conciencia. El mundo asocia el mal con el nombre de Jehová, como si Dios pudiese aprobarlo o tolerarlo: “Habéis hecho cansar a Jehová con vuestras palabras. Y decís: ¿En qué le hemos cansado? En que decís: Cualquiera que hace mal agrada a Jehová, y en los tales se complace; o si no, ¿dónde está el Dios de justicia?” (v. 17).

En resumen, ¿se encuentra algo satisfactorio en este capítulo? En él, según la expresión de Isaías, todo es “herida, hinchazón y podrida llaga; no… curadas, ni vendadas” (Isaías 1:6). Solo un faro luminoso brilla en estas tinieblas: la fidelidad del verdadero Leví. Este responde a todos los deseos del corazón divino y, a pesar de todo, Dios proseguirá sus designios de amor y de gracia para con aquellos a quienes su gracia les asocia con Leví.

Los hijos de Leví

El capítulo 3 va a mostrarnos lo que el Señor espera de estos últimos y los caracteres que distinguen a los fieles de los últimos días.

Recordemos aquí que aquellos de Judá que habían vuelto del cautiverio y edificado el templo de Jerusalén no habían regresado a su tierra como remanente convertido. Eran un pueblo de profesantes, sujetos a la ley exteriormente, que habían reedificado el templo; pero el cautiverio en Babilonia de ninguna manera había cambiado sus corazones.

Como lo hemos visto, a ellos se refieren los dos primeros capítulos y el principio del tercero (v. 1-15). Este último continúa la exposición de la historia moral del pueblo, empezada en el versículo 10 del segundo capítulo. La palabra «vosotros» –la que se encuentra repetidas veces en este capítulo– se dirige tan solo al pueblo no creyente que profesaba la ley, sobrepasando, como el primer versículo del capítulo 1 ya nos lo mostró, los límites de Jerusalén y de Judá para extenderse a todo el pueblo. “Vosotros, la nación toda”, dice el versículo 9.

Sin embargo, en los versículos que nos ocupan hay una diferencia notable con los dos primeros capítulos. Estos se dirigen tan solo a la nación, considerada bajo su aspecto religioso o civil, mientras que el tercer capítulo se refiere, desde el principio, a un verdadero remanente, no ya Leví solamente, un hombre, figura de Cristo (cap. 2:5-6), sino los hijos de Leví (cap. 3:3), asociados, en su servicio, con su fiel jefe, como nosotros, los cristianos, lo estamos con Cristo.

Esto equivale a decir que Dios se asegura de formarse un remanente en medio de un pueblo que carece de valor moral a sus ojos, desprovisto de conocimiento y sin afecto hacia él. Este remanente –o conjunto de creyentes– pone su confianza en Jehová y espera su venida.

Ya hice resaltar, en varias ocasiones, la analogía que existe entre el estado descrito por Malaquías y el de la cristiandad profesante de nuestros días. Al cotejar aquella profecía con las tres últimas epístolas del Apocalipsis, vemos que el estado de muerte y de mancha que se le reprocha a Sardis, la tibieza y la autosatisfacción que caracteriza a Laodicea –todos ellos rasgos del adulterado protestantismo de nuestros días– son como un comentario de estos capítulos de Malaquías. Y si el último de ellos nos muestra que Dios confía su servicio a los hijos de Leví, el Apocalipsis nos enseña también que el Señor se reserva, en Filadelfia, un testimonio para los últimos días, hasta que él venga a recoger a sus elegidos e introducirlos con él en la gloria.

La venida de Cristo

Estas grandes verdades resaltarán más definidamente a medida que avancemos en el estudio de este capítulo. Pero antes el Señor anuncia a este pueblo un acontecimiento de la mayor importancia: la venida de Cristo. “He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí; y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros. He aquí viene, ha dicho Jehová de los ejércitos” (v. 1).

Cuando el profeta dice: “El Señor a quien vosotros buscáis”, no significa que hubiese, en el corazón del pueblo como tal, algo vivo para Dios. Israel –y Judá en particular– esperaba la venida de su Mesías, como lo vemos en los evangelios. Él pensaba que este Mesías, hijo de David, restablecería todas las cosas y sacaría a su pueblo de debajo del yugo de las naciones para establecer su propio reino en Israel. El pueblo esperaba con impaciencia a este Rey prometido, para ser liberado de la servidumbre a la que le tenían sujeto los gentiles y ver restablecidos sus gloriosos privilegios. Por eso se le llama: “El Señor a quien vosotros buscáis” y “el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros”, pues debía introducir al pueblo en las bendiciones futuras, en virtud de su pacto con Israel.

Uno puede muy bien esperar una felicidad venidera sin darse cuenta de sus relaciones actuales con Dios. Ayer oí a un hombre del mundo afirmar que habría un reinado de paz en la tierra, que la guerra sería abolida y que los hombres disfrutarían de felicidad aquí abajo. En todos los tiempos se ha hablado así. En la antigüedad pagana, uno de sus propios profetas anunciaba estas cosas al pueblo romano. Los que creen en ellas o las desean pueden tener conciencias endurecidas en cuanto a su estado de pecado y a la necesidad de comparecer ante un Dios justo y santo.

El profeta predice aquí que la venida del Señor será anunciada por el precursor: “He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí”, lo que tuvo lugar cuando Juan el Bautista apareció en medio del pueblo. En Mateo 11:9 Jesús dice a la muchedumbre: “¿Pero, qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Porque este es de quien está escrito: He aquí, yo envío mi mensajero delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti”.

“Y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis”. Este pasaje no separa la venida del Señor a su templo del momento en el que Juan el Bautista apareció para anunciar esta venida. Pero, para que este gran hecho tuviera lugar efectivamente, hacía falta que el pueblo recibiera el bautismo de arrepentimiento, único medio para preparar el camino delante de los pasos del Mesías.

El templo, habitación de Dios

La historia de Israel nos enseña que, cuando Salomón hubo acabado de edificar el templo, Jehová vino a habitar en él para morar en medio de su pueblo. Si este último hubiese sido fiel, Dios no habría abandonado su habitación. Pero Israel y sus reyes negaron a Jehová y practicaron toda clase de abominaciones; entonces los juicios cayeron sobre este pueblo. La realeza desapareció y la nación fue llevada en cautiverio. El profeta Ezequiel (cap. 10 y 11) vio el trono de Jehová abandonando como con pesar el templo de Jerusalén. La casa de Dios quedó vacía y acabó por ser destruida durante el reinado de Nabucodonosor, rey de Babilonia.

En el libro de Esdras vemos al remanente de Judá, vuelto a su tierra, reedificar el templo por orden de Ciro, pero Jehová no entra en él. Esta casa nuevamente es saqueada, arruinada y destruida y, más tarde, reconstruida por Herodes al tiempo de la venida de Jesús. En este mismo momento, Juan el Bautista prepara al pueblo para recibir al Señor en su templo.

El evangelio de Juan nos presenta, en el capítulo 2 (no sin motivo, pues este hecho, en los demás evangelios, es relatado al final de la carrera de Cristo), el primer acto del Señor cuando sube a Jerusalén. Entra en el templo, echa afuera a los vendedores y a los cambistas, y dice: “No hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado”. Pero, al obrar así, él prevé su rechazamiento, pues, en realidad, él solo era el templo de Dios en medio de un pueblo que no quería saber nada de él. “Destruid este templo”– dice– “y en tres días lo levantaré”. Y él hablaba del templo de su cuerpo (Juan 2:13-21).

Seguidamente llega el día (Mateo 24:1-2) en el cual Jesús sale del templo de Jerusalén y lo abandona para no volver a entrar más en él, diciendo: “No quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada”. Luego el Salvador es crucificado. ¿Todo, pues, ha acabado? ¡No! Dios le resucita y le hace sentar a su diestra, desde donde manda al Espíritu Santo, quien forma un nuevo templo, no de piedras y oro, sino un templo espiritual, compuesto de piedras vivas, un edificio en el cual Dios mora por medio de su Espíritu. Esta casa, formada para mantenerse pura y santa aquí abajo, se corrompe como todo lo que ha sido confiado a la responsabilidad del hombre. Ella llega a ser una gran casa manchada por utensilios de deshonra y, como en el caso del templo de Jerusalén, se acerca el momento en que el Señor deberá rechazarla por completo.

Sin embargo, antes de este rechazo definitivo, Dios forma, en medio de la cristiandad corrompida, un remanente cristiano que sea parte de la casa espiritual a la que llevará al cielo en su venida, la cual será el templo en que habitará por toda la eternidad. Entonces dirá: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos” (Apocalipsis 21:3).

Tal es la historia del templo celestial, pero el templo terrenal también tiene su porvenir, pues será reconstruido y el Señor habitará en él aquí en la tierra.

Venida del Señor a su templo

Los últimos capítulos del profeta Ezequiel (cap. 40-44) nos hablan de este templo futuro, establecido después de que el último templo –el del anticristo, que edificará este hombre rebelado contra Dios– haya sido definitivamente destruido. Entonces Jehová reedificará su templo, y “vendrá súbitamente… el ángel del pacto” (Malaquías 3:1). El profeta Ezequiel nos hace asistir a esta escena maravillosa. “Y la gloria de Jehová entró en la casa… la gloria de Jehová llenó la casa”. Y dice: “Este es el lugar de mi trono, el lugar donde posaré las plantas de mis pies, en el cual habitaré entre los hijos de Israel para siempre” (Ezequiel 43:1-7).

El profeta Hageo nos habla también de este templo futuro: “Y vendrá el Deseado de todas las naciones; y llenaré de gloria esta casa, ha dicho Jehová de los ejércitos” (cap. 2:7). Asimismo a ese momento futuro alude Malaquías: “Vendrá súbitamente a su templo el Señor”. “He aquí viene, ha dicho Jehová de los ejércitos”. Esta venida del Señor a su templo ya no será con gracia, como la primera, sino con gloria, y tendrá lugar, como lo vamos a ver, después de los juicios. Será anunciada, como la primera, por un precursor que caerá bajo los golpes del anticristo. Si Juan el Bautista hubiera sido recibido, él habría sido este Elías que debía venir (Mateo 11:14; 17:10-12); pero fue rechazado, y el Señor volverá a enviar a Elías, según el capítulo 4:5 de Malaquías: “He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible”. Aplazamos hasta más adelante la explicación de este pasaje.

Nosotros, los cristianos, quienes nos encontramos bajo el régimen de la gracia, ya no tenemos que esperar a un mensajero que nos anuncie la segunda venida de Cristo, como Juan el Bautista anunció la primera. Nuestro mensajero vino hace mucho tiempo en la persona del Espíritu Santo, la que bajó a la tierra el día de Pentecostés y nos ha enseñado a esperar también la súbita venida del Señor, pero con gracia, para introducirnos en la gloria, cuyo centro será la Jerusalén celestial. Sí, él vendrá pronto, pero quiere que le esperemos de un momento a otro, no como ladrón en la noche, sino como la Estrella resplandeciente de la mañana. Su venida podría aun retrasarse, pero debemos esperarla hoy; él cuenta para eso con nuestro apego hacia su persona.

Israel no supo esperar al Señor

Lo mismo ocurría para Israel en el tiempo de Malaquías. El profeta quería mantener al pueblo despierto, pues era preciso que comprendiera que la venida del Libertador estaba cerca. Más de cuatro siglos transcurrieron entre esta profecía y la venida del Salvador y de su precursor, pero lo que quería el Señor era que los fieles le esperasen.

¿Le esperó su pueblo? Entre la profecía de Malaquías y la primera venida de Cristo transcurrieron siglos llenos de acontecimientos diversos. Cuando apareció, Judá había olvidado esta profecía, pero algunos pobres del rebaño le esperaban, tal como lo vemos al final de nuestro capítulo y al principio del evangelio de Lucas.

En realidad, tan solo los creyentes pueden esperar al Señor con gozo; los no creyentes siempre procurarán olvidarlo o negarán su venida. Y, ¿qué tiene eso de asombroso? La venida del Señor con gloria es, para el mundo, su venida para ejecutar juicio, como lo vemos en el pasaje que consideramos: “¿Quién podrá soportar el tiempo de su venida? ¿o quién podrá estar en pie cuando él se manifieste? Porque él es como fuego purificador y como jabón de lavadores” (v. 2). ¿Acaso el pueblo podría regocijarse por este acontecimiento? Lamentablemente, cuando el Señor venga por segunda vez a su templo, juzgará sin misericordia a la nación apóstata, y “¿quién podrá estar en pie cuando él se manifieste?” (v. 2). El establecimiento del reinado de Cristo estará fundado en el juicio de los que hayan rechazado al Mesías.

El Señor se sienta como el afinador

Ahora el profeta añade: “Y se sentará para afinar y limpiar la plata; porque limpiará a los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a plata, y traerán a Jehová ofrenda en justicia” (v. 3).

Encontramos aquí, no ya –como en el versículo anterior– el juicio del pueblo infiel, sino la manera por la cual el Señor formará un pueblo que le pertenezca y al que él pueda reconocer como suyo. Para ello, valiéndose del juicio, hará una obra tranquila y reflexionada: se sentará. Adoptará la actitud de un hombre que afina y purifica la plata. Separará, mediante el fuego, el metal precioso de las escorias, lo bueno de lo malo. Tales serán los caminos de Dios con respecto al remanente que reunirá en medio de la gran tribulación (véase Salmo 66:11-12). Será preciso que tal remanente pase por el horno para ser purificado y librado de sus ligaduras; sin embargo, será sostenido como antiguamente lo fueron los compañeros de Daniel, por la presencia del Ángel de Jehová.

Este remanente judío de los últimos tiempos diferirá mucho del remanente cristiano de nuestros días. Cristo vendrá por nosotros con gracia; para ellos, con gloria. Esta venida gloriosa da fin al Antiguo Testamento, como la de gracia lo hace con el Nuevo. Cristo se acerca a ellos para juicio, a nosotros con paz y misericordia. Y, sin embargo, el Señor usa también el crisol para con el remanente cristiano. Si bien cuida de su Iglesia, lo hace para santificarla purificándola por la Palabra (Efesios 5). Él trabaja en las almas y las conciencias de los santos para separarlos del mundo que corre al encuentro del juicio. Él quiere un pueblo santo, capaz de servirle y esperarle, al que pueda presentárselo como su Iglesia, glorioso, sin mancha ni arruga, irreprochable, sin defecto. 1 Pedro 1:7 nos presenta también el crisol: “Para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo”.

Purificará a los hijos de Leví

Hemos insistido en el hecho de que la descripción del estado del pueblo y del sacerdocio, en el capítulo 2, no ofrece ni un solo atisbo de aliento. Pero he aquí que, en el capítulo 3, el profeta nos dice: “Limpiará a los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a plata, y traerán a Jehová ofrenda en justicia” (v. 3). Los hijos de Leví son para Dios el verdadero remanente. ¿No es cosa notable? En el capítulo 2, Leví es mencionado completamente solo, como figura de Cristo, el verdadero servidor. Con él se concierta el pacto de vida y paz. Pero aquí son los hijos de Leví los que deben ser afinados para que puedan integrar este pacto. Lo mismo pasará con el remanente de Israel en los últimos días. Las relaciones con el Cristo le harán agradable ante Dios, pero no sin que antes el juicio le haya purificado. “Y será grata a Jehová la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, y como en los años antiguos” (v. 4). Las relaciones de Judá y Jerusalén con Dios, para rendirle culto, únicamente podrán ser establecidas en virtud de la aceptación de los integrantes del remanente como compañeros del Mesías.

Será bueno que retengamos esta verdad. En el estado de cosas que atravesamos, un culto verdadero rendido por algunos tiene valor a los ojos de Dios, pues representa el culto general que le será ofrecido y es como precursor de este. Ello es muy apropiado para alentarnos. Por cierto que deberíamos rendir culto con otro poder; pero lo que sube de un corazón sincero ante el Señor, la adoración y la alabanza, es tan aceptable por parte de Dios como cuando la Iglesia no era más que un corazón y una alma; es tan acepto por Su parte como el loor futuro, cuando toda la Asamblea esté reunida en torno a Cristo en la gloria. ¿Cómo podría ser de otra manera, ya que él es quien alaba en medio de la Asamblea? (Salmo 22).

Juzgará al pueblo

Después de haber mencionado a los hijos de Leví, el profeta se vuelve nuevamente hacia el pueblo: “Y vendré a vosotros para juicio; y seré pronto testigo contra los hechiceros y adúlteros, contra los que juran mentira, y los que defraudan en su salario al jornalero, a la viuda y al huérfano, y los que hacen injusticia al extranjero, no teniendo temor de mí, dice Jehová de los ejércitos” (v. 5).

Es importante repetir que, en todo este capítulo, el «vosotros» se dirige al pueblo infiel y no al remanente creyente. Insistimos en esta observación porque es la clave de la expresión: “Y vosotros huiréis”, vertida en Zacarías 14:5, pasaje interpretado habitualmente como aplicable al remanente. En efecto, después de haberse referido, en el versículo 4, a las consecuencias que la fidelidad de los hijos de Leví tendrían para Judá y Jerusalén, el Espíritu de Dios nos muestra el resultado de la infidelidad del pueblo. Esta infidelidad ya no es la idolatría de antaño, sino que se resume en dos palabras: el desprecio hacia Dios y el prójimo. Los mismos rasgos son presentados por Zacarías (cap. 5:4; 8:17) como característicos del estado moral del pueblo en los últimos días. Exteriormente parecía que todo estuviese en regla; si bien se menciona la magia, por lo menos estaban ausentes los ídolos; mas el corazón del pueblo estaba tan corrompido como cuando la idolatría dominaba en Israel. Por eso, a causa del estado del corazón de la nación, el juicio de Dios debía caer sobre ella. Eso caracteriza a toda profesión que no vaya “acompañada de fe” (Hebreos 4:2). Dios resume este estado con una sola frase: “No teniendo temor de mí, dice Jehová de los ejércitos” (v. 5). Les falta el principio, el primer paso en el camino de la sabiduría, y veremos, en el versículo 16, que los verdaderos creyentes se caracterizan precisamente por tal temor.

El temor a Jehová

En el fondo, ¿qué es temer a Jehová? El temor es el sentimiento de un inferior hacia un superior. Temer a Dios es reconocer, como criaturas, su soberanía y sus derechos absolutos sobre nosotros, así como la autoridad de su Palabra. Lo mismo ocurre en el caso de nuestras relaciones con Cristo, dado que somos siervos a los que él adquirió para sí al pagar nuestro rescate. El temor implica el sentimiento de la obediencia debida a la Autoridad, a sus órdenes y a sus mandamientos, como así también el sentimiento del servicio que debe prestársele. Ahora bien, el servidor, al obedecer, trata de agradar a su señor, a quien le debe todo. Un siervo teme a su amo, un hombre al magistrado, una mujer a su marido, un hijo a su padre, pues todos los nombrados en segundo término son representantes de una autoridad que les ha sido confiada por Dios. No hablamos del amor que implican estas diversas relaciones, sino decimos que el temor debe ser la base de ellas y el factor determinante de toda nuestra marcha aquí abajo. Por eso la primera epístola de Pedro, la que habla de la conducta cristiana, insiste continuamente acerca del temor. Conozco a Dios como mi Padre, me acerco a él con entera confianza infantil y filial, pero sin perder de vista la deferencia que le es debida. Reconozco sus derechos sobre mí como Dios, Creador, Señor y Amo, y mi único pensamiento será servirle, no con el temblor de un siervo envilecido por el yugo, sino con el pleno disfrute de mi relación con él, como hijo.

Si en el hombre no hay temor de Dios, no hay nada, ningún vínculo moral entre el alma y él (Salmo 36:1-4). Eso es lo que le falta a una profesión religiosa sin vida, al igual que al hombre incrédulo. El hombre natural, aun si lleva el nombre de Cristo, siempre tiene por guía su propia voluntad, enemiga de la voluntad de Dios, a la que no puede someterse (Romanos 8:7). En cambio, el hecho de convertirse en cristiano implica desde el comienzo una sumisión de fe a la voluntad de Dios. “¿Qué haré, Señor?”, pregunta Saulo en el camino a Damasco (Hechos 22:10). La voluntad propia es quebrantada y juzgada y la de Dios es aceptada como el único medio de salvación: “Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas” (Santiago 1:18).

¡Vuelvan a mí!

“Porque yo Jehová no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis sido consumidos” (v. 6). Si bien el corazón del hombre rechaza a Dios y le desprecia, Dios no varía. Hace promesas a Jacob y las cumplirá cueste lo que costare, pues él es un Dios fiel y no puede negar su eterna bondad. Pero también es un Dios justo que no puede tolerar el mal; es preciso, pues, que los malos sean consumidos, y solo su gracia detiene aún la espada del juicio. Me empeño en probaros –dice Jehová– a vosotros que no teméis mi nombre y que caeréis bajo los golpes de mi ira, que no he abandonado mis promesas; la prueba es que no os he consumido. Aguardo pacientemente que os desviéis del mal, pues mi paciencia es salvación. “Desde los días de vuestros padres os habéis apartado de mis leyes, y no las guardasteis”. Yo aguardo con paciencia para que os volváis a ellas. ¿No me escucharéis? “Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros, ha dicho Jehová de los ejércitos” (v. 7). Por mi parte, nada ha cambiado; por la vuestra, ¿qué haréis?

Volvemos a encontrar, en este pasaje, las primeras palabras del profeta Zacarías: “Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Zacarías 1:3), pero hechas tanto más instantes y apremiantes por cuanto el profeta Malaquías las había hecho preceder de estas otras palabras: “Yo os he amado” (cap. 1:2), muy apropiadas para tocar el rebelde corazón de Israel. En este último esfuerzo por sacudir la endurecida conciencia del hombre, Dios, antes de presentarle su responsabilidad, deseaba convencerle de lo que había en Su corazón. “De tal manera amó Dios al mundo”; esto es el Evangelio, y –mucho más de lo que lo hace Zacarías– Malaquías, el último profeta, incursiona en él de distintas maneras.

“¿En qué hemos de volvernos?”

¿Qué respuesta da el pueblo a este llamado? “Mas dijisteis: ¿En qué hemos de volvernos?”. ¿Acaso no ofrecemos sacrificios? ¿No observamos el sábado y las fiestas prescritas? ¿No nos presentamos con regularidad en el templo? ¿No es duro Jehová al exigirnos más? ¿En qué hemos faltado para que Dios nos imponga una conversión? Es la palabra del hijo mayor –en la historia del hijo pródigo– cuando le dice a su padre: ¿No eres tú quien no me ha tenido en cuenta, ya que no me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos?

De hecho, el pensamiento de la conversión no entra en el corazón del profesante, cualquiera sea la dispensación a la que pertenezca. Dirá: ¿Qué deberes he dejado de cumplir? ¿No me he bautizado? ¿No he confirmado el voto de mi bautismo? ¿Acaso me comporto como un pagano idólatra? ¿No voy al templo? ¿No cumplo mis deberes religiosos? ¿No doy limosnas?

Se trata a Dios de igual a igual. ¿Me hablas de volver? ¡No me hace falta en absoluto! Esta indiferencia es un insulto a Dios. El corazón del profesante, a pesar de las apariencias exteriores, permanece insensible, como así también su conciencia. El pueblo judío bien lo demostró cuando, 420 años más tarde, el Señor vino a su templo. Con los mismos caracteres religiosos que los descritos en Malaquías, estos hombres ponen al Mesías en la puerta y le crucifican. ¿Qué harían hoy?

“¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado” (v. 8-9). La inconsciencia es un nuevo rasgo que les caracteriza a todos.

Poner a Dios a prueba

Entonces Dios les pone a prueba, o más bien les invita a que le prueben a él. Traed –les dice– los diezmos prescritos por la ley, a fin de que haya alimento en mi casa, y probadme así. Me comprometo a abriros las esclusas de los cielos si obedecéis a mi palabra, a derramar sobre vosotros la bendición hasta que sobreabunde, a reprender en favor vuestro a aquel que devora y aniquila vuestras cosechas. Vuestro diezmo os producirá el céntuplo (v. 10-11). Eso había sucedido en los tiempos de Nehemías (Nehemías 13:10-14). Por un tiempo, los jefes habían escuchado y los levitas que carecían de todo habían vuelto a tomar confianza. Este estado no había durado. Se podría decir que en tiempos del Señor ocurría algo distinto, pues los fariseos pagaban el diezmo del eneldo y del comino sobrepasando aun las prescripciones de la ley. Sin duda, pero habían dejado “lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello” (Mateo 23:23). Más aun, al cumplir estrictamente sus deberes religiosos no tenían como meta más que atraer las miradas de los hombres, sin tener en cuenta a Aquel que veía y juzgaba el estado de sus corazones.

Aquí, el pueblo no consiente en hacer la prueba que Jehová le propone, pues no tiene ninguna confianza en Dios. ¿Hoy día, bajo el régimen de la gracia, las cosas han cambiado? ¿Los hombres abandonan ventajas presentes por tener en vista bendiciones futuras? Si hicieran sus limosnas según los pensamientos de Dios, tendrían miedo de caer en la miseria.

Liberalidad y bendición

Queridos amigos cristianos, ¿no debemos confesar que tal vez compartimos estos sentimientos del mundo, cuando se trata de dar con liberalidad para los servidores de Dios, como este pueblo de antaño tenía que proveer el alimento para los levitas? No hablo de sacrificios que creemos tener que hacer para sostener nuestra causa o nuestros partidos, sino de nuestras liberalidades por doquier veamos obreros del Señor ocupados en el servicio de Su casa. Cuando solo Dios puede tomar conocimiento de ello, ¿damos para él todo lo que deberíamos dar? Esta llaga se mostró ya en los orígenes de la Iglesia, con Ananías y Safira. No hablo de que mintieran al Espíritu Santo, lo que era un pecado para muerte y atrajo sobre esos creyentes el juicio de Dios, sino del hecho de que, al disimular una parte de su haber, denotaran su falta de confianza en un Dios que les hubiera devuelto hasta cien veces lo que hubieran hecho por él y los suyos. Cómo deberíamos aprender a contar de manera más absoluta con esta promesa de Dios: “Os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde” (v. 10).

Muchas pruebas que afligen a los cristianos podrían tener por causa esta falta de confianza en Dios. El insecto “devorador” no es reprendido a favor nuestro porque no hemos comprendido que todo lo que Dios nos da nos lo confía para su servicio. Apliquémonos, pues, esta palabra en primerísimo lugar, antes de juzgar a los demás. Solo Dios pesa los motivos que nos hacen obrar. La pobre viuda daba más del diezmo al tesoro del templo; ella sacrificaba para la casa de Dios toda su subsistencia. Los siervos fieles, a quienes se les habían confiado los talentos, los hacían valer enteramente para su Señor. Todo el fruto de las victorias de David iba a la casa de Jehová, y no guardaba nada de ello para sí mismo.

El mundo se gloría de los esfuerzos de la caridad, los que prueban –según dice– la solidaridad de la familia humana. Dejemos a Dios el cuidado de distinguir lo que, en estas liberalidades, está hecho para él. Todo otro motivo no tiene valor a sus ojos, pues los diezmos deben ser traídos al templo de Dios. Confiemos en un Dios galardonador y dispongamos liberalmente para él de lo que de hecho le pertenece. No tendremos, por cierto, ningún mérito en eso; sin embargo, estemos seguros de que unas bendiciones abundantes acompañarán siempre la devoción de nuestros corazones hacia él: la viña no quedará estéril; “y todas las naciones os dirán bienaventurados; porque seréis tierra deseable, dice Jehová de los ejércitos” (v. 12).

“¿Qué hemos hablado contra ti?”

La incredulidad del pueblo, su indiferencia, su falta de confianza en Dios, le llevan a una última afirmación, mucho más terrible que todas las demás: “Vuestras palabras contra mí han sido violentas, dice Jehová. Y dijisteis: ¿Qué hemos hablado contra ti? Habéis dicho: Por demás es servir a Dios. ¿Qué aprovecha que guardemos su ley, y que andemos afligidos en presencia de Jehová de los ejércitos? Decimos, pues, ahora: Bienaventurados son los soberbios, y los que hacen impiedad no solo son prosperados, sino que tentaron a Dios y escaparon” (v. 13-15). En un sentido, el pueblo había obedecido, en tiempos de Nehemías, acerca de los diezmos (Nehemías 13:10-14) y, sin embargo, todavía estaban pobres y esclavizados. Entonces, en vez de examinarse a sí mismos, se rebelan contra Dios. Así termina la historia moral de Israel, así como la del mundo. Él ve cómo el orgullo tiene éxito, cómo los malos consiguen riquezas y honores, y no solamente envidia a los inicuos (Salmo 73) sino que apela a ello para negar a Dios y blasfemarle.

Antes de abordar un nuevo tema, recapitularemos el estado moral del pueblo y del sacerdocio, caracterizado por los diversos asuntos contenidos en estos capítulos. Esos asuntos, que son nueve, denotan una culpable ignorancia respecto:

1.  del amor de Dios (cap. 1:2);
2.  de lo que se le debe (cap. 1:6);
3.  del culto que hay que rendirle (cap. 1:7);
4.  de lo que conviene a la pureza de su Mesa (cap. 1:12);
5.  de su santidad y su justicia (cap. 2:17);
6.  de su propia perfidia (cap. 2:14);
7.  de lo que es una verdadera conversión (cap. 3:7);
8.  de la consagración en el servicio; todo lo cual termina en
9.  de la abierta rebeldía contra Dios, ¡sin que ellos siquiera tengan conciencia de esta rebeldía! (cap. 3:13).