La obra de gracia está terminada, te has sentado en el lugar santo
A partir del versículo 21 toda la escena cambia. Entramos en el terreno de las consecuencias ilimitadas de esta obra infinita, y la primera de todas es la alabanza de Cristo hacia Aquel que lo libró en el momento apropiado. El Señor alaba a Dios en medio de los santos porque Dios lo libró, y nos invita a alabarlo con él, no en primer lugar porque nos haya salvado, sino porque resucitó a Cristo de entre los muertos.
Esta liberación de Dios, esta respuesta a Jesús, se puede decir que se manifestó de dos maneras. La primera, en que al cabo de las tres horas de desamparo el Señor restableció la comunión con su Padre, ya que entonces el Señor deja de decir: “Dios mío” y dice “Padre”, como lo vemos en el evangelio de Lucas (cap. 23:46). La segunda fue su resurrección y su elevación a la diestra de la majestad en las alturas. Esta es la respuesta definitiva.
Después de las tres horas, el Señor encomienda su espíritu a su Padre. La obra de expiación está terminada. Pero falta ahora solucionar la cuestión de la muerte y de su terrible poder. En la cruz, lo relativo al juicio de Dios y su cólera fue solucionado, al igual que lo referente a Satanás, pues, cuando el Señor exclama: “¡Cumplido está!”, ya ha logrado la victoria. Pero aún tenía que apoderarse de las llaves de la muerte y del hades (Apocalipsis 1:18); le faltaba pasar por los lugares a los que conducían las consecuencias del pecado. Una de esas consecuencias era la ira de Dios, por la cual pasó Cristo durante las tres horas. Otra consecuencia era la muerte a la cual están sujetos todos los hombres. El Señor entra en la muerte, penetra en ese reino del hombre fuerte con el poder de una vida imperecedera. Entra en la muerte que no le podía retener y sale de ella despojando a Satanás de esa arma poderosa (Lucas 11:21-22; Hebreos 2:14-15), de tal manera que en adelante la muerte ya no es más nada para Cristo y para aquellos que están en él. También respecto a los demás hombres la muerte está ahora en poder del Señor, pues él es “el primogénito de entre los muertos” (Colosenses 1:18).
La manera en que Cristo entró en la muerte tiene mucha importancia. No murió bajo la cólera judicial, ya que primeramente recuperó el gozo de la comunión con su Padre. En segundo lugar, penetró en la muerte consciente de haber acabado completamente la obra, pues pudo pronunciar estas solemnes palabras:
¡Consumado es! (Juan 19:30)
Más aun, él dio su vida exclamando a gran voz, prueba de que nadie se la quitaba, sino que la ponía de sí mismo a causa del mandamiento que había recibido de su Padre (Juan 10:18). Por último, su dependencia y su completa confianza brillaron una vez más en este último acto que consistió en encomendar su espíritu en las manos de su Padre (Lucas 23:46). Pese a haber recibido tanto el poder de volver a tomar su vida como el de darla, la perfecta dependencia del Señor, si es posible penetrar ese misterio, no le permitió ejercer ese poder sin su Padre. La resurrección es presentada como una respuesta de Dios: “Me has respondido de entre los cuernos de los búfalos” (v. 21 – versión francesa de J.N.D.).
Cuando la hora de la prueba hubo terminado para Cristo, cuando el tiempo de su desamparo hubo llegado a su fin, llegó el de la liberación. Si Dios hubiera socorrido a su Hijo antes del momento preciso, nosotros no habríamos sido salvados. Por otra parte, su amor por él no permitiría que la prueba se prolongase un instante más de lo necesario. (En nuestras pruebas, a nuestro nivel, podemos tener confianza en que la sabiduría de Dios, por un lado, y su amor, por el otro, darán a nuestros ejercicios exactamente la duración necesaria).
Lo que parece destacarse en estos versículos 22 a 24 es la expresión del inmenso cambio que el Señor experimentó al pasar de las horas terribles al gozo de la comunión con el Padre. Y él quiere que sus hermanos sepan qué Dios es aquel que le ha librado de las tres horas de la muerte. Conoce y aprecia el interés que por su dolor sienten aquellos a quienes llama sus hermanos: “Óigate Jehová en el día de tu angustia” comienza diciendo el Salmo 20, y aquí, después de los sufrimientos, cuando todo ha transcurrido perfectamente, es el propio Señor quien exclama: “Ya me has oído”. El que intercedió por aquellos que temen a Dios, es decir, por sus hermanos, a fin de que no sean confundidos ni escandalizados a causa de su desamparo (Salmo 69:6), tiene mucha prisa por ir a anunciarles la maravillosa liberación de la cual acaba de ser objeto. Su amor esperaba de sus discípulos, como ahora lo espera de nosotros, un sentido y profundo interés por las cosas que le atañen y muy especialmente por esta respuesta que Dios dio a su fe. Y este aspecto de la adoración es quizá demasiado raro. En nuestro culto no deberíamos dejar de bendecir a Dios por la manera en que libró a Jesús y, así, unirnos al gozo del Señor, quien adora y alaba a su Dios y Padre por ese cambio que ninguna lengua sabría expresar, del cual solo él conoce la profundidad y que le hace pasar de la cólera de Dios a su más íntima comunión.
Si tuviéramos un más profundo sentimiento acerca de la prueba horrorosa a la cual fue sometido el Señor y si pensáramos más en su dolor, en su aislamiento, en su abandono, tendríamos más a menudo en nuestros corazones esta nota de alabanza para bendecir a Dios, quien liberó a Jesús de esas horas indescriptibles. Parece que ello no es frecuente en nuestro culto, pues bendecimos a Dios por lo que ha hecho por nosotros, pero muy poco por lo que hizo por Cristo. Las tinieblas, la cólera, el desamparo, y luego el pleno gozo del rostro de Dios como el que sintió Jesús, es lo que aquí se da a entender y que es celebrado. Y más aun podemos celebrarlo por cuanto este cambio también es nuestra parte, en cierta medida. Sin haber sufrido el juicio de Dios, hemos pasado de la condición que merecía tal juicio al mismo favor del que ahora goza Cristo.
“Anunciaré tu nombre a mis hermanos”. Él no solo se da prisa por dar a conocer la liberación de la cual ha sido objeto, sino que quiere revelar a Aquel que es el autor de ella, pues el nombre es la persona misma. Por cierto que el Señor había dado a conocer lo que era Dios antes de ir a la cruz, pero la plena revelación de Dios no fue hecha sino después de las tres horas. Todos los atributos divinos fueron manifestados en la cruz del Calvario. Antes de ella, la revelación de Dios por parte de Cristo había sido parcial; después de la cruz, esta revelación fue plena.
“He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste”, dice el Señor en Juan 17:6, y más adelante: “Y les he dado a conocer tu nombre, y se lo daré a conocer” (v. 26). Aquí dice: “Anunciaré tu nombre.” En la expresión “tu nombre”, se siente todo el amor del Señor hacia el Dios de su liberación, un amor que anhela encontrar ahora en los corazones de aquellos a quienes llama sus hermanos. Eso es lo que agrega :
Para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos
(Juan 17:26).
Sin embargo, este pasaje de Juan 17 es más general. Es lo que el Señor hizo durante su vida, tal como lo declara: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”, y es lo que continúa haciendo. Pero, en el versículo de nuestro salmo, citado en Hebreos 2, hay un hecho más preciso: el Señor quiere llenar el corazón de sus hermanos del gozo que hay en el suyo, un gozo vinculado a la liberación de la cual ha sido objeto y que es también la de ellos. Él les da a conocer al Dios Salvador.
“Anunciaré tu nombre a mis hermanos” es como si el Señor dijera: «Iré a decir a mis hermanos qué libertador hallé en ti; voy a hablarles de ti tal como yo he aprendido a conocerte en mi liberación». Es una gracia maravillosa que el Señor nos abra así su corazón respecto a la manera por la cual, osaríamos decir, él aprendió a conocer a su Dios en sus liberaciones. Es cierto que Cristo, antes de haber sufrido y de haber sido escuchado, jamás había pasado por eso; tiene, pues, el corazón lleno de sentimientos y pensamientos que desea compartir con sus hermanos. ¡Qué prueba de ternura da al introducir así a los suyos en un tema tan precioso para su propio corazón! Y es aún más maravilloso si consideramos que, cuando el Señor tuvo que ser castigado y sufrir la cólera, no pudo compartir esa parte con nadie. Pero, cuando se trata de su gozo, él lo comparte con los suyos. Y ¡cuán dichoso se sentirá el Señor si, cuando le recordamos en su muerte y en su liberación, nos hacemos eco del gozo y de la alabanza que su corazón tiene para su Dios y Padre! Eso es lo que espera. Al meditar acerca de estas cosas, sentimos cuán pobres son nuestras reuniones de adoración.
Es preciso no perder de vista que es un hombre quien habla aquí; es Dios, pero es un hombre, y a ese hombre, que glorificó a Dios en su muerte y a quien Dios libró, están ligados todos los santos. La palabra “hermanos” tiene aquí un sentido más amplio que aquel que oímos entre nosotros en el sentido propiamente cristiano. Además, en el momento en que el Señor revela el nombre de su Dios y Padre, después de su resurrección, el Espíritu Santo no había venido y la Iglesia no había comenzado. Sin embargo, la cita de este versículo en Hebreos 2 permite aplicarlo al pueblo cristiano. La obra de Cristo nos ha hecho una familia sacerdotal. La bendición que se desprende de la obra de la cruz es ejercida respecto a todos los santos de otros tiempos, pues Dios, por anticipado, pudo bendecirlos en Cristo, único mediador entre Dios y los hombres. Dios es nuestro Dios: esa es la consecuencia de la obra de la cruz. Parece que la expresión “anunciaré tu nombre a mis hermanos” no es solamente la revelación que Dios es nuestro Padre, sino también el progreso que el Señor quiere hacernos realizar en cuanto al conocimiento y el disfrute de nuestro Dios y Padre, conocimiento que se profundiza en la medida en que uno se nutre de la Palabra y vive en comunión con el Señor. Y es también la revelación de Dios en nuestras propias circunstancias, tal como dice un cántico: «Para nosotros, él es un Padre».
Esta es la preciosa noticia que con tanta diligencia el Señor anuncia personalmente a los suyos. Los ángeles de la tumba dan testimonio de su resurrección, pero, en cuanto a la nueva relación en la cual desde entonces su obra ha colocado a los suyos, y al conocimiento de su Dios y Padre, el Señor no confía a nadie más la tarea de informarles al respecto.
Este es un conocimiento que conduce siempre a la alabanza. El Señor dice: “En medio de la asamblea alabaré”; y él desea que nos asociemos a esa alabanza. ¡Con qué atención deberíamos procurar su dirección en ese servicio! “Cantaré con el espíritu…” (1 Corintios 14:15). ¿No es esto, en suma, cantar en armonía con el Señor?
Es evidente que, si nuestros corazones piensan seriamente en su sufrimiento y su muerte, como así también en su liberación y su gloria, tendremos entonces el oído atento para oír su voz y estar listos para seguirle, muy especialmente en la alabanza colectiva. Si, al contrario, nuestros corazones son livianos, poco sensibles a lo que Dios ha hecho por nosotros, no tendremos nada que expresar, ninguna nota que unir a esta alabanza.
El Señor solo tiene una cosa en vista: la gloria de Dios.
Yo te he glorificado en la tierra”
(Juan 17:4).
Eso fue lo que tuvo ante sí toda su vida; en la resurrección, es también la alabanza y la gloria de Dios lo que él tiene en vista. Antes de la cruz, yendo al monte de los Olivos con sus discípulos, todos cantan un himno. Cuando todo está cumplido, dice: “En medio de la asamblea te alabaré”.
En un mismo pensamiento asocia a su Padre y a sus hermanos. El vínculo queda establecido. Él piensa en Dios y piensa en los suyos. La obra de la cruz, no lo debemos olvidar nunca, es para Dios y es para el creyente.
Seamos humildes, considerando cuán a menudo nuestras actitudes, nuestras expresiones, nuestras actividades, son convencionales. Esto se debe a que nuestro corazón no está verdaderamente cautivado por la gracia divina. Los conocimientos intelectuales no nos faltan, pero nuestro corazón está muy poco conmovido. Si él estuviese como debería estarlo, ¡qué alabanza subiría hacia Dios y hacia Cristo a causa de su obra incomparable! Si supiéramos verdaderamente lo que es la gracia manifestada en Cristo, nuestros corazones prorrumpirían en agradecimiento, en alabanza y en adoración.