El creyente no puede perder su salvación

Conclusión

Sin duda, estamos en tiempos de relajamiento. En muchos sentidos, es útil considerar con atención nuestra responsabilidad. “Es ya hora de levantarnos del sueño” (Romanos 13:11-14), y esta exhortación se dirige también a nosotros:

Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras
(Apocalipsis 2:5).

Tenemos necesidad de considerar seriamente nuestra marcha individual y colectiva, respondiendo a la invitación que nos ha sido hecha. “Escudriñemos nuestros caminos, y busquemos, y volvámonos a Jehová” (Lamentaciones de Jeremías 3:40). Quizás podríamos dudar de que realmente fuese salvo –solo Dios lee en nuestros corazones– aquel que dijera: «¡Soy salvo, qué me importa andar fielmente o no!». Aquel que cree se convierte en uno que ama, porque el amor de Dios es derramado en su corazón, y este amor es manifestado guardando Su Palabra (Juan 14:21-23). De esa manera tenemos que mostrar nuestra fe por obras.

Pero, si nuestra salvación dependiese de nuestra marcha, ¿quién osaría pretender ser salvo? Querer despertar la conciencia de los santos adormecidos señalándoles que su salvación puede ser cuestionada porque su marcha no es lo que debería ser, tendría corno único resultado turbarles en lugar de despertarles. Nuestra vida está unida a la de nuestro muy amado Salvador: “Porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Juan 14:19). De sus ovejas, a las cuales ha dado la vida eterna, El puede decir: “No perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre” (cap. 10:28-29). Esta salvación, que descansa sobre la obra perfecta de Cristo cumplida en la cruz y que hemos recibido por la fe, no puede sernos quitada. Esta certeza es nuestra felicidad y nuestra paz.

Que ningún hijo de Dios dude de su salvación. Esta descansa sobre lo que Cristo hizo y no sobre lo que nosotros hacemos. Pero que cada uno de ellos manifieste su fe por medio de sus obras, para escuchar esta promesa: “Ya conozco que temes a Dios… de cierto te bendeciré” (Génesis 22:12, 17). Podrá gozar entonces de una comunión feliz con el Padre y con el Hijo: “Vendremos a él, y haremos morada con él” (Juan 14:23). También sentirá toda la felicidad que resulta de la obediencia: “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor… Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (Juan 15:10-11).