La nueva vida del creyente

Del nuevo nacimiento a la gloria

La familia de Dios

Después de haber visto lo que la gracia de Dios ha hecho por nosotros, consideremos ahora lo que ha hecho de nosotros.

Hijos (niños)

Somos los amados hijos de Dios1 . Esta es la nueva relación con Dios en la cual es introducido el creyente. Para Abraham, Él era el Dios Omnipotente. A Israel, Dios se le dio a conocer como el Eterno (Jehová), aquel que es y sigue siendo el mismo (Éxodo 6:2). Pero, en el tiempo de la gracia, Dios se revela como Padre:

A todos los que le recibieron (a Cristo), a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios
(Juan 1:12-13).

Observemos que ellos son “engendrados”, (o, como también se puede traducir, “nacidos de Dios”), es decir, introducidos en la cálida atmósfera de la familia de la fe. Ese es el nuevo nacimiento mencionado en Juan 3:3, 5. Para llevar al hombre que estaba lejos de Dios a esta relación como hijo, era preciso hacerle nacer a una nueva vida, regenerarlo.

Israel tenía una relación como pueblo con Dios, pero hoy en día el creyente tiene una relación en calidad de hijo con su Padre. Con el nuevo nacimiento no se trata de una reforma de la naturaleza humana (llamada a veces «la vieja naturaleza»), sino de un acto creador de Dios por el Espíritu Santo que obra mediante su Palabra. Santiago nos dice: “Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad” (cap. 1:18). Pedro precisa: “Siendo renacidos… por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1:23).

La Palabra de Dios es, a la vez, una agua y una semilla.

Jesús afirma: “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5). Efesios 5:26 nos habla de ser purificados “en el lavamiento del agua por la palabra”. Tito subraya “el lavamiento de la regeneración”, al cual se le agrega “la renovación del Espíritu Santo” (cap. 3:5), que hace al creyente completamente diferente de lo que era antes: “Si alguien está en Cristo, es nueva creación” (2 Corintios 5:17, NT interlineal griego-español). Romanos 12:2 habla de la “renovación de nuestro entendimiento” y Efesios 2:10 precisa que hemos sido “creados en Cristo Jesús”.

Pero la Palabra es también una semilla. Jesús mismo lo dijo al dar la interpretación de la parábola del sembrador: “La semilla es la palabra de Dios” (Lucas 8:11). Según 1 Pedro 1:23, citado arriba, ella es “simiente… incorruptible”.

En Juan 3 se plantea una doble condición: “Es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree… tenga vida eterna… De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14-16). Notemos la expresión “todo aquel”: nadie es descartado, y la palabra “cree”: designa la fe en Aquel que es el verdadero Dios y verdadero hombre levantado en la cruz, en la cual dio su vida en rescate por muchos.

En el corazón del “que en él cree” se establece una seguridad interior producida por el Espíritu Santo: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Romanos 8:16).

Los creyentes pueden orar por la salvación de sus hijos o por la de sus amigos. No obstante, no son ellos los que pueden producir el nuevo nacimiento. Este es únicamente obra de Dios, quien actúa por medio de su Palabra y de su Espíritu. En el caso de una familia, los padres presentan la Palabra de Dios a sus hijos, los educan para el Señor; pero solo Dios puede dar la vida eterna a aquel que cree: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios… ahora somos hijos de Dios” (1 Juan 3:1-2). “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida” (1 Juan 5:11-12). Él nos ha hecho “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4), la que nos lleva a la comunión con Dios, a la intimidad con el Padre, para escuchar cómo su voz nos habla de su Hijo. Y para que tengamos plena seguridad, el apóstol Juan añade:

Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna
(1 Juan 5:13).

  • 1 Nota del editor: En la versión Reina-Valera 1960, así como en la versión Moderna (V. M.), en el pasaje de Romanos 8:14-21 se usa la expresión “hijos de Dios”. En francés el autor, en cambio, hace distinción entre “fils” (hijos) y “enfants” (niños), siguiendo así el texto bíblico original griego. En su Diccionario expositivo de palabras del Nuevo Testamento, W. E. Vine dice: «La diferencia entre “niños (teknon) de Dios” e “hijos” (huios) de Dios” se hace patente en Romanos 8:14-21. El Espíritu da testimonio a su espíritu que son “hijos de Dios”, lit. “niños”, (teknon), y, como tales, son Sus herederos y coherederos con Cristo. Ello pone el acento sobre su nacimiento espiritual (v. 16-17). Por otra parte, “todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos (huios) de Dios”. La conducta de ellos da evidencia de la dignidad de su relación y semejanza con Su carácter». Para conservar esa diferenciación hemos decidido traducir hijos o niños, según el caso.

Hijos (la adopción)

Efesios 1:4-5 nos dice que, “antes de la fundación del mundo”, Dios “nos escogió en él (Cristo)… habiéndonos predestinado, en su amor, a la adopción de hijos, por medio de Jesucristo, para sí mismo, según el beneplácito de su voluntad” (V. M.).

Los hijos (niños) están en relación con el Padre. Ser «hijo» habla del hecho de tener una posición como tal. El eterno pensamiento de Dios era tener hijos en su presencia. Este era el deseo, el beneplácito de su voluntad. Podemos pensar que hubo en la eternidad como una conversación al respecto entre el Padre y el Hijo. El Hijo que está ante el Padre es santo, por ende, los hijos serán santos; el Hijo no tiene mancha, los hijos no tendrán mancha; el Hijo es amado, los hijos serán amados; el Hijo es acepto, los hijos serán hechos aceptos en el Amado (Efesios 1:6).

Para que el deseo de Dios fuese satisfecho, fue preciso que a su tiempo Cristo viniera a este mundo y cumpliera la redención por su sangre, el perdón de pecados (v. 7). De tal modo, seres caídos, manchados, son hechos hijos ante el Padre.

Gálatas 4:1-7 nos muestra que la adopción es el acto por el cual Dios coloca en la posición de hijo adulto a aquel que es liberado de la ley, es decir, del principio legal: “Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo… para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo”.

¡Qué cambio total de posición! La epístola a los Gálatas enfoca el hecho de que uno es arrancado de la esclavitud en que estaba bajo el principio legal; en cambio, Romanos 8 muestra la liberación de la esclavitud del yo: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (v. 14-15).

El hijo pródigo tenía la intención de decirle a su padre: “Hazme como a uno de tus jornaleros” (Lucas 15:19). Pero, cuando su padre lo vio, movido a misericordia, corrió hacia él, se echó a su cuello, le cubrió de besos, y el hijo ya no pudo pedirle que lo tratara como a un esclavo; el padre hizo sacar el mejor vestido y se sentaron a la mesa para hacer fiesta. En figura, esta fiesta nos habla de la comida que no tiene fin, de la comunión comenzada en la tierra, que continuará en el cielo.

Actualmente tenemos las primicias del Espíritu, pero estamos esperando la adopción, “la redención de nuestro cuerpo”. Hasta entonces, “el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad” (Romanos 8:23, 26).

Herederos

“Ya no eres esclavo, sino hijo”, era la conclusión de Gálatas 4:7. Pero se agrega: “Y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo”. Pablo lo confirmará a los Romanos: “Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Romanos 8:17). Dios nos ha dado “a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito…, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra. En él asimismo tuvimos herencia” (Efesios 1:9-11).

Nos es difícil asirnos del alcance de estas expresiones. La Palabra nos dice:

Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia
(Efesios 1:13-14).

El Espíritu nos da un anticipo de esta herencia venidera. Jesús decía a sus discípulos, en Juan 16:13-15: el Espíritu “os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber”. Las epístolas desarrollan estos puntos.

Al comienzo de estas últimas conversaciones con sus discípulos, en aquel doloroso momento en que Judas le traicionaba y Pedro iba a negarle, el Señor Jesús dijo a los suyos: “No se turbe vuestro corazón” (Juan 14:1). Él desvió sus pensamientos hacia un horizonte distinto de tan sombrío momento que estaban viviendo, hacia una morada celestial a la que iban a dirigirse: la casa del Padre.

Somos viajeros que están caminando hacia el cielo. Tenemos la perspectiva de la herencia y ya tenemos las arras. Ella es, como lo dirá Pedro en su primera epístola (cap. 1:4), “una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros”, en tanto que las herencias terrenales a menudo se desvanecen o son mal empleadas. Pero, mientras los creyentes esperan la herencia, son “guardados por el poder de Dios mediante la fe” (cap. 1:5).

El Padre

Es esencialmente en el evangelio de Juan donde el Señor Jesús revela al Padre:

El unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer
(Juan 1:18).

En Mateo 11:27 él ya había dicho: “Nadie conoce… al Padre…, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar”. Sobre todo en sus últimos discursos, o sea, en Juan 14 a 17 es donde habla del Padre, de su Padre,

A través de los otros evangelios, Jesús había hablado del Padre celestial, del Padre que está en los cielos, cuidando de los suyos, pero en cierto modo, a distancia. En Juan 15:15 Jesús dice: “Ya no os llamaré siervos…; pero os he llamado amigos”. Y habrá más; él puede asegurarles un amor infinito: “El Padre mismo os ama” (cap. 16:27).

Tendrá que llegar la mañana de la resurrección para que María de Magdala reciba este mensaje: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (cap. 20:17). Esta revelación no está reservada a los cristianos más adelantados, pues el apóstol dice: “Os escribo a vosotros, hijitos, porque habéis conocido al Padre” (1 Juan 2:13). Los verdaderos adoradores adoran al Padre (Juan 4:23); asimismo hacen subir la alabanza “a Aquel que nos ama, y nos ha lavado de nuestros pecados en su misma sangre” (Apocalipsis 1:5, V. M.).

Al final de su oración en Juan 17, Jesús había dicho, dirigiéndose al Padre: “Les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos” (v. 26). A lo largo de este evangelio les había hablado del “Padre”, o de “mi Padre”; después de la obra de la cruz y la resurrección, viene el mensaje: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre”. No dice «nuestro» Padre, pues su relación con el Padre está por encima de la que pudieran disfrutar los suyos; él sigue siendo “el primogénito entre muchos hermanos”; no obstante, la relación está establecida, y la comunión es expuesta en 1 Juan 1: “nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (v. 3). Se trata de la comunión con el Padre acerca de su Hijo y de la comunión con el Hijo respecto de su Padre; y “estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido” (v. 4).

¿En qué medida gozamos, día tras día, de esta comunión? Ella puede ser experimentada individualmente en un momento tranquilo del día, y sobre todo colectivamente en el culto, cuando, como lo expresa un cántico,

«… el himno eterno comenzado en la tierra
exalte y glorifique al Padre y al Hijo».