La nueva vida del creyente

Del nuevo nacimiento a la gloria

Nueva vida

Salvados

El Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se había perdido
(Mateo 18:11).

El pastor que tanto buscó a su oveja, ¡con qué gozo puede decir, al volver a su casa: “Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido”! (Lucas 15:6).

Estar perdido es haber huido de la voz del Pastor, del llamado del Evangelio, y haber menospreciado la gracia de Dios. Es exponerse a comparecer ante el “gran trono blanco” y ser “lanzado al lago de fuego” (Apocalipsis 20:11, 15).

“¿Qué debo hacer para ser salvo?” preguntaba el carcelero de Filipos a Pablo y a Silas. La respuesta fue inmediata: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo” (Hechos 16:30-31).

Pero esta respuesta no es una fórmula que se recita. Ella implica, como el mismo Pablo lo testificaba en Éfeso con perseverancia, el “arrepentimiento para con Dios, y… la fe en nuestro Señor Jesucristo” (Hechos 20:21).

Notemos que el “arrepentimiento para con Dios” se menciona en primer lugar (compárese con Lucas 24:47; literalmente significa: «el arrepentimiento que conduce al perdón de pecados»). Arrepentirse es cambiar de pensamientos en cuanto a Dios, en cuanto a uno mismo y en cuanto al pecado. Tal vez se ignoraba a Dios, o bien se lo condenaba pensando con amargura: «Si Dios existiera no hubiese permitido que…»; o se opinaba que «el buen Dios sin duda terminaría por tener en cuenta mi vida ordenada para acogerme en su cielo». Ahora bien, Dios se revela como el Dios santo, el Dios justo; Dios, quien es amor, también es luz.

Si la luz divina ilumina mi conciencia, no pensaré más que «mi vida es ordenada» y que puede complacer a Dios lo bastante como para que yo vaya al cielo. Cambiaré de pensamientos a la luz de su Palabra admitiendo que: “No hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:22-23). “Estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Efesios 2:1). “La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23), y no solamente la muerte física, sino también la eterna separación respecto de Dios.

Una vez admitido ser pecador, el arrepentimiento conduce a “la fe en nuestro Señor Jesucristo” (Hechos 20:21): “Por gracia sois salvos por medio de la fe” (Efesios 2:8). La fe en la Palabra de Dios acepta que “siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8), es decir, que él murió en nuestro lugar: “Jesús… el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25). “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Romanos 10:9).

Uno no es salvo por las buenas obras que cumpla: “Dios… nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia” (Tito 3:5). Es también un grave error pensar que es necesario completar de alguna manera la obra de Cristo respecto de nuestros pecados, al cumplir buenas obras que nos acrediten méritos (Efesios 2:9). La Palabra de Dios es muy clara: hemos sido “creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2:10).

Recapitulemos: primeramente vienen el arrepentimiento y la fe, acompañados por el «nuevo nacimiento» (Juan 3:3-6); las buenas obras que Dios preparó, cumplidas por reconocimiento hacia el Dios de amor, siguen después: “En esto consiste el amor; no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10).

La Palabra de Dios considera la salvación desde tres puntos de vista:

•   En cuanto al pasado está dicho: “sois salvos” (Efesios 2:5, 8); “Dios… nos salvó” (2 Timoteo 1:9). La certidumbre de ser salvo se apoya en la fe en la Palabra de Dios;
•   En cuanto al presente, concerniente a la vida de todos los días, el creyente es salvo “por Su vida” (Romanos 5:10), por la intercesión de Cristo (Hebreos 7:25);
•   En cuanto al porvenir, Romanos 13:11 asegura a todo hijo de Dios: “Ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos”. Nosotros esperamos “la redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8:23).

Esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya
(Filipenses 3:20-21).

Además de esto, la salvación tiene diferentes aspectos que iremos considerando:

Perdonados

Para ser perdonado, es necesario reconocerse culpable (Romanos 3:19).

Veamos la enseñanza de Levítico 4:27-35: si alguna persona se hacía culpable (v. 27) debía traer su ofrenda, es decir, un animal sobre cuya cabeza debía poner su mano, como si dijera: «Este va a llevar el castigo que merece mi pecado». Él mismo debía degollar a la víctima, cuya sangre era derramada al pie del altar, en tanto que la grasa era quemada sobre el altar. Solo después de esto está dicho que el pecado “será perdonado”. Este sacrificio es, por cierto, una figura (un tipo) del de Cristo en la cruz, “quien llevó él mismo nuestros pecados sobre el madero” (1 Pedro 2:24). Isaías 53 subraya: “Todos nosotros nos descarriamos… mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (v. 6).

Únicamente el sacrificio de Cristo podía “quitar” los pecados. La sangre de sacrificios, derramada en el Antiguo Testamento, jamás podía “quitar los pecados” (Hebreos 10:4, 11), solo eran “cubiertos” (Salmo 32:1). Cristo ofreció “un solo sacrificio por los pecados” (Hebreos 10:12), de modo que el Espíritu de Dios puede decir: “Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (v. 17).

Entre los hombres, cuando uno perdona una ofensa no hay castigo para el culpable. Dios, en cambio, no pasa por alto el pecado. Es preciso que el castigo sea ejecutado; pero cae sobre otro, o sea, sobre Cristo: “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18).

¿Qué pasa, entonces, con los pecados que los creyentes cometan después de haber nacido de nuevo? 1 Juan 1:9 es muy claro: “Si confesamos nuestros pecados, él (Dios) es fiel (a su Palabra) y justo (para con Cristo) para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”.

En Proverbios 28:13 ya está dicho:

El que las confiese (las transgresiones) y las abandone, alcanzará misericordia (V. M.).

Dios no pide una compensación por nuestros pecados, ni una penitencia exterior, sino una confesión. Confesemos nuestros pecados a Dios en primer lugar (Salmo 32:5) y, si el caso lo requiere, a aquel a quien hayamos lesionado. Santiago 5:16 considera incluso la confesión recíproca de las faltas “unos a otros” (no públicamente), a fin de orar el uno por el otro. Esto puede ser de gran ayuda en el andar cristiano, siempre que se guarde la mayor discreción (v. 20).

En Efesios 4:32 somos exhortados a perdonarnos unos a otros. La parábola de Mateo 18:23-35 muestra la gravedad de no perdonar al hermano, al olvidar la inmensa deuda que Dios nos remitió.

Purificados

Además del pecado-deuda, la culpabilidad (Romanos 3:19), que acabamos de considerar y que está ilustrado por el Señor en la parábola de Lucas 7:41-42 y 47-48, existe también el pecado-mancha, del cual tenemos necesidad de ser “lavados”.

Ya el profeta Miqueas decía: “No es este el lugar de reposo, pues está contaminado, corrompido grandemente” (cap. 2:10). Si dudamos de ello, ¡basta mirar a nuestro alrededor! Ahora bien, de la ciudad santa de la cual Juan tuvo la visión en Apocalipsis 21, nos es dicho: “No entrará en ella ninguna cosa inmunda” (v. 27).

El que está manchado por el pecado, por la corrupción personal y ambiental, es inducido a lavarse. Pero ¿cómo lograría hacerlo? Por lo tanto David pidió a Dios: “Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado… y seré más blanco que la nieve” (Salmo 51:2, 7). Únicamente la sangre de Jesucristo “nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). De aquellos a quienes “el Cordero… guiará a fuentes de agua de vida” (Apocalipsis 7:17) se nos dice que “han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero” (v. 14). Así, pues, comprendemos el alcance del cántico entonado en la tierra: “A Aquel que nos ama, y nos ha lavado de nuestros pecados en su misma sangre… a él sea la gloria” (Apocalipsis 1:5-6, V. M.).

1 Corintios 6:9-10 da la lista de aquellos a quienes se les ha llamado «los diez leprosos» (compare con Lucas 17:11-19). Pero el apóstol añade: “Esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados… en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios”.

En Zacarías 3, el sumo sacerdote estaba en presencia de Dios. Expuesto a la luz divina, él aparece vestido de “ropas sucias” (V. M.). Normalmente, esta suciedad no aparecía, pero, cuando él estaba “en pie delante del ángel de Jehová”, esa suciedad era visible; era necesaria toda la acción divina para hacer pasar de él su iniquidad (v. 4, V. M.).

El joven Isaías, con probablemente menos de veinte años de edad, entró en el templo y tuvo una visión en la que veía al Señor sentado en su trono (cap. 6:1). Los ángeles proclamaban Su santidad. El joven dijo entonces: “¡Ay de mí que soy muerto;… siendo hombre inmundo de labios…”. Entonces un ángel tomó del altar un carbón encendido que había consumido a la víctima del sacrificio; con él tocó los labios de Isaías, símbolo de la fe en la obra de Cristo en la cruz. Entonces le dijo el mensajero divino: “He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado” (v. 7).

Redimidos

Redimir es liberar mediante el pago de un precio. Por ejemplo, alguien quiere liberar a un esclavo. Va al mercado de esclavos y compra uno. Le quita sus cadenas y lo libera. El esclavo está redimido. Eso es lo que la Biblia llama redención.

Gálatas 3:13 nos dice que

Cristo nos redimió de la maldición… hecho por nosotros maldición.

Más adelante agrega: “Dios envió a su Hijo… para que redimiese a los que estaban bajo la ley” (Gálatas 4:4-5). Nadie podía observar la ley, y menos aun el décimo mandamiento que dice: “No codiciarás”. Tan solo el deseo de hacer el mal, aunque no se lo cometiese, ya era pecar! Cristo, cargado con nuestros pecados en las tenebrosas horas de la cruz, fue maldito en lugar de serlo nosotros, y así hizo que alcanzásemos la bendición (Gálatas 3:14). Hemos sido rescatados (o redimidos):

•   de toda iniquidad (Tito 2:14);
•   de nuestra vana manera de vivir (1 Pedro 1:18);
•   de la esclavitud del pecado (Juan 8:34; Romanos 6:17, 20). De ahí la magnífica declaración: “Así que ya no eres esclavo, sino hijo” (Gálatas 4:7).

En Cristo “tenemos redención por su sangre” (Efesios 1:7). “Cristo entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Hebreos 9:12).

Justificados

Dios “… justifica al impío”, “… justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 4:5; 3:26).

Cuando un culpable es perdonado, no tiene que sufrir ningún castigo; en el caso de un perdón humano, se pasa por alto la falta y el ofensor no tiene que responder de ella. Si se trata del perdón divino, la falta es expiada (es decir, borrada), pues Cristo soportó el castigo que ella merecía (Isaías 53:5).

En cierto sentido, perdonar es negativo: el pecado es olvidado y no hay castigo para el culpable. En cambio, ser justificado es positivo: el acusado es declarado justo, sin culpa. ¿Cómo es posible?

Dios puso a Cristo “como propiciatorio”:

•   “Por medio de la fe en su sangre…
•   con la mira de manifestar en este tiempo su justicia
•   a fin de que él sea el justo
•   y el que justifica al que es de la fe de Jesús”.

(Romanos 3:25-26, NT interlineal griego-español).

Tratemos de comprender estas expresiones: Cristo fue quien hizo propicio a Dios, es decir, hizo posible que Dios se mostrase favorable para con el pecador. No obstante, la propiciación no tiene como blanco apaciguar a un dios vengador como lo hacen los paganos, sino permitir a Dios ser justo al justificar al pecador.

“Al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Romanos 4:4-5).

Veamos una ilustración del Antiguo Testamento: en una noche estrellada, Abraham, por invitación divina, salió de su tienda para contar las estrellas. ¡“Si las puedes contar”! había dicho Dios y agregó: “Así será tu descendencia” (Génesis 15:5-6).

Abraham no tenía hijo y, humanamente hablando, tampoco ninguna esperanza de tenerlo. Pero “creyó a Jehová, el cual se lo imputó a justicia” (Génesis 15:6, V. M.) Dicho de otra manera, la fe le fue contada por justicia (véase Romanos 4:19-22).

La fe acepta que Dios es justo al justificar al culpable; ella no fue contada solamente con respecto a Abraham, “sino también con respecto a nosotros a quienes ha de ser contada, esto es, a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:23-25).

Esto puede parecernos misterioso. Pero la Palabra no deja lugar a dudas. A causa de la obra que Cristo realizó en la cruz, Dios es justo al justificar a aquel que cree en Jesús. El creyente que acepta por la fe tal declaración, aunque no capte todo su alcance, es declarado justo: «Su fe le es contada por justicia».

“Cristo Jesús… nos ha sido hecho… justicia” (1 Corintios 1:30, V. M.). Somos justificados gratuitamente:

•   por su gracia
•   mediante la redención que es en Cristo Jesús
•   en su sangre
•   por medio de la fe

(Romanos 3:24; Tito 3:7; Romanos 5:9).

Imaginémonos un tribunal en el que el acusado debe responder de un expediente voluminoso. Pero el juez, Dios mismo, lo declara justo porque el culpable se ampara en la obra de Cristo; él sale del tribunal no solamente perdonado, sino declarado justo, justificado. No se ha presentado ningún cargo contra él.

Entonces, ¿por qué Santiago 2:17 dice: “la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma”? Recordemos que, en su epístola, el apóstol Santiago considera las cosas desde el punto de vista del hombre, mientras que en la epístola a los Romanos se presenta el lado de Dios. Todo el párrafo de Romanos 3:21 hasta 4:25 focaliza en Dios y dice en resumen: Dios es justo al justificar. En cambio, Santiago se centra en el lado humano como lo muestra su manera de dirigirse a los destinatarios de su carta: “Pero alguno dirá: Tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus obras y yo te mostraré mi fe por mis obras” (cap. 2:18). Son las obras del creyente (Efesios 2:10) las que mostrarán a los hombres la realidad de su fe y de su nuevo nacimiento. Ante Dios –quien lee en el corazón– la fe es contada por justicia. Ante los hombres, la fe se demuestra por las obras de un hombre nacido de nuevo. Es el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22).

Concluimos con la categórica afirmación, tres veces repetida: “El justo por la fe vivirá” (Romanos 1:17; Gálatas 3:11; Hebreos 10:38).

Reconciliados

Siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo
(Romanos 5:10).

Cristo nos ha “reconciliado en el cuerpo de su carne, por medio de la muerte” (Colosenses 1:21-22, V. M.).

Dios no era nuestro enemigo; Dios es amor, pues dio a su Hijo por nosotros. En cambio, el pecador sí es enemigo de Dios; está alejado de él, lleno de quejas contra él, a menos que lo ignore o lo considere «muerto», lo que es una blasfemia.

Cuando dos hombres se reconcilian, restablecen la relación anterior. Pero, cuando Dios reconcilia a un pecador con él, lo introduce en una nueva relación, fundada en la muerte de Cristo.

No es nuestra apreciación de la obra de Cristo la que efectúa la reconciliación; Dios es quien la justiprecia. La fe simplemente acepta lo que Dios hace al volvernos con él a la unidad, a la paz.

No se trata de un cambio del hombre natural, sino de una nueva posición producida por la reconciliación; ella nos permite acercarnos a Dios, gozar de su amor, conocerle como Padre, estar llenos de su gracia, estar de acuerdo con él. “Si alguno está en Cristo, nueva criatura (o creación) es: las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo…” (2 Corintios 5:17-18).

De tal relación con Dios se deriva un privilegio que nos es presentado seguidamente: “… y nos dio el ministerio de la reconciliación… nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: reconciliaos con Dios” (v. 18-20).

Y el apóstol concluye, subrayando así todo lo que Dios efectuó para que la reconciliación fuera posible: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (v. 21). Este es el mensaje de la reconciliación; la fe acepta que Cristo no solo “llevó nuestros pecados”, sino que él “fue hecho pecado” en lugar de nosotros, a fin de que Dios sea justo, a causa de la obra de Cristo, al justificar y reconciliar al pecador consigo.

La enemistad del hombre contra Dios es congénita; pero a veces hay enemistad también entre hombres, entre hermanos, entre esposo y esposa, entre una raza y otra, entre ricos y pobres, y en cuántas otras esferas aun. Con un espíritu de gracia y de humildad, la reconciliación puede tener lugar entre hermanos, en el matrimonio y en las relaciones sociales.

Santificados

Ser «santificado» significa ser puesto aparte para Dios, en Cristo.

1.     La santificación de posición, a los ojos de Dios

Aquel que ha aceptado por la fe la obra de Cristo es santificado para Dios, es decir, es puesto aparte para Él. “Todos los… amados de Dios”, son “llamados santos”, vale decir, santos por el llamamiento de Dios (Romanos 1:7, V. M., compare con el NT interlineal griego-español). Dios los ve así en Cristo. Por voluntad de Dios “somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre… Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:10, 14). Por una parte la voluntad de Dios, por otra parte la ofrenda del cuerpo de Jesucristo. Solo la fe puede captar eso. Aquellos que se convierten “de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios”, reciben, por la fe en Cristo, “perdón de pecados y herencia entre los santificados” (Hechos 26:18).

2.     La santificación práctica

El creyente no tiene que volverse santo, pues ya lo es. Pero es llamado a manifestarlo. Esta es la santificación práctica. La exhortación de Efesios 5:3 está fundada en el hecho de comportarse “como conviene a santos”: “Pero fornicación y toda inmundicia, o avaricia, ni aun se nombre entre vosotros, como conviene a santos”. Esta santificación práctica es progresiva. Se efectúa por medio de la Palabra de Dios, leyéndola cada día, recibiéndola, amándola, y poniéndola en práctica. A ello se refirió el Señor Jesús en su última oración en favor de los suyos: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17). Efesios 5:26 precisa que Cristo santifica a la Asamblea “purificándola con el lavamiento del agua por la palabra” (NT interlineal griego-español). Esa es la obra de Dios en nosotros, mientras que la salvación, en sus diversos aspectos, es la obra de Dios por nosotros.

Como a menudo fallamos en lo que se refiere a esta santificación práctica, el Padre nos disciplina “para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad” (Hebreos 12:10). Al presente, “ninguna disciplina parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (v. 11).

También debemos ejercer una disciplina personal:

Limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios
(2 Corintios 7:1).

Esta disciplina personal se precisa porque el ambiente exterior inevitablemente influye tanto en la carne como en el espíritu. Romanos 13:14 agrega: “Vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne”.

1 Corintios 9:24-27 nos exhorta a correr de tal manera que obtengamos el premio. Ello requiere, como también para combatir, que se siga un régimen: “Todo aquel que lucha en la palestra, es templado en todas las cosas” (v. 25, V. M.).

“Seguid la santidad…”, dice Hebreos 12:14, exhortación a la cual bien se puede añadir la de Bernabé a la iglesia en Antioquía: él “exhortó a todos a que con propósito de corazón permaneciesen fieles al Señor” (Hechos 11:23).