El amor de Dios hacia su pueblo
“La palabra de Jehová a Israel, por medio de Malaquías” (v. 1, RVA 1989). Aunque Malaquías profetizaba en medio de los débiles restos de Judá y Benjamín, vueltos del cautiverio, abarca en su pensamiento a Israel, es decir, al conjunto del pueblo. En eso difiere de Zacarías, quien considera tan solo a Judá y Jerusalén. El estado moral que Malaquías va a describir comprende, pues, a la nación como un todo, y el juicio que debe alcanzarla será general; de igual manera la primera venida del Mesías abarca, en su alcance, a todo el pueblo (Lucas 1:54; 2:10, 25, 32).
“Yo os he amado, dice Jehová; y dijisteis: ¿En qué nos amaste? ¿No era Esaú hermano de Jacob? dice Jehová. Y amé a Jacob, y a Esaú aborrecí” (v. 2). “Yo os he amado”: ¡qué frase más conmovedora! Por ella comienza Dios; ella es el origen de todas sus relaciones con los hombres, de todos sus designios para con su pueblo. Desde la eternidad, las delicias de la Sabiduría son con los hijos de los hombres (Proverbios 8:31); y, en cuanto a Israel, Dios le había probado su amor desde el principio, primeramente por su elección de gracia: “Amé a Jacob”. Seguidamente Jehová había librado a Israel de Egipto, lo había tomado sobre alas de águila para traerlo a Sí; lo había conducido por medio de la nube en el desierto para introducirlo finalmente en el país de la promesa. Y cuando sus juicios, prueba de su infalible carácter de justicia y santidad, habían tenido que caer sobre este pueblo infiel, el amor de Dios ¿no había terminado por restaurarlo y hacerlo subir a su tierra? ¿Podía Israel dudar un instante de un amor que de tantas maneras se había manifestado a su favor?
Esta misma frase la pronuncia Dios aun hoy. La cristiandad, a pesar de su rápida marcha hacia la apostasía final, puede oírla diariamente: “Yo os he amado, dice Jehová”. ¿La cruz de Cristo no es la prueba incontestable de este amor?
¿En qué nos amaste?
Se podría pensar, sin duda, que esta frase encontraría eco en el emocionado corazón del pueblo, conmovido por semejante gracia inmerecida… pero escuche usted lo que ese pueblo contesta: “¿En qué nos amaste?”.
¿Se puede concebir semejante endurecimiento? Ese pueblo, después de haber hecho, durante muchos años, la amarga experiencia de las consecuencias de su infidelidad, ahora, en el momento mismo en que los inmerecidos designios de gracia se reanudan a su respecto, tiene la audacia de decir: “¿En qué nos amaste?”. Ellos no conocen al Dios con el que tienen relación y ni aun se conocen mejor a sí mismos. No saben que Dios no cambia nunca y que, si sus juicios son inmutables, su amor es tan inmutable como su justicia. Tal es el primer carácter de este pueblo.
¿Acaso el estado de la cristiandad difiere en algo? A veces Dios sacude al mundo por medio de terremotos e inundaciones catastróficos. Aquellos que dicen creer en Dios, en vez de arrepentirse se preguntan: ¿Dónde está su amor? Y, sin embargo, los pasados y actuales juicios de Dios, si bien prueban su horror por el mal, tienen como propósito atraer las almas hacia él y probarles que, a pesar de sus pecados, se interesa por ellas y busca su bien. Su amor hacia ellas no ha cambiado, porque sigue estando establecido una vez para siempre en la cruz de Cristo y, por sus juicios, Dios querría conmover las conciencias y dirigir los ojos, como antiguamente los de los israelitas hacia la serpiente de bronce (Números 21:8), hoy hacia el único medio de salvación. Hay, sin duda, un justo gobierno de Dios en el mundo, y hace falta que el hombre lo comprenda y lo experimente para aprender que su único recurso está en el inmutable amor de Dios.
En vez de eso, los pecadores encuentran, en estos justos juicios, una ocasión para poner en duda el carácter de Aquel que les llama. Nada conmueve al corazón del hombre; este no considera que tan solo merece el juicio y, en vez de recurrir a la gracia, dice como el siervo malo: “Te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste, y recoges donde no esparciste” (Mateo 25:24). “¿En qué nos amaste?”.
Tal como en el caso de Israel, el primer rasgo de la cristiandad profesante es, pues, la indiferencia por el amor de Dios y, aun más, la ignorancia acerca del carácter de Dios y del propio carácter de ella.
“Amé a Jacob y a Esaú aborrecí”
A esta pregunta insolente: “¿En qué nos amaste?”, Jehová contesta recordándoles sus orígenes: “¿No era Esaú hermano de Jacob? dice Jehová. Y amé a Jacob, y a Esaú aborrecí” (v. 2). ¿En qué, pues, se basaba la elección de Jacob? Cuando Jehová dijo: “El mayor servirá al menor” (Génesis 25:23), ¿qué es lo que determinó su elección? Ninguno de estos dos hermanos había hecho, hasta ese momento, algo bueno o malo; lo que establecía diferencia entre ellos era el determinado propósito, la libre disposición de Dios, según la elección de gracia (Romanos 9). Y ¿por qué dice ahora: “Amé a Jacob”? ¿Acaso hubo algo en la conducta de Jacob que lo hiciese amable? Por cierto que el carácter de Jacob no tiene nada de atrayente para nosotros, y cuánto menos para Dios, pues nunca hubo hombre con una fe más mezclada con engaño. ¿Acaso fueron las obras de Jacob las que, a pesar de su carácter, atrajeron el amor de Dios? En absoluto. Hay pocos patriarcas que hayan tenido una vida más pobre en buenas obras; y Malaquías va a mostrarnos lo que eran las obras de sus descendientes. ¿De dónde provenía, pues, este amor de Jehová hacia un hombre y luego por un pueblo tan miserables? Provenía de la necesidad del corazón de Dios de darse a conocer, de mostrar a los pecadores lo que él es. Israel se había aprovechado del hecho de que Dios quisiera revelarse a sí mismo –es decir, su naturaleza y su corazón– a unos miserables seres como nosotros.
Pero Jehová añade: “Y a Esaú aborrecí”. ¿Acaso había injusticia y parcialidad en Dios por haberle odiado? De ninguna manera. La libre elección del Dios soberano no es odio. En el Génesis encontramos esta elección: “El mayor servirá al menor” (Génesis 25:23), pero no vemos su odio hacia Esaú. Dios no pronuncia allí un juicio sobre este; tenemos que llegar hasta Malaquías, el último libro profético del Antiguo Testamento, para saberlo. El odio de Dios contra Esaú no es más que el resultado de la conducta de Esaú. Jehová le había acordado, al igual que a su descendencia, unos 1.400 años para que probara por sus obras si era digno de ser amado por él; pero Edom1 se había mostrado en toda ocasión como el juramentado enemigo de Dios y de su pueblo, y finalmente había colmado la medida de sus iniquidades por su conducta con respecto a Jerusalén y sus hermanos en el día de la calamidad de estos (Abdías 10-14). Por eso Dios hace de él, basándose en sus obras, ejemplo de un juicio sin misericordia; según dice Malaquías, Edom es “pueblo contra el cual Jehová está indignado para siempre” (cap. 1:3-5); y según el profeta Abdías, él “será cortado para siempre”, el único pueblo del cual “ni aun resto quedará” (Abdías 10, 18). Después de haber establecido estos dos principios (por un lado su amor y su elección de gracia, y por otro su justicia y su santidad que no pueden dejar el mal sin castigo), Dios pasa a la condición actual de este pueblo al que había amado. ¿Israel había mostrado ser digno de tanto amor, o más bien había merecido caer bajo el juicio? Esto es lo que van a mostrarnos los capítulos 1:6-14 y 2:1-17.
La única diferencia a favor de Israel, comparado con Edom, es que habrá en aquel pueblo un remanente, unos salvados según la elección de gracia. Este remanente mostrará de qué manera Dios sabe conciliar su odio por el pecado y su amor por el pecador. Y, lo sabemos, la cruz de Cristo es el único lugar en el cual la justicia de Dios se manifiesta, justificando al pecador en vez de condenarle.
Volvamos ahora a la profecía y examinemos, en primer lugar, el estado moral de Israel, poseedor de tantos privilegios.
- 1N. del Ed.: La descendencia de Esaú formó el pueblo de Edom.
La condición del sacerdocio
Todo este pasaje (cap. 1:6-14-2:1-9) describe la condición del sacerdocio y luego la del pueblo (cap. 2:10-17). El sacerdote era a la vez el mediador entre Dios y la nación y el representante de la nación ante Dios; pero aquí tiene más bien el carácter de aquel que rinde culto a Dios. Si el pueblo hubiese escuchado atentamente la voz de Jehová, todo él habría sido un “reino de sacerdotes y gente santa” (Éxodo 19:6). Pero, entregado a su responsabilidad al pie del Sinaí, Israel, desde su primer acto –hacer el becerro de oro– perdió todo derecho a cumplir aquella función. Dios, después de hacer largos ensayos de su paciencia hacia su pueblo, para ver si este podía reconquistar, mediante su conducta, los privilegios que había perdido, suscitó un nuevo sacerdocio universal al apartar a su Iglesia. Esta ¿se ha mostrado digna del sacerdocio que le fue confiado? La historia de la cristiandad profesante responde negativamente a esta pregunta, aunque ella pretenda estar en relaciones con Dios para el culto. Tiene el nombre de «culto» en sus labios, pero ha olvidado totalmente el significado de ese servicio. Aun los creyentes que hay en medio de ella dan prueba de semejante ignorancia. Claro que todos son, de hecho, sacerdotes a los ojos de Dios, pero ya no cumplen sus funciones. Israel, pues, no es el único ejemplo de ignorancia en cuanto al homenaje que Dios tiene derecho a esperar de su pueblo.
Honor al padre y temor al señor
“El hijo honra al padre, y el siervo a su señor. Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está mi honra? y si soy señor, ¿dónde está mi temor? dice Jehová de los ejércitos a vosotros, oh sacerdotes, que menospreciáis mi nombre” (v. 6).
Aunque las relaciones de familia, de las que nos habla este pasaje, iban debilitándose entonces –como sucede hoy con los progresos de la apostasía–, todavía se admitía que el hijo debía honrar a su padre y que el servidor debía temer a su señor. Pues bien, Dios era padre y señor a la vez, y los sacerdotes menospreciaban su nombre; pero decían: “¿En qué hemos menospreciado tu nombre?”. Dios les contesta: “En que ofrecéis sobre mi altar pan inmundo. Y dijisteis: ¿En qué te hemos deshonrado? En que pensáis que la mesa de Jehová es despreciable” (v. 7). Su pregunta denotaba esa ignorancia de la que hemos hablado: ignorancia del carácter de Dios, de lo que le es debido y de la culpabilidad de sus propios actos.
Apliquemos estas palabras a lo que pasa en la cristiandad profesante, la que pretende rendir culto a Dios, acercarse a su Mesa, tomar parte en el memorial del sacrificio de Cristo… ¿Qué es lo que lleva allí? ¿Pureza o mancha? Los que se presentan allí ¿son santos purificados de sus iniquidades o, en cambio, seres cargados con sus pecados? Y unos dicen: ¿En qué hemos despreciado tu nombre, o te hemos profanado? ¿Hemos procedido mal en eso? ¿No hemos cumplido con toda puntualidad nuestros deberes religiosos? “En que pensáis” –responde Jehová– “que la mesa de Jehová es despreciable”. Tal vez esas palabras no estén en sus labios, pero sí en sus actos, los que muestran cómo estiman a Jehová y su Mesa. “Y cuando ofrecéis el animal ciego para el sacrificio, ¿no es malo? Asimismo cuando ofrecéis el cojo o el enfermo, ¿no es malo? Preséntalo, pues, a tu príncipe; ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto? dice Jehová de los ejércitos” (v. 8). ¿Qué da a Dios el hombre religioso de todos los tiempos? ¿Y qué hace por él? Cumple en público actos que le hacen honorable a los ojos de los demás hombres. El fariseísmo, sea judío o cristiano, no tiene otro móvil. Sus obras caritativas hacen hablar de él entre los hombres; pero, en lo secreto, ¿qué puede ofrecer a un Dios a quien no conoce, sino “un animal enfermo”?
¿Qué haremos, pues, para ser agradables a Dios? exclamarán esos mismos hombres. Helo aquí: “Ahora, pues, orad por el favor de Dios, para que tenga piedad de nosotros. Pero ¿cómo podéis agradarle, si hacéis estas cosas? dice Jehová de los ejércitos” (v. 9). Arrepentíos; dejad vuestros caminos; implorad a Dios; apelad a su gracia. Es este vuestro único recurso, el único medio con que podéis contar para recibir los favores de Dios. No podéis hacer buenas obras, y vuestra conducta lo prueba; las mejores a vuestros ojos no son para Dios más que obras muertas de las que vuestra conciencia tiene que ser purificada (Hebreos 9:14).
“¿Quién también hay de vosotros que cierre las puertas o alumbre mi altar de balde? Yo no tengo complacencia en vosotros, dice Jehová de los ejércitos, ni de vuestra mano aceptaré ofrenda” (v. 10). Aquí encontramos otro carácter moral del sacerdocio adulterado: el interés que dirige al hombre cuando pretende servir a Dios. No puede hacer otra cosa, porque no conoce a Dios. Por eso Dios pronuncia el juicio más completo sobre esta profesión sin vida y declara que no hay ningún vínculo moral entre ella y él: “Yo no tengo complacencia en vosotros… ni de vuestra mano aceptaré ofrenda”.
Dios se volverá hacia las naciones
“Porque desde donde el sol nace hasta donde se pone, es grande mi nombre entre las naciones; y en todo lugar se ofrece a mi nombre incienso y ofrenda limpia, porque grande es mi nombre entre las naciones, dice Jehová de los ejércitos” (v. 11).
El profeta declara aquí que Dios se volverá hacia las naciones. Es, en efecto, lo que ocurrió. Jehová abandonó a su pueblo al juicio, y el Evangelio fue anunciado a los gentiles. Una gran multitud de ellos se convirtió para servir al Dios vivo y verdadero y puso su esperanza en Cristo. Esta palabra del profeta, pues, puede aplicarse inmediatamente a la bendición de los gentiles por la fe cristiana, pero ella va más lejos: el Espíritu lleva nuestros pensamientos hacia un tiempo todavía futuro, cuando una ofrenda pura será presentada por las naciones al Dios de Israel. Este hecho que llena la profecía del Antiguo Testamento solo tendrá lugar después del juicio definitivo ejecutado sobre el pueblo rebelde y sus opresores. Entonces una muchedumbre innumerable de gentiles estará delante del trono en presencia del Cordero (Apocalipsis 7), y en todo lugar –no solamente en el templo de Jerusalén– se quemará incienso al gran nombre de Jehová.
“Y vosotros lo habéis profanado cuando decís: Inmunda es la mesa de Jehová, y cuando decís que su alimento es despreciable. Habéis además dicho: ¡Oh, qué fastidio es esto!” (v. 12-13). Dios veía lo que había en el fondo del corazón de los sacerdotes de Israel. La cristiandad profesante ofrece el mismo espectáculo. El gozo de la presencia de Dios, la comunión con él, la apreciación del sacrificio de Cristo le son cosas desconocidas y tan solo hacen salir de sus labios una expresión: “¡Qué fastidio es esto!”. ¿Puede ella comprender la felicidad que encuentran los creyentes en la comunión con el Padre y con el Hijo? ¿Puede encontrar sus delicias en la Palabra, de la cual únicamente el Espíritu Santo da la inteligencia?
“Y me despreciáis, dice Jehová de los ejércitos”. La revelación de Dios y de Cristo es para el hombre un polvo molesto al que procura quitárselo de encima; no significa nada para su corazón y su conciencia, porque no tiene corazón ni conciencia para Dios. El mundo estima que las distracciones y los placeres son preferibles al verdadero culto. ¿Puede el Señor aceptar sacrificios ofrecidos en tales condiciones? Aun en lo que se llamaba «un voto» –es decir, un servicio voluntario– sacrificaban “lo dañado”, la apariencia del celo les bastaba (v. 14).
El sacerdocio adulterado
Si ahora, en este primer capítulo, recapitulamos los caracteres del sacerdocio adulterado, encontraremos la total ignorancia acerca del amor de Dios, la ignorancia respecto de su santidad y la ausencia de todo temor de Dios. La impureza es llevada a su Mesa; dones sin valor son presentados para guardar las apariencias; el interés regula todos los actos en el servicio para Jehová. Esta carencia de realidad en la vida religiosa produce fastidio y hastío por las cosas divinas.
¡Quiera Dios guardarnos de este espíritu y de estas tendencias hacia los cuales nuestros corazones naturales tienen ya demasiada predisposición a dejarse arrastrar! Dios no nos pide vanas apariencias, sino la verdad en el corazón, actos que correspondan a nuestras palabras, palabras que correspondan al estado de nuestras almas. ¡Feliz aquel de quien Jesús pueda decir: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño”! (Juan 1:47).
El capítulo 2:1-9 pertenece propiamente al que precede. No hace, como tampoco el capítulo 1, una completa descripción de la apostasía final, sino que describe el carácter moral del sacerdocio, librado a su propia responsabilidad. De modo que podemos echar una mirada al corazón del hombre religioso, a fin de saber evitar, para nosotros mismos, los rasgos que le caracterizan. Con este propósito, el creyente debe retener las primeras palabras del profeta: “Yo os he amado”. Nuestra salvaguardia es el conocimiento del amor de Cristo. Volvamos siempre a beber de esta fuente, pues no tenemos otro medio para rendir un testimonio fiel. El Señor no le dice a Filadelfia: Reconoce que tú me has amado. Antes bien le dice: Reconoce que yo te he amado (Apocalipsis 3:9). Si nos recostamos sobre el pecho de Jesús, solo sentiremos latir el amor. Allí aprenderemos a conocerle, y no buscándole a través de la manera –siempre imperfecta– en que cumplimos nuestro servicio.
“Ahora, pues, oh sacerdotes, para vosotros es este mandamiento. Si no oyereis, y si no decidís de corazón dar gloria a mi nombre, ha dicho Jehová de los ejércitos, enviaré maldición sobre vosotros, y maldeciré vuestras bendiciones; y aun las he maldecido, porque no os habéis decidido de corazón. He aquí, yo os dañaré la sementera, y os echaré al rostro el estiércol, el estiércol de vuestros animales sacrificados, y seréis arrojados juntamente con él” (v. 1-3). Los hombres que merced a sus privilegios están más cerca de Dios, son los juzgados con mayor severidad. Estos sacerdotes se jactaban de sus prerrogativas, pero habían olvidado a Dios, quien había venido a ser para ellos lo que se llama una cantidad desdeñable. ¿Para qué existían, sino para “glorificar Su nombre”? De otro modo, Dios maldeciría sus bendiciones y sus privilegios se convertirían en maldición para ellos. Esta amenaza era ya una cosa actual en tiempos del profeta Malaquías.
El pacto con Leví
“Y sabréis que yo os envié este mandamiento, para que fuese mi pacto con Leví, ha dicho Jehová de los ejércitos” (v. 4). Encontramos aquí una confusión intencional –muy frecuente en el Antiguo Testamento– entre sacerdotes y levitas. El sacerdocio propiamente dicho ya había fracasado, al pie del Sinaí, cuando Aarón, sumo sacerdote, les había desenfrenado al hacerles un becerro de oro (Éxodo 32:25). Había vuelto a fallar cuando Nadab y Abiú, hijos de Aarón, ofrecieron fuego extraño a Jehová (Levítico 10:1) y fueron consumidos. También había fracasado cuando Elí, descendiente de Itamar, honró a sus hijos más que a Jehová, por lo cual Dios le anunció que suscitaría en su lugar un sacerdote fiel que andaría delante de su Ungido todos los días (1 Samuel 2:29, 35). Entonces fue suscitado Sadoc, de la familia de Eleazar, y esta familia ocupó, desde entonces, el primer puesto en el sacerdocio (1 Crónicas 6:50-53; 24:1-6); pero vemos, al final de Nehemías, lo que fue de esta familia: “Contaminan el sacerdocio, y el pacto del sacerdocio y de los levitas” (Nehemías 13:29). Del mismo modo, en Malaquías habían “corrompido el pacto de Leví” (cap. 2:8). Eso no anulaba, sin duda alguna, el determinado propósito de Jehová de conservar en esa familia, para el porvenir, un sacerdocio fiel que, mejor aun que el de Sadoc bajo la realeza de David, “andará delante de mi Ungido” (1 Samuel 2:35). Pero, a causa de la infidelidad del sacerdocio en ese momento de Malaquías, Jehová insiste en su alianza con Leví.
Esta maldición, pronunciada aquí sobre el sacerdocio judío, alcanzará igualmente a la profesión cristiana. Al aludir al capítulo 19:6 del Éxodo, el apóstol Pedro dice a los cristianos: “Sed un sacerdocio santo” y “sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa” (1 Pedro 2:5, 9). Como profesión, ese sacerdocio se ha hecho infiel y no podrá subsistir; pero los consejos de Dios son irrevocables y permanecerán a pesar de todo. Si bien es cierto que el conjunto cae bajo el juicio y, al castigar a los malos siervos, Dios tiene que decir: “Vendrá el señor de aquel siervo en día que este no espera, y a la hora que no sabe, y lo castigará duramente, y pondrá su parte con los hipócritas; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mateo 24:50-51), no es menos cierto que su pacto permanece con Leví.
Los hijos de Leví habían demostrado celo por Jehová en dos ocasiones memorables. Después de la erección del becerro de oro y el pecado de Aarón, Moisés se puso a la puerta del campamento y dijo: “¿Quién está por Jehová? Júntese conmigo. Y se juntaron con él todos los hijos de Leví. Y él les dijo: Así ha dicho Jehová, el Dios de Israel: Poned cada uno su espada sobre su muslo; pasad y volved de puerta a puerta por el campamento, y matad cada uno a su hermano, y a su amigo, y a su pariente. Y los hijos de Leví lo hicieron conforme al dicho de Moisés; y cayeron del pueblo en aquel día como tres mil hombres. Entonces Moisés dijo: Hoy os habéis consagrado a Jehová, pues cada uno se ha consagrado en su hijo y en su hermano, para que él dé bendición hoy sobre vosotros” (Éxodo 32:26-29). El celo de los levitas por Jehová era su consagración, en contraste con la consagración oficial de los sacerdotes (Éxodo 29).
Este celo se había mostrado por segunda vez durante la alianza de Israel con las hijas de Moab, para adorar a Baal-peor. Finees, hijo de Eleazar, en su celo por Jehová había traspasado a los culpables. Este acontecimiento constituye el tema de nuestro pasaje: “Mi pacto con él fue de vida y de paz” (v. 5); es, en efecto, lo que Jehová había dicho a Moisés: “Finees hijo de Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, ha hecho apartar mi furor de los hijos de Israel, llevado de celo entre ellos; por lo cual yo no he consumido en mi celo a los hijos de Israel. Por tanto diles: he aquí yo establezco mi pacto de paz con él; y tendrá él, y su descendencia después de él, el pacto del sacerdocio perpetuo, por cuanto tuvo celo por su Dios e hizo expiación por los hijos de Israel” (Números 25:10-13). En virtud de la fidelidad de Finees, el sacerdocio perpetuo debía quedar en la familia de Eleazar, de quien este levita era hijo.
Es, en efecto, lo que tendrá lugar en los últimos tiempos. Se ve en Ezequiel 48:11 que la familia de sacerdotes, de la cual los hijos de Sadoc fueron titulares bajo el reinado de David, subsistirá durante el reinado milenario de Cristo: “La porción santa” –leemos– será para “los sacerdotes santificados de los hijos de Sadoc que me guardaron fidelidad, que no erraron cuando erraron los hijos de Israel, como erraron los levitas”. Tenemos aquí uno de los ejemplos de la confusión intencional, mencionada anteriormente, entre los sacerdotes y los levitas, pues eran los sacerdotes quienes habían “corrompido el pacto de Leví” (v. 8). “Mi pacto con él fue de vida y de paz, las cuales cosas yo le di para que me temiera; y tuvo temor de mí, y delante de mi nombre estuvo humillado. La ley de verdad estuvo en su boca, e iniquidad no fue hallada en sus labios; en paz y en justicia anduvo conmigo, y a muchos hizo apartar de la iniquidad. Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley; porque mensajero es de Jehová de los ejércitos” (v. 5-7). Leví tenía cinco caracteres:
1. En cuanto a su corazón: temía a Jehová; se diferenciaba de esos sacerdotes profanos de los cuales Dios decía: “¿Dónde está mi temor?” (cap. 1:6).
2. En cuanto a sus palabras: la ley de verdad estaba en su boca y la iniquidad no fue hallada en sus labios.
3. En cuanto a su andar: se realizaba con Jehová en paz y rectitud.
4. En cuanto a su ministerio: había apartado de la iniquidad a muchos.
5. En cuanto a su mensaje: era el enviado de Dios.
Cristo, el Levita fiel
La Palabra considera aquí el débil servicio de los levitas en comparación con el del hijo de Eleazar. Aprecia ese servicio según su origen, así como también considera el nuestro en comparación con el de Cristo. Todo este pasaje, en efecto, nos habla de él y nos ofrece una imagen admirable de su actividad como hombre. En la tierra, Jesús no era sacerdote; solo llegó a serlo en virtud de su resurrección de entre los muertos (Salmo 110). Pero toda su carrera en esta tierra correspondía a la del levita fiel. Era el perfecto servidor, tanto de Jehová como del hombre caído; por eso Dios le ha confiado un sacerdocio que no se transmitirá jamás. Desde entonces podía estar en el cielo, ante Dios, para servir a los hombres, porque había estado en el mundo para servir a Dios delante de los hombres.
Un pasaje del Deuteronomio nos presenta de nuevo a Leví bajo el carácter figurativo de Cristo: “A Leví dijo: Tu Tumim y tu Urim sean para tu varón piadoso… Bendice, oh Jehová, lo que hicieren, y recibe con agrado la obra de sus manos” (cap. 33:8-11).
En este magnífico capítulo, dos personajes tienen preeminencia sobre todos los demás: José y Leví. Ambos se caracterizan por la separación para Dios. Por una parte, las bendiciones están sobre José porque había estado separado de sus hermanos. Su carácter era el del nazareo, cuya separación era ordenada por Dios. En esta posición había sido fiel; por eso el favor de Dios viene “sobre la cabeza de José, y sobre la coronilla del nazareo, el separado de entre sus hermanos” (Deuteronomio 33:16, V. M.). En cuanto a Leví, su separación había sido voluntaria, fruto de su fidelidad; por lo que Jehová “bendice lo que hicieron, y recibe con agrado la obra de sus manos”. Por eso, según la petición de Moisés, le es asignado a él el sacerdocio perpetuo: los Urim y Tumim, atributos del sacerdocio, por medio de los cuales se consultaba a Jehová (1 Samuel 28:6; 23:9; ver Números 27:21; Esdras 2:63; Nehemías 7:65), son para Su “varón piadoso” (o Su “siervo favorecido”, V. M.). Históricamente, esta promesa se cumplió en la familia de Eleazar, padre de Finees; pero aquí, Leví es un personaje, un solo hombre. La conducta de Leví (Finees), como la de Cristo, de quien es figura, es la base de todo sacerdocio.
“Mas vosotros os habéis apartado del camino; habéis hecho tropezar a muchos en la ley; habéis corrompido el pacto de Leví, dice Jehová de los ejércitos. Por tanto, yo también os he hecho viles y bajos ante todo el pueblo, así como vosotros no habéis guardado mis caminos, y en la ley hacéis acepción de personas” (v. 8-9). El profeta vuelve aquí a los sacerdotes que de esto solo tienen la apariencia y la profesión. En vez de andar en los caminos del verdadero servidor, quien tendría que haber sido su modelo desde el principio, ellos habían seguido –pese a llevar Su nombre– caminos de corrupción, dando así ejemplo a mucha gente para que abandonase la ley, o bien la habían aplicado de manera diferente, según se tratara de pobres o de gente de buena posición. Por eso Dios iba a cubrirlos de desprecio a la vista de todos.