La nueva vida del creyente

Del nuevo nacimiento a la gloria

Unidos a Cristo

En nuestro primer capítulo, relativo al tema de la salvación, vimos la gracia de Dios por nosotros. En el segundo capítulo, que trata sobre la familia de Dios, vimos lo que él hace de nosotros. Y ahora, en cuanto a nuestra unión con Cristo, veremos Su obra en nosotros.

¿Cuáles fueron las consecuencias de la caída de nuestros primeros padres? (Génesis 3):

El pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte
(Romanos 5:12).

El pecado separa a los hombres de Dios y a los unos de los otros; la muerte es la separación del alma del cuerpo físico. A aquellos que no son salvos, les aguarda la segunda muerte, o sea, la separación eterna de Dios. La relación que existía con él antes de la caída quedó como cortada. No obstante, ahora, por la obra de su Hijo, Dios da mucho más: no restablece el estado anterior, sino que nos une a Cristo.

Merced a nuestra unión con Cristo, él permanece en nosotros y nosotros en él. Este tremendo hecho era un misterio en tiempos del Antiguo Testamento (Colosenses 1:26-27), algo oculto, pero ahora nos es revelado por el Espíritu.

Por un lado, nosotros estamos “en Cristo” ante Dios, tema importante de la epístola a los Efesios; por el otro, Cristo está “en nosotros” en este mundo, como lo subraya la epístola a los Colosenses. Captar esto por la fe transforma la vida (Gálatas 2:20).

Romanos capítulo 6 nos ofrece lo esencial de esta obra divina en nosotros:

“Inidos con él” (v. 5, V. M.)

Literalmente, esta expresión significa: «Hechos una misma planta con Él». Esto implica nuestra muerte con Cristo (v. 6-7) y nuestra resurrección con él (v. 8) (ver también Efesios 2:5-6). Un ejemplo permitirá comprender mejor el asunto: un árbol frutal salvaje produce frutos de poco valor o incomibles. Se cortan, pues, las ramas del árbol, a corta distancia del tronco. En lo que queda de ellas se injerta, es decir, se inserta un corto trozo de una rama de un árbol cultivado. Las ramas así insertas –los injertos– van a crecer y transformar al árbol silvestre en un árbol productivo que tendrá la naturaleza del injerto.

Hace falta creer que hemos sido unidos a Cristo en su muerte y su resurrección. “Consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (v. 11). Luego es preciso mostrar lo que somos en Cristo o, como lo dice el apóstol, andar en vida nueva (v. 4).

Efesios 4:22-24 precisa esta transformación: “En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos”. El tiempo gramatical del verbo “despojaos” es, en griego, un aoristo. Designa un preciso punto del pasado. Entonces, Efesios 4:22 significa que nos hemos despojado de lo que éramos por naturaleza. Esto es así aunque la naturaleza pecadora esté aún en el creyente. La contrapartida es: “Vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (v. 24). “Vestíos del nuevo hombre” es también un aoristo, un hecho cumplido.

No se trata, pues, de vestirse continuamente de nuevo de él; por la gracia de Dios, aquel que está en Cristo ya se ha vestido del nuevo hombre. Dios lo ha creado.

Por el contrario, la expresión ser “renovados en el espíritu de vuestra mente” (v. 23) es un presente pasivo: esta forma verbal indica que cada día el entendimiento, la fuente de nuestros pensamientos, tiene necesidad de ser renovado por la Palabra y la acción del Espíritu Santo, el cual, en la comunión con Dios, nos la da a conocer mejor. El apóstol lo precisa en 2 Corintios 4:16: el hombre interior “se renueva de día en día”.

La epístola a los Colosenses saca las consecuencias prácticas de nuestra muerte y resurrección con Cristo: “Si pues moristeis con Cristo… ¿por qué… os sujetáis a tales decretos… según los preceptos y enseñanzas de los hombres?” (cap. 2:20-22, V. M.). ¿Por qué establecer entre personas nacidas de nuevo reglas, leyes y ordenanzas, destinadas al hombre no regenerado? Eso es legalismo.

Lo que sí nos conviene está descrito en el capítulo 3:1-3:

Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba…, poned la mira en las cosas de arriba. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.

Hemos resucitado: la gracia de Dios lo hizo. A nosotros nos toca buscar lo positivo, las cosas de arriba, pensar en ellas, cultivar esta vida que tenemos en Cristo.

A este respecto es muy importante hacer “morir” lo terrenal en nosotros, es decir, quitarles el alimento a los desarreglos carnales; se trata también de “dejar” todas las manifestaciones del carácter natural (v. 8); para lograrlo es preciso el poder del Espíritu de Dios. A esto, el apóstol añade el aspecto positivo: “vestíos” de todo lo que la nueva vida produce (v. 12-15). El versículo 16 da el secreto que hará posible la puesta en práctica de estas exhortaciones: “La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros”.

Libertados, liberados

Romanos 6:14 afirma: “El pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia”.

Eso no quiere decir que el creyente no pecará más, sino que está libre de la dominación del pecado.

Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna
(Romanos 6:22).

El que ha sido redimido por Cristo, ha cambiado de amo: “Erais esclavos del pecado… y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia” (v. 17-18). ¿Cómo es posible este cambio? Romanos 8:2 nos da la respuesta: “La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte”. Nótese que la expresión “la ley” no se refiere aquí a la ley de Moisés, sino a «un principio que obra siempre en el mismo sentido», como por ejemplo la ley de gravedad (véase también Romanos 7:21).

Entregados

No presentéis (o entreguéis) vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos (entregaos) vosotros mismos a Dios como (hechos) vivos de entre los muertos
(Romanos 6:13).

Estábamos muertos en nuestros delitos y pecados, pero hemos sido hechos vivos con Cristo (Efesios 2:1, 5, 13).

Como vivos, resucitados con él, somos exhortados a poner a disposición del Señor lo que le pertenece: “No sois vuestros. Porque habéis sido comprados por precio” (1 Corintios 6:19-20).

Romanos 12:1-2 sigue el mismo pensamiento: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto (o servicio) racional”. Nosotros, conscientes del amor divino, el que tanto ha hecho por nosotros y del cual nada puede separarnos (cap. 8:38-39), somos llamados a presentar a Dios el sacrificio vivo de nuestros cuerpos. No se trata de ofrecernos a él para atraer su gracia u obtener méritos, sino porque él nos amó hasta el extremo de dar a su Hijo, quien a su vez nos amó hasta la muerte. Semejante entrega forma parte de nuestro “culto racional” (o, como también puede traducirse, «servicio inteligente»).

De esto se deduce fácilmente que no debemos «amoldarnos» a los hábitos del mundo que nos rodea; como dice la Escritura: “No os conforméis a este siglo” (Romanos 12:2). Transformados, «metamorfoseados» (pensando en el cambio que se efectúa de una oruga a una mariposa) por medio de la renovación de nuestro entendimiento, de nuestros pensamientos más íntimos, somos «hechos diferentes» de lo que éramos antes. Entonces, podemos discernir la voluntad de Dios y hacerla.

Vivir día a día tal experiencia transforma, metamorfosea la vida. Para experimentarlo hace falta que obre todo el poder del Espíritu de Dios en nosotros, a condición de que no seamos contristados por faltas no juzgadas.

En Cristo

Antes de dejar a sus discípulos, el Señor Jesús, al anunciarles la próxima venida del Espíritu Santo, les dijo: “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros” (Juan 14:20; comp. la primera parte de este versículo con el v. 10). El Espíritu Santo condujo a los escritores de las epístolas a desarrollar lo que Jesús anunciaba y que los discípulos todavía no podían captar (cap. 16:12).

Veamos por ejemplo la epístola a los Efesios: “El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo… nos bendijo… en Cristo… Nos escogió en él antes de la fundación del mundo” (cap. 1:3-4). Dios no solo nos perdonó nuestros delitos y nos justificó, sino que también “nos hizo aceptos en el Amado” (v. 6).

Consideremos Levítico 1 a 7: el sacrificio por el pecado conducía a ser perdonado. El sacrificio de prosperidad (o de paces) conducía a la comunión con Dios. El israelita ofrecía el holocausto, sacrificio enteramente para Dios, no para obtener el perdón, sino para ser “acepto” (Levítico 1:3, V. M.)

Como ya lo hemos visto anteriormente en el capítulo 1 E de este folleto, la Biblia afirma que

Si alguno está en Cristo, nueva criatura (o creación) es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios
(2 Corintios 5:17-18).

El hecho de ser una nueva creación conduce a la conclusión de Romanos 8:1: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”. Un lado práctico de esa gran verdad es considerado en Juan 15 por el Señor mismo: “El que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto” (Juan 15:5).

Y hay otra bendición para el creyente: al final de su vida, ¡se duerme “en Cristo”! (1 Corintios 15:18).

Cristo en nosotros

Durante los tiempos del Antiguo Testamento, esto era un “misterio”; pero ahora ha sido manifestado a los creyentes. Dios quiere dar a conocer cuáles son las riquezas de esa revelación, resumidas en estas palabras: “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Colosenses 1:26-27). Pablo, en su enseñanza, luchaba según la potencia del Espíritu de Dios que obraba en él con poder, a fin de “presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre” (v. 29-28). Por un lado, somos “perfectos en Cristo”; por otro lado leemos: “Cristo en vosotros”. Es la prerrogativa del “nuevo hombre”, renovado en conocimiento, donde “Cristo es el todo, y en todos” (Colosenses 3:10-11).

Vivir esto por el poder del Espíritu y en comunión con el Señor es la más alta gracia concedida al creyente en la tierra. Que él “os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones” (Efesios 3:16-17). Con cuánto reconocimiento lo expresa el apóstol:

Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí
(Gálatas 2:20).