La muerte y el abandono pasaron por tu alma
El culto de adoración es el servicio más maravilloso que haya sido confiado a los hombres. Sin embargo, la mayor parte de los cristianos no dan el primer lugar a ese servicio. También en eso vemos una victoria de Satanás en sus esfuerzos para apartar de lo que es esencial.
La esencia del culto es la perfección de la víctima y de su obra presentada ante la mirada de Dios. Es cierto que para los rescatados no hay culto sin el recuerdo del sacrificio por el pecado, como lo vemos en la apertura de la alabanza en el capítulo 1 del Apocalipsis; pero, cuanto más examinemos las perfecciones de la víctima en sí misma, tanto más nuestros canastillos estarán llenos para el culto (Deuteronomio 26:1-11). Y esas perfecciones, que brillan de una manera incomparable en este salmo, son las glorias de Jesús en sus sufrimientos de la cruz.
Se tratan relativamente poco estos sufrimientos en la Escritura, no se nos dice lo que han sido, pero están sobreentendidos cuando él habla de sus iniquidades (Salmo 40), de sus pecados y de su locura (Salmo 69) o, en el salmo que nos ocupa, del desamparo por parte de Dios. Se los discierne cuando la Palabra nos habla de esa espada que despertó contra el pastor de Jehová, contra el hombre compañero suyo (Zacarías 13:7), cuando el Señor menciona que las aguas le entraron hasta el alma, qué está hundido en cieno profundo y que la corriente le ha anegado (Salmo 69). Estas son cosas insondables para el espíritu humano, las que solo podremos comprender en la eternidad. El versículo 2 de nuestro salmo, como también los versículos 14 y 15, nos dan una idea de la intensidad de los sufrimientos de aquel que de tal manera fue desamparado y herido por Dios. “¡Dios mío, clamo de día, y no respondes; de noche también y no hay para mí sosiego!”. Él, que en el Salmo 63 dice: “¡Oh Dios, Dios mío eres tú! ¡de madrugada te buscaré!”, debe reconocer aquí: “Clamo de día y no me respondes”. Se dirige a su “Dios fuerte”, pero no obtiene respuesta. Sin embargo, es destacable ver que el Señor tiene el rostro dirigido hacia Dios y vierte en él su queja. Si bien su oración no tiene acceso a Dios, como está escrito en las Lamentaciones de Jeremías (cap. 3:8), Dios permanece siendo siempre el objeto de su corazón y el motivo de su vida. La perfección suprema del Señor Jesús fue manifestada así en sus mismos sufrimientos de la cruz; allí, lo que él es fue demostrado de una manera absoluta; y es la perfección de la víctima lo que, como adoradores, presentamos a Dios, su Padre.
No solamente contemplamos en este salmo las perfecciones de la naturaleza del Señor, sino también las perfecciones de sus sentimientos, y en particular la confianza que se manifiesta en ese mismo momento. Cuando Jesús está clavado en la cruz, proclama la santidad de Dios:
Empero tú eres santo, tú que habitas entre las alabanzas de Israel (v. 3).
Él se asocia con Israel al reconocer que Jehová es digno de sus alabanzas, al mismo tiempo que mide lo que es la santidad de Dios al soportar el peso de toda su cólera contra el pecado. No era posible, para la santidad de Dios, que los hombres pecadores fuesen reconciliados con él, a menos que una víctima perfecta fuera ofrecida a favor de ellos. Hacía falta la perfección de esta víctima pura y sin mancha para responder a la santidad divina. El Señor Jesús, mediante su muerte en la cruz, dio ocasión a su Padre para desplegar su gloria por la eternidad. Se ha podido decir que, de no haber habido ningún pecador salvado, el Señor habría dado su vida para que la gloria moral de Dios fuese manifestada eternamente.
En los pocos versículos que siguen, Cristo recuerda la fidelidad de Dios, quien siempre salvó, sin excepción, a los que confían en él. El mismo Señor había invitado a confiar en Dios, y aquí está públicamente ante los hombres, ante los ángeles, ante toda la Historia, obligado a proclamar que él mismo está desamparado por Dios.
¡Qué motivo de asombro es esta escena extraordinaria para los ángeles que la contemplan! En efecto, el Señor declara en el versículo 4: “En ti confiaron nuestros padres… y tú los salvaste”. En toda la historia de la humanidad nunca se había visto un hombre que, habiendo confiado en Dios, fuese desamparado por él. En apariencia, Dios se negaba a sí mismo. En el Salmo 69 el Señor, al interceder por los suyos, pide que no sean confundidos a causa de él. Ruega que el desamparo del cual es objeto no sea un motivo de escándalo para los santos, una piedra de tropiezo para los que buscan a Dios, quienes, a causa de este espectáculo, podrían llegar a dudar de su fidelidad. Guardando la justa proporción, es el sentimiento que hacía decir a Pablo en sus tribulaciones: “Os ruego que no desfallezcáis a causa de las tribulaciones que por vosotros sufro, las cuales son una gloria para vosotros” (Efesios 3:13). Aquí, en los versículos 4 y 5, Jesús da testimonio de la fidelidad de Dios, la que jamás había dejado de responder a la fe de los padres ni a la de nadie. Pero, en el versículo 6, él se presenta como un contraste. Allí podemos considerarle en su increíble sumisión, en su humillación sin par: “Mas yo soy gusano, y no hombre…”.
Se ve, en los versículos 7 y 8, cuánto sufrió el Señor a causa de la burla de la que era objeto cuando estaba en la cruz, y principalmente por esta pérfida expresión de los principales del pueblo: “Se encomendó a Jehová; líbrele él; sálvele, puesto que en él se complacía”. El corazón del Señor fue infinitamente sensible a esa flecha que estaba bajo la lengua de los hombres, según la expresión del Salmo 57: “Hijos de hombres, cuyos dientes son lanzas y saetas, y su lengua una espada aguda”. Él era acusado como anteriormente Job por sus amigos, de no haber complacido a Dios: “Líbrele ahora si le quiere” (Mateo 27:43). Eso también confesará más tarde el residuo: “Nosotros le reputamos como herido, castigado de Dios…” (Isaías 53:4). Mientras Job, quien anteriormente no había pecado con sus labios, vaciló ante esa prueba, Cristo se mantuvo firme y su perfección fue manifestada. Con relación a este desafío: “¡Sálvele, ya que se complace en él!”, es precioso oír, como un eco proveniente del otro lado de la resurrección, la respuesta del Señor Jesús: “Me sigue librando, por cuanto se complace en mí” (Salmo 18:19). Por cierto, el desafío también se dirige a Dios mismo y se puede pensar en lo que fue para el corazón de Aquel que, en el Jordán, había abierto el cielo para declarar:
Tú eres mi amado Hijo; en ti hallo mi complacencia
(Marcos 1:11).
Por otra parte, los propios testigos comprueban aquí, en ese momento supremo, que Cristo pone su confianza en Dios.
Parece que en el versículo 9 el Señor apela a Dios. Si los hombres pensaron y dijeron que él no había agradado a Jehová –pues de otro modo él le habría salvado– Cristo expresa su certidumbre interior en cuanto a que, desde el seno de su madre, él confió en Dios. También contrasta con Job, quien, en el día de la prueba, al pasar por el crisol, exclamó: “¿Por qué no morí yo desde la matriz?” (Job 3:11).
Un detalle que pone de relieve esta confianza del Señor es que, en el momento de su desamparo, no dice: “Oh Dios”, como en el Salmo 63, sino: “Dios mío” (v. 1-2, 10). Es este un detalle aparentemente formal, pero en realidad pone de manifiesto una verdad infinita.
El Señor realiza plenamente lo que es la fidelidad en lo tocante a la confianza, algo que nosotros conocemos tan poco que, sin embargo, es una de las grandes virtudes de la fe. ¿Durante cuántos instantes, en el curso del año, tenemos confianza en Dios? Nos apoyamos más fácilmente en las circunstancias, en los hombres, o en toda clase de cosas. Jesús habría podido apoyarse en su poder divino; habría podido protegerse, buscar una salida en muchas ocasiones; pero nunca lo hizo. Así lo vemos en la barca, mientras dormía; una vez que su confianza total fue manifestada, él pudo hablar como Dios para reprender al viento y al mar. Toda su vida en lo privado fue siempre así. La confianza perfecta que el Señor había mostrado hasta entonces le permite hablar así, en estas circunstancias tan difíciles. Y precisamente él, el único que había comprobado que se podía confiar absolutamente en Dios, ese mismo, después de haber marcado ese camino públicamente, proclama que el Dios en quien ha confiado lo abandona, pero al mismo tiempo, proclama que, sin embargo, ¡continúa confiando en su Dios! No hay aspecto más elevado de la perfección de Cristo.
No bastaba que la vida del Señor aquí abajo, esa vida de confianza, fuera ya algo maravilloso, pues lo más bello, lo más glorioso, habría faltado en la gloria de Dios. Hacía falta esa circunstancia inaudita del desamparo, para poner en evidencia la verdadera medida de la perfección de Cristo manifestada con su confianza. Nadie podrá decir: Cristo confió porque Dios estaba a su favor, o porque no tenía pecado, ya que le es más difícil a un hombre que está cargado con su pecado confiar en Dios. Vemos a Cristo confiar en Dios cuando Dios estaba contra él, como nunca lo estará contra nadie. Él permanece perfecto, igual a sí mismo, hasta el fin de la prueba.
Si nosotros podemos gozar de las consecuencias de esta confianza en Dios, tanto los creyentes anteriores a la cruz, como los posteriores a ella, lo debemos exclusivamente al hecho de que Jesús soportó esos sufrimientos sin flaquear y sin tener apoyo alguno. ¿Qué es lo que invadiría el alma de todo pecador, como nosotros, en una prueba mucho menos intensa que aquella? La desesperación. La desesperación se apodera de un hombre cuando ya no tiene más apoyo. Y Jesús no tenía ningún apoyo a su alrededor, ni de parte de los ángeles ni de parte de Dios. Sin embargo, nada le faltaba a su confianza; Jesús puso su confianza en Dios cuando no había ninguna razón exterior para hacerlo. El único motivo de su confianza era: su propia perfección.
Hacía mucha falta que esta prueba sin par tuviera efecto, sin lo cual los problemas morales esenciales nunca habrían sido abordados. Pero ahora todo es una perfecta seguridad; cualquier cuestión moral que se considere, se la ve solucionada en la cruz. Satanás no tiene más que decir; tiene la boca cerrada; la tuvo así durante la vida de Cristo y la tiene en la muerte de Cristo. Vemos allí el triunfo absoluto del hombre perfecto sobre todas las consecuencias del mal.
¡Cuán grande trabajo fue necesario a causa de la entrada del pecado en el mundo! La desconfianza fue sembrada en el corazón de Adán y en el de Eva en ocasión de la caída. Fue necesaria la confianza de Cristo hasta el desamparo mismo para restablecer la confianza del hombre ante Dios; también fue preciso que Dios fuera glorificado de una manera infinitamente superior mediante la confianza de Jesús durante las tres horas. La gloria de Dios, ofendida por la desconfianza, exigía esta medida.
Con facilidad tenemos tendencia a considerar estos hechos de una manera general y superficial, pero Dios desea que recordemos que todos esos sufrimientos eran reales. Las verdades morales y espirituales son muy superiores a todas las otras realidades. Y no hay una verdad moral que no haya sido abordada en la cruz; todas las verdades se encuentran allí liquidadas, todas las cuestiones están allí fundamentalmente solucionadas, para gloria de Dios, para gloria de Cristo y para bendición de los elegidos. Por eso, considerar la cruz es considerar lo más maravilloso y lo más santo. No hay nada más excelente que estudiar la cruz.
El amor, la confianza, la obediencia, la dependencia cabal, todos estos rasgos diversos de la vida divina nos los hace contemplar Jesús en su vida y, ante todo, en su muerte. De ello se nutre la Iglesia.