Ejemplos de la unidad en Israël
En el Antiguo Testamento, Dios reconoció a la nación de Israel como su pueblo. Eran sus escogidos y Él era su Dios y moraba en medio de ellos. En el Nuevo Testamento, Dios forma una Iglesia de entre todas las naciones. Reconoce a esa Iglesia como su morada y su pueblo. Ya hemos señalado que esa unidad en principio y acción es lo que caracterizaba a la Iglesia novotestamentaria. En el Antiguo Testamento veremos también que ese principio de unidad fue el propósito de Dios respecto de la nación de Israel. Su insistencia acerca de la unidad de las doce tribus en el Antiguo Testamento así nos lo demuestra.
Se nos dice en el Nuevo Testamento que
Las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron
(Romanos 15:4).
También se nos dice que las cosas en Israel “acontecieron como ejemplo… para amonestarnos” y que son “la sombra de los bienes venideros” (1 Corintios 10:11; Hebreos 10:1). Es importante, por lo tanto, que notemos lo que se nos dice de este principio de la unidad de Israel. ¿Por qué? Porque, si la nación de Israel fue una sola cosa, ¡cuánto más lo es el Cuerpo de Cristo, la Iglesia que es una! Y si la independencia fue censurada en Israel, ¡cuánto más lo debe ser en la Iglesia de Dios! Para señalar unos ejemplos de la unidad de la nación de Israel, creemos que lo mejor que podemos hacer es citar las palabras de C. H. Mackintosh, quien hábilmente ha resumido el asunto de la siguiente manera:
La nación era una
«Las ciudades y las tribus de Israel no eran independientes, sino que estaban unidas entre sí por el sagrado lazo de la unidad nacional, unidad que tenía su centro en el lugar donde estaba la divina presencia. Las doce tribus de Israel estaban, pues, indisolublemente unidas. Los doce panes en la mesa de oro del santuario constituían el bello tipo de esa unidad, y todo verdadero israelita reconocía y se regocijaba en esa unidad. Las doce piedras en el lecho del Jordán; las doce piedras en la ribera del Jordán; las doce piedras de Elías en el monte Carmelo, todo exponía la misma gran verdad, la indisoluble unidad de las doce tribus de Israel. El buen rey Ezequías reconoció esa verdad cuando dispuso que el holocausto y la ofrenda por el pecado fuesen hechas para todo Israel (2 Crónicas 29:24). El fiel Josías lo reconoció también y obró conforme a ello cuando llevó las reformas a todas las tierras de los hijos de Israel (2 Crónicas 34:33). Pablo, en su magnífico discurso ante el rey Agripa, da testimonio de la misma verdad cuando dice: “Promesa cuyo cumplimiento esperan que han de alcanzar nuestras doce tribus, sirviendo constantemente a Dios de día y de noche” (Hechos 26:7). Y cuando miramos adelante hacia el brillante porvenir, la misma gloriosa verdad brilla con fulgor celestial en el séptimo capítulo del Apocalipsis, donde vemos a las doce tribus señaladas y aseguradas para bendición, reposo y gloria, relacionadas con una innumerable multitud de gentiles. Y finalmente, en Apocalipsis 21, vemos los nombres de las doce tribus grabados en las puertas de la santa Jerusalén, sede y centro de la gloria de Dios y del Cordero.
«Así que, desde la mesa de oro del santuario hasta la ciudad de oro que desciende del cielo de Dios, tenemos una maravillosa cadena de evidencias como prueba de la gran verdad de la indisoluble unidad de las doce tribus de Israel.
«Y si se preguntara: ¿Dónde podemos ver esa unidad?, o bien ¿de qué modo la vieron Elías o Ezequías, o Josías, o Pablo? La respuesta sería muy sencilla: la vieron por la fe; ellos miraron al interior del santuario de Dios, y allí, sobre la mesa de oro, vieron los doce panes que ponían de manifiesto la perfecta individualidad de cada tribu al igual que la perfecta unidad de las doce tribus. Nada más bello. La verdad de Dios debe permanecer eternamente. La unidad de Israel se vio en el pasado y será vista en el porvenir; y aunque como la más elevada unidad de la Iglesia, no es visible actualmente, la fe la cree igualmente, la defiende y la confiesa frente a diez millares de dificultades de influencia contraria» (Estudio sobre el libro de Deuteronomio, volumen 2, capítulo 13).
En Jericó
En cuanto al pecado de Acán en Jericó, vemos actuar la disciplina de Dios con Israel sobre el terreno de su unidad nacional. Cuando Acán, de la tribu de Judá, cometió “prevaricación en cuanto al anatema” y tomó de las cosas prohibidas de Jericó, el Señor se enojó con todo Israel y provocó su derrota en la batalla de Hai. Cuando Josué consultó a Jehová, la respuesta fue:
Israel ha pecado, y aun han quebrado mi pacto que yo les mandé; y también han tomado del anatema
(Josué 7:11).
El mal, como puede verse, no fue un asunto que había afectado solamente a Acán, o a su familia o a su tribu; afectó a todo Israel. Dios hizo responsable a todo Israel porque todas las tribus constituían una nación. A juicio de Él, toda la nación estaba identificada con el pecado del culpable y, por lo tanto, contaminada. No fue la familia de Acán, ni la tribu de Judá la contaminada y hecha responsable por su pecado, sino todo Israel. Por eso “todo Israel le mató a pedradas” y quitó el mal de en medio de ellos. Luego “Jehová se volvió del ardor de su ira” y estuvo nuevamente con Israel (Josué 7:25-26, V. M.).
El mismo principio se aplica a la Iglesia de Dios y a las asambleas individuales hoy día. Si un individuo perteneciente a una asamblea peca, la asamblea entera resulta contaminada y tiene, por lo tanto, la responsabilidad de encargarse de ello. De otra manera, Dios no puede continuar estando con ellos. Así pues, si una asamblea permite que el mal exista en su seno, todas las demás que están en comunión con ella resultarán contaminadas; por lo tanto, tienen la ineludible obligación de juzgar el mal. La Iglesia es una, así como lo era Israel, y existe una responsabilidad que corresponde a dicha unidad. Los principios de Dios no cambian nunca. De manera que la lección que Dios enseñó a Israel en Jericó es también hoy una lección para la Iglesia. Este principio se confirma también en las enseñanzas del Nuevo Testamento.
El mal de una ciudad
Deuteronomio 13:12-15 da instrucciones de cómo encargarse de un informe de idolatría en una de las ciudades de Israel. Primero tenía que haber una investigación, y si el informe resultaba ser verdad, debían herir “a filo de espada a los moradores de aquella ciudad” destruyéndola completamente. Por lo tanto, no se debía oír por parte de los habitantes del sur de Israel frases como por ejemplo: «¿Qué tenemos nosotros que ver con el mal que hay en el norte de este país o en tal ciudad o en aquélla? No existe semejante maldad entre nosotros. Cada ciudad tiene la responsabilidad de mantener la verdad dentro de sus propios límites. Eso es un asunto local; no nos sentimos responsables y, por lo tanto, no queremos entremeternos en sus asuntos, etc.».
El hablar así habría sido una negación de la unidad de todo Israel. Si el mal se hallaba en una ciudad, Dios consideraba que la falta estaba entre los habitantes de todas las ciudades de Israel. Además, el mandamiento de Dios era bien claro: “Si oyeres que se dice de alguna de tus ciudades que Jehová tu Dios te da para vivir en ellas, que han salido de en medio de ti hombres impíos que han instigado a los moradores de su ciudad, diciendo: Vamos y sirvamos a dioses ajenos, que vosotros no conocisteis; tú inquirirás, y buscarás y preguntarás con diligencia; y si pareciere verdad, cosa cierta, que tal abominación se hizo en medio de ti, irremisiblemente herirás a filo de espada a los moradores de aquella ciudad, destruyéndola con todo lo que en ella hubiere…” (Deuteronomio 13:12-15). Estaban, pues, bajo la doble obligación de investigar el mal y encargarse del asunto. Estaban obligados en el terreno de la unidad de la nación de Israel y por haberlo mandado Dios en términos muy claros. Dios les dijo que inquirieran si tal abominación había sido hecha en medio de ellos (v. 14). No se trataba meramente de una maldad hecha en cierta ciudad, sino –y se dirige a Israel– “en medio de ti”. Según Dios, el mal en una ciudad era la responsabilidad de todo Israel.
Si cada ciudad y cada tribu hubiesen tenido que actuar de forma independiente, el sumo sacerdote habría podido tomar los doce panes de la mesa de oro1 y repartirlos aquí y allá, pues en ese caso la unidad de Israel habría desaparecido. Pero en Israel no estaba autorizada ninguna independencia de ese tipo, así como tampoco Dios quiere que las asambleas actúen con independencia.
De modo que las instrucciones dadas a Israel ponen énfasis en la unidad, la responsabilidad y la acción colectivas. Se acercan a lo que encontramos en el Nuevo Testamento y que constituye la senda de Dios tanto para la Iglesia como para las relaciones entre las asambleas.
- 1Los doce panes sobre la mesa de oro eran una notable ilustración de la unidad de las doce tribus de Israel (Éxodo 25:23-30 y Levítico 24:5-8).