¡Cumplido está!

Pensamientos sobre el Salmo 22

Tu cruz hace brillar la gloria del Padre santo

El Señor, que se colocó bajo la maldición y la soportó, abre ahora las puertas de la alabanza a todos aquellos a quienes atrae en pos de él sobre el terreno de la resurrección. Se constituye un pueblo de adoradores. Nunca olvidemos que la adoración es la parte más elevada del servicio actual de los cristianos y la única parte que continuará eternamente. De manera que podemos repetir que no hay testimonio rendido al Señor según su pensamiento, según su corazón, según su gloria, sin que primeramente sea rendido el servicio de la alabanza. La primera Persona, y la única, que posee plenos derechos es Dios. Jesús llevó a Dios a aquellos que fueron hechos suyos. De modo que ahora nuestra parte es nada menos que contemplar la gloria de Dios revelada en la Palabra, gozar de ella y, con el alma plena, bendecir a Dios, por lo que es y lo por lo que ha hecho, y bendecir a Jesús en su persona y en su obra.

¡Qué distinto a reunirse simplemente porque se está justificado! Nuestras bendiciones son innumerables, incalculables, pero no nos reunimos para hablar de ellas. La gloria de Dios debe ocuparnos antes que toda otra corriente de pensamientos. Entonces, Dios está en el alma y la llena, Cristo llena el corazón de su Iglesia, la gloria de Dios y la del Señor absorben los pensamientos y los sentimientos. Y ¿qué es esta gloria de Dios que se celebra y se adora? Es Él mismo. No solo se adoran sus cualidades, sus atributos, sino que se adora a alguien, el Ser perfecto, aquel que es amor y luz. Alabamos a Dios porque es amor y no solamente porque somos los objetos de su amor; le alabamos porque es luz y porque en él no hay tiniebla alguna, y lo hacemos en la medida en que nuestro corazón esté lleno de luz, en que el corazón de la Iglesia esté en consonancia con el de Cristo. Celebramos los atributos de Dios: él es justo, santo, paciente, poderoso, supremo en majestad, sabio, fiel, invariable, pero, sobre todo, le celebramos en su naturaleza misma: amor y luz.

Todos los actos, todas las palabras, todo servicio, todos los sufrimientos de Cristo apuntaron a este objetivo final que siempre tuvo ante él y por el cual soportó la cruz: la gloria de Dios. Él la reivindicó, la celebra y los santos la celebran con él. Todos los servicios de los cristianos, individualmente y como Iglesia, de igual manera deberían concurrir a ese solo y único objetivo: la gloria de Dios. El servicio que no tiene por finalidad la alabanza de la gloria de Dios no es un servicio tal como lo concibe el Señor.

Al final del salmo encontramos a Dios glorificado en una medida diferente por varias categorías de rescatados que constituyen como un triple círculo, del cual Cristo ocupa la posición central. En el versículo 22 vemos primeramente la congregación, primera esfera constituida en un principio por el residuo completamente judío que rodeaba al Señor después de su resurrección (Juan 20). Este núcleo fiel fue refundido en la Iglesia; en ella está la primera alabanza, más extendida, continúa, la que reviste una forma mejor definida y más profunda. Para las otras categorías, no encontramos el equivalente del versículo 24, es decir, la presentación de un motivo profundo que esté ligado a la liberación de Cristo tal como lo está en este primer círculo. La alabanza derivada de este motivo corresponde a la Asamblea, ya que la cita del capítulo 2 de Hebreos hace que estos versículos le sean aplicables.

En la segunda esfera, la de la gran congregación (v. 25-26), podemos ver la reunión de todo el pueblo de Israel restaurado, restablecido. Este pueblo, creado para la alabanza, como dice Isaías: “Este pueblo he formado para mí mismo, para que ellos cuenten mis alabanzas” (cap. 43:21); en ese momento será capaz de presentar esta alabanza, conducido por aquel que pagará sus votos. En el momento de una angustia se podían hacer votos a aquel del que se aguardaba la liberación, y, cuando esta liberación llegaba, se pagaban esos votos haciendo lo prometido. Es lo que encontramos en el Salmo 66:13-14 y en el Salmo 116:14.

Por último, el tercer círculo (v. 27 y sig.) es el de la alabanza universal que llenará la tierra durante el período milenario, la cual también es consecuencia de la obra de la cruz.

Para caracterizar estas tres esferas en relación con la persona del Señor, se podría decir que, en la primera, Él se nos presenta como el Jefe del cuerpo, el Esposo de la Iglesia; en la segunda, como el Mesías en relación con su pueblo; y en la tercera, como el Hijo del hombre cuyo dominio se extiende sobre toda la tierra.

A estas tres clases, además, se las encuentra en otros pasajes, especialmente en el capítulo 12 de Juan, en el cual la primera clase está representada por María al ofrecer su perfume; luego en la escena que sigue, vemos al Mesías que entra en Jerusalén, aclamado por el pueblo; por último, en la tercera, desean verle los griegos, gentes de las naciones. A su respecto, Jesús declara:

A menos que el grano de trigo caiga en tierra y muera, queda solo; mas si muere lleva mucho fruto
(Juan 12:24).

Lo dice porque todos los elegidos son el fruto de su obra.

Si retomamos el tema de la alabanza para considerarlo en los tiempos, vemos que, según la Escritura, el culto judío llegó a su fin y que el residuo judío creyente formó el núcleo originario de la Asamblea, de modo que hoy, en el mundo, no hay respecto a Cristo otra alabanza más que la cristiana. No hay más altar; Dios no tiene más una religión terrenal. Esta alabanza del pueblo terrenal, cuyos representantes fueron los apóstoles por un tiempo, llegó a su fin para dar lugar a una alabanza celestial, aunque esté realizada en la tierra. Pero Dios no abandona este pensamiento de un culto terrenal en medio del pueblo elegido y, llegado el momento, esta alabanza se reanudará. Entonces toda la tierra, la que hoy en día no tiene nada que decir a Dios como alabanza y se preocupa poco por la obra de Cristo, unirá su voz para bendecir a Dios cuando su gloria llene la tierra “como las aguas cubren el mar” (Isaías 11:9).

Es este un precioso pensamiento. La voz de Israel, que ahora está acallada con sangre a causa del crimen de la cruz, se hará oír de nuevo y ello en virtud de la misma sangre de Cristo, que allí fue vertida. La gracia triunfará allí donde el pecado y el crimen abundaron. Y el que presentará los votos en medio del pueblo será Él mismo, a quien su pueblo dio muerte. Uno puede regocijarse al pensar que, entre esos pobres judíos a menudo hundidos en las tinieblas y la enemistad contra Dios, habrá un residuo. Estos judíos, a quienes se unirá el resto de las diez tribus, reaparecerán para alabar a Jehová, el Dios de los judíos, el Dios de Israel. Sin embargo, antes de ese momento, los judíos como pueblo, después de haberse sometido al dominio y la conducción del Anticristo, habrán atravesado una crisis más aguda que todas las que hayan conocido.

“Os habéis acercado”, nos dice el pasaje de Hebreos 12 que define la posición de los judíos convertidos, no al monte Sinaí, sino “a la sangre de aspersión, que habla mejores cosas que la de Abel” (v. 18, 22, 24). Vemos así que para todas las clases de elegidos la sangre de Jesús ha hecho acallar la voz del juicio y elevar la voz de la alabanza. Sin embargo, comprendemos que las tres formas de alabanza, todas ellas verdaderas, tienen distinta altura según el círculo de que se trate. Durante el milenio los fieles no concebirán que el velo esté desgarrado. Ello es específicamente el privilegio cristiano (Hebreos 10:19-20), como lo es, por consecuencia, la alabanza en el lugar santísimo. Sabemos, además, que en el tiempo de la gran congregación habrá de nuevo un templo con sacrificios ofrecidos, los que serán conmemorativos del sacrificio de Cristo. Los privilegios de estos fieles no serán tan elevados como los que son conferidos a los cristianos. Es cierto que los creyentes de la gran congregación recibirán el Espíritu Santo, lo que será “la lluvia tardía” (Oseas 6:3), pero no lo recibirán como el Espíritu de adopción y no serán bautizados por él para ser un solo cuerpo (1 Corintios 12:13). Ello también es exclusivo de la Iglesia.

No olvidemos tampoco que, si bien esta gran congregación debe regocijarse en Dios y en su Mesías, también se regocijará, y legítimamente, en las cosas de la tierra. Aquí son mencionados los opulentos de la tierra. Habrá alegrías y bendiciones enteramente terrenales, las que igualmente serán el fruto de los sufrimientos de Cristo. Se encuentran frecuentes alusiones a ese hecho en los Salmos y los profetas. Pero consideramos que ese es un terreno muy diferente de aquel que nos ocupa. Ninguna bendición de la Iglesia es terrenal. Es verdad que el creyente es guardado individualmente por Dios, quien le ayuda en su vida; pero las bendiciones propias de la Iglesia y los motivos propios de su alabanza son puramente celestiales. Se siente bien que en la reunión de adoración estaría fuera de lugar dar gracias a Dios por habernos ayudado en nuestros asuntos materiales; mientras que, para el judío, será perfectamente oportuno bendecir a Dios por todo eso. Así lo dice el Señor en Mateo 5:5: “Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra”. Estos mansos, que tienen el carácter del residuo, los encontramos en el versículo 26, al igual que en otros salmos. Ya no tendrán cruz que llevar; tendrán la gloria en la tierra, la gloria milenaria y además, una bendición espiritual, pero no del mismo orden que aquella de la cual nosotros podemos gozar. Ellos gustarán de tal bendición cuando hayan visto al Mesías después de su aparición. Habrán tenido pruebas y una vida de fe antes de que el Señor aparezca, pero serán profundamente ejercitados y hechos felices cuando lo hayan visto, mientras que la iglesia ama al Señor sin haberlo visto.

El estudio cuidadoso de la Palabra, y en particular de los Salmos, nos preservará de mezclar las distintas corrientes de pensamientos de la gracia que ella revela. Todos ellos sirven para la gloria de Cristo y para gloria de Dios Padre.